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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Nobleza Obliga (24 page)

BOOK: Nobleza Obliga
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Chiara se quedó quieta un instante y volvió a la habitación. Al cabo de un momento, en la puerta apareció Paola, con una mano extendida hacia él.

—¿Qué ha pasado, Guido? —preguntó con aprensión en la voz.

Él seguía junto a la chaqueta palpando los bolsillos, como si buscara algo. Ella le rodeó la cintura con el brazo.

—¿Qué ha dicho Chiara? —consiguió articular él.

—Que algo terrible te había pasado. —Paola le sacó las manos de la inútil exploración de los bolsillos de la chaqueta—. ¿Qué es? —preguntó, llevándose a los labios una de sus manos y dándole un beso.

—Ahora no puedo hablar.

Ella asintió y, sin soltarle las manos, lo empujó hacia su dormitorio, al extremo del pasillo.

—Acuéstate, Guido. Te traeré una tisana.

—No puedo hablar, Paola —repitió.

Ella lo miraba muy seria.

—Ni yo quiero que hables, Guido. Lo único que te pido es que te metas en la cama, tomes algo caliente y duermas.

—Sí —dijo él, y volvió a experimentar aquella sensación de irrealidad. Más tarde, ya en la cama, se tomó la tisana —tila con miel— y sostuvo la mano de Paola, o ella la de él, hasta que se durmió.

Pasó una noche tranquila, sólo abrió los ojos dos veces y se encontró con la cabeza apoyada en el hombro de Paola, que lo abrazaba. Ninguna de las dos veces llegó a despertarse del todo y volvió a dormirse, reconfortado al sentir sus besos en la frente y el calor de su presencia.

Por la mañana, cuando los niños se fueron a la escuela, le contó parte de lo ocurrido. Ella escuchaba su versión un tanto suavizada de los hechos, sin hacer preguntas, observando su cara, mientras tomaba el café. Cuando él terminó, preguntó:

—Entonces, ¿ya se ha acabado?

—No lo sé. —Brunetti meneó la cabeza—. Aún quedan los secuestradores.

—Pero, si los envió el sobrino, en realidad, el responsable era él.

—Eso es lo malo —dijo Brunetti.

—¿El qué? —preguntó Paola, desconcertada.

—Si él los envió.

Paola conocía muy bien a su marido como para perder el tiempo preguntando lo que quería decir.

—Ajá —dijo moviendo la cabeza de arriba abajo, tomó otro sorbo de café y esperó a que él se explicara.

—Hay algo que no encaja —dijo Brunetti al fin—. El sobrino no parecía capaz de eso.

—«Un hombre puede sonreír y sonreír, y ser un malvado» —dijo Paola con la voz que usaba para las citas, pero Brunetti estaba muy abstraído para preguntar de quién era.

—Parecía querer realmente a Roberto, casi daba la impresión de haber deseado protegerlo. —Brunetti movió la cabeza—
.
No estoy convencido.

—¿Quién, entonces? —preguntó Paola—. La gente no mata a sus hijos; los hombres no matan a su único hijo.

—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Brunetti descartando lo impensable.

—Entonces, ¿quién?

—Eso es lo malo. Que no existe otra posibilidad.

—¿No es posible que te equivoques con el sobrino? —preguntó ella.

—Claro que sí —admitió Brunetti—. Puedo equivocarme con todo. No tengo ni idea de lo que pasó. Ni por qué.

—Por dinero. ¿No es el motivo de la mayoría de secuestros? —preguntó ella.

—No sé si fue un secuestro, ya no estoy seguro.

—Pues ahora mismo hablabas de los secuestradores.

—Oh, sí, se lo llevaron. Y alguien mandó las cartas pidiendo rescate. Pero no creo que existiera la intención de conseguir dinero. —Le habló del ofrecimiento de dinero hecho al conde Lorenzoni.

—¿Cómo lo has sabido?

—Me lo dijo tu padre.

Ella sonrió por primera vez.

—Así me gusta, que lo mantengas todo en familia. ¿Cuándo has hablado con él?

—Hace una semana. Y ayer.

—¿Del caso?

—Sí, y de otras cosas.

—¿Qué otras cosas? —preguntó ella con suspicacia.

—Me dijo que no eras feliz.

Brunetti esperó a ver cómo reaccionaba Paola. Ésta le parecía la forma más franca de plantear la cuestión para inducirla a hablar de lo que la inquietara.

Paola no dijo nada durante mucho rato. Se levantó, echó más café en las tazas, luego leche caliente y azúcar, y volvió a sentarse frente a él.

—En la jerga del psicoanálisis se llama a esa figura proyección.

Brunetti probó el café, echó más azúcar y miró a su mujer.

—Tú ya sabes que la gente siempre ve en los demás sus propios problemas —prosiguió ella.

—¿Y cuál es el problema de tu padre?

—¿Cuál te dijo que era el mío?

—Nuestro matrimonio.

—Pues ahí lo tienes —dijo ella llanamente.

—¿Tu madre te ha dicho algo?

Ella movió la cabeza negativamente.

—No pareces sorprendida.

—Se hace viejo, Guido, y empieza a notarlo. De modo que ahora se da cuenta de lo que para él es realmente importante y lo que no lo es.

—¿Y su matrimonio no lo es?

—Todo lo contrario. Yo diría que se ha dado cuenta de lo importante que es y de cómo lo ha descuidado durante años. Décadas.

Nunca habían hablado del matrimonio de los padres de Paola, a pesar de que desde hacía años Brunetti había oído rumores acerca de la debilidad del conde por las mujeres guapas. Aunque para él hubiera sido fácil descubrir lo que había de verdad en tales rumores, nunca había indagado.

Como buen italiano, Brunetti estaba convencido de que un hombre podía sentir una apasionada devoción por su esposa y, al mismo tiempo, engañarla con otras mujeres. Él no dudaba de que el conde estuviera enamorado de la condesa y, saltando de título en título, se dijo que otro tanto era evidente en el conde Lorenzoni, en quien lo único que parecía totalmente humano era su amor por la condesa.

—No sé —dijo, aplicando a ambos condes esta expresión de ignorancia.

Ella se inclinó por encima de la mesa y le dio un beso en cada mejilla.

—Estando a tu lado, nunca podría sentirme desgraciada.

Brunetti bajó la cabeza y se puso colorado.

Capítulo 24

Brunetti hubiera podido redactar por adelantado el guión del comunicado de Patta de aquella mañana: sus lúgubres comentarios sobre la doble tragedia que afligía a tan noble familia, la profanación de los más sagrados principios de humanidad, la degradación del tejido de la sociedad cristiana, etcétera, sin omitir reflexiones sobre los cambios que convulsionan hogares y familias. Todo ello, con la flatulenta grandilocuencia del
vicequestore
y la estudiada naturalidad de cada gesto. Incluso hubiera podido señalar entre paréntesis dónde marcaría pausas y se cubriría los ojos con la mano, al referirse a este crimen sin nombre.

También sabía de antemano cuáles serían los titulares que se colgarían de los quioscos de la ciudad:
Delitto in famiglia, Caino e Abèle, Figlio addotivo assassino.
Para ahorrarse unos y otros excesos, Brunetti llamó a la
questura
para avisar de que no iría hasta después del almuerzo y no miró los diarios que Paola había subido mientras él aún dormía. Intuyendo que su marido no querría seguir hablando de los Lorenzoni, ella se abstuvo de referirse al tema y se fue a Rialto a comprar pescado. Brunetti, al verse solo y sin nada que hacer por primera vez en lo que parecían varias semanas, decidió imponer en sus libros el orden que, evidentemente, era incapaz de imponer en los acontecimientos, se fue a la sala y se quedó mirando la estantería que llegaba hasta el techo. Años atrás, se había hecho una clasificación por lenguas y, cuando ésta se rompió, Brunetti trató de introducir el orden cronológico. Pero la curiosidad de los niños no tardó en desbaratarlo, y ahora Petronio estaba al lado de san Juan Crisóstomo y Abelardo compartía anaquel con Emily Dickinson. Después de contemplar las hileras de lomos, sacó primero un libro, luego dos más, y otros dos. Pero, de repente, perdió todo interés por la tarea y dejó los cinco libros juntos en un hueco del estante inferior.

Sacó entonces
De la vida recta
de Cicerón y buscó el pasaje de los deberes, donde Cicerón habla de las distintas categorías de rectitud moral. La primera es la facultad de distinguir lo verdadero de lo falso y comprender la relación entre uno y otro fenómeno, sus causas y consecuencias. La segunda es la fortaleza para dominar las pasiones. Y la tercera, la capacidad para obrar con consideración y comprensión en nuestras relaciones con los demás.

Cerró el libro y volvió a ponerlo en el lugar que le había caído en suerte por el capricho de la familia Brunetti: John Donne a la derecha y Karl Marx a la izquierda.

—Comprender la relación entre uno y otro fenómeno, sus causas y consecuencias —recitó, sobresaltándose con el sonido de su propia voz. Entró en la cocina, escribió una nota para Paola y salió del apartamento en dirección a la
questura.

Cuando llegó, mucho después de las once, la prensa ya había estado allí y se había marchado, lo que, por lo menos, le libró de tener que escuchar las declaraciones de Patta. Subió a su despacho por la escalera posterior, cerró la puerta y se sentó a su mesa. Abrió el expediente Lorenzoni y lo leyó página a página. Empezando por el secuestro, ocurrido dos años antes, hizo una lista completa de todas las cosas que sabía, ordenadas cronológicamente, que llenaron cuatro hojas y terminaban con la muerte de Maurizio.

Extendió los papeles ante sí, cartas del tarot con el signo de la muerte. «Distinguir lo verdadero de lo falso. Comprender la relación entre uno y otro fenómeno, sus causas y consecuencias.» Si Maurizio había sido el cerebro del secuestro, todos los fenómenos quedaban explicados, las relaciones y consecuencias, claras. El afán de dinero y de poder, quizá, incluso, los celos, podían haberle impulsado a tramar el secuestro. Ello habría acarreado la intentona contra su tío. Y, finalmente, habría provocado su propia muerte violenta, la sangre en la chaqueta y la masa encefálica en las cortinas de Fortuny.

Pero, si Maurizio no era el culpable, no había relación entre los fenómenos. Un tío podía matar a su sobrino, pero un padre no mataría a su hijo, no a sangre fría.

Brunetti levantó la cabeza y miró fijamente por la ventana de su despacho. En un platillo de la balanza estaba su vaga impresión de que Maurizio era incapaz de matar o hacer matar. En el otro platillo, la hipótesis de que el conde Ludovico hubiera matado a su sobrino deliberadamente, que, si era cierta, implicaba que el conde era también el asesino de su propio hijo.

Brunetti se había equivocado más de una vez al juzgar a las personas y sus motivos. ¿No acababa de engañarse con su propio suegro? Había aceptado sin reservas la idea de que su mujer era infeliz, de que su matrimonio peligraba, cuando tenía la verdad al alcance de la mano. Había bastado una simple pregunta y la franca expresión de amor de Paola.

Por vueltas que diera a los hechos y posibilidades, pasándolos de uno a otro platillo de la terrible balanza, el peso de la lógica siempre caía del lado de la culpabilidad de Maurizio. Y, no obstante, Brunetti dudaba.

Recordó cómo Paola se reía de su resistencia a desprenderse de ciertas prendas de vestir —una chaqueta, un jersey, incluso unos calcetines— que él encontraba especialmente cómodas. Era una actitud que nada tenía que ver con el afán de ahorrar ni con la aversión a sustituir la prenda vieja sino a su convicción de que la nueva no podría ser tan cómoda ni tan agradable como la vieja. Así también, su inquietud de ahora, bien lo sabía, se debía a la misma resistencia a desechar lo más cómodo en favor de lo nuevo.

Recogió sus papeles y bajó al despacho de Patta, para hacer una última tentativa, que resultó tan vana como era de esperar: Patta rechazó de plano «la insinuación delirante y ofensiva» de que el conde pudiera estar implicado en los hechos. Y faltó muy poco para que exigiera a su subordinado que pidiera perdón al conde; ya que Brunetti, al fin y al cabo, sólo estaba especulando, pero hasta la especulación era un ultraje para el profundo atavismo que dominaba a Patta, que a duras penas consiguió reprimir la indignación, aunque no reprimió el impulso de pedir a Brunetti que se fuera.

De nuevo en su despacho, Brunetti metió las cuatro hojas en una carpeta que guardó en el cajón en el que solía apoyar los pies. Después de cerrar el cajón de un puntapié, abrió una carpeta que le habían dejado en la mesa mientras estaba con Patta: los motores de cuatro embarcaciones habían sido robados mientras sus dueños cenaban en la
trattoria
de la isleta de Vignole.

El teléfono le ahorró tener que contemplar la trivialidad del informe.


Ciao,
Guido —lo saludó la voz de su hermano—. Acabamos de regresar.

—Pero, ¿no ibais a quedaros más días?

Sergio se rió.

—Sí, pero como los de Nueva Zelanda se marcharon nada más leer su trabajo, yo decidí hacer otro tanto.

—¿Cómo te ha ido?

—Si me prometes no reírte de mí, te diré que ha sido un gran éxito.

Realmente, el momento lo es todo. Si esta llamada hubiera llegado cualquier otra tarde, o incluso si le hubiera despertado a las tres de la madrugada, Brunetti hubiera estado encantado de escuchar el relato de las jornadas de su hermano en Roma y muy interesado en sus explicaciones sobre su trabajo y la acogida que había tenido. Pero ahora, mientras Sergio hablaba de
roentgens
y de residuos de esto y lo otro, Brunetti leía los números de serie de cuatro motores fuera bordo. Sergio hablaba de daños en el hígado y Brunetti observaba una gama de potencias de cinco a quince caballos. Sergio repetía la pregunta que alguien había hecho sobre el bazo, y Brunetti se enteraba de que sólo uno de los motores estaba asegurado contra robo y únicamente por la mitad de su valor.

—Guido, ¿me escuchas? —preguntó Sergio.

—Sí, sí, desde luego —aseguró Brunetti con un énfasis innecesario—. Me parece muy interesante.

Sergio se rió, pero resistió el impulso de pedir a su hermano que repitiera las dos últimas frases que había oído. Lo que hizo fue preguntar:

—¿Cómo están Paola y los niños?

—Todos bien.

—¿Raffi todavía sale con esa chica?

—Sí; a todos nos gusta mucho.

—Pronto le tocará el turno a Chiara.

—¿Para qué? —preguntó Brunetti, sin comprender.

—Tener novio.

Sí, claro. Brunetti no sabía qué decir. El silencio se prolongaba.

—¿Por qué no venís todos a cenar a casa el viernes?

Brunetti se dispuso a aceptar, pero rectificó:

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