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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Nobleza Obliga (4 page)

BOOK: Nobleza Obliga
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Mientras esperaba el expediente del crimen, trató de recordar lo que sabía de él. Puesto que el secuestro se había producido en la provincia de Treviso, se había encargado de la investigación la policía de aquella ciudad, a pesar de que la víctima era un veneciano. En aquel entonces, Brunetti llevaba otro caso, pero recordaba la difusa sensación de frustración que invadió la
questura
cuando la investigación se extendió a Venecia y la policía trató de encontrar a los hombres que habían secuestrado al muchacho.

A Brunetti el secuestro siempre le había parecido el más aborrecible de los crímenes, no sólo porque él era padre de dos hijos, sino también porque el secuestro denigraba al ser humano, al poner a una vida un precio totalmente arbitrario y destruir aquella vida si no se pagaba el precio. O, lo que era peor, como en tantos casos, llevarse a la persona, cobrar el rescate y luego no liberarla. Él estaba presente cuando se recuperó el cadáver de una mujer de veintisiete años, que había sido secuestrada y encerrada en un zulo un metro bajo tierra, en el que había muerto asfixiada. Todavía recordaba sus manos agarrotadas y tan negras como la tierra que la cubría, que asían la cara con desesperación.

No podía decir que él conociera a alguien de la familia Lorenzoni, aunque una vez había asistido con Paola a una cena de gala en la que también estaba presente el conde Ludovico. Como suele ocurrir en Venecia, él había visto varias veces en la calle a aquel hombre, que era mayor que él, pero nunca habían hablado. El comisario que se había encargado de la investigación en Venecia había sido trasladado a Milán hacía un año, por lo que Brunetti no podía preguntarle personalmente cómo se habían llevado las cosas ni cuál había sido su impresión de los hechos. Esos cambios de impresiones, hechos de viva voz, sin dejar constancia por escrito, solían ser útiles, especialmente cuando había que volver sobre un antiguo caso. Ahora bien, puesto que los restos que se habían hallado en el campo podían no ser los del joven Lorenzoni, Brunetti admitía la posibilidad de que no tuviera que volver a abrirse el expediente y que la investigación correspondiera a la policía de Belluno. Pero, ¿cómo se explicaba la presencia del anillo?

Antes de que Brunetti pudiera responder a su propia pregunta, ya estaba en la puerta la
signorina
Elettra.

—Pase, por favor —gritó—. Lo ha encontrado muy pronto. —No siempre ocurría así en los archivos de la
questura,
por lo menos hasta el bendito día en que llegó esta mujer—. ¿Cuánto hace que está con nosotros,
signorina
? —preguntó.

—Hará tres años este verano, comisario. ¿Por qué lo pregunta?

Él iba a decir: «Para poder contar mis alegrías», pero hubiera sonado como uno de los arrebatos retóricos a los que era tan dada la joven, por lo que respondió:

—Para celebrar el día encargando flores.

Ella se rió y los dos recordaron el asombro del comisario cuando se enteró de que, al ocupar la
signorina
Elettra el puesto de secretaria del
vicequestore
Patta, uno de sus primeros actos fue el de encargar a una floristería la entrega de dos ramos de flores a la semana, muchas de ellas espectaculares, y nunca en cantidad inferior a la docena. Patta, a quien sólo preocupaba que la asignación que le concedía la ciudad para gastos cubriera sus frecuentes almuerzos —la mayoría, tan espectaculares como las flores—, no chistó por el dispendio, por lo que su antedespacho se convirtió en fuente de satisfacción para toda la
questura.
Imposible determinar si la complacencia del personal se debía al modelazo que la
signorina
Elettra luciera aquel día, a la vista de las flores en el despachito o a la idea de que fuera el gobierno el que las pagaba. Brunetti, que disfrutaba por igual de las tres cosas, recordó entonces unos versos del Petrarca con los que el poeta bendecía el mes, el día y la hora en que vio por primera vez a su Laura. Sin referirse para nada a estas cosas, el comisario tomó la carpeta y la puso encima de la mesa ante sí.

Cuando ella se fue, Brunetti abrió la carpeta y empezó a leer. Sólo recordaba que el secuestro había ocurrido en otoño; 28 de septiembre, poco antes de las doce de la noche de un martes. La novia de Roberto había parado el coche (seguía la marca, modelo, año y número de matrícula) delante de la verja de la villa Lorenzoni, bajado el cristal y tecleado en la cerradura digital la clave numérica que la abría. Como la verja siguiera cerrada, Roberto se apeó del coche y fue a averiguar la causa. Una gran piedra bloqueaba la puerta por la parte interior.

Roberto, según la declaración de la muchacha, se había agachado para tratar de quitar la piedra y, en aquel momento, dos hombres salieron de entre los arbustos que había a su lado. Uno le acercó a la cabeza el cañón de una pistola y el otro se situó al lado del coche, junto a su ventanilla, apuntándola a ella con otra pistola. Los dos llevaban pasamontañas.

Había dicho la muchacha que, al principio, pensó que era un robo, y puso las manos en el regazo tratando de quitarse el anillo de esmeralda y dejarlo caer al suelo del coche, donde no pudieran verlo los ladrones. Estaba puesta la radio, por lo que la muchacha no pudo oír lo que decían los hombres, pero manifestó a la policía que se dio cuenta de que aquello no era un robo cuando vio a Roberto dar media vuelta y meterse entre los arbustos, caminando delante del primer hombre.

El segundo hombre se quedó unos momentos más junto a la ventanilla, apuntándola con la pistola, pero sin tratar de decirle nada, y luego, andando para atrás, fue hacia los arbustos y desapareció.

Lo primero que ella hizo fue poner el seguro de las puertas. Sacó el
telefonino
de entre los asientos, pero estaba sin batería. Esperó por si volvía Roberto. En vista de que no era así —no sabía cuánto rato había esperado—, hizo marcha atrás, dio media vuelta y fue hacia Treviso hasta encontrar una cabina telefónica en la autopista. Marcó el 113 y denunció lo ocurrido. Dijo que ni aun entonces se le ocurrió que pudiera tratarse de un secuestro. Incluso pensó que podía ser una especie de broma.

Brunetti leyó el resto del informe, para ver si el policía que le tomó declaración había preguntado por qué había pensado que aquello podía ser una broma, pero no aparecía la pregunta. Brunetti abrió un cajón, en busca de una hoja de papel y, al no encontrarla, se agachó y sacó un sobre de la papelera, le dio la vuelta e hizo una anotación al dorso. Luego, volvió al informe.

La policía se puso en contacto con la familia, sabiendo únicamente que se habían llevado al muchacho a punta de pistola. El conde Ludovico llegó a la casa a las cuatro de la madrugada, en un automóvil conducido por su sobrino Maurizio. Para entonces la policía trataba el caso como un posible secuestro, por lo que se había activado el dispositivo para bloquear los fondos de la familia. Ello afectaba sólo las cuentas que tenían en el país; de los fondos que poseían en bancos del extranjero aún podían disponer, por lo que el comisario de la policía de Treviso encargado de la investigación trató de hacer comprender al conde Ludovico la inutilidad de acceder a la petición de rescate. La única manera de evitar futuros crímenes era impedir que se cediera a las exigencias de los secuestradores. El policía dijo al conde que la mayoría de las veces la víctima no era liberada y muchas de ellas ni siquiera encontrada.

El conde Ludovico insistía en que no había motivos para pensar que esto fuera un secuestro. Podía ser un robo, una broma, y hasta una confusión. Brunetti conocía bien esta resistencia a admitir el horror y había tratado con muchas personas a las que no había manera de convencer de que un familiar estaba en peligro o muerto. Así, la insistencia del conde en que aquello no era, no podía ser, un secuestro, era perfectamente comprensible. Pero a Brunetti le chocó, otra vez, la sugerencia de que pudiera tratarse de una broma. ¿Qué clase de persona debía de ser Roberto, para que quienes mejor lo conocían pudieran pensar tal cosa?

Que no era una broma se demostró dos días después, cuando llegó la primera carta. Enviada por correo urgente desde la oficina central de Correos de Venecia, probablemente, echada a uno de los buzones del exterior del edificio. En ella se exigían siete mil millones de liras, aunque no se especificaba cómo debía hacerse el pago.

Para entonces, el caso había saltado a las primeras planas de los diarios nacionales, por lo que a los secuestradores no podía caberles ni la menor duda de que la policía estaba al corriente. La segunda carta, enviada al día siguiente desde Mestre, rebajaba el rescate a cinco mil millones y decía que las instrucciones acerca de cómo y dónde pagarlos se darían por teléfono a un amigo de la familia, aunque no se daba ningún nombre. Fue al recibir esta segunda carta cuando el conde Ludovico hizo su llamamiento por televisión a los secuestradores para que liberasen a su hijo. El texto del mensaje estaba adjunto al informe. Explicaba el conde que no podía reunir el dinero, puesto que todos sus bienes habían sido bloqueados. Decía que, si los secuestradores se ponían en contacto con la persona a la que habían pensado llamar y le decían lo que tenía que hacer, él estaba dispuesto a entregarse para ocupar el lugar de su hijo, que él haría lo que dijeran. Brunetti hizo otra anotación en el sobre, para tratar de conseguir la cinta de la aparición televisada del conde.

Se acompañaba una lista con nombres y direcciones de todas las personas interrogadas en relación con el caso, la razón por la que la policía los había interrogado y su relación con los Lorenzoni. En hojas aparte se transcribían las conversaciones, literalmente o en extracto.

Brunetti repasó la lista. Vio los nombres de por lo menos media docena de delincuentes conocidos, pero no pudo descubrir un eslabón que los relacionara entre sí. Uno era ladrón de pisos, otro ladrón de coches y un tercero —a Brunetti le constaba porque lo había arrestado él— estaba en la cárcel por atraco a un banco. Quizá eran éstos algunos de los informadores que utilizaba la policía de Treviso. Los interrogatorios no habían dado resultado.

Otros nombres los reconoció no por su relación con la delincuencia, sino por su relevancia social. Eran éstos los del párroco de la familia Lorenzoni, el director del banco en el que estaba depositada la mayor parte de sus fondos, el abogado y el notario de la familia.

Brunetti leyó atentamente hasta la última palabra del expediente, examinó las notas de los secuestradores, impresas en mayúsculas y plastificadas, y los informes del laboratorio que las acompañaban, según los cuales no se habían encontrado huellas dactilares y el papel utilizado era muy corriente como para que pudiera dar pistas. Miró las fotos de la verja de la casa, abierta, tomadas a distancia y de cerca. En esta última se veía la piedra que había bloqueado la verja. Brunetti observó que era tan grande que no podía haber pasado por entre los barrotes, lo que indicaba que quienquiera que la hubiera puesto allí tenía que estar dentro del jardín. Brunetti tomó otra nota.

Los últimos papeles de la carpeta se referían a las finanzas de los Lorenzoni y comprendían la lista de sus valores en Italia y de los que se sabía que poseían en el extranjero. Las empresas italianas le eran más o menos familiares, como podían serlo para cualquier italiano. Decir «acero» o «algodón» era tanto como pronunciar el apellido de la familia. Los intereses en el extranjero estaban más diversificados: los Lorenzoni poseían una empresa de transportes en Turquía, plantas procesadoras de remolacha en Polonia, una cadena de hoteles de lujo en Crimea y una fábrica de cemento en Ucrania. Al igual que tantas industrias de la Europa Occidental, los intereses de la familia Lorenzoni se habían expandido más allá de los confines del continente, siguiendo la ruta del Este emprendida por el capitalismo triunfante.

Brunetti tardó más de una hora en leer toda la carpeta y, cuando hubo terminado, la bajó al despacho de la
signorina
Elettra.

—¿Puede hacerme copia de todo lo que hay aquí? —preguntó poniendo la carpeta en la mesa.

—¿De las fotos también?

—Sí, si puede ser.

—¿Ya han encontrado al chico Lorenzoni?

—Han encontrado a alguien —respondió Brunetti y, consciente de la evasiva, agregó—: Seguramente, es él.

Ella comprimió los labios y levantó las cejas, luego meneó la cabeza y dijo:

—Pobre muchacho. Pobres padres. —Durante unos momentos, ninguno de los dos habló, y luego ella preguntó—: ¿Vio al conde en televisión?

—No lo vi. —Sabía que no lo había visto, pero no recordaba por qué.

—Lo habían maquillado a fondo, como si fuera un presentador. Yo me fijo en estas cosas. Recuerdo que entonces me chocó que tuvieran que hacerle eso a un hombre en sus circunstancias.

—¿Cómo lo vio? —preguntó Brunetti.

Ella reflexionó un momento antes de responder.

—Fatalista, seguro de que, por más que rogara y suplicara, no iban a concederle lo que pedía.

—¿Desesperado? —preguntó Brunetti.

—Es lo que uno imaginaría, ¿no? —Ella desvió la mirada e hizo otra pausa. Finalmente, contestó—: No; desesperado, no. Con una especie de fatiga y resignación, como si supiera lo que iba a ocurrir y que él nada podía hacer por evitarlo. —Miró de nuevo a Brunetti, mientras se encogía de hombros con una sonrisa—. Lo siento, no sé explicarlo mejor. Quizá si usted mismo lo viera, comprendería lo que quiero decir.

—¿Cómo podría conseguir una copia de la cinta? —preguntó él.

—Imagino que la RAI la tendrá en el archivo. Llamaré a un conocido mío en Roma, a ver si puedo conseguir una copia.

—¿Un conocido? —A veces, Brunetti se preguntaba si había en Italia un solo hombre entre veintiuno y cincuenta años al que la
signorina
Elettra no conociera.

—Bueno, en realidad se trata de alguien a quien conoce Barbara, un antiguo amigo. Trabaja en el departamento de informativos de la RAI. Estudiaban juntos.

—¿Entonces es médico?

—Es licenciado en Medicina, pero no creo que haya ejercido. Su padre trabaja en la RAI y le ofrecieron empleo nada más salir de la facultad. Como pueden decir que es médico, lo ponen a contestar preguntas de medicina… ya sabe, cuando hablan de dietas o de cómo hay que tomar el sol y quieren estar seguros de lo que dicen, hacen que Cesare se documente. A veces, hasta lo entrevistan, y el
dottor
Cesare Bellini explica a los telespectadores los últimos conceptos de la ciencia médica.

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