—John, tráeme la pistola de agujas, por favor —me pidió, y yo me apresuré a dejar el algodón y coger la pistola de una mesita metálica que había junto a la pared. Se trata de un tubo largo de metal con un asidero para los dedos a cada lado, como una jeringuilla hipodérmica.
—¿Me dejas a mí esta vez?
—Claro —dijo levantando la mejilla y el labio superior del cadáver—. Justo aquí.
Coloqué la pistola con cuidado contra las encías y apreté: una pequeña aguja se clavó en el hueso. Tenía los dientes largos y amarillos. Añadimos otra aguja más a la mandíbula inferior, enhebramos un alambre por las dos y lo enroscamos bien para mantener la boca cerrada. Margaret aplicó adhesivo en un pequeño soporte de plástico, parecido a la piel de un gajo de naranja, y lo metió dentro de la boca para que no se abriera.
Cuando la cara estuvo lista, colocamos el cuerpo con cuidado: estiramos las piernas y doblamos los brazos en la clásica postura de «estoy muerto». En cuanto el formaldehído entra en los músculos, éstos se agarrotan y se ponen rígidos, así que lo primero que hay que hacer es arreglar el cuerpo si no quieres que la familia tenga que velar un cadáver deforme.
—Sujétale la cabeza —dijo Margaret y yo, muy obediente, puse una mano a cada lado de ésta para que no se moviera.
Ella exploró un poco con los dedos justo por encima de la clavícula derecha y después hizo una incisión larga y poco profunda en la base del cuello de la anciana. Cuando cortas un cadáver apenas sale sangre. Como el corazón no bombea, no hay presión sanguínea y la gravedad empuja toda la sangre hacia la espalda. Éste llevaba muerto más de lo habitual, así que tenía el pecho flácido y vacío, mientras que la espalda estaba prácticamente de color morado, como una magulladura gigante. Margaret metió un pequeño gancho de metal en el agujero y sacó un par de venas grandes —bueno, técnicamente, una arteria y una vena—; después les hizo una lazada a cada una con hilo. Eran de color morado y resbaladizas, dos conductos que sobresalían unos centímetros del cuerpo y después se habían vuelto a esconder. Mi tía se dio media vuelta para preparar la bomba.
La mayoría de la gente no se da cuenta de la cantidad de productos químicos que utilizan los embalsamadores, pero lo primero que te llama la atención no es cuántos hay, sino la cantidad de colores diferentes que tienen. Cada botella —el formaldehído, los anticoagulantes, los cauterizadores, los germicidas, los acondicionadores y demás— tiene un llamativo color propio, como los zumos de fruta. La fila de fluidos de embalsamar parece un puesto de granizados de feria. Margaret elegía los productos con cuidado, como si escogiera los ingredientes de una sopa: no todo el mundo los necesitaba todos y decidir la receta para un cadáver en concreto tenía tanto de arte como de ciencia. Mientras ella se ocupaba de eso, solté la cabeza y cogí el bisturí. No siempre me dejaban hacer incisiones, pero si lo hacía mientras ellas no miraban, normalmente me salía con la mía. Además se me daba bien, y eso era un punto a mi favor.
Íbamos a utilizar la arteria que había sacado Margaret para bombear el cóctel de productos químicos que estaba preparando hacia dentro del cuerpo; mientras se llenaba con éstos, los fluidos antiguos como la sangre y el agua serían empujados hacia el exterior por la vena que habíamos sacado y de allí a un tubo de drenaje, y, a su vez, al suelo. Cuando me enteré de que todo iba a parar al alcantarillado me sorprendí, pero en realidad ¿dónde lo iban a tirar si no? No es peor que todo lo que ya hay ahí abajo. Sujeté la arteria y lentamente hice un corte transversal, con cuidado de no cercenarla por completo. Cuando el agujero estuvo listo, cogí la cánula —un tubo curvado de metal— y deslicé el extremo más fino en la abertura. La arteria parecía de goma, como una manguera fina, y estaba cubierta de diminutas fibras de músculo y capilares. Con mucha suavidad, coloqué el tubo metálico sobre el pecho e hice un corte similar en la vena, pero esta vez inserté un tubo de drenaje que estaba conectado a una larga bobina de goma transparente que serpenteaba hasta el sumidero del suelo. Até bien fuerte los hilos que Margaret había anudado alrededor de cada vena y las sellé.
—Muy bien —dijo Margaret empujando la bomba hacia la mesa.
La bomba tenía ruedas para poder apartarla de en medio del camino, pero en ese momento ocupó el lugar de honor, en el centro de la sala, mientras mi tía conectaba el tubo principal a la cánula que yo había insertado en la arteria. Estudió el cierre un instante, asintió en mi dirección con aprobación y vertió el primer producto en el tanque superior de la bomba: un anticoagulante de color naranja fosforescente para deshacer los coágulos. Pulsó un botón y la bomba arrancó como si despertara de un largo sueño, sincopada como el verdadero latir de un corazón; Margaret la vigiló atentamente mientras toqueteaba los mandos que controlaban la presión y la velocidad. La presión del cadáver se normalizó con rapidez y pronto la sangre, oscura y densa, empezó a desaparecer por la alcantarilla.
—¿Qué tal el instituto? —preguntó Margaret, quitándose uno de los guantes de goma para rascarse la cabeza.
—Sólo llevo un par de días —respondí—. La primera semana es muy tranquila.
—Pero es tu primera semana de instituto, es bastante emocionante, ¿no crees?
—No especialmente.
El anticoagulante había desaparecido casi por completo, así que vertió un acondicionador de color azul chillón en la bomba, con el fin de ayudar a preparar los vasos para el formaldehído. Se sentó.
—¿Has hecho algún amigo nuevo?
—Sí —dije—. Toda una escuela nueva se ha mudado a la ciudad durante el verano, así que es un milagro que no tenga que conformarme con la misma gente que conozco desde la guardería. Y, claro, todos querían ser amigos del rarito. Ha sido enternecedor.
—No deberías burlarte de ti mismo de esa manera.
—De hecho, me estaba burlando de ti.
—Eso tampoco deberías hacerlo —dijo, y por los ojos supe que sonreía un poco.
Se volvió a poner ante la bomba para introducir más productos químicos en ella y, ahora que los dos primeros ya estaban abriéndose paso por el cuerpo, empezó a confeccionar el verdadero fluido embalsamador: un hidratante y un suavizante de agua para impedir que los tejidos se hincharan, conservantes y germicidas para que el cadáver se mantuviera en buenas condiciones (o en todo lo buenas que podía estar en aquel momento) y tinte para darle un resplandor rosado y muy real. Por supuesto, la clave está en el formaldehído: un potente veneno que mata todo lo que hay en el cuerpo, endurece los músculos, macera los órganos y que se trata en realidad de lo que embalsama. Margaret añadió una buena dosis de formaldehído seguida de un perfume viscoso de color verde para tapar el aroma acre. El tanque de la bomba era un caldero en el que se revolvía una amalgama de colores chillones, como una máquina de granizado. Cerró la tapa con fuerza y me llevó hasta la puerta trasera: el ventilador no era lo suficientemente bueno como para arriesgarse a estar en la sala con todo ese formaldehído. Fuera había oscurecido por completo y la ciudad había enmudecido casi totalmente. Me senté en el escalón mientras mi tía se apoyaba en la pared, vigilando desde la puerta el interior por si algo salía mal.
—¿Ya te han puesto deberes?
—Tengo que leer las introducciones de la mayoría de los libros de texto durante el fin de semana, cosa que, por supuesto, todo el mundo hace siempre, además de hacer un trabajo para la asignatura de historia.
Margaret me miró intentando aparentar indiferencia, pero apretaba los labios con fuerza y empezó a parpadear. Años de experiencia me decían que algo la inquietaba.
—¿Os han dado un tema? —preguntó.
Mantuve una expresión impasible.
—Figuras importantes de la historia americana.
—Así, que… ¿George Washington? O puede que Lincoln.
—Ya lo he escrito.
—Ah, genial —dijo sin pensarlo de verdad. Esperó un momento más y dejó de fingir—. ¿Tengo que adivinarlo o me vas a decir sobre cuál de tus psicópatas has escrito?
—No son «mis» psicópatas.
—John…
—Dennis Rader —dije mirando hacia la calle—. Lo pillaron hace unos años, así que pensé que tenía cierto tono de crónica de actualidad.
—John, Dennis Rader es el asesino ATM: es un homicida. Te han pedido una gran figura, no un…
—El profesor nos dijo que habláramos de una figura importante, no de una gran figura; así que los malos también cuentan —dije—. Incluso sugirió a John Wilkes Booth como una de las opciones.
—No es lo mismo un asesino político que uno en serie.
—Ya lo sé —dije, y la miré—. Por eso he escrito el trabajo sobre él.
—Eres un chico muy inteligente; lo digo en serio. Seguramente eres el único que ya tiene el trabajo hecho, pero no puedes… no es normal, John. Tenía esperanzas de que dejaras atrás esta obsesión tuya con los homicidas.
—Homicidas, no: asesinos en serie.
—Ésa es la diferencia entre tú y el resto del mundo, John. Nosotros no vemos cuál es la diferencia.
Volvió adentro para ponerse con la cavidad del cadáver: absorber toda la bilis y el veneno hasta que estuviera limpio y purificado. Me quedé fuera, a oscuras; miré al cielo y esperé.
No sé qué estaba esperando.
No nos trajeron el cuerpo de Jeb Jolley esa misma noche, ni siquiera poco después. Pasé la semana siguiente sin aliento por las expectativas, volviendo a casa a la carrera todas las tardes al terminar el instituto para ver si ya había llegado. Me sentía como si fuera Navidad. Pero el forense se quedó el cadáver mucho más tiempo de lo que es habitual para realizar una autopsia completa. El
Clayton Daily
publicó artículos sobre la muerte de Jeb a diario y el martes confirmó por fin que la policía sospechaba que era un asesinato. La primera impresión fue que Jeb había muerto a manos de un animal salvaje, pero al parecer tenían varias pistas que indicaban un ataque mucho más deliberado. Por supuesto, no revelaron la naturaleza de aquellas pistas, pero aun así era el acontecimiento más sensacional que había tenido lugar en el condado de Clayton en toda mi vida.
El jueves nos devolvieron los trabajos de historia; el profesor me puso un diez y escribió «¡Interesante elección!» en el margen. A Maxwell, el chico con quien solía juntarme, le restó dos puntos por la extensión del texto y otros dos más por las faltas de ortografía: había escrito media página sobre Albert Einstein y había escrito su apellido de una manera diferente cada vez.
—Tampoco es que haya mucho que decir sobre él —dijo Max cuando estábamos sentados a una mesa en una esquina del comedor del instituto—. Descubrió eso de e=mc²y las bombas nucleares, y ya está. Tuve suerte de que hubiera lo suficiente para llenar media página.
En realidad, Max no me caía bien y, ése era uno de mis rasgos más sociales, porque la verdad es que Max no le caía bien a nadie. Era bajo, un poco gordo, llevaba gafas y un inhalador a todas partes, y tenía el armario repleto de ropa de segunda mano. Por si fuera poco, su actitud era muy desconsiderada y desagradable, y hablaba demasiado alto y con autoridad sobre temas de los que sabía bien poco. Dicho de otro modo, actuaba igual que el típico abusón de instituto sin tener fuerza ni carisma en los que apoyarse. A mí todo esto ya me parecía bien, porque tenía la única cualidad que yo deseaba en un conocido del instituto: le gustaba hablar y poco le importaba si yo le prestaba atención o no. Formaba parte de mi plan para no llamar la atención: por separado no éramos más que un chaval raro que hablaba solo y otro chaval raro que nunca hablaba con nadie; pero juntos éramos un par de rarunos que tenían lo que se podía considerar una conversación. No era mucho, pero aparentábamos ser más normales. Dos negativos hacían un positivo.
El instituto de Clayton era viejo y se caía a pedazos, como el resto del pueblo. Chicos de todo el condado venían en autobús y yo calculaba que al menos la tercera parte de ellos venía de granjas y municipios de fuera de los límites de la ciudad. Había un par de ellos a los que no conocía, ya que algunas de las familias de más lejos educaban a sus hijos en casa hasta que tenían edad de ir al instituto, pero en general los chavales que había eran los mismos con los que había crecido desde la guardería. A Clayton nunca venía nadie nuevo; se limitaban a pasar de largo por la interestatal y apenas echaban un vistazo al hacerlo. La ciudad estaba tirada junto a la autopista y se pudría como un animal muerto.
—¿Sobre quién has escrito? —dijo Max.
—¿Qué?
Llevaba un rato sin prestarle atención.
—Te he preguntado que sobre quién hiciste el trabajo. Apuesto a que sobre John Wayne.
—¿Por qué iba a hacerlo sobre John Wayne?
—Porque os llamáis igual.
Tenía razón: me llamo John Wayne Cleaver. Mi hermana se llama Lauren Bacall Cleaver. Mi padre era muy fan de las pelis antiguas.
—Llamarse igual que alguien no significa que esa persona fuese interesante —dije observando la multitud—. ¿Y tú por qué no has escrito sobre Maxwell House?
—¿Hay alguien que se llame así? —preguntó Max—. Creía que era una marca de café.
—Lo hice sobre Dennis Rader. El asesino ATM.
—¿Qué significa ATM?
—Atar, torturar, matar —dije—. Así es como Dennis Rader firmaba todas las cartas que escribía a la prensa.
—Menudo pirado. ¿A cuánta gente mató?
Era obvio que el tema no le incomodaba demasiado.
—Puede que a unas diez personas. La policía todavía no lo tiene claro.
—¿Sólo diez? Eso no es nada. Podrías cargarte a más atracando un banco. Al tipo ese del proyecto que hiciste el año pasado se le daba mucho mejor.
—No importa a cuántos maten —le dije—. Y no hay nada de bueno en ello; está mal hecho.
—Entonces, ¿por qué hablas de ellos todo el rato?
—Porque lo que está mal es interesante.
Sólo estaba prestando atención a la conversación a medias; en realidad estaba pensando en lo guay que sería ver un cadáver separado en partes, después de una autopsia.
—Qué raro eres, tío —dijo Max y le dio otro bocado al sándwich—. No hay nada más que decir: cualquier día matarás a un montón de gente. Seguramente a más de diez, porque siempre quieres hacer más de lo que se espera de ti y entonces me entrevistarán en la tele y me preguntarán si yo había visto venir esto, y les diré: «Joder, claro que sí; ese tío estaba totalmente pirado.»