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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo conoce (14 page)

BOOK: Nadie lo conoce
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A Patrick Flochten se le inundaron los ojos de lágrimas como si recordara de repente que su hija había desaparecido.

Se quedaron un momento en silencio.

—¿A qué se dedica?

—Soy arquitecto. Tengo un estudio de arquitectura en Rotterdam junto con otro socio. También tenemos algunos negocios inmobiliarios, entre ellos uno aquí en Gotland.

—¿Ah, sí? ¿Cuál?

—Nuestra empresa participó en la realización del proyecto de la cooperativa de viviendas en Södervärn y estamos comprometidos en la construcción del gran proyecto hotelero.

—¿El de Högklint?

—Sí, ése. He diseñado el hotel y participamos también en la financiación del proyecto.

De repente, Karin recordó dónde había visto antes a Patrick Flochten. Un periódico local había publicado un reportaje sobre ese proyecto y presentaba al arquitecto con su nombre y su foto. Ahora recordaba que incluso se nombraba a sus hijos. También habían escrito que su difunta esposa era natural de Gotland.

—¿Así que va a trabajar bastante aquí?

—Eso espero.

—Pero ¿ya ha estado muchas veces aquí anteriormente?

—Sí, el último año he pasado mucho tiempo en Visby.

A Patrick Flochten se le apagó la voz y ocultó el rostro entre las manos.

—Tal vez sea suficiente por ahora —interrumpió Knutas—. ¿Hay alguna cosa más que quiera saber?

—Sí —respondió el hombre casi sin voz—. ¿Dónde puedo empezar a buscar?

C
uando Emma se despertó por la mañana le llevó un rato comprender que se encontraba de vuelta en casa después de dar a luz. El dolor vaginal le recordó por lo que había pasado. Los rayos del sol que se filtraban a través de las cortinas se posaban en la cara de la recién nacida, que yacía como una persona en miniatura entre las esponjosas almohadas y el edredón. Emma se volvió de lado y puso la mano con delicadeza sobre el pequeño hombro cubierto de pelusilla de la niña, que asomaba por debajo de la camiseta de punto.

Tenía la cara enrojecida, y Emma trató de encontrar en su semblante rasgos de ella misma o de Johan, que estaba a punto de pasar por su casa antes de ir al trabajo. Ella quería y no quería verlo.

El silencio en la casa era palpable y le transmitía una sensación de irrealidad. Un día normal habría estado muy liada con los niños y el perro, pero ahora los lazos con el pasado estaban rotos, las costumbres ya no existían. Era aterrador no saber qué le depararía el futuro. No se había acostumbrado aún a que Sara y Filip vivieran también en otro sitio. Los echaba de menos y no quería esperar dos días para verlos, que era lo que habían acordado. Luego se irían quince días de vacaciones al extranjero con su padre.

Su divorcio había sido mucho peor de lo que habría podido imaginarse. El hecho de que al final decidiera tener el niño, a pesar de que Olle y ella acababan de decidir que harían un esfuerzo por salvar su matrimonio, al principio lo puso furioso. Con el tiempo se fue dando cuenta de que no le quedaba más remedio que aceptar su decisión, aunque eso suponía admitir que el divorcio era algo inevitable. Rellenaron papeles como dos autómatas y solucionaron los asuntos prácticos; él se trasladó a un piso y, ¡zas!, de la noche a la mañana se encontró viviendo sola en aquella casa grande, y con los niños, cada dos semanas.

A medida que le fue creciendo la barriga, Olle se fue volviendo más molesto. Cualquier cosa insignificante se convertía en un problema. Desde cómo iban a repartir las vacaciones de Semana Santa hasta quién debía comprarle zapatos nuevos a Sara o llevar a Filip al fútbol. Todo tenía que ser discutido hasta el absurdo. Era como si quisiera castigarla. Emma leía en sus ojos las acusaciones y el orgullo herido.

Al principio trató de hacerse el fuerte. Había que solucionar asuntos prácticos de la manera menos dura, como si intentara aliviar los efectos del divorcio cuando se encontró ante un hecho consumado. Pero una vez que organizaron y solucionaron la mayoría de los problemas, y cuando el tren empezaba a rodar en una nueva dirección, afloraron todos sus sentimientos. Para hacer frente a su propia angustia, la cargó a ella con la culpa y la responsabilidad. Se negó a hacerse cargo del cachorro que le había regalado como parte del plan para arreglar su matrimonio. Por suerte, una amiga se había ocupado de él mientras Emma estuvo en la maternidad.

No tenía ningún plan para el verano. Los niños pasarían unas semanas con ella más adelante, pero antes iban a viajar al extranjero con su padre. Olle había alquilado con un amigo, también separado y con niños, una casa en Italia durante dos semanas. Tenían pensado ir en avión hasta Niza, alquilar un coche y vivir en un pueblo italiano de montaña. Ya podían habérsele ocurrido estas cosas tan divertidas cuando estábamos casados —pensó con envidia—, pero no, aprovecha ahora para ser creativo y ocurrente.

Johan había comentado que quería hacer un viaje con ella al extranjero. Pero pensó que eso ahora era imposible.

A través de la ventana del dormitorio lo vio en el jardín subiendo la vereda de la entrada. Llevaba en las manos una bolsa de papel y un ramo de flores. La descubrió en la ventana y sonrió y la saludó con la mano.

Quizá no resultara tan extraño que no fuera capaz de lanzarse a vivir de nuevo en pareja con Johan. En ese momento arraigó en ella aquel pensamiento consolador y notó cómo se volvía más ligero el saco de culpas que llevaba sobre los hombros. «Cada cosa a su tiempo», pensó, «de una en una».

J
ohan había avisado a Pia de que llegaría más tarde al trabajo. No había nada especial en marcha y deseaba dar un paseo con Emma y su bebé recién nacido. Cruzaron la verja y continuaron directamente por la calle de la urbanización. La zona era tranquila, sin apenas tráfico. Lo cual no impedía que Johan mirara varias veces a ambos lados cada vez que debían cruzar una calle, antes de que se atreviera a franquearla con el cochecito. Para Emma no era la primera vez e iba bastante más tranquila.

—¿No te parece raro pasear por aquí conmigo y un coche de bebé? —preguntó él—. Quiero decir, que por aquí habéis paseado Olle y tú con los niños todos estos años, habéis estado en el parque infantil, habéis ido a buscar y a dejar a los niños a la guardería y os habéis relacionado con otros padres que viven por aquí.

—No, realmente no. —Emma lo miró sorprendida como si no hubiera caído en la cuenta de que éste era el territorio de Olle y de ella.

Caminaron un rato en silencio. Johan estaba pletórico con la nueva situación y no sentía ninguna necesidad de hablar.

La tarde anterior había ido a buscar a Emma y a su hija al hospital para llevarlas a casa y había sido tremendamente duro verse obligado a abandonarlas. Emma no quería que se quedara a dormir en casa. Aún era demasiado pronto, le dijo cuando protestó. No pudo evitar sentirse herido. Todavía no había pasado ninguna noche en la casa de Roma. Esa era una de las barreras que deseaba superar, uno de los obstáculos que Emma había levantado y que frustraban la posibilidad de seguir consolidando su relación.

Continuaron paseando por la urbanización. Era bueno para el bebé salir y respirar un poco de aire fresco. Era la primera vez que salía. Parecía tan pequeña allí tumbada bajo la mantita de algodón. Llevaba la cabeza cubierta con un gorro de algodón color turquesa, aunque la temperatura rayaba los veinticinco grados. Su pelo moreno asomaba por debajo del gorro. Cuando Johan introdujo la cabeza en el cochecito y posó la mejilla sobre su cuerpecillo notó lo rápida y ligera que era su respiración.

Observó que Emma estaba cansada. Su rostro era tan bello; las mejillas altas, los ojos oscuros y las cejas tan bien definidas de las que él estaba prendado. Ahora tenía el cutis más pálido y las mejillas más redondeadas que de costumbre. A él le gustaba, dulcificaba sus rasgos.

Estaba enamorado de ella antes de que tuvieran una hija y ahora, después de dar a luz, su amor había crecido hasta un extremo doloroso.

Habían pasado por períodos en los que él sentía que había un equilibrio entre ellos, que ambos se querían con la misma intensidad, que también el objetivo de Emma era que pudieran estar juntos de verdad. Ahora se sentía en desventaja. Emma no quería tenerlo en la casa. Todavía no, decía. Los niños debían acostumbrarse, habían sucedido muchas cosas nuevas para ellos, con la llegada de un nuevo hermano y todo lo demás. Se veían cuando podían, es decir, cuando Sara y Filip estaban en casa de su padre. Nada era como él había deseado.

Había aguardado ilusionado la llegada del bebé para hacerse cargo de Emma y de la niña y disfrutar junto a ellas, sin más. Qué equivocado estaba. Que Emma hubiera decidido seguir adelante con el embarazo no significaba que estuviera dispuesta a considerar que ambos formaran una pareja sólida. No podía iniciar así, sin más, una nueva relación, le había explicado. Habían sucedido tantas cosas durante el último año que toda su vida estaba patas arriba. Necesitaba tiempo para asimilarlo y adaptarse. Para cortar todas las amarras con el pasado.

Ahora estaba allí caminando junto a él y, pese a todo, parecía bastante contenta. Johan se detuvo y le acarició la mejilla.

—Te quiero —le dijo, y sintió que era absolutamente cierto.

Emma apartó la mirada sin decir nada. Antes solía responder lo mismo, o al menos algo parecido.

Siguieron caminando hacia el polideportivo mientras charlaban un poco de todo, pero especialmente del bebé y del nombre que le iban a poner. Johan quería que se llamara Natalie, mientras que Emma prefería ponerle Elin.

—¡Pero si tiene cara de Natalie! —exclamó Johan—. Con el pelo moreno y los ojos castaños. Un poco exótico. Seguro que será guapísima, con nosotros como padres… —añadió bromeando—. Imagínate una chica guapa con una larga melena morena que se llame Natalie.

Emma no pudo contener la risa.

—Ahora, sí. Ahora tiene el pelo y los ojos oscuros. Pero puede que luego tenga el cabello color centeno y los ojos azules, y entonces no le irá tan bien.

—¡Ah!, eso qué importa, es un nombre bonito.

—Desde luego, pero soy alérgica a bautizar a los niños con nombres tan internacionales como sea posible, como Nicole, Angelique o Yvette. Vivimos en Suecia, no en Francia.

—Ahora te estás pasando de estricta, ¿no? ¿Sabes que uno de cada cinco suecos tiene raíces extranjeras? Suecia ya no es sólo la patria de la gente de tez pálida, con pan de centeno, danzas folclóricas y polcas suecas, es multicultural. Aunque reconozco que al parecer ese proceso va más lento aquí en Gotland —dijo y le dio un codazo en el costado para chincharla.

—De todas formas, Elin me parece más bonito —insistió Emma.

Johan volvió a detenerse y le cogió la cara entre sus manos.

—Si ése es el nombre que te gusta, entonces se llamará Elin, con tal de que estés contenta.

—Pero quiero que a ti también te guste.

—Me gusta, te lo prometo. Me hace muy feliz tener contigo una hija que se llame Elin, créeme.

Miércoles 7 de Julio

L
os padres de Kalle Östlund habían comprado en los años cincuenta una casa de veraneo en Björkhaga, justo al norte de Klintehamn. Su familia fue una de las primeras en trasladarse a la pequeña urbanización vacacional. La mayoría de las viviendas estaban ocupadas por isleños: algunos que se habían ido a vivir a la península y querían conservar su casita, y otros que vivían en Visby y apreciaban las ventajas de tener una propiedad en el campo a apenas unas decenas de kilómetros de distancia. El lugar era apacible la mayor parte del año. En verano, cuando los turistas llegaban hasta aquí para pasear hasta el promontorio de Vivesholm y admirar la abundante variedad de aves, se animaba algo más. También era un lugar concurrido donde disfrutar de la puesta del sol, cuando todo el cielo se teñía de rojo y se divisaba mar abierto a ambos lados. Incluso a Kalle le parecía grandioso, aunque había presenciado el espectáculo miles de veces desde allí. Para él no existía lugar más hermoso en la tierra. Le gustaba pescar y aquella mañana iba a salir a recoger las redes esperando que estuvieran llenas de platijas.

Había puesto el despertador a las cinco y Birgitta, su mujer, dormía profundamente cuando se levantó, pero la perra estaba alegre y despejada.
Lisa
, su perra de aguas italiana, era un torbellino que quería acompañarlo a todas partes y él se lo consentía. El animal empezó a brincar alrededor de sus piernas en cuanto hizo intención de salir.

Abrió la gran verja que daba al promontorio, donde las vacas pastaban la hierba estival. El cielo era de un azul intenso y las nubes algodonosas que se veían sobre las casetas de los pescadores, allá en Kovik, al otro lado de la ensenada, parecían inofensivas. El color claro del camino de grava que conducía hasta la punta del promontorio ponía de manifiesto la composición calcárea del terreno. La naturaleza presentaba un aspecto yermo, la vegetación era baja y estaba compuesta sobre todo por matorrales de enebro y flores de tallo corto.

En aquellos momentos los campos de la franja costera estaban cubiertos de clavelinas de mar en flor que parecían bolitas de color rosa.

Había cogido la correa de
Lisa
por precaución, pero la dejó correr suelta cuesta abajo de camino al bote. El período de anidación de las aves ya había pasado, por lo que no encontraría ningún huevo. En las rocas anidaba una gran variedad de especies, como garzas, cormoranes grandes y varios tipos de charranes y gaviotas.

Cuando había recorrido la mitad de la pendiente en dirección al mar,
Lisa
percibió la presencia de un gazapo que salió corriendo en dirección contraria. Kalle divisó al conejillo, que corría desesperadamente, con la perra ladrando como loca pisándole los talones. La llamó varias veces, pero estaba demasiado ocupada con su caza para hacerle caso. Meneó la cabeza y continuó. Ya volvería cuando se cansara. Mientras preparaba el bote, echó de vez en cuando una ojeada hacia arriba y la llamó, sin que
Lisa
diera señales de vida.

Kalle decidió esperar, se sentó en una piedra y sacó la caja de rapé Ettan. Se colocó un buen pellizco bajo el labio. De cuando en cuando oía el murmullo de las aves entre la hierba y en los arbustos, o las carreras de los conejos que entraban y salían de sus cuevas. Un par de tarros blancos con sus característicos picos rojos nadaban en la orilla. En el bosquecillo que cubría el centro del promontorio había a veces vacas pastando, pero hoy estaban en el extremo del cabo. Lo cual era una suerte, porque, con lo juguetona que parecía hoy
Lisa
, igual le daba por perseguir también a las vacas. Y podía acabar recibiendo una coz que la dejara en el sitio.

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