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Authors: Dan Wells

Tags: #Intriga, Terror

No soy un serial killer (8 page)

BOOK: No soy un serial killer
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—Sólo decía que el asesino no estaba jugando con los cadáveres —respondí—. Eso es bueno, ¿no?

—Estabas entusiasmado —dijo mi madre a modo de acusación—. Estabas encantado de la vida con el cadáver de este señor y con cómo lo habían destripado.

—Pero…

—Te he visto una expresión de alegría en la cara, John, y creo que eso no lo había visto nunca. Y es por un cadáver: una persona real, con una familia real y una vida real. ¡Y a ti te encanta!

—No, eso no es…

—Fuera —dijo mi madre. Tenía la voz teñida de irrevocabilidad.

—¿Qué?

—Fuera —dijo—. Ya no tienes permiso para estar aquí.

—¡No puedes hacerme eso! —grité.

—Soy la propietaria, además de tu madre; y te estás implicando demasiado con este tema, y no me gusta la manera en que estás actuando ni las cosas que dices.

—Pero…

—Tendría que haber hecho esto hace mucho tiempo —dijo y apoyó una mano en la cadera—. No puedes entrar en la trastienda. Margaret tampoco te lo permitirá; también se lo voy a decir a Lauren. Ya va siendo hora de que tengas una afición normal y amigos de verdad, y no quiero ni que te atrevas a contestarme.

—¡Mamá!

—No me contestes. Márchate de aquí.

Quería pegarle. Quería golpear las paredes y los mostradores y darle una buena hostia al granjero muerto de la mesa y agarrar el trocar y clavárselo a mi madre en esa cara de imbécil que tiene y sorberle el cerebro con él y…

No.

Cálmate.

Cerré los ojos. Estaba quebrantando demasiadas normas, no podía permitirme pensar de aquel modo. No podía dejar que la rabia me dominase. Sin abrir los ojos, me quité los guantes y la máscara, lentamente.

—Lo siento —dije—, pero…

No podía salir de allí sin más y no volver nunca. Tenía que resistirme y…

No. Cálmate.

—Lo siento —repetí.

Me quité el delantal y salí por la puerta. Ya me las arreglaría más tarde para hacerme a la idea de ello. En ese momento importaba más respetar las normas.

Tenía que mantener al monstruo escondido tras el muro.

Halloween me parecía una mierda. Era todo una tontería: nadie tenía miedo y todo el mundo iba por ahí cubierto de sangre de pega o con cuchillos de goma o, peor aún, vestido con disfraces que ni siquiera asustaban. Se suponía que era la noche en la que los espíritus malignos recorrían la Tierra, cuando los druidas quemaban niños en jaulas de mimbre. ¿Qué tenía eso que ver con disfrazarse de Spiderman?

Halloween dejó de interesarme cuando tenía ocho años, más o menos cuando empecé a aprender cosas sobre los asesinos en serie. Eso no significa que no me disfrazara, sino que simplemente dejé de escoger mi propio disfraz: todos los años mi madre elegía uno y yo me lo ponía, hacía caso omiso de él y luego me olvidaba hasta el año siguiente. Un día iba a tener que contarle lo de Ed Gein, cuya madre lo vistió de niña la mayor parte de su infancia. Luego pasó casi toda su vida adulta matando mujeres y haciéndose ropa con la piel.

Aquel año uno podría esperar un Halloween bastante guay; después de todo, teníamos un verdadero demonio en la ciudad, con colmillos y garras y de todo. Eso tenía que servir para algo. Pero ninguno de nosotros era consciente de ello, y hasta aquel momento solamente había matado a dos personas, por eso, en lugar de escondernos muertos de miedo en el sótano a rezar por la salvación, acabamos en el gimnasio del instituto fingiendo que nos divertíamos en el baile de Halloween. De hecho, no estoy seguro de cuál de las dos cosas era peor.

Los bailes del colegio ya eran suficientemente horribles, pero mi madre me hacía ir a todos y, dado que no tenía ninguna intención de cambiar su política cuando empecé el instituto, tenía la esperanza de que al menos los mejorasen. Pero no. El baile de Halloween resultó ser especialmente estúpido: el momento ideal para que todos, mutantes en desarrollo, torpes y desgarbados, se juntaran disfrazados y se quedaran junto a las paredes del gimnasio mientras un montón de luces de colores relucían anémicas y el subdirector ponía música pasada de moda a través del sistema de megafonía. Mi madre, como siempre, me había obligado a ir porque era una actividad que formaba parte de la iniciativa «Haz amigos de verdad», pero, haciendo gala de su buena voluntad, me permitió escoger el disfraz. Como sabía que se iba a cabrear por ello, me vestí de payaso.

Max iba de miembro de algún tipo de comando del ejército y se había puesto la chaqueta de camuflaje de su padre y una especie de maquillaje marrón en la cara que formaba toda clase de grumos. A pesar de las veces que nos habían avisado de que no llevásemos armas, también había traído una pistola de plástico que, naturalmente, el director le quitó en la puerta.

—Vaya mierda —dijo Max; dio un puñetazo y miró con odio al director, que estaba al otro lado del gimnasio—. Perro, voy a robársela, de verdad. ¿Crees que me la va a devolver?

—¿Me has llamado «perro»?

—Tío, te juro que voy a recuperar la pistola sin que se entere. Mi padre me ha enseñado maniobras muy molonas; ni siquiera sabrá que he estado allí.

—Llevas el camuflaje equivocado —dije.

Estábamos en nuestro sitio habitual, merodeando en una esquina, y yo observaba el flujo de gente que iba y venía entre los refrigerios y las paredes.

—Mi padre trajo esta chaqueta de Irak —dijo Max—, es superauténtica.

—Pues será alucinante cuando el señor Layton esconda la pistola en Irak —dije—, pero ahora estamos en un baile de instituto del Medio Oeste americano. Si no quieres que te vea, tendrás que disfrazarte de víctima de accidente de tráfico. Esta noche hay muchos de ésos. También te valdría un falso agujero de bala en la frente.

Las prótesis cutres y sangrientas estaban a la orden del día; al menos la mitad de chicos del baile las llevaban. Sería lógico pensar que dos truculentos asesinatos en la comunidad iban a hacer que la gente fuese un poco más sensible al tema, pero ya ves que no. Por lo menos nadie se disfrazó de mecánico eviscerado.

—Eso habría molado —dijo Max mirando un agujero falso de bala que pasaba por allí—. Eso es lo que me pondré mañana por la noche para ir a hacer truco o trato: les voy a dar unos sustos de la hostia.

—¿Vais a hacer truco o trato? —dijo una voz entre risas. Era Rob Anders, que pasaba a nuestro lado con un par de sus amigos. Todos me odiaban desde tercero—. Este par de bebés va a ir a hacer truco o trato. ¡Pero si eso es para críos!

Pasaron de largo muertos de la risa.

—Voy solamente por mi hermana pequeña —refunfuñó Max mirándoles a la espalda con rabia—. Voy a por la pistola; el disfraz es mucho más fardón con ella.

Salió a toda prisa hacia la puerta y me dejó solo en la oscuridad, así que pensé en ir a tomar algo.

La mesa de refrigerios estaba medio vacía: una bandeja con verduras blandurrias, un par de mitades de donuts y una fuente llena de zumo de manzana y Sprite. Me serví un vaso y se me cayó de inmediato porque alguien chocó contra mí por detrás. El zumo volvió a caer en la fuente, junto con el vaso de plástico, que salpicó y me empapó la manga y la muñeca. Rob Anders y sus compinches se rieron al pasar.

Solía tener una lista de personas a las que iba a matar algún día. Ahora iba en contra de mis normas, pero de vez en cuando la echaba mucho de menos.

—¿Eres Eso? —preguntó una voz de chica.

Me di media vuelta y vi a Brooke Watson, una chica que vivía en mi calle. Iba vestida un poco como mi hermana la otra noche, con ropa de los ochenta.

—¿Qué si soy qué? —pregunté mientras pescaba el vaso de dentro de la fuente.

—El payaso de
Eso
, el libro aquel de Stephen King —dijo Brooke.

—No —repliqué mientras escurría el líquido de la manga dentro del vaso y me secaba con unas servilletas—. Y creo que ese payaso se llamaba Pennywise.

—No lo sé, no lo he leído —dijo y bajó la mirada—. Pero está en una estantería de casa y he visto la cubierta, por eso he pensado que ibas disfrazado de… No sé.

Actuaba de manera extraña, como si estuviera… No atinaba a decir qué. Me había enseñado a mí mismo a interpretar las señales visuales de las personas que conocía bien para saber qué sentían, pero alguien como Brooke me resultaba ilegible.

Dije lo único que se me ocurrió:

—¿Vas de punk?

—¿Qué?

—¿Cómo llaman a los de los ochenta? —pregunté.

—Oh. —Se rió. Era una risa bonita—. Voy de mi madre. Bueno, quiero decir que ésta es la ropa que ella llevaba en el instituto. Pero supongo que debería decir que voy vestida de Cindy Lauper o algo así, porque disfrazarse de tu madre es un poco cutre.

—Yo casi me visto de mi madre —dije—, pero estaba preocupado por lo que pudiera decir mi terapeuta.

Se echó a reír otra vez y me di cuenta de que pensaba que era una broma. Seguramente era mejor así, ya que si le contaba el complemento del disfraz de madre —un cuchillo gigante de carnicero atravesándome la cabeza— a lo mejor se asustaba. Era muy guapa, la verdad: pelo largo y rubio, ojos alegres y una sonrisa amplia y con hoyuelos. Le devolví la sonrisa.

—Oye, Brooke —dijo Rob Anders acercándose con una sonrisa maliciosa en la boca—. ¿Por qué hablas con ese criajo? Todavía va a hacer truco o trato.

—¿De verdad? —preguntó Brooke mirándome a mí—. Yo también quería ir, pero no estaba segura… Todavía me parece divertido, aunque estemos en el instituto.

Puede que no comprendiese qué emoción era la que Brooke irradiaba, pero la vergüenza era una con la que sí estaba bien familiarizado y Rob Anders la desprendía en oleadas.

—Yo… sí —respondió Rob—. A mí también me parece divertido. A lo mejor nos vemos por ahí.

Sentí el impulso repentino de apuñalarlo.

—Pero ¿qué me dices de esta indumentaria de payaso, John? —dijo dirigiéndose a mí—. ¿Vas a hacer malabarismos o a meterte con un montón más como tú en un coche?

Se rió y miró hacia atrás para ver si sus amigos se reían también, pero se habían marchado a hablar con Marci Jensen, que iba vestida con un traje de gatita que dejaba muy claro por qué Max estaba obsesionado con su sujetador. Rob se quedó mirando hacia allí un momento y después se volvió hacia mí rápidamente.

—¿Entonces qué, payaso? ¿Por qué sonríes tanto?

—Eres un tipo estupendo, Rob —dije.

Me miró extrañado.

—¿Qué?

—Que eres un tipo estupendo. Me gusta mucho tu disfraz, sobre todo el agujero de bala en la frente.

Tenía esperanzas de que se marchase cuanto antes. Decir cosas agradables a la gente con quien me enfadaba mucho era una de las normas para evitar que las cosas fueran de mal en peor, pero no sabía cuánto tiempo podía seguir en ese plan.

—¿Te estás burlando de mí? —preguntó mirándome con rabia.

No tenía ninguna norma sobre qué hacer si la persona a quien le hacía el cumplido no se marchaba.

—No —dije.

Intenté improvisar, pero me había pillado a contrapié. No sabía qué decir.

—Creo que sonríes tanto porque eres retrasado mental —dijo y dio un paso adelante—. ¡
Zoy
un
payazo
feliz!

Me estaba cabreando de verdad.

—Eres… —Necesitaba un cumplido—. He oído que el examen de mates de ayer te fue muy bien. Me alegro por ti.

Fue lo único que se me ocurrió. Debería haberme marchado, pero… quería hablar con Brooke.

—Escucha, bicho raro —dijo Rob—, esta fiesta es para gente normal; la de los friquis es por ahí, en el baño, con los góticos. ¿Por qué no te largas?

Se estaba haciendo el duro, pero seguía siendo una farsa: la típica pose de machito de quince años. Estaba tan mosqueado que lo hubiese matado allí mismo, pero me obligué a tranquilizarme. Yo valía más que eso y más que él. ¿Quería dar miedo? Pues yo le iba a dar miedo.

—Sonrío porque estoy pensando en qué aspecto tienen tus entrañas.

—¿Qué? —preguntó Rob y se rió—. Oh, vaya, el hombretón intenta amenazarme. ¿Crees que me das miedo, criajo?

—Me han diagnosticado una sociopatía —dije—. ¿Sabes qué significa eso?

—Significa que eres un bicho raro.

—Significa que me importas lo mismo que una caja de cartón —dije—. No eres más que una cosa, basura que todavía no han metido en el cubo. ¿Es eso lo que quieres que diga?

—Cállate —dijo Rob. Seguía haciéndose el duro, pero estaba claro que la bravuconería empezaba a fallarle: no sabía qué decir.

—Lo que tienen las cajas es que las puedes abrir. Y aunque por fuera pueden parecer completamente aburridas, dentro podría haber algo interesante. Así que mientras tú me aburres con tus estupideces, yo imagino que te rajo y miro a ver qué tienes ahí dentro.

Hice una pausa, le miré fijamente, él me miró a mí. Tenía miedo. Lo dejé en suspense un momento más y seguí hablando.

—La cuestión es, Rob, que no quiero rajarte. No quiero ser el tipo de persona que hace eso, así que me he puesto una norma: siempre que tengo ganas de abrir a alguien en canal, le digo algo agradable. Por eso te digo, Rob Anders del número 232 de la calle Carnation, que eres un tipo genial.

La mandíbula de Rob colgaba como si estuviese a punto de decir algo, pero cerró la boca y retrocedió un paso. Se sentó en una silla sin dejar de mirarme y después se levantó y salió del gimnasio. Yo lo seguí con la mirada.

—Vaya… —dijo Brooke. Se me había olvidado que estaba allí—. Qué manera tan interesante de conseguir que te deje en paz.

No sabía qué decir; ella no debería haber oído eso. Menudo idiota estaba hecho.

—Lo saqué de una película —dije rápidamente—, creo. No pensaba que se fuera a asustar tanto.

—Ya —dijo Brooke—. Tengo que… encantada de hablar contigo, John.

Sonrió vacilante y se marchó.

—Tío, ha sido flipante —dijo Max.

Me giré, sorprendido.

—¿Cuándo has llegado?

—Lo he visto casi todo —dijo mientras rodeaba la mesa de refrigerios para llegar hasta mí— y ha sido una pasada. Anders casi se caga encima.

—Y Brooke también —dije mirando hacia donde se había ido. Todo lo que pude ver fue una masa de personas en la oscuridad.

—¡Ha sido la monda! —dijo Max y se sirvió un poco de ponche—. Y luego ella estaba mogollón por ti.

—¿Por mí?

—¿No te has dado cuenta? Tío, estás ciego. Iba a pedirte un baile, estaba cantado.

—¿Por qué iba a pedírmelo?

—Porque estamos en un baile y porque tú eres un horno de ardiente pasión payasil. Aunque creo que ya no volverá a hablarte. Ha sido la hostia.

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