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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Nobleza Obliga (6 page)

BOOK: Nobleza Obliga
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Capítulo 6

A Brunetti siempre le había parecido una indiscreción preguntar a Paola cuántas habitaciones tenía el
palazzo
de su familia, por lo que ignoraba el número. Por un escrúpulo análogo tampoco sabía el número exacto de líneas telefónicas del
palazzo
Falier. Él conocía tres de los números: el más o menos público que se daba a todos los amigos y relaciones profesionales, el que se daba a la familia y el número privado del conde, que él nunca había creído necesario utilizar.

Marcó el primero, ya que no se trataba de una emergencia ni de un asunto confidencial.


Palazzo
Falier —contestó a la tercera señal una voz masculina que Brunetti no había oído nunca.

—Buenos días. Soy Guido Brunetti. ¿Podría hablar con…? —aquí titubeó un momento, indeciso entre referirse al conde por el título o por el parentesco.

—Está hablando por la otra línea,
dottor
Brunetti. ¿Quiere que le llame dentro de…? —Ahora se interrumpió el otro—. Acaba de colgar. Le paso.

Siguió un leve chasquido y Brunetti oyó la grave voz de barítono de su suegro.

—Falier —no dijo más.

—Buenos días. Soy Guido.

La voz, como sucedía últimamente, se suavizó.

—Ah, Guido, ¿cómo estás? ¿Y los niños?

—Todos bien. ¿Y vosotros dos? —No podía llamarla «Donatella» y no quería llamarla «condesa».

—Los dos bien, gracias. ¿Qué deseas de mí? —El conde sabía que no podía haber otra razón para la llamada de Brunetti.

—Me gustaría saber todo lo que puedas decirme sobre la familia Lorenzoni.

Durante el silencio que siguió, a Brunetti casi le parecía oír al conde repasar décadas de la información, los escándalos y los rumores que guardaba en la memoria acerca de la mayoría de los notables de la ciudad.

—¿Por qué te interesan, Guido? —preguntó el conde, y agregó—: Si no es indiscreción.

—Se ha encontrado cerca de Belluno el cadáver de un hombre joven. En el hoyo había un anillo con el escudo de los Lorenzoni.

—Podría ser la persona que se lo hubiera robado —sugirió el conde.

—Podría ser cualquiera —convino Brunetti—. De todos modos, he estado leyendo los informes de la investigación del secuestro, y me gustaría ver si puedo aclarar un par de cosas.

—¿Por ejemplo? —preguntó el conde.

En las más de dos décadas que hacía que Brunetti conocía al conde, nunca había observado en él ni la menor indiscreción. Por otra parte, nada de lo que Brunetti pudiera decir tenía por qué ocultarse a quienquiera que mostrara interés en la investigación.

—Dos personas dijeron que pensaban que había sido una broma. Y la piedra que bloqueaba la verja tuvieron que ponerla desde dentro.

—No lo recuerdo con mucha claridad, Guido. Creo que cuándo aquello ocurrió, nosotros estábamos de viaje. ¿Fue en su casa, verdad?

—Sí —respondió Brunetti, y algo que había notado en la voz del conde le hizo preguntar—: ¿Tú has estado allí?

—Una o dos veces. —El tono del conde era totalmente neutro.

—Entonces habrás visto la verja —dijo Brunetti, sin atreverse a preguntar directamente la índole de la relación que existía entre el conde y los Lorenzoni. Por lo menos, de momento.

—Sí —respondió el conde—. Se abre hacia adentro. Hay un interfono en la pared, y el visitante no tiene más que oprimir un pulsador y anunciarse. La verja se abre desde la casa.

—O desde fuera, si conoces la clave —agregó Brunetti—. Es lo que hizo la chica, pero la verja no se abrió.

—Era la chica Valloni, ¿verdad? —preguntó el conde.

El apellido le sonaba, por haberlo leído en el informe.

—Sí, Francesca.

—Una chica muy bonita. Fuimos a la boda.

—¿La boda? —preguntó Brunetti—. ¿Cuándo fue?

—Hará poco más de un año. Se casó con el chico Salviati, Enrico, el hijo de Fulvio. El aficionado a las lanchas motoras.

Brunetti gruñó al recordar vagamente al chico.

—¿Tú conocías a Roberto?

—Lo vi varias veces. La verdad es que no tenía muy buena opinión de él.

Brunetti se preguntó si era la posición social del conde lo que le permitía hablar mal de los difuntos, o era la circunstancia de que el chico hubiera muerto hacía dos años.

—¿Por qué no?

—Porque tenía todo el orgullo de su padre pero nada de su talento.

—¿Qué clase de talento tiene el conde Ludovico?

Oyó un ruido al otro extremo de la línea, como de una puerta al cerrarse, y el conde dijo entonces:

—Perdona, Guido. Aguarda un momento, por favor. —Transcurridos unos segundos, volvió a oírse la voz del conde—. Lo siento, Guido, pero me ha llegado un fax, y tengo que hacer varias llamadas mientras mi agente en Ciudad de México está en la oficina.

Aunque muy seguro no estaba, Brunetti tenía la idea de que Ciudad de México tenía medio día de retraso respecto a ellos.

—¿No es de noche allí ahora?

—Sí, y aunque él hace horas extra, quiero pillarlo antes de que se marche.

—Comprendo —dijo Brunetti—. ¿Cuándo puedo llamarte?

La respuesta del conde no tardó en llegar.

—¿Podríamos almorzar juntos, Guido? Hay varias cosas de las que hace tiempo que quiero hablarte. Quizá podamos hacer las dos cosas.

—Encantado. ¿Cuándo?

—Hoy mismo. ¿O es muy precipitado?

—En absoluto. Avisaré a Paola. ¿Quieres que venga ella también?

—No —dijo el conde casi ásperamente, y agregó—: Algunas de esas cosas la conciernen, y prefiero que no esté presente.

Desconcertado, Brunetti sólo dijo:

—Está bien. ¿Dónde nos encontramos? —Esperaba que el conde mencionara un restaurante famoso de la ciudad.

—Hay un sitio cerca de Campo del Ghetto. Lo llevan la hija de un amigo mío y su marido, y la cocina es muy buena. Si no es muy lejos para ti, podríamos encontrarnos allí.

—Está bien. ¿Cómo se llama?

—La Bussola. Está casi esquina a San Leonardo, en dirección a Campo del Ghetto Nuovo. ¿A la una?

—De acuerdo. Allí estaré. A la una. —Brunetti colgó, atrajo la guía telefónica hacia sí y buscó la «S». Había varios Salviati pero sólo un Enrico, con la indicación de
consulente,
término que a Brunetti siempre le había divertido e intrigado al mismo tiempo.

El teléfono sonó seis veces antes de que una voz de mujer, molesta ya con el que llamaba, contestara:


Pronto.

—¿
Signora
Salviati? —preguntó Brunetti.

La mujer jadeaba, como si hubiera corrido para contestar al teléfono.

—Sí, ¿quién es?


Signora
Salviati, aquí el comisario Guido Brunetti. Deseo hacerle unas preguntas acerca del secuestro Lorenzoni. —Al otro extremo de la línea, Brunetti oyó un estridente llanto infantil, ese berrido genéticamente impostado al que no hay oído humano que pueda permanecer insensible.

El teléfono golpeó una superficie dura, a él le pareció oír que ella le decía que esperase un momento, y luego todos los sonidos quedaron ahogados por el llanto que culminó en un súbito alarido y a continuación, con la misma brusquedad con que había empezado, cesó.

La mujer volvió al teléfono.

—Ya se lo conté todo hace años. Ya ni me acuerdo de aquello. Ha pasado mucho tiempo y muchas cosas.

—Comprendo,
signora,
pero para nosotros sería una gran ayuda si pudiera concederme unos minutos. Le prometo que no llevará mucho tiempo.

—Entonces, ¿por qué no podemos hablarlo por teléfono?

—Preferiría hacerlo personalmente,
signora.
Lo siento, pero no soy partidario del teléfono.

—¿Cuándo? —preguntó ella, con súbita condescendencia.

—Veo que su dirección está en Santa Croce. Tengo que ir ahí esta mañana. —No era verdad, pero quedaba cerca del
traghetto
de San Marcuola, por lo que desde allí podría trasladarse rápidamente a San Leonardo para almorzar con el conde—. Podría pasar por su casa. Si no tiene inconveniente, desde luego.

—Déjeme ver la agenda —dijo ella, volviendo a dejar el teléfono.

La muchacha tenía diecisiete años en la época del secuestro, por lo que aún no habría cumplido los veinte, ¿y con un niño de meses, agenda?

—Si viene a las doce menos cuarto, podremos hablar. Pero tengo compromiso para almorzar.

—Perfecto,
signora.
Hasta luego —dijo él y colgó antes de que ella pudiera cambiar de opinión o volver a mirar la agenda.

Llamó a Paola y le dijo que no iría a casa a almorzar. Ella, como de costumbre, lo tomó con tanta ecuanimidad que Brunetti no pudo menos que preguntarse si su mujer no habría hecho ya otros planes.

—¿Qué harás tú? —preguntó.

—¿Humm? —hizo ella—. Oh, leer.

—¿Y los niños? ¿Qué harás con los niños?

—No te preocupes, Guido, les daré de comer. Pero ya sabes cómo devoran cuando no estamos los dos para ejercer una cierta influencia civilizadora. De modo que me quedará mucho tiempo para mí.

—¿Comerás también tú?

—Guido, tú tienes obsesión por la comida. Pero eso ya lo sabes, ¿verdad?

—Es sólo por las muchas veces que tú me la recuerdas, tesoro —rió él. Iba a decirle que ella tenía obsesión por la lectura, pero Paola lo hubiera tomado como un cumplido, por lo que sólo dijo que cenaría en casa y colgó.

Salió de la
questura
sin preocuparse de decir a nadie adonde iba, y bajó por la escalera de atrás, para rehuir un posible encuentro con el
vicequestore
Patta que, como eran más de las once, seguro que estaría ya en su despacho.

En la calle, Brunetti, que llevaba traje de lana y un abrigo ligero para protegerse del frío de primera hora de la mañana, se sorprendió al notar cómo había subido la temperatura. Echó a andar por el muelle y cuando iba a torcer a la izquierda por la sucesión de calles que lo llevarían hasta Campo Santa Maria Formosa y Rialto, se paró bruscamente, se quitó el abrigo y volvió a la
questura.
Cuando llegó al edificio, los guardias de la puerta lo reconocieron y oprimieron el pulsador que abría las grandes puertas de cristal. Brunetti entró en el pequeño despacho de la derecha y vio a Pucetti sentado detrás del escritorio, hablando por teléfono. Al ver a su superior, Pucetti dijo rápidamente unas palabras, colgó y se puso en pie.

—Pucetti —dijo Brunetti, agitando una mano para indicar al joven que se sentara—, le dejaré esto aquí un par de horas. Cuando vuelva lo recogeré.

Pucetti, en lugar de sentarse, se adelantó y tomó el abrigo.

—Si me permite,
dottore,
lo subiré a su despacho.

—No se moleste. Déjelo aquí.

—Preferiría no tenerlo aquí. Durante las últimas semanas, han desaparecido varias cosas.

—¿Qué? —preguntó Brunetti, sorprendido—. ¿Del cuarto de guardia de la
questura
?

—Son ellos, comisario —dijo Pucetti señalando con un movimiento de la cabeza la interminable cola que partía del
Ufficio Stranieri,
en la que cientos de personas esperaban para rellenar los formularios que legalizarían su residencia en la ciudad—. Tenemos a muchos albaneses y eslavos, y ya sabe lo ladrones que son.

Si Pucetti hubiera dicho semejante cosa a Paola, ella le hubiera echado un buen rapapolvo, tachándolo de extremista y racista y señalando que
todos
los albaneses y
todos
los eslavos no eran ni esto ni aquello. Pero, como Paola no estaba y Brunetti, en general, más bien compartía los sentimientos de Pucetti, se limitó a dar las gracias al joven, y salió del edificio.

Capítulo 7

Cuando dejaba atrás Campo Santa Maria Formosa, Brunetti recordó de pronto algo que el otoño último había visto en Campo Santa Marina, por lo que cortó hacia allí torciendo hacia la derecha nada más entrar en el
campo,
algo más pequeño que el anterior. Las jaulas metálicas ya estaban colgadas en la parte exterior de los escaparates de la tienda de animales. Brunetti se acercó, para ver si el
merlo indiano
seguía allí. Desde luego, allí estaba, en la jaula de arriba con sus plumas negras y lustrosas, y un ojo azabache vuelto hacia él.

Brunetti se acercó a la jaula, se inclinó y dijo:


Ciao.

Nada. Sin desanimarse, repitió:


Ciao
—alargando las dos sílabas de la palabra. El pájaro saltó nerviosamente de una barra paralela a la otra, se volvió y miró a Brunetti con su otro ojo. Brunetti miró en derredor y observó que una mujer de pelo blanco se había parado delante de la
edicola
del centro del
campo
y lo miraba con extrañeza. Él, sin inmutarse, concentró la atención en el pájaro—.
Ciao
—repitió.

De pronto, se le ocurrió que aquél podía ser otro pájaro; al fin y al cabo, un mirlo de la India de tamaño mediano en poco debía de distinguirse de sus congéneres. Probó otra vez.


Ciao.

Silencio. Decepcionado, dio media vuelta y sonrió ligeramente a la desconocida, que se había quedado mirándolo desde el otro lado del
campo.

Brunetti había dado sólo dos pasos cuando, a su espalda, oyó su propia voz que gritaba:


Ciao
—arrastrando la última letra, a la manera de los pájaros.

Giró sobre sus talones y volvió a ponerse delante de la jaula.


Come ti stai?
—preguntó esta vez, esperó un momento y repitió la pregunta. Sintió, más que vio, una presencia a su lado, volvió la cara y descubrió a la mujer del pelo blanco. Él sonrió y ella sonrió a su vez—.
Come ti stai?
—volvió a preguntar al pájaro y, con fidelidad tónica absoluta, el pájaro le preguntó:


Come ti stai?
—en una voz idéntica a la suya.

—¿Qué otras cosas dice? —preguntó la mujer.

—No lo sé,
signora.
Esto es lo único que yo le he oído.

—Es fantástico, ¿verdad? —comentó ella, y cuando él vio su sonrisa de puro deleite, le pareció que le habían quitado años.

—Sí, fantástico —dijo, y la dejó delante de la tienda diciendo al pájaro:


Ciao, ciao, ciao.

Brunetti cortó hacia Santi Apostoli y subió por Strada Nuova hasta San Marcuola, donde tomó el
traghetto
para cruzar el Gran Canal. Era tan brillante el reverbero del sol en el agua que Brunetti echó de menos las gafas ahumadas, pero ¿quién iba a pensar, una húmeda mañana de principios de primavera, con aquella niebla, que se le reservaba a la ciudad este esplendor?

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