No soy un serial killer (7 page)

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Authors: Dan Wells

Tags: #Intriga, Terror

BOOK: No soy un serial killer
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—No puedo creerme lo que está diciendo —dijo mi madre antes de cruzar los brazos con indignación—. Voy a escribir una carta a la cadena hoy mismo.

«Cerca del cuerpo, en el suelo, hay una mancha de aceite o algo similar —continuó Rask—, que podría proceder de una fuga del motor del coche en el que el asesino escapó. Les ofreceremos información a medida que dispongamos de ella. Soy Ted Rask y les he ofrecido un reportaje exclusivo de Five Live News: la muerte acosa el corazón de América.»

Me acordé de la mancha que había visto detrás de la lavandería: negra y aceitosa, como si fuera barro rancio. ¿Sería igual que la mancha de aceite que había junto a la segunda víctima? Aquella historia tenía corrientes muy profundas y yo estaba decidido a desvelarlas todas.

—La pregunta clave cuando se hace un perfil psicológico —dije mirando fijamente a Max mientras él comía— no es «¿Qué hace el asesino?», sino «¿Qué cosas innecesarias hace el asesino?».

—Tío, creo que es un hombre lobo.

—No es un hombre lobo —repliqué.

—Ya has visto las noticias: el asesino tiene «la inteligencia de un hombre y es feroz como una bestia». ¿Qué más puede ser?

—Los hombres lobo no existen.

—Sí, díselo a Jeb Jolley y al tío muerto de la Ruta 12 —dijo Max antes de dar otro mordisco y seguir hablando con la boca llena—. Algo les hizo un destrozo del quince, y no fue un asesino en serie finolis.

—Las leyendas sobre hombres lobo seguramente empezaron por los asesinos en serie. Y los vampiros también. Son hombres que cazan y matan a otras personas: a mí eso me suena a asesino en serie. En aquellos tiempos no existía la psicología, por eso se inventaron un monstruo estúpido, para explicarlo de alguna manera.

—¿De dónde sacas todo eso?

—Crimelibrary.com. Pero estoy intentando explicarte algo. Si quieres entrar en la mente de un asesino en serie, te tienes que preguntar: «¿Qué está haciendo que no le haga falta hacer?»

—¿Y por qué voy a querer meterme en la mente de un asesino en serie?

—¿Qué? —pregunté—. ¿Y por qué no ibas a querer? De acuerdo, escucha, tenemos que averiguar por qué hace lo que hace.

—De eso nada, para eso está la policía. Nosotros estamos en el instituto y lo que tenemos que averiguar es de qué color es el sujetador de Marci.

¿Por qué me junto con este chaval?

—Piénsalo así —dije—: digamos que eres un entusiasta de… ¿qué es lo que te gusta?

—Marci Jensen —respondió—. Y Halo y Green Lantern y…

—Green Lantern —dije—, los cómics. Eres muy aficionado a ellos; imagina que un autor se muda aquí.

—Guay.

—Sí. Y además está trabajando en un nuevo cómic y tú quieres saber de qué va. ¿No te parece guay?

—Acabo de decirte que sí.

—Te pasarías el día pensando en ello e intentarías saber qué está haciendo; compararías tus teorías con las de otras personas… Sería genial.

—Claro.

—Pues para mí esto es lo mismo —dije—. Un nuevo asesino en serie es como un nuevo autor; está trabajando en un proyecto nuevo y está en nuestro pueblo, delante de nuestras narices, y yo intento entender lo que hace.

—Estás como una cabra, tío. Estás loco de remate, para que te internen ya mismo.

—Pues mi terapeuta dice que lo llevo bastante bien, de hecho.

—Bueno, da igual —dijo Max—. ¿Cuál es la gran pregunta?

—¿Qué cosas hace el asesino que no necesita?

—¿Cómo sabemos qué es lo que necesita hacer?

—Técnicamente, todo lo que necesita hacer, si asumimos que su objetivo básico es matar personas, es dispararles. Es la forma más fácil.

—Pero los está haciendo trizas.

—Entonces ése es el primer dato: se acerca a ellos y los ataca cuerpo a cuerpo. —Saqué una libreta y lo apunté—. Eso seguramente significa que quiere ver a las víctimas de cerca.

—¿Por qué?

—No lo sé. ¿Qué más?

—Ataca de noche, en lugares oscuros —dijo Max, que empezaba a engrescarse—, y los pilla cuando no hay nadie cerca.

—Yo diría que eso entra en la categoría de lo que tiene que hacer —dije—, sobre todo si quiere atacar en persona y no desea que nadie más lo vea.

—¿No vale para la lista?

—Supongo, pero nadie que mate a otra persona quiere ser visto, así que no es un rasgo que lo diferencie mucho.

—Apúntalo en la lista y ya está. No hay que poner siempre lo que tú dices.

—Vale —dije y lo anoté—. Ya está en la lista: no quiere que lo vean, ni que nadie sepa quién es.

—O qué es.

—O qué es —dije—, lo que tú digas. Bueno, sigamos.

—Les arranca las tripas y las coloca en un montón. Eso es bastante guay, podríamos llamarlo «el Apilatripas».

—¿Por qué apila las tripas? —pregunté. Una chica pasó junto a nuestra mesa y nos miró de una forma rara, así que bajé la voz—. A lo mejor quiere pasar un rato con las víctimas, disfrutar del asesinato.

—¿Crees que se las arranca cuando todavía están vivos? —preguntó Max.

—No creo que sea posible —dije—. Quiero decir que a lo mejor desea disfrutar del hecho de haberlos matado. Hay una famosa cita de Ted Bundy…

—¿De quién?

—De Ted Bundy. Mató a unas treinta personas por todo el país, en los setenta. El término «asesino en serie» lo inventaron para él.

—Sabes mierdas muy raras, John.

—Bueno, el caso es que en una entrevista que le hicieron antes de la ejecución dijo que después de matar a alguien, si tenías tiempo, esa persona podía convertirse en quien tú quisieras.

Max se quedó en silencio un momento.

—No sé si quiero seguir hablando de esto —dijo.

—¿Qué quieres decir? Hace un momento no te importaba.

—Hace un momento estábamos hablando de tripas —dijo Max—; da asco pero no miedo. Pero esto que dices ahora es un poco raro.

—¡Pero si acabamos de empezar! —dije—. Estamos llegando a lo bueno. Y es el perfil de un asesino en serie, ¡claro que van a salir cosas raras!

—Ya, pero estoy flipando un poco, ¿vale? No sé. Tengo que ir al baño.

Se levantó, se marchó y dejó la comida allí. Al menos parecía que pensaba volver; aunque me daba igual lo que hiciese.

¿Por qué no podía tener una conversación normal con alguien sobre algo de lo que yo quisiera hablar? ¿Tan jodido estaba?

Pues sí.

Capítulo 5

Hay un lago fuera de la ciudad, está a tan sólo unos kilómetros, pasada nuestra casa. Su verdadero nombre es el lago Clayton, cosa bastante predecible porque todo lo que hay en el condado se llama Clayton, pero a mí me gusta llamarlo el lago Friqui. Tenía más o menos un kilómetro y medio de ancho y unos cuantos de largo, pero no tenía embarcadero ni nada por el estilo; las playas eran pantanosas y estaban llenas de juncos, y todos los veranos el agua se llenaba de algas, así que en realidad nadie iba allí a nadar. Uno o dos meses después el lago se helaba y la gente iba a patinar o a pescar en el hielo, pero no daba para mucho más. Durante cualquier otra estación del año, no había ningún motivo para ir hasta allí y nadie lo usaba para nada.

Al menos eso es lo que creía antes de encontrar a los friquis.

Sinceramente, no sé si lo son o no, pero debo asumir que algo raro les pasa. Los encontré el año anterior, un día que no podía aguantar ni un minuto más a solas en casa con mi madre, por lo que me monté en la bici y me puse a pedalear por la carretera sin rumbo. No iba al lago, simplemente iba, y el lago resultó estar en la misma dirección en la que yo iba. Pasé junto a un coche en el que estaba sentado un tipo; no hacía nada, simplemente estaba aparcado a un lado de la carretera, mirando el lago. Entonces pasé junto a otro. Al cabo de medio kilómetro adelanté un camión vacío (no sé dónde estaba el conductor), y cien metros más allá había una mujer fuera del coche, apoyada en el capó; no miraba hacia ninguna parte, ni hablaba con nadie: sólo estaba allí, delante del coche.

¿Qué hacían ahí? El lago no es que fuese muy bonito y tampoco había nada que hacer. Enseguida pensé en actividades ilícitas —entregas de drogas, romances secretos, gente que abandona cadáveres—, pero no creo que fuese nada de eso. Me parece que estaban allí por el mismo motivo que yo: necesitaban alejarse de todo lo demás. Eran unos friquis.

Después de ese día me acercaba al lago siempre que quería estar solo, lo que cada vez ocurría más a menudo. Allí estaban los friquis —en ocasiones había unos, otras veces otros— en formación a lo largo de la carretera que bordeaba el lago, como perlas que alguien hubiese abandonado. Nunca hablábamos: no encajábamos en ningún otro sitio, así que era una estupidez asumir que entre nosotros estaríamos mejor. Simplemente íbamos allí, nos quedábamos un rato, pensábamos y nos marchábamos.

Después del arrebato de la hora de comer, Max me evitó el resto del día y, al acabar las clases, fui en bici hasta el lago para pensar. Hacía tiempo que las hojas habían dejado atrás la fase naranja intenso y su color se había apagado hasta convertirse en marrón; la hierba que crecía junto a la carretera estaba tiesa y seca.

—¿Qué hizo el asesino que no tuviera que hacer? —dije en voz alta mientras dejaba la bicicleta tirada en el suelo y me ponía al sol.

Veía coches, pero ninguno estaba lo suficientemente cerca como para que los ocupantes me oyeran hablar. Los friquis respetan la intimidad de los otros.

—Al primero le robó un riñón, pero ¿qué le quitó al segundo?

La policía no hacía declaraciones, pero íbamos a recibir el cuerpo en la funeraria al cabo de muy poco. Cogí una piedra y la lancé al lago.

Miré carretera abajo, hacia el coche más cercano, que estaba a unos cientos de metros; era blanco y viejo, y el conductor miraba el agua fijamente.

—¿Eres el asesino? —pregunté en voz baja.

Aquel día había allí cinco o seis personas diseminadas por la carretera. ¿Cuánto tiempo iba a pasar hasta que la predicción de mi madre se cumpliese y los lugareños empezasen a echarse la culpa los unos a los otros? La gente tenía miedo de lo que era distinto, y quienquiera que fuese más diferente de los demás iba a ganar la lotería de la caza de brujas. ¿Sería uno de los raritos que escapaban al lago? ¿Qué le iban a hacer?

Todos sabían que yo era un engendro raro. ¿Iban a acusarme a mí?

***

El segundo cuerpo llegó a la funeraria ocho días después. Mi madre y yo no habíamos hablado mucho del tema de la sociopatía, pero yo me había esforzado más en la escuela para que dejara de seguirme el rastro: la obligué a pensar en mis rasgos positivos en lugar de en los más perturbadores y, al parecer, funcionó, porque cuando entré en la funeraria al acabar las clases y las encontré trabajando en el cadáver de la segunda víctima mi madre no me impidió que cogiera un delantal y una máscara y les echara una mano.

—¿Qué le falta? —pregunté cuando sujetaba unas botellas para mi madre mientras ella vertía el formaldehído en la bomba.

Margaret sólo tenía unos cuantos órganos en el mostrador lateral y estaba ocupada pinchándolos con el trocar y aspirándolos. Supuse que el resto de los órganos ya estaban dentro del cuerpo, porque mi madre lo había cubierto con una sábana y no quise arriesgarme a mirar debajo de ella mientras ella estuviese a mi lado.

—¿Qué? —preguntó mi madre fijándose en las marcas del lateral de la bomba mientras vertía líquido.

—La última vez faltaba un riñón —dije—. ¿De qué órgano se trata esta vez?

—Están todos ahí —respondió entre risas—. ¡Pobre Ron! No va a perder algo cada vez… Hablé con tu hermana del papeleo, eso sí; le he dicho que tiene que leerlo con un poco más de atención y comentarme cualquier cosa anormal que encuentre. A veces no sé qué voy a hacer con esa chica.

—Pero… ¿estás segura? —pregunté. El asesino tenía que haberse quedado con algo—. A lo mejor falta la vesícula y Ron creyó que se la habían extirpado y por eso no se dio cuenta.

—John: Ron y la policía (y el FBI también, para más seguridad) han tenido el cuerpo durante más de una semana. Los forenses han examinado el cadáver al milímetro buscando cualquier cosa que les sirva para pillar a este loco. Si le faltara un órgano, creo que se habrían dado cuenta.

—Se le está saliendo el líquido —avisé y señalé el hombro izquierdo. Un producto de color azul chillón supuraba por debajo de la sábana, mezclado con perlas de sangre coagulada.

—Vaya, pensaba que lo había remendado mejor —dijo mi madre.

Tapó el formaldehído y me dio la botella. Apartó la sábana y dejó al descubierto el hombro: un muñón bien vendado; la parte inferior estaba empapada de una especie de moco azul y morado. No había brazo.

—Ostras —dijo, y se puso a buscar más vendas.

—¿Le falta un brazo? —Miré a mi madre—. ¿Os pregunto si le falta algo y no se os ocurre mencionar un brazo?

—¿Qué? —preguntó Margaret.

—El asesino se llevó el brazo —dije.

Me acerqué al cadáver y retiré la sábana. Tenía el abdomen desgarrado y abierto como la otra víctima, pero ni mucho menos de manera tan grotesca; los tajos eran más pequeños y menos abundantes. Al granjero fallecido —Dave Bird, según la etiqueta— no lo había destripado.

—La evisceración y amontonamiento de órganos… esta vez no lo ha hecho —afirmé.

—¿Qué haces? —dijo mi madre con aire severo. Me quitó la sábana de la mano y volvió a tapar el cadáver—. ¡Muestra un poco de respeto!

Estaba hablando demasiado y lo sabía perfectamente, pero era incapaz de parar. Era como si me hubieran abierto el cerebro y todos los pensamientos de su interior se vertieran por el suelo.

—Pensé que hacía algo con los órganos —dije—, pero sólo rebuscaba para encontrar lo que quería. No los estaba poniendo en un orden concreto ni jugando con ellos ni…

—¡John Wayne Cleaver! —dijo mi madre bruscamente—. ¿Qué narices estás diciendo?

—Esto cambia el perfil por completo —dije. Ojalá hubiese podido callarme, pero de mi boca seguían saliendo palabras. El nuevo descubrimiento era demasiado emocionante—. No se trata de qué hace a los cuerpos, sino de qué parte de ellos se lleva. Lo de sacar todas las tripas era la manera más fácil de encontrar el riñón, no un ritual mortuorio…

—¿Un ritual mortuorio? —preguntó mi madre. Margaret dejó el trocar sobre la mesa y me miró; sentía las miradas de ambas clavadas sobre mí y sabía que me había metido en un lío. Había hablado demasiado—. ¿Te importaría explicarte?

Tenía que encontrar la manera de suavizar el tema, pero estaba metido hasta las cejas.

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