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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Nobleza Obliga (5 page)

BOOK: Nobleza Obliga
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—¿Cuántos años estuvo en la facultad?

—Siete, supongo, los mismos que Barbara.

—¿Para explicar cómo hay que tomar el sol?

Otra vez apareció la sonrisa, que rápidamente se borró al encoger ella los hombros.

—Ya hay demasiados médicos; tuvo suerte de conseguir el empleo. Además, le gusta vivir en Roma.

—Bien, pues llámelo, si es tan amable.

—Desde luego,
dottore,
y en cuanto tenga las copias del informe se las subiré.

Él vio que aún había algo que ella deseaba decir.

—¿Sí?

—Si van a volver a abrir la investigación, ¿quiere que haga otra copia para el
vicequestore
?

—Aún es pronto para decir si volveremos a abrir la investigación. Por el momento, bastará una sola copia —dijo Brunetti con su voz más neutra.

—-Sí,
dottore
—fue la neutra respuesta de la
signorina
Elettra—. Luego devolveré los originales al archivo.

—Bien. Muchas gracias.

—Y llamaré a Cesare.

—Gracias,
signorina
—dijo Brunetti y subió a su despacho cavilando sobre un país que tenía demasiados doctores y en el que cada día era más difícil encontrar un carpintero o un zapatero.

Capítulo 5

Aunque Brunetti no conocía al hombre de Treviso que había llevado el secuestro Lorenzoni, se acordaba bien de Gianpiero Lama, que se había encargado de la parte de la investigación realizada por la policía de Venecia. Lama, un romano que había llegado a Venecia con la fama de haber conseguido el arresto y condena de un asesino de la Mafia, sólo había trabajado en la ciudad dos años, antes de ser ascendido al cargo de
vicequestore
y trasladado a Milán, donde, que Brunetti supiera, aún debía de seguir.

Lama y Brunetti habían trabajado juntos, pero ninguno de los dos había disfrutado mucho de la experiencia. Para Lama, su colega mostraba demasiados escrúpulos en la persecución del crimen y los criminales y era reacio a correr los riesgos que Lama consideraba necesarios. Como Lama también consideraba que, en determinadas circunstancias, para conseguir un arresto, se podía cerrar los ojos a la ley y hasta quebrantarla, a menudo sus detenidos eran puestos en libertad por algún defecto técnico descubierto por la magistratura. Pero, como esto sucedía algún tiempo después de la intervención de Lama, raras veces se veía en su forma de proceder la causa de la posterior desestimación de los cargos o la anulación de una sentencia. La evidente audacia de la conducta de Lama había propulsado su carrera. Cada ascenso preparaba el camino para el siguiente, y el hombre subía y subía como un cohete.

Brunetti recordaba que fue Lama quien interrogó a la novia del chico Lorenzoni y quien hizo caso omiso de la sugerencia, apuntada por ella y por el padre, de que el secuestro podía ser una broma. O, si lo preguntó, no lo hizo constar en el informe.

Brunetti se acercó el sobre y empezó otra lista, ésta, de las personas que podían ayudarle a saber más cosas no ya del secuestro en sí, sino de la familia Lorenzoni. Automáticamente, en cabeza de la lista, puso el nombre del conde Orazio Falier, su suegro. Si había en la ciudad alguien que conociera la fina telaraña en la que se entretejían los hilos de la aristocracia, la gran industria y las finanzas, ése era el conde Orazio.

La entrada de la
signorina
Elettra lo distrajo momentáneamente de la lista.

—He hablado con Cesare —dijo mientras ponía una carpeta en el escritorio—. En su ordenador ha encontrado la fecha, por lo que dice que no tendrá dificultad en hacer una copia de la cinta. Esta misma tarde me la mandará por mensajero. —Adelantándose a su pregunta de cómo lo había conseguido, la
signorina
Elettra explicó—: No tiene nada que ver conmigo,
dottore.
Dice que piensa venir a Venecia dentro de un mes, y yo sospecho que pretende usar el haber hablado conmigo como excusa para volver a acercarse a Barbara.

—¿Y el mensajero? —preguntó Brunetti.

—Ha dicho que lo cargará al informe que está haciendo la RAI sobre la carretera del aeropuerto —dijo ella, recordando a Brunetti uno de los últimos escándalos. Se habían pagado miles de millones a amigos de funcionarios del gobierno que habían promovido el proyecto y la construcción de la inútil
autostrada
al minúsculo aeropuerto de Venecia. Posteriormente, algunos de ellos habían sido condenados por prevaricación, pero el caso se encontraba atascado en el interminable proceso de apelación, mientras el ex ministro que había hecho una fortuna planeando la operación, no sólo seguía cobrando su pensión del Estado, cifrada en más de diez millones de liras al mes, sino que en la actualidad se le suponía en Hong Kong, amasando otra fortuna.

Brunetti, saliendo de sus divagaciones, miró a la
signorina
Elettra y dijo:

—Haga el favor de darle las gracias en mi nombre.

—Oh, nada de eso,
dottore.
Creo que deberíamos hacerle creer que somos nosotros los que le hacemos un favor al darle una excusa para ponerse en contacto con Barbara. Hasta le he dado a entender que hablaría con ella, para prepararle el terreno por si deseaba llamarla.

—¿Y eso por qué?

Ella parecía sorprendida de que Brunetti no lo hubiera comprendido.

—Por si volvemos a necesitarlo. Nunca se sabe cuándo a uno puede hacerle falta utilizar una cadena de televisión. —Recordando las demenciales elecciones últimas, en las que el dueño de tres de las mayores cadenas de televisión las había utilizado descaradamente para hacer campaña, él aguardaba su comentario final—: Creo que ya va siendo hora de que sea la policía quien las utilice, antes que otros.

Brunetti, siempre remiso a las discusiones políticas, optó por no hacer comentarios, se acercó la copia del expediente y le dio las gracias mientras ella se iba.

Antes de que Brunetti pudiera empezar a pensar en las llamadas que tenía que hacer, sonó el teléfono. Al contestar, oyó la voz de su hermano.


Ciao, Guido, come stai?


Bene
—contestó Brunetti, mientras se preguntaba por qué Sergio lo llamaría a la
questura.
Al pensamiento y, enseguida, al sentimiento, le vino la madre—. ¿Ha ocurrido algo, Sergio?

—Nada, nada en absoluto. No te llamo por la
mamma.
—La voz de Sergio, como había ocurrido desde que eran niños, tuvo la virtud de calmarlo y de darle la seguridad de que todo iba bien o que todo se arreglaría—. Bueno, no directamente.

Brunetti esperaba.

—Guido, ya sé que has ido a ver a la
mamma
los dos fines de semana últimos. No, no digas nada. Este domingo iré yo. Pero he de pedirte que los otros dos siguientes vayas tú.

—No hay inconveniente.

Sergio siguió hablando como si no le hubiera oído.

—Se trata de algo importante, Guido. Si no lo fuera, no te lo pediría.

—Eso ya lo sé, Sergio. Iré. —Dicho esto, a Brunetti le violentaba preguntar la razón.

Sergio prosiguió:

—Hoy he recibido una carta. Tres semanas ha tardado en llegar de Roma aquí.
Puttana Eva,
yo haría el camino a pie en menos tiempo. Tenían el número de fax del laboratorio, pero, ¿se les ocurrió mandar un fax? Quiá, los muy idiotas lo enviaron por correo.

Merced a una larga experiencia, Brunetti sabía que, cuando Sergio se ponía a despotricar sobre la incompetencia de uno cualquiera de los servicios estatales, había que cortar.

—¿Qué dice la carta, Sergio?

—Es la invitación, claro.

—¿A la conferencia sobre Chernobil?

—Sí, nos piden que leamos el trabajo. Bueno, lo leerá Battestini, ya que está a su nombre, pero me ha pedido que explique mi participación en la investigación y que después ayude a responder preguntas. Hasta que ha llegado la invitación, no sabía que fuéramos a ir. Por eso no te he llamado hasta ahora, Guido.

Sergio, que trabajaba en un laboratorio de radiología médica, había estado hablando de esta conferencia desde hacía años o, por lo menos, eso le parecía a Brunetti, aunque en realidad no hacía sino unos meses. El daño causado por la incompetencia de otro sistema estatalista no podía permanecer oculto por más tiempo, lo que había dado lugar a infinidad de conferencias sobre los efectos de la explosión y subsiguiente contaminación, y la próxima debía celebrarse en Roma dentro de una semana. Brunetti, en sus momentos de cinismo, pensaba que nadie se atrevía a sugerir que dejaran de construirse centrales nucleares —aquí maldecía en silencio a los franceses—, pero todo el mundo se apresuraba a acudir a aquellas conferencias a retorcerse las manos de angustia e intercambiar información horripilante.

—Me alegro de que tengas ocasión de asistir, Sergio. ¿Irá contigo Maria Grazia?

—Aún no lo sé. Ya ha terminado con lo de la Giudecca, pero ahora le han pedido proyecto y presupuesto para la completa restauración de un
palazzo
de cuatro pisos en el Ghetto, y si no lo ha terminado para entonces, no creo que pueda venir.

—¿Te dejaría ir a Roma solo? —preguntó Brunetti, advirtiendo ya antes de terminar lo tonta que era la pregunta.
I fratelli
Brunetti, parecidos en muchas cosas, se distinguían por estar locamente enamorados de sus respectivas mujeres, lo que con frecuencia era causa de comentarios humorísticos de las amistades.

—Si consigue ese contrato, podría irme a la Luna y ni se enteraría.

—¿De qué va el trabajo? —preguntó Brunetti, a sabiendas de que difícilmente entendería la respuesta.

—Pues cosas técnicas, acerca de fluctuaciones en los hematíes y los leucocitos durante las primeras semanas que siguen a la exposición a la contaminación o a la radiación intensa. En Auckland hay personas con las que hemos estado en contacto que trabajan en lo mismo, y parece ser que los resultados que han obtenido son idénticos a los nuestros. Es una de las razones por las que yo quería asistir a la conferencia. Battestini hubiera ido de todos modos, pero ahora alguien nos paga el viaje y nosotros podremos hablar con ellos y comparar resultados.

—Bueno, me alegro por ti. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?

—La conferencia dura seis días, de domingo a viernes, pero yo podría quedarme dos días más y no regresar hasta el lunes. Un momento, ahora te doy las fechas. —Brunetti oyó ruido de papeles y otra vez la voz de Sergio—: Del ocho al dieciséis. Tendría que estar de vuelta el dieciséis por la mañana. Oye, Guido, los dos domingos siguientes iré yo.

—No seas tonto, Sergio. Son gajes del oficio. Mientras estés fuera, iré yo, luego tú vas el domingo siguiente y al otro voy yo. Otras veces lo has hecho tú por mí.

—No vayas a creer que no quiero ir a verla, Guido.

—No hablemos de eso, ¿de acuerdo, Sergio? —dijo Brunetti, sorprendido de lo doloroso que todavía le resultaba pensar en su madre. Durante todo un año, había procurado, en vano, convencerse a sí mismo de que su madre, aquella mujer alegre y vivaz que los había educado y amado con fervor, se hallaba en algún lugar, aún con la mente entera y la sonrisa pronta, aguardando la llegada de su cuerpo, aquella envoltura vacía, para, juntas, ir en busca del descanso definitivo.

—No me gusta tener que pedirte esto, Guido —insistió su hermano, con lo que recordó a Brunetti lo escrupuloso que siempre había sido Sergio en no aprovecharse de su condición de hermano mayor ni de la autoridad que ésta le infundía.

Brunetti desvió la conversación.

—¿Cómo están los chicos, Sergio?

Sergio se echó a reír por la manera en que habían vuelto a seguir el patrón habitual: por un lado, su necesidad de justificarse y, por el otro, la resistencia de su hermano menor a admitir tal necesidad.

—Marco está a punto de terminar el servicio militar, vendrá a fin de mes con cuatro días de permiso. Y Maria Luisa se pasa todo el día hablando inglés, por lo que este otoño estará preparada para ir a la Courtauld. ¿No parece un disparate que tenga que ir a Inglaterra para estudiar restauración?

Paola, la esposa de Brunetti, enseñaba Literatura Inglesa en la Universidad de Ca Foscari, por lo que muy poco podía descubrirle su hermano sobre el aberrante sistema universitario italiano.

—¿Crees que su nivel de inglés será suficiente? —preguntó.

—Eso espero. Si no, la enviaremos a pasar el verano en vuestra casa.

—¿Y qué quieres que hagamos nosotros? ¿Hablar inglés a todas horas?

—Por ejemplo.

—Lo siento, Sergio, nosotros sólo hablamos inglés cuando no queremos que los chicos sepan qué decimos. Pero ahora, con lo que han aprendido en el colegio, ya ni eso.

—Probad con el latín —rió Sergio—. Siempre fuiste muy bueno en latín.

—De eso hace mucho tiempo —dijo Brunetti tristemente.

Sergio, siempre perceptivo para cosas a las que no podía dar nombre, captó el ánimo de su hermano.

—Te llamaré antes de irme, Guido.

—De acuerdo,
stammi bene
—dijo Brunetti.


Ciao
—respondió Sergio, y colgó.

Cada vez que oía decir a alguien: «De no haber sido por él…», Brunetti no podía menos que pensar en Sergio. Cuando Brunetti, que siempre había sido el intelectual de la familia, cumplió dieciocho años, se concluyó que no había dinero para enviarlo a la universidad y demorar el momento en que pudiera empezar a contribuir a los ingresos de la familia. Él deseaba estudiar con el mismo afán con que algunos amigos suyos deseaban a las mujeres, pero acató la decisión de la familia y se puso a buscar trabajo. Fue Sergio, recién comprometido para casarse y recién contratado por un laboratorio en calidad de técnico, quien se ofreció a aumentar su aportación a la familia, para que su hermano pudiera estudiar. Ya entonces, Brunetti sabía que lo que él deseaba estudiar era Derecho, no tanto su aplicación como su historia y las razones que habían determinado su desarrollo. Como no había facultad de Derecho en Ca Foscari, Brunetti tendría que estudiar en Padua, y los gastos de desplazamiento gravaban más aún la responsabilidad que Sergio estaba dispuesto a asumir. La boda de Sergio se retrasó tres años, durante los cuales Brunetti se situó en cabeza de su clase y empezó a ganar dinero con la tutoría de estudiantes más jóvenes.

De no haber ido a la universidad, Brunetti no hubiera conocido a Paola en la biblioteca, ni se habría hecho policía. A veces, se preguntaba si hubiera sido el mismo hombre, si las cosas que había en su interior y que él consideraba vitales hubieran evolucionado del mismo modo si se hubiera hecho, por ejemplo, agente de seguros o funcionario municipal. Pero, al llegar a este punto, Brunetti, que era perfectamente capaz de detectar las especulaciones gratuitas, alargó el brazo para atraer hacia sí el teléfono.

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