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Authors: Daniel Tammet

Tags: #Autoayuda, #Biografía

Nacido en un día azul (25 page)

BOOK: Nacido en un día azul
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Las reglas del evento especificaban que yo no podía hablar ni interactuar con nadie durante el transcurso de la recitación. Se permitían pausas cortas y preestablecidas, durante las que comí algo de chocolate o un plátano. Para ayudarme a mantener la concentración durante las pausas, caminaba de lado a lado de la habitación, adelante y atrás, por detrás de la silla, con la cabeza gacha mirando el suelo, evitando las miradas de los espectadores. Permanecer continuamente sentado mientras recitaba era algo que me resultaba más difícil de lo esperado, ya que acostumbro a ponerme nervioso. Mientras recordaba dígitos hacía girar la cabeza o me la cubría con las manos, o bien me balanceaba suavemente con los ojos cerrados.

Alcancé los 10 000 dígitos a la una y cuarto de la tarde, aproximadamente a las dos horas del inicio de la enumeración. Según iban pasando las horas me sentía cada vez más cansado y me di cuenta de que los paisajes visuales de mi mente se tornaban cada vez más borrosos con la fatiga. Antes del evento no había recitado en una secuencia continua todos los dígitos que aprendí, y ahora esperaba no llegar a cansarme tanto que no pudiera finalizar.

Al final hubo un momento, sólo uno, en el que momentáneamente pensé que tal vez no podría continuar. Fue tras alcanzar los 16 600 dígitos. Durante unos escasos instantes mi mente se quedó en blanco: no había formas, ni colores, ni texturas, ni nada. Nunca había experimentado nada parecido antes, como si estuviese mirando un agujero negro. Cerré los ojos y respiré hondo varias veces, luego sentí un cosquilleo en mi cabeza. Saliendo de la oscuridad volvió a aparecer el fluido de colores y continué recitando como antes.

Para media tarde ya me acercaba al final de mi periplo numérico. Al cabo de cinco horas me sentía agotado y estaba contento al ver el final a mi alcance. Me sentía como si hubiese corrido un maratón en mi cabeza. Exactamente a las cuatro y cuarto, mi voz, temblando de alivio, recitó los últimos dígitos: «67657486953587» y señalé que había acabado. Había recitado 22 514 dígitos de pi sin ningún error en un tiempo de cinco horas y nueve minutos, un nuevo récord británico y europeo. La audiencia de espectadores me dedicó una salva de aplausos, y Simon corrió hacia mí y me sorprendió abrazándome. Me dijo que no había creído posible que un ser humano hiciese lo que yo acababa de hacer. Tras dar las gracias a los examinadores por controlar la enumeración, me pidieron que saliera para otra sesión de fotografías y para tomar la primera copa de champán de toda mi vida.

Tras el evento, David Josephs —director de relaciones externas del
NSE
— hizo público un comunicado a la prensa: «Se trata de un logro fantástico. El éxito de Daniel es un mensaje muy positivo acerca de la epilepsia: esa afección no afecta necesariamente la capacidad de las personas para utilizar su cerebro ni les impide aspirar a grandes logros».

La respuesta ulterior al evento por parte de los medios fue fenomenal y mucho mayor de lo esperado tanto por la institución benéfica como por mí mismo. En las semanas posteriores, concedí interminables entrevistas a varios periódicos y emisoras de radio, incluyendo el Servicio Mundial de la
BBC
, así como para programas en lugares tan lejanos como Canadá y Australia.

Una de las preguntas más frecuentes que me hicieron en dichas entrevistas fue: ¿para qué aprenderse un número pi con tantos decimales? La respuesta que ofrecí, que es la misma que daré ahora, es que para mí pi es algo extremadamente bello y único. Al igual que la
Mona Lisa
o una sinfonía de Mozart, pi es la razón misma que me hace amarlo.

11
El encuentro con Kim Peek

Entre la avalancha de artículos periodísticos y entrevistas radiofónicas que siguieron al éxito de mi récord de pi, llegó una oferta de un importante canal de televisión de Gran Bretaña que pensaba realizar un documental de una hora acerca de mi historia, que sería programado en el país y en Estados Unidos al año siguiente. Los productores del programa habían quedado impresionados por las imágenes que vieron de mí en Oxford, y sobre todo por mi capacidad de hacer frente al público y al interés de los medios por mí. Tenían pensado ir a Estados Unidos a finales de año para filmar a Kim Peek, el genio autista que había sido la inspiración real del personaje de la película
Rain Man
, y creían que mi capacidad para articular mis propias experiencias como genio autista me convertía en un foco de interés accesible para el programa. Además de conocer personalmente a Kim, también tendría la oportunidad de conocer a algunos de los principales científicos e investigadores mundiales del síndrome del genio autista, tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña. Parecía la oportunidad de mi vida.

Estuve de acuerdo en participar, aunque me sentía muy angustiado. En los últimos cinco años no había salido de Gran Bretaña (y ni siquiera de la población en la que vivía), y la posibilidad de varias semanas fuera de casa, viajando y filmando, me intimidaba. Me preocupaba el hecho de poder hacer frente al exigente programa de desplazamientos sin poder echar mano de mis rutinas cotidianas y mis rituales de enumeración. Nunca había visitado Estados Unidos (aunque podía enumerar los datos, nombre y afiliación política de cada presidente desde McKinley) y no sabía qué me parecería: ¿y si era demasiado grande, demasiado deslumbrante, demasiado ruidoso para mí? ¿Y si me sentía superado y despavorido en ese país tan vasto, con un océano de por medio que lo separaba de mi casa?

Pensar que había que estar moviéndose continuamente, todos los días y de un lugar a otro, era la principal preocupación para mi familia, para Neal y para mí mismo. Aunque me dieron su apoyo, me instaron a aclarar las cosas con el equipo de producción. En las conversaciones que mantuve con ellos me aseguraron que se ocuparían de que nunca me hallase a solas en un lugar público (donde podía perderme) y que ninguna filmación sería impertinente, sino que captaría los acontecimientos tal y como sucediesen.

El programa establecido por el equipo era ambicioso: debíamos zigzaguear de costa a costa durante dos semanas, con escalas en ruta tan diversas como San Diego, California y Salt Lake City. A los productores se les ocurrió bien pronto el título del programa:
Brainman (Hombre-cerebro)
—un juego de palabras a costa de la película de Dustin Hoffman,
Rain Man
, que aunque a mí al principio no me gustó, con el tiempo acabé aceptándolo.

Me reuní con el equipo por primera vez una semana antes de iniciar el viaje, en julio del 2004. Eran simpáticos y me ayudaron a sentirme a gusto. El cámara, Toby, era de mi misma edad. Todo el mundo estaba entusiasmado. Se trataba de un tipo de programa completamente distinto para todos ellos y no sabían muy bien qué ocurriría. Yo también lo estaba, en parte porque lo estaban ellos y porque utilizo los ejemplos emocionales que transpiran las acciones y reacciones de quienes me rodean. Interiormente también me sentía feliz; empezaba una nueva aventura.

Acabé de hacer la maleta la noche antes del vuelo: un abrigo, dos pares de zapatos, cuatro jerséis, seis pares de pantalones cortos y largos, ocho camisetas, once pares de calcetines y calzoncillos, un tubo entero de pasta dentífrica, un cepillo dental eléctrico (los manuales me resultan incómodos), loción limpiadora, aceites esenciales, gel de ducha y champú. Neil me compró un teléfono móvil para que pudiéramos permanecer en contacto mientras estaba fuera. Su trabajo le impedía venir conmigo. Metí el teléfono en el bolsillo derecho y el pasaporte, el billete y la cartera en el izquierdo.

Neil me llevó al aeropuerto y me abrazó antes de entrar en la terminal. Ésa iba a ser la primera vez en tres años y medio que nos separábamos. Sin embargo, yo no me di cuenta de que debería haber demostrado alguna emoción y el abrazo me sobresaltó. Dentro del edificio de la terminal había mucha gente con equipaje. Se movían a mi alrededor por todas partes y comencé a sentirme angustiado, por lo que empecé a contar la gente que había en las colas y me sentí mejor. El equipo de producción ya había llegado y finalmente nos dirigimos a la puerta de embarque para después subir al avión.

Era un típico día cálido y despejado de verano y desde mi asiento observé desaparecer el cielo azul por debajo de las nubes mientras el aparato enfilaba hacia las alturas. Un anuncio del piloto nos informó de la duración del vuelo: once horas al Aeropuerto Internacional de Los Ángeles. Cuando me dan una estimación de tiempo, la visualizo en mi cabeza como una masa estirada sobre una mesa, que imagino que tiene la longitud de una hora. Por ejemplo, puedo comprender cuánto tiempo dura una caminata de treinta minutos imaginando un pedazo de masa de pan enrollado por la mitad sobre mi mesa mental. Pero once horas era un período de tiempo muy largo, sin precedentes, y me resultó imposible imaginármelo. Eso me puso nervioso y cerré los ojos, apretándolos mucho, para a continuación bajar la mirada a los pies hasta que me sentí más tranquilo.

Me gusta prepararme mentalmente para un suceso que está por llegar, repasar las diferentes posibilidades o permutaciones en mi mente a causa de lo incómodo que me siento cuando algo sucede repentina o inesperadamente. Sé que habrá un momento en que un auxiliar de vuelo se me aproximará para preguntarme algo (qué quiero comer, por ejemplo), así que me lo imagino delante de mí y hablándome. En mi mente pienso en mí mismo tranquilo y respondiendo sin dificultad.

Mis manos no dejaban de rondarme los bolsillos, comprobando por milésima vez que el móvil estuviese en el bolsillo derecho, y el pasaporte y la cartera en el izquierdo. Al oír aproximarse el traqueteo de los carritos de la comida me sentí cada vez más tenso y vigilante. No me gustan las sorpresas. Escuché cuidadosamente parte de las conversaciones que los auxiliares de vuelo mantenían con otros pasajeros y así supe qué era lo que me dirían a mí. Tenía la respuesta preparada en la mente: pollo y guiso de albóndigas. El carrito llegó y luego se marchó sin impedimentos. Y yo realicé una buena elección.

Estuve demasiado inquieto durante el vuelo como para dormir. En lugar de ello leí la revista de la compañía de aviación y escuché música con los auriculares de plástico que proporciona la tripulación. Cuando finalmente aterrizamos no pude evitar sentir una inconfundible sensación de éxito: lo había conseguido. Me dolía la cabeza, y tenía los brazos y las piernas rígidos, pero estaba en Estados Unidos.

Fuera del avión, el tiempo era más despejado y cálido que en Londres. Esperé mientras el director organizaba un coche de alquiler. Cuando estuvo listo, el equipo apiló el equipaje así como muchas cajas llenas de cámaras y equipos de grabación en el portamaletas. Era como observar un juego de Tetris. Tras varios intentos, acabaron finalmente por conseguir que todo encajase. El coche nos llevó a San Diego, a un hotel junto al mar. Aunque estaba agotado, me dijeron que debíamos prepararnos para empezar temprano al día siguiente. Una vez en mi habitación, me cepillé los dientes metódicamente, me lavé la cara con el número habitual (cinco) de remojones de agua en el lavabo y ajusté la alarma del despertador a las cuatro y media de la mañana, antes de meterme en la cama y caer inmediatamente en un profundo sueño.

Cuando la alarma se puso a aullar me incorporé y me cubrí los oídos con las manos. Me dolía la cabeza y no estaba acostumbrado al sonido de un despertador. Palpé a tientas con una mano hasta que encontré el interruptor adecuado y devolví el silencio a la habitación. Fuera estaba oscuro. Me cepillé los dientes exactamente durante dos minutos, y luego me duché. No me gustaba que todo en la habitación fuese diferente. La alcachofa de la ducha era más grande, el agua parecía caer más pesada sobre mi cabeza y la textura de las toallas me resultaba extraña. Una vez seco corrí al encuentro de mi ropa. Al menos la sentía y me sentaba tal y como esperaba que lo hiciera. Muy agitado, me las arreglé para salir lentamente por la puerta y bajar un tramo de escaleras hasta llegar al comedor. Esperé a que llegase Toby, un rostro familiar, antes de sentarme y empezar a comer. Me serví una magdalena con un poco de té y después de que los demás llegasen y acabasen de comer, nos subimos al coche y fuimos hasta un conjunto de altos edificios envueltos en centelleantes ventanas. Debíamos encontrarnos con un famoso neurólogo, el profesor Ramachandran y su equipo, en el Centro de Estudios Cerebrales de California.

Al llegar, los científicos salieron a recibirnos. Nos condujeron al despacho del profesor a través de pasillos que brillaban con la resplandeciente luz solar que penetraba a través de las ventanas que discurrían de manera continua por uno de los lados. El despacho era grande, más oscuro que los pasillos que había que recorrer para llegar hasta él, con las paredes repletas de ordenadas hileras de libros y una pesada mesa cubierta con maquetas plásticas de cerebros y hojas de papel. Me hicieron señas para que ocupase una silla enfrente del profesor y de uno de los miembros de su equipo.

Cuando el profesor habló su voz retumbó. De hecho, todo en él parecía un tanto chillón: sus enormes ojos redondos, su espeso cabello negro rizado y el bigote. Recuerdo haber pensado lo largas que me parecían sus manos abiertas. Su entusiasmo era igualmente obvio y eso me ayudó a sentirme cómodo. Aunque estaba nervioso, también experimentaba un escalofrío de emoción.

Se me pidió que realizase algunos cálculos mentales mientras el asistente del profesor comprobaba mis respuestas con ayuda de una calculadora. Todavía me dolía la cabeza a consecuencia del desfase horario, pero por fortuna seguía siendo capaz de responder a las operaciones del científico. A continuación me leyeron una lista de números y me pidieron que les dijese cuál era primo. Los acerté todos. Expliqué cómo veía los números en mi cabeza, a base de colores, formas y texturas. El profesor parecía intrigado e impresionado.

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