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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Nobleza Obliga (10 page)

BOOK: Nobleza Obliga
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—¿Demasiado riesgo?

—No; todo lo contrario —dijo Elettra con calma—. Creo que sería una inversión de lo más rentable, pero no quiero que mi dinero sea utilizado por gente que no tendría escrúpulos en traficar en cualquier cosa, comprar y vender cualquier cosa y hacer cualquier cosa con tal de conseguir beneficios.

—¿Lo mismo que el banco? —preguntó Brunetti. Hacía varios años, cuando entró a trabajar en la
questura,
ella había dejado su puesto de secretaria del presidente de la Banca d'Italia por negarse a tomar al dictado una carta dirigida a un banco de Johannesburgo. Aunque era evidente que ni la misma ONU creía en sus propias sanciones, la
signorina
Elettra consideró necesario respetarlas, aun a costa de perder su empleo.

Ella levantó la mirada con ojos brillantes, como el caballo del ejército que acaba de oír la trompeta que ordena la carga.

—Exactamente. —Pero, si él esperaba que se explayara en el tema o hiciera comparaciones entre uno y otro caso, ella lo defraudó.

Lanzando una mirada elocuente a la puerta de Patta, dijo:

—Le está esperando.

—¿Alguna idea?

—Ninguna.

Se representó de pronto a Brunetti un grabado de su libro de Historia de quinto curso, en el que un gladiador romano saluda al emperador antes de iniciar una batalla con un adversario que no sólo tiene una espada más larga sino que, además, le lleva por lo menos diez kilos de ventaja.


Ave atque vale
—dijo sonriendo.


Morituri te salutant
—respondió ella con la misma entonación con que leería un horario de trenes.

Dentro del despacho, persistía la evocación de la antigua Roma, ya que Patta estaba de perfil, mostrando su nariz auténticamente imperial. Ahora bien, cuando se volvió de cara a Brunetti, el gesto augusto se evaporó, dejando paso a un aire ligeramente porcino, debido a la tendencia de sus ojos pardos a hundirse más y más en la carne de su cara, bronceada a perpetuidad.

—¿Deseaba usted verme,
vicequestore
? —preguntó Brunetti con voz neutra.

—¿Ha perdido el juicio, comisario? —preguntó Patta a bocajarro.

«Seguro que lo hubiera perdido si, al enterarme de que algo inquieta a mi mujer, no tratara de remediarlo», dijo Brunetti, pero sólo para sí. A Patta le respondió simplemente:

—¿A qué se refiere, señor?

—A sus propuestas para ascensos y menciones —dijo Patta descargando una palmada en la carpeta cerrada que tenía delante—. En mi vida había visto una prueba más palmaria de favoritismo y prejuicios.

Siendo como era Patta siciliano, Brunetti pensó que su superior tenía que estar muy familiarizado con lo uno y lo otro, pero sólo dijo:

—No comprendo.

—Claro que comprende. Sólo recomienda a venecianos: Vianello, Pucetti y, ¿cómo se llama el otro? —dijo bajando la cabeza y abriendo la carpeta de un manotazo. Recorrió con la mirada la primera hoja, la pasó y empezó a leer la siguiente. De pronto, golpeó el papel con un grueso índice—: Aquí está. Bonsuan. ¿Cómo vamos a ascender a un piloto de lancha, por Dios?

—Como ascenderíamos a cualquier otro agente, dándole el grado superior y el salario correspondiente.

—¿Por qué razón? —preguntó Patta de forma retórica mirando otra vez la página—: «Por el extraordinario valor mostrado en la persecución de un criminal» —leyó recalcando las sílabas con ironía—. ¿Quiere usted ascenderlo porque persiguió a alguien con la lancha? —Patta esperó y, como Brunetti no respondiera, agregó aún con mayor sarcasmo—: Y ni siquiera pillaron a los que perseguían, ¿verdad?

Brunetti esperó unos segundos y, cuando contestó, su tono era tan sereno como alterado el de su jefe.

—No, señor. No es porque Bonsuan persiguiera a alguien con la lancha, sino porque, estando bajo el fuego de los hombres de la otra embarcación, paró la lancha y se lanzó al agua para sacar a otro agente que había sido herido.

—No era una herida grave.

—No creo que el agente Bonsuan se parara a pensar en eso cuando vio a su compañero en el agua.

—En fin, es imposible. No podemos ascender a un simple piloto.

Brunetti no dijo nada.

—Por lo que respecta a Vianello, pase —concedió Patta con evidente falta de entusiasmo. Vianello estaba en Standa a primera hora de la tarde de un sábado cuando entró en los almacenes un hombre armado con una navaja, que hizo apartarse a la cajera y empezó a sacar dinero de la caja más próxima a la puerta. El sargento, que había entrado a comprar unas gafas de sol, se agachó detrás del mostrador y, cuando el hombre iba hacia la puerta, le cerró el paso, lo desarmó y lo arrestó.

—Y de Pucetti, ni me hable —dijo Patta airadamente. Hacía seis semanas, Pucetti, gran aficionado a la bicicleta, rodaba por los montes del norte de Vicenza cuando casi lo hizo salirse de la carretera un automóvil conducido por un hombre que luego resultó estar borracho. Minutos después, Pucetti se encontró con aquel mismo coche incrustado en un árbol y empezando a arder. Pucetti consiguió sacar al conductor del asiento, no sin producirse graves quemaduras en las manos—. Aquello sucedió fuera de nuestra jurisdicción, por lo que no caben menciones —agregó, a modo de explicación, el
vicequestore.

Patta apartó la carpeta y miró a Brunetti.

—Pero no le he llamado para hablar de esto —dijo.

Si Patta había leído sus otras recomendaciones, el comisario ya sabía lo que venía ahora.

—No es sólo que no recomiende para un ascenso al teniente Scarpa, sino que, además, sugiere que sea trasladado —dijo Patta, sin poder contener la indignación. Él había traído consigo a Scarpa cuando fue trasladado a Venecia hacía varios años y, desde entonces, el teniente había actuado de asistente y espía del
vicequestore.

—Muy cierto.

—Eso no puedo consentirlo.

—¿Qué es lo que no puede consentir,
vicequestore,
que se traslade al teniente o que yo lo sugiera?

—Ni lo uno ni lo otro.

Brunetti callaba, esperando a ver hasta dónde llegaría Patta para defender a su criatura.

—¿Sabe usted que tengo autoridad para no dar curso a sus recomendaciones? —preguntó Patta—. A ninguna de ellas.

—Sí, señor, lo sé.

—Entonces, antes de que yo haga mis propias recomendaciones al
questore,
le sugiero que retire las observaciones que hace respecto al teniente. —Como Brunetti no decía nada, Patta preguntó—: ¿Me ha oído, comisario?

—Sí.

—¿Y bien?

—Muy pocas cosas podrían hacerme cambiar mi opinión del teniente y ninguna, mis recomendaciones.

—¿No sabe que sus recomendaciones no irán a ninguna parte? —preguntó Patta apartando hacia un lado la carpeta, para librarse del peligro de contaminación.

—Pero figurarán en su expediente —dijo Brunetti, aun sabiendo que de los expedientes desaparecían las cosas con suma facilidad.

—No sé qué objeto pueda tener eso.

—Me gusta la historia. Me gusta que quede constancia de las cosas.

—Por lo que al teniente Scarpa se refiere, lo único que hay que hacer constar es que se trata de un policía excelente y de un hombre de toda mi confianza.

—En tal caso, puede usted consignarlo así, y yo expondré mi propia opinión. Y después, como sucede siempre con la historia, los futuros lectores juzgarán quién de los dos tenía razón.

—No sé de qué habla, Brunetti, ni qué futuros lectores, ni qué historia hay que consignar. Lo que nosotros necesitamos es apoyo y confianza mutuos.

Brunetti no dijo nada a esto, ya que no quería invitar a Patta a extenderse en sus habituales tópicos sobre la defensa de la justicia y la aplicación de la ley, conceptos que Patta consideraba idénticos. Pero el
vicequestore
no necesitaba invitación, y dedicó varios minutos al tema, mientras Brunetti trataba de determinar qué preguntas hacer a Maurizio Lorenzoni. Fuera cual fuera el resultado de la autopsia, deseaba repasar atentamente las circunstancias del secuestro. Porque parecía lo más conveniente empezar por el sobrino, la perla de la familia.

La voz de Patta, que había subido de tono, interrumpió sus reflexiones.

—Si le aburro,
dottor
Brunetti, no tiene más que decírmelo, y puede marcharse.

Brunetti se puso en pie rápidamente y, con una sonrisa pero sin una sola palabra, salió del despacho de Patta.

Capítulo 10

Lo primero que hizo Brunetti al llegar a su despacho fue abrir la ventana y mirar un momento el lugar en el que Bonsuan solía amarrar la lancha. Luego, fue a la mesa y abrió el informe de la autopsia. Con los años, se había acostumbrado a las peculiaridades de estos informes. La terminología era médica —nombres de huesos, órganos y tejidos— y el modo de los verbos, casi exclusivamente subjuntivo y condicional: «Si se tratara del cuerpo de una persona sana…» «Si no se hubiera trasladado el cuerpo…» «Si se me solicitara un cálculo…»

Varón, joven, probablemente, poco más de veinte años, señales de ortodoncia. Estatura aproximada: 180 centímetros; peso: no más de sesenta kilos. Probable causa de la muerte: una bala en el cerebro. Se acompañaba foto del orificio del cráneo, cuyo pequeño tamaño no desmentía el carácter letal que denotaba su perfecta redondez. La muesca que se observaba en la cara interna de la órbita ocular izquierda podía deberse a la salida del proyectil.

Brunetti interrumpió un momento la lectura para reflexionar sobre la proverbial precaución de los forenses. Aunque a una persona se la encontrara con puñal clavado en el corazón, el informe diría: «La causa de la muerte fue, al parecer…» Lamentó que la autopsia no la hubiera hecho Ettore Rizzardi, el
medico legale
de Venecia: al cabo de tantos años de trabajar junto a Brunetti podía conseguir que Rizzardi se comprometiera más allá del lenguaje vago y ambiguo de los informes y, en una o dos ocasiones, hasta había logrado que el médico especulara con la posibilidad de que la causa la muerte pudiera ser distinta de la que sugería la autopsia.

Como el tractor había removido varios huesos y roto otros, no había posibilidad de determinar si el difunto llevaba puesto el anillo que había aparecido con los restos. Los funcionarios que lo habían encontrado no habían marcado su posición exacta antes de darlo al
medico legale,
por lo que era imposible decir dónde se hallaba en relación con el cuerpo, el cual también había sido removido por los funcionarios.

Cuando fue enterrado, el hombre, aparte los zapatos negros del número 42 y calcetines de algodón oscuros, sólo llevaba un pantalón de lana azul y camisa de algodón blanco. Brunetti recordó que en el informe de la policía se decía que, en el momento de su desaparición, Lorenzoni llevaba un traje azul. Como durante ello y el invierno anteriores había llovido mucho en la provincia de Belluno y, además, el campo se encontraba al pie de dos montes, el agua acumulada en él había acelerado la descomposición tanto de la tela como del cadáver.

Se estaban practicando análisis toxicológicos de los órganos, cuyos resultados se conocerían dentro de una semana, lo mismo que los de unas pruebas que se realizarían en los huesos. Aunque los fragmentos de tejido pulmonar estaban muy deteriorados como para que las conclusiones fueran fiables, había pruebas de que aquel hombre había sido un gran fumador. Brunetti, recordando lo que había dicho la novia de Roberto, desesperaba de la utilidad de las autopsias. En una carpeta de plástico transparente había un juego completo de radiografías dentales.

—Veamos qué dice el dentista —dijo Brunetti en voz alta, y alargó la mano hacia el teléfono. Mientras esperaba línea con el exterior, abrió su ejemplar del expediente Lorenzoni y buscó el número del conde Ludovico.


Pronto
—contestó una voz masculina a la tercera llamada.

—¿El conde Lorenzoni?


Signor
Lorenzoni —rectificó la voz, sin dar una indicación de si era el sobrino o era el propio conde que hacía una declaración de principios republicanos.


¿Signor
Maurizio Lorenzoni? —preguntó Brunetti entonces.

—Sí. —Nada más.

—Aquí el comisario Guido Brunetti. Desearía hablar con usted o con su tío, a ser posible, esta misma tarde.

—¿En relación con qué asunto, comisario?

—En relación con Roberto, su primo Roberto.

Después de una pausa larga, el otro preguntó:

—¿Lo han encontrado?

—Se ha hallado un cuerpo en la provincia de Belluno.

—¿Belluno?

—Sí.

—¿Es Roberto?

—No lo sé,
signor
Lorenzoni. Podría ser. Se trata de un joven de unos veinte años, un metro ochenta de estatura…

—Esa descripción podría corresponder a la mitad de los jóvenes de Italia —dijo Lorenzoni.

—Con el cadáver había un anillo con el escudo Lorenzoni —dijo Brunetti.

—¿Qué?

—Un anillo de sello, con el escudo de la familia.

—¿Quién lo identificó?

—El
medico legale.

—¿Está seguro?

—Sí. A no ser que hayan cambiado el escudo últimamente —agregó Brunetti con voz átona.

La siguiente pregunta de Lorenzoni llegó después de una larga pausa.

—¿Dónde lo han encontrado?

—En un lugar llamado Col di Cugnan, no muy lejos de Belluno.

La pausa siguiente fue aún más larga. Entonces Lorenzoni preguntó, con voz mucho más suave:

—¿Podemos verlo?

Si la voz no se hubiera suavizado, Brunetti hubiera contestado que no había mucho que ver; pero ahora dijo:

—Me temo que la identificación tendrá que hacerse por otros medios.

—¿Qué quiere decir?

—El cuerpo que se ha encontrado ha estado enterrado mucho tiempo, y ha habido mucha descomposición.

—¿Descomposición?

—Nos ayudaría mucho poder hablar con su dentista. Hay señales de ortodoncia.


Oh Dio
—jadeó el joven, y luego dijo—: Roberto llevó correctores durante años.

—¿Puede darme el nombre del dentista?

—Francesco Urbani. Su consulta está en Campo San Stefano. Es el dentista de toda la familia.

Brunetti anotó el nombre y la dirección.

—Gracias,
signor
Lorenzoni.

—¿Cuándo sabrán algo? ¿Se lo digo a mi tío? —Y, tras una pausa, agregó, pero no en tono de interrogación—: Y a mi tía.

Brunetti sacó de la carpeta las placas bordeadas de blanco de las radiografías dentales. Podía enviarlas al doctor Urbani con Vianello aquella misma tarde.

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