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Authors: Dan Wells

Tags: #Intriga, Terror

No soy un serial killer (5 page)

BOOK: No soy un serial killer
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—Supongo que sabes qué quería —dijo.

—La policía ha terminado con los restos de Jeb.

—Lo van a traer dentro de quince minutos. Tengo que bajar. Yo… tendremos que acabar la discusión más tarde. Lo siento, John, siento todo esto. Podríamos haber cenado en paz como una familia normal.

Miré el televisor de reojo: Homer estaba estrangulando a Bart.

—Quiero ayudarte —dije—. Son más de las diez y si intentas hacerlo tú sola no te acostarás en toda la noche.

—Me ayudará Margaret.

—Pues tardaréis cinco horas en lugar de ocho; sigue siendo mucho tiempo. Si yo os ayudo estará listo en tres.

Hablaba con voz calmada y suave; no podía dejar que me arrebatara eso, pero tampoco me atrevía a revelarle lo importante que era para mí.

—John, el cadáver está en muy malas condiciones; lo hicieron pedazos. Costará mucho rato recomponerlo, lo que podría herir tu sensibilidad, y eres un caso clínico de psicopatía.


Touché
!

Cogió el bolso.

—O bien te parece desagradable, en cuyo caso no deberías venir, o no te lo parece y entonces tendrías que haber dejado de venir hace mucho tiempo.

—¿De verdad quieres dejarme aquí solo?

—Ya encontrarás algo constructivo que hacer.

—Vamos a recomponer un cuerpo —repliqué—, ¿hay algo más constructivo que eso?

Me arrepentí inmediatamente del chiste: el humor negro no me iba a sacar las castañas del fuego. Fue un acto reflejo para disipar la tensión con un chiste, igual que hacía el doctor Neblin.

—Y, además, no me gustan los chistes que haces sobre la muerte —dijo—. Los empleados de pompas fúnebres estamos rodeados por la muerte, vivimos con ella todos los minutos del día. Tener tanto contacto con ella puede hacer que le pierdas el respeto: lo he visto en otros casos y me parece horrible. Si no te resultase tan familiar, quizá las cosas te irían un poco mejor.

—Pero estoy bien, mamá. —¿Qué podía decir para convencerla?—. Sabes que necesitáis que os echen una mano y no quieres que me quede aquí solo.

Aunque yo careciera de empatía, mi madre sí la tenía y yo podía utilizarla en su contra. Allí donde la lógica no había servido, el sentimiento de culpa todavía podía arreglarme el día.

Suspiró y cerró los ojos; los apretó y visualizó alguna imagen mental que yo no alcanzaba a adivinar.

—Bueno. Pero primero vamos a acabarnos la pizza.

***

Mi hermana Lauren se había marchado de casa seis años antes, dos después que papá. Entonces sólo tenía dieciséis años y Dios sabe en qué líos se había metido mientras había estado por ahí. Desde entonces en casa había muchos menos gritos, cosa que era de agradecer, pero los que aún se oían generalmente iban dirigidos a mí. Unos seis meses antes, Lauren había regresado a Clayton haciendo autostop desde quién sabe dónde y, muy arrepentida, le había pedido trabajo a mamá. Seguían sin apenas dirigirse la palabra y Lauren nunca venía a vernos ni nos invitaba a su apartamento, pero trabajaba en la recepción de la funeraria y se llevaba bastante bien con Margaret.

Todos nos llevábamos bastante bien con Margaret. Ella era la goma aislante que evitaba que la familia echara chispas y tuviera un cortocircuito.

Mientras terminábamos la pizza, mi madre llamó a Margaret y al parecer ella avisó a Lauren, porque cuando por fin bajamos estaban las dos allí: mi tía en chándal y mi hermana arreglada para un sábado por la noche en el centro. Me pregunté si habíamos interrumpido algo en especial.

—Hola, John —dijo Lauren.

Detrás del elegante mostrador de la recepción parecía estar totalmente fuera de contexto. Llevaba una cazadora negra de vinilo encima de una camiseta roja de tirantes y el pelo recogido encima de la cabeza en una especie de fuente estilo años ochenta. A lo mejor había una fiesta temática en la discoteca.

—Hola, Lauren —dije.

—¿Es ésa la documentación? —preguntó mi madre mirándola por encima de mi hombro.

—Ya casi he terminado —dijo Lauren y mi madre se fue a la trastienda.

—¿Está aquí? —dije.

—Acaban de traerlo —respondió revisando el fajo de papeles una vez más—. Margaret lo ha llevado atrás.

Me di media vuelta para irme.

—¿Sobrevives? —me preguntó.

Estaba ansioso por ver el cadáver, pero me giré.

—Más o menos. ¿Y tú?

—No soy yo la que vive con mamá —dijo y nos quedamos en silencio un momento—. ¿Sabes algo de papá?

—Desde mayo, no. ¿Y tú?

—Desde Navidad. —Silencio—. Los dos primeros años me enviaba tarjetas el día de los enamorados.

—¿Sabía dónde estabas?

—Es que le pedí dinero alguna vez.

Dejó el bolígrafo sobre el mostrador y se puso en pie. La falda iba a juego con la cazadora: reluciente vinilo negro.

A mi madre no le iba a gustar en absoluto, y seguramente ése era el motivo por el que Lauren había comprado esa ropa. Colocó los papeles en una pila uniforme y entramos juntos en la trastienda.

Mi madre y Margaret ya estaban allí, charlando ociosamente con Ron, el forense. Una bolsa azul cielo ocupaba toda la mesa de embalsamar y me costó un gran esfuerzo no salir corriendo para abrir la cremallera. Lauren le dio la documentación a mi madre, que le echó un vistazo rápido antes de firmar algunas de las hojas y darle todo el paquete a Ron.

—Gracias, Ron. Buenas noches.

—Siento dejarte este marrón a estas horas —dijo; le hablaba a mi madre, pero estaba mirando a Lauren. Era alto y tenía el pelo negro y engominado.

—No pasa nada —dijo mi madre. Ron cogió los papeles y salió por la puerta de atrás.

—Ya no me necesitáis —dijo Lauren; nos sonrió a Margaret y a mí, y cabeceó educadamente en dirección a mi madre—. Que os divirtáis.

Volvió a la recepción y un momento después oí que la puerta se cerraba y la llave giraba en la cerradura.

El suspense me estaba haciendo polvo pero no me atrevía a decir nada. Había ido de un pelo que mi madre no me dejase estar allí y si me mostraba demasiado impaciente seguramente me acabaría echando.

Miró a Margaret. Cuando tenían tiempo de arreglarse parecían bastante diferentes, pero así, de improviso —con ropa de andar por casa sin maquillaje—, apenas se distinguía la una de la otra.

—Vamos allá.

Margaret encendió el ventilador.

—Esperemos que el ventilador no nos deje tirados esta noche.

Nos pusimos los delantales, nos lavamos y mi madre abrió la cremallera de la bolsa. Mientras que a la señora Anderson apenas la habían tocado, Ron y los agentes forenses habían lavado, frotado y manoseado a Jeb Jolley tantas veces que no olía prácticamente a nada más que a desinfectante. El hedor a podredumbre emanó poco a poco, mientras hacíamos rodar el cuerpo para sacarlo de la bolsa y lo colocábamos sobre la mesa. Tenía una enorme incisión en forma de Y que iba de un hombro a otro y bajaba por el centro del pecho; en la mayoría de autopsias la línea llegaría hasta las ingles pero en este caso, justo debajo de las costillas, se degradaba formando una telaraña recortada de desgarros y cortes que cubrían toda la sección media del tronco. Tenía los bordes fruncidos y parcialmente cosidos, aunque faltaban muchos trozos de piel. A través de los agujeros del abdomen se veían las esquinas de la bolsa.

Inmediatamente, pensé en Jack el Destripador; él fue uno de los primeros asesinos en serie de los que se tiene constancia. Despedazaba a sus víctimas con tal ferocidad que a la mayoría apenas se las reconocía.

¿Era un asesino en serie el que había atacado a Jeb Jolley? Ciertamente, era posible pero ¿de qué tipo? El FBI dividía a los asesinos en serie en dos categorías: organizados y desorganizados. Un homicida organizado era como Ted Bundy: sofisticado, encantador e inteligente, alguien que planeaba los crímenes y después los disimulaba tan bien como podía. Uno desorganizado era alguien como el Hijo de Sam, a quien le costaba controlar a sus demonios y cuando no lo conseguía mataba de manera repentina y brutal. Él se llamaba a sí mismo Mr. Monster. ¿De qué tipo era el que había matado a Jeb, el sofisticado o el monstruo?

Suspiré y me obligué a apartar esa idea de mi mente, pues no era la primera vez que me había visto con ansias de encontrar un asesino en serie en mi ciudad natal. Tenía que volver a concentrarme en el cadáver en sí y apreciarlo por ser lo que era y no por lo que yo quería que fuese.

Margaret abrió el abdomen y dejó al descubierto una bolsa grande de plástico que contenía la mayoría de los órganos internos. Normalmente ya se extirpaban durante la autopsia, pero, claro, en el caso de Jeb se los sacaron justo en el momento de la muerte o un poco antes. No obstante, aunque se los hubieran arrancado, había que embalsamarlos: no podíamos tirar una parte del ser querido de alguien a la basura sólo porque no quisiéramos ocuparnos de ella y tampoco teníamos incineradora. Margaret dejó la bolsa sobre un carro y lo empujó hasta la pared para ponerse a trabajar con los órganos; estarían llenos de bilis y otras porquerías, cosas con las que el líquido de embalsamar no podía, así que había que aspirarlo todo. Cuando se embalsama un cuerpo en circunstancias normales esto se hace después de bombear el formaldehído, pero lo bueno de los cuerpos que habían pasado por una autopsia era que podías embalsamar y ocuparte de los órganos al mismo tiempo. Mi madre y Margaret llevaban tantos años haciendo esto juntas que se coordinaban a la perfección sin necesidad de hablar.

—Ayúdame a mí, John —dijo mi madre y alcanzó el desinfectante.

Era demasiado perfeccionista como para no limpiar un cadáver antes de embalsamarlo, incluso uno tan limpio como éste. La cavidad del cuerpo era amplia y estaba vacía, aunque el corazón y los pulmones estaban prácticamente intactos y la sección central de Jeb parecía un globo ensangrentado y desinflado. Lavó esa parte primero y la cubrió con una sábana.

De pronto, sin pensar, se me ocurrió una cosa: en la escena del crimen los órganos estaban apilados. Muy pocos homicidas se quedaban con el cadáver después del crimen, pero los asesinos en serie sí solían hacerlo. A veces lo colocaban en ciertas posturas, o le hacían cosas o simplemente jugaban con él como si fuera una muñeca. Esto recibía el nombre de ritualizar el asesinato y se parecía mucho a lo que había pasado con los órganos de Jeb.

A lo mejor sí había sido obra de un asesino en serie. Sacudí la cabeza para olvidarme de la idea y sujeté el cuerpo mientras mi madre pulverizaba con desinfectante encima de él.

Jeb no era precisamente un hombre menudo y, ahora que estaban llenos de líquido estancado, los brazos y las piernas parecían aún más rollizos. Apreté uno de los pies con el dedo y antes de que la carne volviera lentamente a su sitio, dejé una marca durante unos segundos. Era como tocar una nube de azúcar.

—No juegues —dijo mi madre.

Lavamos el cuerpo y después quitamos la sábana que cubría la cavidad. Tenía el interior repleto de vetas de grasa y aún había suficientes tramos del sistema circulatorio en su sitio como para utilizar la bomba, pero tenía muchas heridas abiertas y los consiguientes derrames iban a hacer que perdiese presión y fluido. Había que cerrarlas.

—Tráeme hilo —dijo mi madre—, pedazos de unos dieciocho centímetros.

Me quité uno de los guantes de plástico, lo tiré a la basura y me puse a cortar hilo. Ella metió la mano y buscó las principales arterias que estuvieran cortadas; cada vez que encontraba una, yo le daba un trozo de hilo para atarla. Mientras trabajábamos, Margaret puso la aspiradora en marcha y se puso a absorber toda porquería de los órganos, uno a uno; estaba usando una herramienta, el trocar, que básicamente es un aplique para una aspiradora con una cuchilla en la punta. La clavaba en un órgano, absorbía toda la guarrería y seguía con otro.

Mi madre dejó una vena y una arteria abiertas en la cavidad del pecho y se dispuso a conectarlas a la bomba y el tubo de drenaje: no hacía falta cortar el hombro cuando el asesino ya nos había dejado el pecho abierto. Esta vez, el primer producto que entró en la bomba fue un coagulante, que se filtró lentamente por todo el cuerpo y ayudó a cerrar los agujeros que eran demasiado pequeños como para coserlos a mano. Hubo una fuga de una pequeña parte dentro del torso vacío, pero el caudal paró tan pronto como el coagulante entró en contacto con el aire, se endureció y selló el cuerpo. Solía preocuparme que también pudiera sellar el tubo de salida, pero la abertura era lo suficientemente grande como para que eso no llegara a pasar.

Mientras esperábamos, estudié los tajos que tenía en el abdomen. No cabía duda de que parecían hechos por un animal, y en una zona del costado izquierdo había lo que parecía la marca de una garra, cuatro hendiduras irregulares separadas más o menos unos tres centímetros las unas de las otras que se extendían unos treinta centímetros en dirección a la tripa. Por supuesto, se trataba del trabajo del demonio, pero entonces todavía no lo sabíamos. ¿Cómo íbamos a saberlo? En aquel momento ninguno de nosotros sospechaba siquiera que los demonios fuesen reales. Coloqué la mano sobre la marca y llegué a la conclusión de que quienquiera que le hiciese la herida tenía las manos mucho más grandes que las mías. Mi madre me miró ceñuda y, cuando estaba a punto de decir algo, Margaret refunfuñó con enfado.

—¡Me cago en todo, Ron! —gritó.

Ella no sentía mucho respeto por el forense. Pasé la exclamación por alto y volví a mirar el zarpazo.

—¿Qué pasa? —preguntó mi madre de camino hacia allí.

—Nos falta un riñón —dijo Margaret, lo que me llamó la atención de inmediato.

A menudo los asesinos en serie guardaban souvenirs de los asesinatos, y las partes del cuerpo eran una elección bastante típica.

—He vaciado la bolsa dos veces —dijo Margaret—. Joder, Ron. ¿Tanto le cuesta enviarnos todos los órganos?

—A lo mejor no lo ha enviado porque no lo tenía —dije. Me miraron las dos e intenté aparentar indiferencia—. Puede que se lo llevara el que lo mató.

Mi madre frunció el ceño.

—Eso es…

—Del todo posible —interrumpí. ¿Cómo podía explicárselo sin mencionar a ningún asesino en serie?—. Mamá, ya has visto el tamaño de ese zarpazo. Si era un animal el que le revolvió las entrañas, no sería tan raro pensar que se comió algo mientras tenía el morro ahí metido.

Tenía sentido, pero yo sabía que no era un animal. Algunos de los cortes eran demasiado precisos y, por supuesto, también estaba la pila de entrañas bien ordenadita. ¿Un asesino en serie que iba de caza con su perro?

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