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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Nobleza Obliga (23 page)

BOOK: Nobleza Obliga
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Salió al pasillo, pensando en lo que debía hacer, preguntándose si, al verlo salir tan aprisa de la
questura,
alguien habría pensado en avisar a los del laboratorio.

El conde no estaba a la vista. Detrás del comisario salió Vianello. Respiraba ahora con tanta fatiga como cuando había entrado en el despacho de Brunetti.

—¿Hará el favor de llamar para preguntar si han enviado al equipo? —dijo Brunetti.

Vianello abrió la boca para decir algo, pero desistió y movió la cabeza afirmativamente.

—Tiene que haber otro teléfono —dijo Brunetti—. Pruebe en algún dormitorio.

Vianello asintió.

—¿Dónde estará usted, comisario?

Brunetti señaló la escalera con la barbilla.

—Iré a hablar con ellos.

—¿Ellos?

—Bueno, con él.

Vianello movió la cabeza de arriba abajo para indicar que ya volvía a ser dueño de sí. Dio media vuelta y se alejó por el corredor, sin mirar al interior de la habitación en la que estaba el cadáver de Maurizio.

Brunetti, haciendo un esfuerzo, volvió a la puerta de la habitación y miró al interior. La escopeta estaba a la derecha del cuerpo, con la reluciente culata a un centímetro del charco de sangre que avanzaba hacia ella. Dos alfombrillas arrugadas daban mudo testimonio de la pelea que había tenido lugar encima de ellas. En el suelo, al lado de la puerta, había una americana hecha un ovillo. Brunetti vio que el delantero estaba cubierto de sangre.

Dio media vuelta, cerró la puerta y fue hacia la escalera. Encontró al conde y a la condesa en la misma actitud de antes, pero ahora ya no había sangre en las manos del conde. Cuando entró Brunetti, el conde lo miró.

—¿Puedo hablar con usted? —preguntó el comisario. El otro asintió y, nuevamente, soltó la mano de su esposa.

En el vestíbulo, Brunetti dijo:

—¿Dónde podemos hablar?

—Este sitio es tan bueno como cualquier otro —respondió el conde—. No quiero alejarme mucho de ella.

—¿Sabe ella lo ocurrido?

—Ha oído el disparo —dijo el conde.

—¿Desde aquí arriba?

—Sí. Y entonces ha bajado.

—¿A esa habitación? —preguntó Brunetti, incapaz de disimular el horror.

El conde asintió.

—¿Y lo ha visto?

Ahora el conde se encogió de hombros.

—Cuando la he oído llegar, cuando he oído sus zapatillas en el vestíbulo, he ido a la puerta, para tapar la escena con mi cuerpo, para que no lo viera a él.

Brunetti, recordando la chaqueta que había al lado de la puerta, se preguntó qué diferencia podía suponer eso.

Bruscamente, el conde dio media vuelta.

—Quizá sea preferible entrar ahí —dijo llevando a Brunetti a la habitación contigua. Había un escritorio y una estantería llena de carpetas.

El conde se sentó al lado de la puerta, en un sillón. Apoyó la cabeza en el respaldo, cerró los ojos un momento y luego miró a Brunetti. Pero no dijo nada.

—¿Puede decirme qué ocurrió?

—Anteayer por la noche, después de que mi esposa se acostara, dije a Maurizio que teníamos que hablar. Él estaba nervioso. Yo también lo estaba. Le dije que había empezado a replantearme todo lo relacionado con el secuestro, cómo ocurrió y que las personas que lo cometieron tenían que saber muchas cosas de la familia y de los movimientos de Roberto. Para esperarlo en la villa, tenían que saber que pensaba ir allí aquella noche.

El conde se mordió el labio, desviando la mirada hacia la izquierda.

—Le dije… dije a Maurizio que ya no podía creer que hubiera sido un secuestro, que alguien quisiera pedir dinero por Roberto.

Aquí calló hasta que Brunetti le instó a continuar:

—¿Qué dijo él?

—Fingió que no me entendía, dijo que habían llegado notas exigiendo rescate, que tenía que ser un secuestro. —El conde apartó la cabeza del respaldo y se irguió en el sillón—. Ha vivido conmigo desde que era niño. Él y Roberto se criaron juntos. Era mi heredero.

Al pronunciar estas palabras, los ojos del conde se llenaron de lágrimas.

—Ése es el porqué —dijo en una voz de repente tan baja que Brunetti tuvo que aguzar el oído. Y calló.

—¿Qué más ocurrió esa noche? —preguntó Brunetti.

—Le pedí que me dijera qué hacía él cuando Roberto desapareció.

—Dice el informe que estaba aquí con ustedes.

—Estaba, sí. Pero recuerdo que había anulado una cita, una cena de negocios. Era como si tuviera el propósito de estar aquí con nosotros precisamente aquella noche.

—Entonces no pudo hacerlo él —dijo Brunetti.

—Pero pudo contratar a alguien para que lo hiciera —dijo el conde, y Brunetti no dudó de que así lo creía realmente.

—¿Le dijo usted eso?

El conde asintió.

—Le dije que iba a darle tiempo para que pensara en esto, en mis sospechas. Que podía entregarse a la policía. —El conde irguió el tronco—. O hacer lo más honorable.

—¿Honorable?

—Honorable —repitió el conde, pero no se molestó en dar explicaciones.

—¿Y luego?

—Ayer estuvo fuera todo el día. No fue al despacho, lo sé porque llamé para preguntar. Y hoy… Mi esposa se había ido a descansar… Él ha entrado en la sala con la escopeta… seguramente, fue a buscarla a la villa… y me ha dicho… me ha dicho que yo estaba en lo cierto. Ha dicho cosas terribles sobre Roberto, cosas que no son verdad. —Aquí el conde no pudo seguir conteniendo la emoción y empezaron a resbalarle por la cara unas lágrimas que no hacía nada por enjugar—. Ha dicho que Roberto era un inútil, un playboy mimado, y que él, Maurizio, era el único que entendía el negocio y el que merecía heredarlo. —El conde miró a Brunetti, para ver si era capaz de comprender el horror que sentía por haber criado a semejante monstruo—. Entonces se me ha acercado con la escopeta. Al principio, no podía creerle, no creía lo que estaba oyendo. Pero cuando ha dicho que tendría que parecer que me había disparado yo mismo, porque no podía soportar el dolor por la pérdida de Roberto, he comprendido que hablaba en serio.

Brunetti esperaba. El conde tragó saliva y se enjugó la cara con el puño de la camisa dejándose en la mejilla unas rayas de la sangre de Maurizio.

—Se ha puesto delante de mí, con la escopeta en la mano, apoyándome el cañón en el pecho. Luego me lo ha puesto debajo de la barbilla, diciendo que lo había pensado bien y que había que hacerlo así. —El conde se interrumpió, recordando el horror de la escena—. Al oír esto, creo que me he vuelto loco. No porque fuera a matarme, sino por la sangre fría con que lo había planeado. Y por lo que había hecho a Roberto.

El conde calló, sumido en el recuerdo. Brunetti aventuró una pregunta.

—¿Cómo ha ocurrido?

El conde movió la cabeza negativamente.

—No lo sé. Creo que le he dado un puntapié o un empujón, lo único que recuerdo es haber dado un golpe a la escopeta apartándola con el hombro. Quería derribarlo. Pero entonces la escopeta se ha disparado y yo he sentido en todo el cuerpo su sangre. Y otras cosas.

—Se frotó el pecho al recordar la violenta erupción. Se miró las manos, ahora limpias—. Y luego he oído a mi esposa venir hacia la sala llamándome. Recuerdo haberla visto en la puerta, y haber ido hacia ella. Pero nada más, por lo menos, claramente.

—¿Recuerda habernos llamado?

El conde asintió.

—Sí; es decir, creo que sí. En realidad sólo sé que, de repente, los he visto aquí.

—¿Cómo volvieron arriba usted y su esposa?

El conde movió la cabeza negativamente.

—No lo sé. No recuerdo mucho desde que la vi a ella en la puerta hasta que han llegado ustedes.

Brunetti miraba al hombre y, por primera vez, lo veía despojado de todos los atributos de la riqueza y la posición, y lo que veía era un anciano alto y enjuto, con lágrimas y mocos en la cara y sangre en la camisa.

—Si quiere lavarse… —sugirió Brunetti; fue lo único que se le ocurrió. Ya mientras lo decía comprendió que era una idea muy poco profesional y que el conde debía conservar puesta aquella ropa hasta que lo hubieran fotografiado los del laboratorio. Pero a Brunetti le repugnaba la idea, y volvió a decir—: Seguramente, deseará cambiarse.

Al principio, el conde pareció desconcertado por aquella sugerencia, luego se miró y Brunetti le vio torcer la boca con repugnancia ante lo que veía.

—Ay, Dios mío —murmuró, y se levantó apoyándose en los brazos del sillón. Se quedó de pie, indeciso, con los brazos separados del cuerpo, como si temiera que sus manos pudieran entrar en contacto con sus ropas ensangrentadas.

Notó que el comisario lo miraba, dio media vuelta y salió de la habitación. Brunetti, que lo seguía, vio que se paraba y se inclinaba hacia la pared, pero, antes de que pudiera llegar a su lado, el conde extendió el brazo y encontró apoyo. Luego se separó de la pared, siguió andando hasta el extremo del pasillo y entró en una habitación a la derecha, sin pararse a cerrar la puerta. Allí se detuvo Brunetti quien, al oír el murmullo de un potente chorro de agua, se asomó y vio en el suelo las ropas que el conde había dejado caer al cruzar la habitación en dirección a lo que debía de ser un baño de invitados.

Brunetti esperó durante cinco minutos por lo menos, pero el único sonido que se oía seguía siendo el del agua. Cuando ya se preguntaba si no debería entrar para ver si el conde estaba bien, cesó el ruido. Entonces, en el silencio que lo envolvió de repente, empezó a percibir otros sonidos que llegaban del piso de abajo, golpes y ruidos metálicos familiares que le advertían de la llegada del equipo del laboratorio. Abandonando su papel de protector del conde, Brunetti bajó la escalera para volver al salón en el que el segundo heredero de los Lorenzoni había encontrado su trágico destino.

Capítulo 23

Brunetti vivió las horas que siguieron en estado de trauma, como el superviviente de un accidente percibe la llegada de la ambulancia, la entrada en la sala de operaciones, quizá incluso la visión de la mascarilla que ha de procurarle la bendita anestesia, como hechos ajenos a su persona. Estaba en la habitación en la que había muerto Maurizio, decía a la gente lo que tenía que hacer, contestaba y hacía preguntas, pero tenía la extraña sensación de no estar del todo presente.

Recordaba a los fotógrafos, hasta recordaba la palabrota que soltó uno de ellos cuando se le volcó el trípode y cayó al suelo la cámara. Y recordaba haber pensado, ya entonces, lo ridículo que era encontrar ofensivo el lenguaje, en aquel sitio y frente a lo que se estaba fotografiando. Recordaba la llegada del abogado de los Lorenzoni y de una enfermera, para atender a la condesa. Habló con el abogado, al que conocía desde hacía años, y le dijo que el cadáver de Maurizio no podría ser entregado a la familia hasta dentro de unos días, cuando se hubiera hecho la autopsia.

Y, mientras hablaba, pensaba lo absurda que era esta explicación. La prueba de lo ocurrido estaba allí, esparcida por la habitación, en las cortinas, en las alfombras, incrustada entre las finas ranuras del parquet, como lo estaba en las ropas ensangrentadas que el conde había dejado caer cuando iba camino de la ducha. Brunetti había llevado a los hombres del laboratorio hasta donde estaban las ropas, les había dicho que las recogieran y etiquetaran, y también que hicieran las pruebas correspondientes en las manos del conde en busca de vestigios de grafito. Y en las de Maurizio.

Había hablado a la condesa, o tratado de hablarle, pero ella había respondido a sus preguntas con los misterios del rosario. Cuando, al preguntarle si había oído algo, ella contestó: «Cristo carga con la cruz» y, a si había hablado con Maurizio: «Jesús es sepultado», Brunetti abandonó el intento y la dejó con su enfermera y su dios.

Alguien había tenido la idea de traer una grabadora, que él utilizó mientras interrogaba pacientemente al conde sobre los hechos de la víspera y de aquella tarde. El conde sólo había eliminado las huellas físicas de lo sucedido. Sus ojos aún reflejaban el horror de lo que había hecho él y de lo que Maurizio había intentado hacer. Relató lo sucedido una sola vez, entrecortadamente, con largas pausas, durante las que parecía perder el hilo de lo que decía. Cada vez, Brunetti le recordaba suavemente dónde estaban y preguntaba qué había ocurrido después.

A las nueve, habían terminado, y no había motivo para permanecer más tiempo en el
palazzo.
Brunetti envió a los hombres del laboratorio y a los fotógrafos a la
questura
y se despidió. El conde le dijo adiós, pero parecía incapaz de recordar que las personas se dan la mano al despedirse.

Vianello andaba un poco a la zaga de Brunetti y, juntos, entraron en el primer bar que encontraron. Pidieron cada uno un vaso grande de agua mineral y después otro. A ninguno le apetecía el alcohol, y los dos apartaron la mirada de los fatigados bocadillos de la vitrina que estaba a un lado del mostrador.

—Váyase a casa, Lorenzo —dijo Brunetti—. Nada más podemos hacer. Por lo menos, esta noche.

—Pobre hombre —dijo Vianello, sacando del bolsillo unos billetes de mil liras que dejó en el mostrador—. Y pobre mujer. ¿Cuántos años tendrá? No muchos más de cincuenta. Y parece de setenta. O más. Esto la matará.

Brunetti asintió tristemente.

—Quizá él pueda hacer algo.

—¿Quién? ¿Lorenzoni?

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo, pero no dijo nada.

Salieron del bar sin responder al saludo del camarero. En Rialto, Vianello se despidió para ir a tomar el barco que lo llevaría a su casa, en Castello. El
traghetto
había dejado de funcionar a las siete, por lo que Brunetti tuvo que cruzar el puente y retroceder hacia su casa por el otro lado del Gran Canal.

La visión del cuerpo de Maurizio y de las huellas terribles de la tragedia que habían quedado esparcidas en la pared, perseguía a Brunetti mientras andaba por la calle y subía la escalera de su casa. Nada más cerrar la puerta, oyó la televisión: la familia estaba viendo una serie policíaca que seguían todas las semanas, generalmente, con él que, sentado en su butaca, les señalaba los despropósitos e inexactitudes.


Ciao, papà
—sonó en dos tiempos el saludo, que él se esforzó en contestar con optimismo.

Chiara asomó la cabeza por la puerta de la sala.

—¿Has cenado, papá?

—Sí, tesoro —mintió él, colgando la chaqueta y procurando mantenerse de espaldas a la niña.

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