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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Nobleza Obliga (25 page)

BOOK: Nobleza Obliga
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—Se lo preguntaré a Paola y veremos si los chicos han hecho algún plan.

Con una repentina seriedad en la voz, Sergio dijo:

—Quién había de imaginar que veríamos este día, ¿eh, Guido?

—¿Ver qué día?

—El día en que para todo hay que consultar con la mujer y preguntar a los hijos si tienen otros planes. Nos hacemos viejos, Guido.

—Sí, seguramente. —Aparte de Paola, Sergio era la única persona a quien podía hacer esta pregunta—: ¿Eso te molesta?

—No sé si importa mucho que me moleste o no. Es algo que no podemos parar. Pero, ¿por qué tienes hoy ese tono tan serio?

A modo de explicación, Brunetti preguntó:

—¿Has leído los periódicos?

—Sí; en el tren de regreso. ¿Eso de los Lorenzoni?

—Sí.

—¿Lo llevas tú?

—Sí —respondió Brunetti sin dar detalles.

—Terrible. Pobre gente. Primero, el hijo y, ahora, el sobrino. No sé qué es peor. —Pero era evidente que Sergio, recién llegado de Roma y aún eufórico por su éxito profesional, no quería hablar de estas cosas, por lo que Brunetti cortó.

—Hablaré con Paola. Ella llamará a Maria Grazia.

Capítulo 25

Podría decirse que la ambigüedad es la característica que define a la justicia italiana o, más concretamente —puesto que este concepto es un tanto abstracto—, el sistema judicial que ha creado el Estado italiano para la protección de sus ciudadanos. A muchos les parece que, cuando la policía no está trabajando para llevar a los delincuentes ante los jueces, está investigando y arrestando a esos mismos jueces. Las sentencias son difíciles de conseguir y, muchas de ellas, revocadas en la apelación; los homicidas hacen pactos y salen en libertad; los parricidas reciben correo de admiradores en la cárcel; las autoridades y la Mafia marchan de la mano hacia la ruina del Estado o, peor aún, hacia la ruina del concepto mismo de Estado. El doctor Bartolo de Rossini podía estar pensando en los tribunales de apelación italianos cuando cantaba:
«Qualche garbuglio si troverà.»

Durante los tres días siguientes, Brunetti, desmoralizado por una sensación de la futilidad de sus esfuerzos, reflexionaba sobre la naturaleza de la justicia y, con Cicerón como una voz que se resistía a callar, sobre la rectitud moral. Todo ello, al parecer, sin objeto.

Al igual que el duende de un cuento infantil que Brunetti había leído hacía décadas, que acechaba debajo de un puente, así acechaba también, en el cajón de su escritorio, la lista que había hecho, callada, pero no olvidada.

Brunetti asistió al funeral de Maurizio más asqueado por la presencia de las hordas, de vampiros con cámara que por el recuerdo de lo que contenía la pesada caja con bordes sellados con plomo contra la humedad del panteón familiar de los Lorenzoni. La condesa no estaba, pero el conde, con los ojos enrojecidos y apoyándose en el brazo de un hombre más joven, salió de la iglesia detrás del féretro de su sobrino, al que había matado. Su presencia en el acto y la nobleza de su porte sumieron a toda Italia en un transporte de sentimental admiración como no se había visto en el país desde que los padres de un niño norteamericano donaron sus órganos para salvar la vida de pequeños italianos, compatriotas de su asesino. Brunetti dejó de leer los periódicos, pero no antes de enterarse de que el magistrado encargado de la instrucción del caso había decidido considerar la muerte de Maurizio consecuencia de un acto de legítima defensa.

Brunetti, con el espíritu de mortificación propio del que, teniendo dolor en una muela, no para de hurgársela con la lengua, se dedicó al caso del robo de los motores. En un mundo desquiciado, los motores eran tan vitales como la vida misma. Así pues, ¿por qué no buscarlos? Pero, ¡ay!, el caso resultó excesivamente fácil: pronto encontraron los motores en casa de un pescador de Burano, cuyos vecinos, al verle descargarlos de su barco uno tras otro, sospecharon y lo denunciaron a la policía.

El mismo día en que Brunetti había conseguido este éxito fulminante, apareció en la puerta de su despacho la
signorina
Elettra.


Buon giorno, dottore
—dijo al entrar, con la cara oculta y la voz ahogada por el enorme ramo de gladiolos que llevaba en brazos.

—Pero, ¿qué es esto,
signorina
? —preguntó él, y levantándose la guió tomándola del brazo, para que no tropezara con la silla que tenía delante de la mesa.

—Flores extra —contestó ella—. ¿Tiene florero? —Puso las flores encima de la mesa y, al lado, un fajo de papeles un tanto deteriorados por la presión de sus manos y la humedad de los gladiolos.

—Quizá haya uno en el armario —respondió él, desconcertado, incapaz de adivinar la causa de aquel derroche floral. ¿Y extra? A ella le llevaban las flores los lunes y los jueves, y hoy era miércoles.

Ella abrió el armario, revolvió entre los objetos del suelo y se levantó con las manos vacías. Agitando una mano en dirección al comisario, fue hacia la puerta sin decir nada.

Brunetti miró las flores y luego los papeles que estaban al lado: un fax del doctor Montini de Padua. Los análisis de Roberto. Los dejó caer en la mesa. Las flores hablaban de vida, de ilusión y de alegría, y ahora él no quería recordar al muchacho muerto ni remover los oscuros sentimientos que le inspiraban él y su familia.

La
signorina
Elettra no tardó en volver, con un jarrón Barouvier que Brunetti había admirado más de una vez en la mesa de la joven.

—Me parece que aquí quedarán perfectamente —dijo ella, poniendo el jarrón al lado de las flores, y empezando a introducir éstas en el agua, una a una.

—¿A qué se deben estas flores extra,
signorina
? —preguntó Brunetti, y entonces sonrió, la única reacción posible a la combinación de
signorina
Elettra y flores frescas.

—Hoy he revisado los gastos mensuales del
vicequestore,
y he visto que quedaba un remanente de quinientas mil liras.

—¿De qué?

—De la cantidad que está autorizado a gastar mensualmente en material de oficina —respondió ella poniendo una flor roja entre dos blancas—. Así que, como aún falta un día para terminar el mes, he pensado pedir flores.

—¿Para mí?

—Sí, señor. Y para el sargento Vianello, y para Pucetti, y unas rosas para la sala de guardia.

—¿Y para las chicas del
Ufficio Stranieri
? —preguntó él, curioso por saber si la
signorina
Elettra era de las que sólo regalan flores a los hombres.

—No —respondió ella—. Hace dos meses que las reciben con el pedido normal, dos veces por semana. —Terminó con las flores y lo miró.

—¿Dónde las quiere? —preguntó dejando el ramo en un ángulo de la mesa—. ¿Aquí?

—No; quizá en el alféizar.

Obediente, ella las puso delante de la ventana central.

—¿Aquí? —preguntó volviéndose para ver la expresión de Brunetti.

—Sí —dijo él relajando la cara en una sonrisa—. Perfecto. Gracias,
signorina.

—Me alegro de que le gusten,
dottore
—dijo ella sonriendo a su vez.

Brunetti volvió a su mesa, pensó en poner los papeles en la carpeta sin leerlos, pero luego los alisó con el canto de la mano y empezó a leer. Hubiera podido ahorrarse la molestia, porque allí no había más que una lista de nombres y números. Los nombres no le decían nada, aunque debían de referirse a las distintas pruebas que el médico había solicitado para el joven que se quejaba de fatiga. Los números tanto podían corresponder a un marcador de
cricket
como a cotizaciones de la Bolsa de Tokio: para él eran un misterio. Este galimatías le produjo una brusca irritación que se disipó tan pronto como había brotado. Durante un momento, pensó en olvidarse de aquellos papeles, pero entonces acercó el teléfono hacia sí y marcó el número de casa de Sergio.

Después de decir a su cuñada las frases de rigor y prometerle que irían a cenar el viernes, preguntó por su hermano, que ya había vuelto del laboratorio. Cansado de amables preámbulos, Brunetti fue directamente al asunto:

—Sergio, ¿tú podrías explicarme lo que significan los valores de unos análisis clínicos?

Su hermano, captando el tono perentorio de su voz, no hizo preguntas.

—Creo que sí, por lo menos, de la mayoría.

—Glucosa, setenta y cinco.

—Eso se refiere a la diabetes. Es normal.

—Triglicéridos. Dos cincuenta, me parece.

—Colesterol. Un poco alto, pero no preocupante.

—Glóbulos blancos, mil.

—¿Qué?

Brunetti repitió el valor.

—¿Estás seguro?

Brunetti acercó los ojos a las cifras mecanografiadas.

—Sí, mil.

—Hum. Cuesta creerlo. ¿Tú te encuentras bien? ¿Tienes mareos? —Se notaba inquietud, y algo más, en la voz de Sergio.

—¿Qué?

—¿Cuándo te han hecho esos análisis? —preguntó Sergio.

—No, no. No son míos. Son de otra persona.

—Ah. Bien. —Sergio reflexionó y preguntó—: ¿Qué más?

—¿Qué significa esa cifra? —preguntó Brunetti, intrigado por las preguntas de Sergio.

—No estaré seguro hasta que sepa el resto.

Brunetti leyó los restantes análisis y las cifras correspondientes.

—Eso es todo —terminó.

—¿No hay nada más?

—Una nota al pie dice que el funcionamiento del bazo parece deficiente. Y algo de… —Brunetti escudriñó la enrevesada letra del médico—. Algo que parece «hyame» y no sé qué más. «Membranas», parece.

Después de una larga pausa, Sergio preguntó:

—¿Cuántos años tenía esa persona?

—Veintiuno —y, al reparar en el tiempo del verbo, agregó—: ¿Por qué dices «tenía»?

—Porque, con esos niveles, nadie se salva.

—¿Niveles de qué? —preguntó Brunetti.

En lugar de responder, Sergio preguntó:

—¿Fumaba?

Brunetti recordó entonces que Francesca Salviati había dicho que, por su forma de quejarse de los fumadores, Roberto parecía americano.

—No.

—¿Bebía?

—Todo el mundo bebe, Sergio.

En la voz de Sergio vibró entonces una nota de impaciencia.

—No seas burro, Guido. Ya sabes a lo que me refiero. ¿Bebía mucho?

—Probablemente, más de lo normal.

—¿Enfermedades?

—Que yo sepa, ninguna. Tenía una salud excelente, en fin, buena.

—¿De qué murió?

—De un disparo.

—¿Vivía cuando le dispararon?

—Naturalm… —Brunetti se interrumpió. No lo sabía—. Suponemos que sí.

—Yo lo comprobaría —dijo Sergio.

—No sé si se podrá.

—¿Por qué? ¿No tenéis el cadáver?

—No quedaba mucho de él.

—¿El chico Lorenzoni?

—Sí —dijo Brunetti y, tras un silencio—: ¿Qué significan todos esos valores?

—Bien, yo no soy médico… —empezó Sergio, pero Brunetti cortó:

—Sergio, esto no es un juicio. Sólo quiero que me digas, para mi conocimiento, qué indican estos análisis.

—Yo diría que contaminación por radiactividad —dijo Sergio y, como Brunetti no respondiera, explicó—: El bazo. No podía estar tan dañado si no había dolencia orgánica. Y el número de glóbulos blancos es bajísimo. Luego, la capacidad pulmonar. ¿Quedaba mucho pulmón?

Brunetti recordó que el médico había dicho que aquéllos parecían los pulmones de un gran fumador, de alguien mucho mayor que Roberto, alguien que hubiera fumado durante décadas. En aquel momento, Brunetti no había cuestionado esta información ni indagado en la contradicción que introducía con el hecho de que Roberto no fumaba. Se lo explicó a Sergio, y preguntó:

—¿En resumen?

—Todo apunta en el mismo sentido: el bazo, la sangre, los pulmones.

—¿Estás seguro, Sergio? —preguntó Brunetti, olvidando que estaba hablando con su hermano mayor, que acababa de conseguir un gran éxito en un congreso internacional sobre contaminación por radiactividad en Chernobil.

—Sí.

El pensamiento de Brunetti estaba ahora lejos de Venecia, siguiendo el rastro de las tarjetas de crédito de Roberto por la faz de Europa. La Europa del Este. Por las repúblicas secesionistas de la antigua Unión Soviética, ricas en recursos naturales ocultos bajo tierra y no menos ricas en el armamento que los rusos habían dejado atrás en su precipitada marcha ante el inminente hundimiento de su imperio.


Madre di Dio
—suspiró, asustado ante lo que acababa de comprender.

—¿Qué hay, Guido? —preguntó su hermano.

—¿Cómo transportas esas cosas?

—¿Qué cosas?

—Cosas radiactivas. Bueno, material, como se llame.

—Depende.

—¿De qué?

—De la cantidad y de la sustancia.

—Dame un ejemplo —exigió Brunetti y, suavizando el tono imperioso de su voz, agregó—: Es importante.

—Si es la clase de material que nosotros usamos en radioterapia, se transporta en envases individuales.

—¿De qué tamaño?

—Del tamaño de una maleta. Quizá no tanto, si es para una máquina o una dosificación menor.

—¿Sabes algo de la otra clase?

—Hay muchas otras clases, Guido.

—Para bombas. Este chico había estado en Bielorrusia.

No llegaba sonido alguno por el teléfono, sólo el silencio técnicamente perfecto que deparaba la nueva red láser de Telecom, pero a Brunetti le parecía oír moverse los engranajes del cerebro de Sergio.

—Ah —suspiró su hermano al fin. Y luego—: Si el recipiente está bien forrado de plomo, puede ser muy pequeño. Una cartera de mano o una maleta. Sería pesado, pero pequeño.

Esta vez el suspiro escapó de los labios de Brunetti.

—¿Eso bastaría?

—No sé a qué te refieres, Guido, pero si quieres decir si bastaría para una bomba, sí. Sería más que suficiente.

Poco podía añadir a esto ninguno de los dos. Finalmente, Sergio sugirió:

—Yo comprobaría con un contador Geiger el lugar donde lo encontraron. Y también el cuerpo.

—¿Será posible? —preguntó Brunetti, y no tuvo necesidad de aclarar a qué se refería.

—Yo diría que sí. —En la voz de Sergio se mezclaban la seguridad del científico y la tristeza del hombre—. Los rusos no les dejaron otra cosa que vender.

—Pues que Dios nos asista a todos —dijo Brunetti.

Capítulo 26

Su trabajo había acostumbrado a Brunetti al horror y a las múltiples atrocidades que los humanos se infligen unos a otros y a su entorno, pero aún no se había tropezado con algo como esto. La magnitud de los hechos que su conversación con Sergio le había revelado era inconcebible. Una cosa era el tráfico de armas, incluso en gran escala —Brunetti comprendía que hubiera quienes vendían armas aun a sabiendas de que los compradores eran asesinos—; pero esto, si lo que él sospechaba —o temía— era cierto, excedía con mucho de cualquier crimen imaginable.

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