Read Nobleza Obliga Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Nobleza Obliga (7 page)

BOOK: Nobleza Obliga
8.52Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Una vez en el otro lado, torció a la derecha, luego a la izquierda y otra vez a la derecha, siguiendo maquinalmente las instrucciones programadas en su cerebro durante décadas de caminar por las calles de la ciudad, para visitar a los amigos, acompañar a casa a las chicas, ir a tomar un café y los miles de cosas que hace un muchacho sin pensar en el punto de destino ni en el itinerario. No tardó en salir a Campo San Zan Degolá. Brunetti no sabía si lo que se veneraba en la iglesia era el cuerpo decapitado de san Juan o era la cabeza. Le parecía que lo mismo daba.

El Salviati con el que se había casado la muchacha era hijo de Fulvio, el notario, por lo que Brunetti sabía que la casa tenía que estar en la segunda calle de la derecha, la tercera puerta de la izquierda. Y así era: el número era el que indicaba la guía telefónica, aunque allí vivían tres Salviati distintos. El timbre de más abajo tenía la inicial E, y fue el que Brunetti pulsó, mientras pensaba si la familia iba mudándose a los pisos altos a medida que los viejos se morían y los dejaban libres.

La puerta se abrió con un chasquido y él entró. Delante suyo se extendía un sendero que cruzaba un patio interior hasta una escalera. Alegres tulipanes lo bordeaban y un atrevido magnolio había empezado a florecer en el centro del césped situado a la izquierda del sendero.

Brunetti subió la escalera y, al llegar a la puerta que había en lo alto, oyó abrirse la cerradura. Al otro lado, más escaleras conducían a un descansillo en el que había dos puertas.

La puerta de la izquierda se abrió y una muchacha salió al descansillo.

—¿Es el policía? He olvidado el nombre.

—Brunetti —dijo él, acabando de subir la escalera. Ella estaba delante de la puerta, sin expresión alguna en una cara que, de otro modo, hubiera podido ser muy bonita. Si el niño era suyo, y si era tan pequeño como indicaba su llanto, ella se había dado buena prisa en devolver la esbeltez a su cuerpo joven, vestido con ajustada falda roja y jersey negro más ajustado todavía. Su cara insulsa estaba rodeada de una nube de pelo negro y rizado que le caía hasta los hombros. La muchacha lo miraba con una falta de interés sorprendente.

Al llegar arriba, él dijo:

—Gracias por acceder a recibirme,
signora.

Ella no abrió la boca ni se dignó darse por enterada de sus palabras, y dio media vuelta para conducirlo por el apartamento, haciendo caso omiso de su
«Permesso»
.

—Podemos hablar aquí —dijo por encima del hombro yendo hacia una gran sala de estar que se abría a su izquierda. En las paredes, Brunetti vio unos grabados que representaban escenas tan violentas que a la fuerza tenían que ser de Goya. Tres ventanas daban a un espacio interior que supuso sería el patio de la entrada. El muro que lo rodeaba quedaba excesivamente cerca. Ella se sentó en el centro de un sofá bajo, exhibiendo más muslo del que Brunetti estaba habituado a ver en una madre joven. Señalando el sillón que tenía delante, la muchacha preguntó:

—¿Qué es lo que desea saber?

Brunetti trataba de descubrir la emoción que dimanaba de ella, consciente de que su instinto buscaba nerviosismo. Pero no encontraba nada más que irritación.

—Deseo que me diga cuánto tiempo hacía que conocía a Roberto Lorenzoni.

Ella se apartó un mechón de pelo con el dorso de la mano, probablemente, sin darse cuenta de la impaciencia que denotaba el movimiento.

—Todo eso ya se lo dije al otro policía.

—Ya lo sé,
signora.
He leído el informe, pero deseo oírlo con sus propias palabras.

—Espero que lo que está en el informe sean mis propias palabras —dijo ella secamente.

—Seguro que lo son. Pero prefiero oír por mí mismo lo que tenga usted que decir de él. Eso podría darme una imagen más clara de la clase de hombre que era.

—¿Han encontrado a los que se lo llevaron? —preguntó ella, con la primera señal de curiosidad que había mostrado desde su llegada.

—No.

Pareció defraudada al oírlo, pero no hizo ningún comentario.

—¿Podría decirme cuánto tiempo hacía que se conocían?

—Había salido con él cosa de un año. Es decir, hasta que ocurrió eso.

—¿Qué clase de persona era él?

—¿Qué quiere decir, qué clase de persona? Era una persona con la que había ido al colegio. Nos gustaban las mismas cosas. Me hacía reír.

—¿Por eso pensó que el secuestro podía ser una broma?

—¿Que pensé qué? —preguntó ella con verdadera extrañeza.

—Dice el informe que en un principio usted pensó que podía tratarse de una broma —explicó Brunetti—. En el momento de ocurrir los hechos.

Ella desvió la mirada, como si escuchara una música que estuviera tocándose en otra habitación tan suavemente que sólo ella pudiera oírla.

—¿Eso dije?

Brunetti asintió.

Después de una pausa larga, ella dijo:

—Es posible. Roberto tenía amigos muy raros.

—¿Qué clase de amigos?

—Pues… ya sabe, estudiantes de la universidad.

—No comprendo por qué tendrían que ser raros —dijo Brunetti.

—Bien, ninguno trabajaba pero todos tenían mucho dinero. —Como si se diera cuenta de lo vaga que era la explicación, agregó—: No; no es eso. Decían cosas extrañas, como que podían hacer lo que quisieran en la vida, o con su vida. Cosas así. Las cosas que dicen los estudiantes. —Al observar el gesto de cortés expectación de la cara de Brunetti, prosiguió—: Y les interesaba mucho el miedo.

—¿El miedo?

—Sí; leían novelas de horror y siempre iban a ver películas de violencia.

Brunetti asintió e hizo con la garganta un sonido ambiguo.

—En realidad, ésta era una de las razones por las que estaba casi decidida a romper con Roberto. Pero entonces ocurrió aquello, y ya no tuve que decírselo. —¿Era alivio lo que notaba él en su voz?

Se abrió la puerta y entró una mujer de mediana edad con un niño en brazos que tenía la boca abierta para empezar a berrear. La mujer se detuvo cuando vio a Brunetti, y el niño, al notar la parada, cerró la boca y se volvió buscando la causa de la sorpresa de la mujer.

Brunetti se levantó.

—Es el policía,
mamma
—dijo la joven sin mirar siquiera al niño, y luego preguntó—: ¿Querías algo?

—No, Francesca, nada. Pero es su hora de comer.

—Pues tendrá que esperar, ¿no? —dijo la muchacha, como si la idea le causara satisfacción. Miró a Brunetti y a la mujer a la que había llamado
mamma
—. A no ser que quieras que le dé de mamar delante del policía.

La mujer hizo un sonido inarticulado y abrazó al niño con más fuerza. La criatura —Brunetti nunca distinguía si un bebé era niño o niña— siguió mirándolo, luego se volvió hacia su abuela y soltó una risita clara.

—Imagino que podemos esperar diez minutos —dijo la mujer y, dando media vuelta, salió de la habitación, dejando tras de sí la estela de la risa del niño.

—¿Su madre? —preguntó Brunetti, aunque lo dudaba.

—La de mi marido—respondió ella secamente—. ¿Qué más quiere saber de Roberto?

—En aquel momento, ¿pensó que esto podían haberlo montado amigos de él?

Antes de contestar, ella volvió a apartarse el pelo de un manotazo.

—¿Me dirá por qué quiere saberlo? —preguntó, suavizando el tono, y Brunetti recordó que aquella muchacha no podía haber cumplido los veinte años.

—¿Eso la ayudaría a responder?

—No lo sé. Pero sé muchas cosas de esa gente y no quiero decir algo que pudiera… —Dejó la frase sin terminar, y Brunetti se preguntó cuál podría ser la respuesta.

—Hemos encontrado el que podría ser su cadáver —dijo sin dar más explicaciones.

—Entonces no fue una broma —dijo ella rápidamente.

Brunetti sonrió y asintió mostrándose de acuerdo y omitiendo decirle cuántas veces había visto las trágicas consecuencias de algo que había empezado siendo una broma.

Ella se miró la cutícula del índice derecho y empezó a frotarla con los dedos de la mano izquierda.

—Roberto decía que su padre quería más a su primo Maurizio que a él. Por eso hacía cosas que obligaran a su padre a prestarle atención.

—¿Por ejemplo?

—Meterse en líos en el colegio, ser grosero con los profesores, cosas pequeñas. Pero una vez hizo que sus amigos le robaran el coche haciéndole un puente, mientras lo tenía aparcado delante de una de las empresas de su padre en Mestre y él estaba dentro, hablando con el conde. Así el padre no podría pensar que se había dejado las llaves puestas o que lo había prestado a alguien.

—¿Qué pasó?

—Llevaron el coche a Verona, lo dejaron en un parking y volvieron en tren. Se tardó varios meses en encontrarlo, y entonces hubo que devolver el dinero a la compañía de seguros y pagar el aparcamiento.

—¿Cómo sabe usted esto,
signora
?

Ella abrió la boca para contestar, se contuvo un momento y luego dijo:

—Roberto me lo contó.

Brunetti dominó el impulso de preguntar cuándo se lo había contado. La pregunta siguiente era más importante.

—¿Eran los amigos que podían haber gastado una broma como ésta?

—¿Como cuál?

—Un falso secuestro.

Ella volvió a mirarse el dedo.

—Yo no he dicho eso. Y, si han encontrado el cadáver, es señal de que no pudo ser. Quiero decir, una broma, ¿no?

Brunetti no se pronunció, y preguntó:

—¿Puede darme los nombres?

—¿Por qué?

—Me gustaría hablar con ellos.

Durante un momento, él creyó que se negaría, pero entonces ella cedió y dijo:

—Carlo Pianon y Marco Salvo.

Brunetti recordaba haber leído los nombres en el informe. Como eran los mejores amigos de Roberto, la policía pensó que podían ser las personas con las que los secuestradores habían dicho que se pondrían en contacto para utilizarlas de intermediarios. Pero los dos estaban siguiendo un curso de inglés en Inglaterra cuando Roberto fue secuestrado.

Él le dio las gracias por los nombres y agregó:

—Ha dicho que ésa era una de las razones por las que había decidido no seguir saliendo con él. ¿Había otras?

—Oh, un montón —respondió ella vagamente.

Brunetti no hizo comentario alguno, dejando flotar en el aire el eco de su respuesta. Al fin ella agregó:

—La verdad es que ya no era tan divertido. Por lo menos, la última semana. Estaba siempre cansado y decía que no se encontraba bien. Al final, no hablaba más que de lo cansado y lo débil que estaba. No me gustaba tener que estar oyendo siempre sus quejas. Ni que se quedara dormido en el coche y cosas así.

—¿Fue al médico?

—Sí. Fue poco después de que empezara a decir que no podía oler nada. Siempre protestaba si alguien fumaba, en eso era peor que un americano, pero entonces decía que no podía oler ni el humo. —Frunció la nariz, para subrayar este absurdo—. Así que decidió ir a un especialista.

—¿Qué dijo el médico?

—Que no tenía nada. —Hizo una pausa y agregó—: Salvo la diarrea, pero el médico le recetó algo para eso.

—¿Y qué pasó?

—Supongo que se le arreglaría —dijo ella con indiferencia.

—Pero, ¿seguía quejándose de cansancio?

—Sí. Decía que no se encontraba bien y los médicos decían que no tenía nada.

—¿Médicos? ¿Consultó a más de uno?

—Creo que sí. Habló de un especialista de Padua. Fue el que finalmente le dijo que estaba anémico y le dio unas píldoras. Pero poco después pasó aquello, y desapareció.

—¿Cree usted que estaba enfermo? —preguntó Brunetti.

—Oh, no sé —respondió ella. Puso una pierna encima de la otra, enseñando más muslo todavía—. Le gustaba llamar la atención.

Brunetti procuró formular la pregunta con delicadeza:

—¿Le dio motivos para creer que estaba realmente enfermo o anémico?

—¿Qué quiere decir, motivos para creer?

—¿Tenía menos… hum… menos energía que de costumbre?

Ella lo miraba como si Brunetti acabara de entrar en la habitación procedente de otro siglo.

—Ah, ¿se refiere al sexo?

Él asintió.

—Pues sí. Había dejado de interesarle. Era otra de las razones por las que yo quería terminar.

—¿Sabía él que usted quería terminar sus relaciones?

—No tuve ocasión de decírselo.

Brunetti sopesó la respuesta y luego preguntó:

—¿Por qué iba usted a la casa aquella noche?

—Habíamos estado en una fiesta en Treviso, y Roberto no quería tener que conducir hasta Venecia. Íbamos a pasar la noche en la villa y regresar por la mañana.

—Comprendo —dijo Brunetti, y a continuación preguntó—: Aparte del cansancio, durante las semanas anteriores a los hechos, ¿su conducta había variado en algo?

—¿A qué se refiere?

—¿Parecía nervioso?

—Pues creo que no. Estaba irritable conmigo, pero lo estaba con todo el mundo. Tuvo una disputa con su padre. Y otra con Maurizio.

—¿Por qué?

—No lo sé. Él no me contaba esas cosas. Tampoco me interesaban.

—¿Por qué le interesaba él,
signora
? —preguntó Brunetti y, al captar su mirada, agregó—: Si me permite la pregunta.

—Era divertido. Por lo menos, al principio. Y siempre tenía mucho dinero. —Brunetti pensó que, por lo que a ella se refería, el orden de importancia de estas razones debía de ser el inverso, pero se reservó la opinión.

—Comprendo. ¿Conoce a su primo?

—¿A Maurizio? —preguntó ella, innecesariamente, según le pareció a Brunetti.

—Sí.

—Lo he visto un par de veces. En casa de Roberto. Y en una fiesta.

—¿Le resultó simpático?

Ella miró fijamente uno de los grabados y, como si su violencia la inspirara, respondió:

—No.

—¿Por qué?

La muchacha se encogió de hombros desechando tan lejano recuerdo.

—No sé. Me pareció arrogante. —Al oírse, agregó—: No es que Roberto no lo fuera también, a veces, pero Maurizio era tan… en fin, siempre está diciendo a la gente lo que tiene que hacer. O eso me pareció.

—¿Lo ha visto desde la desaparición de Roberto?

—Naturalmente —respondió ella, sorprendida por la pregunta—. Después de que ocurriera aquello, él estaba con los padres de Roberto, todos los días, mientras llegaban las notas. A la fuerza tuve que verlo.

—Me refería a cuando las notas dejaron de llegar.

—Prácticamente, nada. A veces lo veo en la calle, pero no tenemos nada que decirnos.

BOOK: Nobleza Obliga
8.52Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Unspoken by Byrne, Kerrigan
Diana by Carlos Fuentes
Cauldron Spells by C. J. Busby
Candy Factory Mystery by Gertrude Chandler Warner
To Glory We Steer by Alexander Kent
Fatty Patty (A James Bay Novel) by Paterka, Kathleen Irene
Constellations by Nick Payne
Catharsis (Book 2): Catalyst by Campbell, D. Andrew