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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Nobleza Obliga (9 page)

BOOK: Nobleza Obliga
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—¿Cuántos años tiene? —preguntó Brunetti.

—Dos más que Roberto, unos veinticinco.

—¿Sabes algo más de él?

—¿Qué clase de cosas?

—Lo que sea.

—Eso abarca mucho. —Antes que Brunetti pudiera puntualizar, el conde preguntó—: ¿Te refieres a si él pudo hacer esto? Suponiendo que esto lo haya hecho alguien.

Brunetti asintió y siguió con las chirlas.

—Su padre, el hermano menor de Ludovico, murió cuando el chico tenía ocho años. Ya se había divorciado de la madre, que parece ser que no quería saber nada del niño, y a la primera ocasión lo cedió a Ludovico y Cornelia, que lo criaron como si fuera hermano de Roberto.

Pensando en Caín y Abel, Brunetti preguntó:

—¿Esto te consta o te lo han contado?

—Las dos cosas —fue la escueta respuesta del conde—. Yo no creo que Maurizio estuviera implicado en eso.

Brunetti se encogió de hombros y dejó caer la última chirla vacía en el montón que se había acumulado en su plato.

—Ni siquiera sé todavía si los restos son del chico Lorenzoni.

—Entonces, ¿por qué tantas preguntas?

—Ya te lo dije: porque dos personas pensaron que era una broma. Y porque la piedra que impedía abrir la verja había sido puesta desde dentro.

—También pudieron saltar la tapia —apuntó el conde.

—Quizá —asintió Brunetti—. Pero hay en todo ello algo que no me gusta.

El conde lo miró con extrañeza, como si el combinado que formaban la intuición y Brunetti le pareciera insólito.

—Aparte de lo que acabas de decirme, ¿qué otra cosa no te gusta?

—Que nadie prestara atención al comentario de que les parecía una broma. Que en el expediente no haya constancia de una conversación con el primo. Y que no se hicieran preguntas acerca de la piedra.

El conde puso el tenedor atravesado encima de los espaguetis que quedaban en el fondo del plato, y al momento apareció Valeria, a retirar el servicio.

—¿No le han gustado los espaguetis, señor conde?

—Estaban exquisitos, Valeria, pero quiero dejar un poco de sitio para el
coda.

La mujer asintió, tomó su plato y luego el de Brunetti. El conde escanciaba más vino cuando ella volvió. Brunetti se alegró al comprobar que estaba en lo cierto respecto al
coda.
El plato estaba adornado con ramitas de romero y un rábano.

—¿Por qué le hacen eso a la comida? —preguntó, señalando el plato del conde con el mentón.

—¿Es una pregunta o una crítica del servicio? —preguntó el conde.

—Una simple pregunta.

El conde partió el pescado con la pala y el tenedor, para ver si estaba hecho por dentro. Al comprobar que así era, dijo:

—Recuerdo la época en que, por unos miles de liras, tenías una buena comida en cualquier
trattoria
u
osteria
de la ciudad.
Risotto,
pescado, ensalada y un buen vino. Nada sofisticado, sólo los buenos platos que el dueño comía en su propia mesa. Pero eso era cuando Venecia era una ciudad que estaba viva, que tenía su industria y sus artesanos. Ahora lo único que tenemos son turistas, y los ricos están acostumbrados a platos delicados como éste. Así, para satisfacer sus gustos, tenemos platos bonitos. —Probó el pescado—. Por lo menos, éste además de bonito es bueno. ¿Y el tuyo?

—Excelente —respondió Brunetti. Puso una espina en la orilla del plato y dijo—: ¿Querías hablarme de algo?

Con la cabeza inclinada sobre el plato, el conde dijo:

—Es sobre Paola.

—¿Paola?

—Paola, sí. Mi hija. Tu mujer.

Brunetti se sintió invadido por un repentino furor ante aquel tono displicente, pero se contuvo, y repuso con una voz distante que tenía un frío reflejo del sarcasmo del conde.

—Y la madre de mis hijos. Tus nietos. No lo olvides.

El conde dejó los cubiertos sobre el plato y apartó éste a un lado.

—Guido, no he querido ofenderte…

Brunetti atajó:

—Entonces ahórrate el paternalismo.

El conde tomó la jarra de vino, echó la mitad del resto en la copa de Brunetti y acabó de vaciarla en la suya.

—Paola no es feliz. —Miró a Brunetti, para ver qué efecto le hacían sus palabras y, en vista de que Brunetti no decía nada, agregó—: Es mi única hija, y no es feliz.

—¿Por qué?

El conde levantó la mano con el anillo del escudo Falier. Al verlo, Brunetti pensó en el cadáver que había aparecido en el campo y se preguntó si sería el del chico Lorenzoni. Si lo era, ¿con quién debía hablar ahora, con el padre, con el sobrino, quizá con la madre? ¿Cómo importunarlos, en medio de un dolor recrudecido por el hallazgo del cadáver?

—¿Me escuchas?

—Naturalmente —respondió Brunetti, que no escuchaba—. Me has dicho que Paola no es feliz y yo te he preguntado por qué.

—Y yo te lo he explicado, Guido, pero tú estabas lejos, con la familia Lorenzoni y con ese cadáver que han encontrado, pensando en cómo conseguir que se haga justicia. —Hizo una pausa, esperando que Brunetti dijera algo—. Una de las causas de su infelicidad que he tratado de hacerte comprender es ésa, la de que la búsqueda de lo que tú consideras la justicia te absorbe… —Se interrumpió, y movió la copa vacía sobre la mesa sosteniéndola entre los nudillos del índice y el mayor. Levantó la mirada y sonrió, pero fue una sonrisa que entristeció a Brunetti—. Te absorbe excesivamente, Guido, y creo que eso hace sufrir a Paola.

—¿Quieres decir que le dedico mucho tiempo?

—No, Guido. Quiero decir lo que he dicho. Que te vuelcas en esos casos y que te implicas con la gente, tanto con los criminales como con las víctimas, y te olvidas de Paola y los niños.

—Eso no es cierto. Muy pocas veces he dejado de estar a su lado cuando me han necesitado. Hacemos muchas cosas juntos.

—Por favor, Guido —dijo el conde suavizando el tono—. Tú eres muy inteligente para creer, o para esperar que yo crea, que estar en un sitio o estar al lado de una persona significa que estás allí y que estás con ella realmente. Recuerda que yo te he visto trabajar, y sé lo que te ocurre. Tu espíritu desaparece. Hablas y escuchas y vas con los niños a los sitios, pero no estás presente. —El conde se sirvió agua mineral y bebió—. En cierto modo, estás como estaba el chico Lorenzoni la última vez que lo vi: distraído, distante, ausente.

—¿Te lo ha dicho Paola?

El conde pareció casi sorprendido.

—Guido, no tengo razones para esperar que me creas, pero Paola nunca diría ni una palabra contra ti, ni a mí ni a nadie.

—Entonces, ¿cómo puedes estar tan seguro de que no es feliz? —Brunetti trataba de borrar la cólera de su voz al decir esto.

Distraídamente, el conde alargó la mano hacia un pequeño trozo de pan que había quedado a la izquierda del plato y empezó a desmenuzarlo.

—Cuando nació Paola, Donatella estuvo mucho tiempo enferma después del parto, así que tuve que encargarme de buena parte de los cuidados de la niña. —Al ver el gesto de sorpresa de Brunetti se echó a reír—. Ya sé, ya sé, debe de ser difícil imaginarme dando biberones y cambiando pañales, pero eso hice durante unos cuantos meses, y cuando Donatella volvió a casa… en fin, aquello se había convertido en costumbre, y seguí haciéndolo. Cuando le has cambiado el pañal a una criatura durante un año, y dado de comer, y hecho dormir, sabes cuándo está contenta y cuándo está triste. —Antes de que Brunetti pudiera disentir, el conde prosiguió—: Y no importa si tiene cuatro meses o cuarenta años ni si la causa es un cólico o problemas matrimoniales. Lo sabes. Por eso sé que no es feliz.

Aquí se estrellaron las protestas de inocencia o de ignorancia de Brunetti. También él había cambiado pañales y acunado por la noche a niños que lloraban, y leído cuentos hasta que se dormían, y siempre había pensado que eran esas noches las que le habían dado una especie de radar que detectaba el estado de —aquí tenía que usar la palabra del conde— su espíritu.

—No sabría hacer lo que hago de ninguna otra manera —dijo al fin, en un tono limpio ya de enojo.

—Siempre he querido preguntarte por qué es tan importante para ti —dijo el conde.

—¿Por qué es importante para mí el qué? ¿Arrestar al que ha cometido un crimen?

El conde agitó una mano con displicencia.

—No creo que sea eso lo más importante para ti. ¿Por qué tienes que encargarte de que se haga justicia?

Valeria eligió este momento para presentarse en la mesa, pero ninguno de los dos hombres quería postre. El conde pidió dos grappas y se volvió hacia Brunetti.

—Tú has leído a los griegos, ¿verdad? —preguntó al fin Brunetti.

—A algunos, sí.

—¿A Critias?

—Hace tanto tiempo que no tengo más que una vaga idea de lo que escribió. ¿Por qué?

Valeria vino, les dejó los vasitos y se fue en silencio.

Brunetti tomó un pequeño sorbo del licor.

—Probablemente, no esté citándolo bien, pero en algún sitio dice que las leyes del Estado castigan los crímenes públicos, y que por eso necesitamos la religión, para que podamos creer que la justicia divina castiga los crímenes privados. —Se detuvo y tomó otro sorbo—. Pero nosotros ya no tenemos religión, ¿verdad? —El conde movió la cabeza negativamente—. Así que quizá sea eso lo que yo persigo, aunque no es que haya hablado de ello, ni haya pensado mucho en ello. Si la justicia divina no castiga el crimen privado, alguien tiene que castigarlo.

—¿Qué entiendes tú por crimen privado? Quiero decir, en qué lo distingues del público.

—Dar a una persona un mal consejo para después aprovecharte de su error. Mentir. Traicionar la confianza.

—Ninguna de esas cosas es necesariamente ilegal —dijo el conde.

Brunetti movió la cabeza negativamente.

—Ésa no es la cuestión. Por eso me han venido a la mente. —Hizo una pausa y prosiguió—: Quizá los políticos puedan proporcionar ejemplos mejores: dar contratos a los amigos, fundar las decisiones de gobierno en los deseos personales, dar cargos a los parientes.

—¿Es decir, el pan nuestro de cada día de la política italiana? —atajó el conde.

Brunetti asintió con gesto de cansancio.

—Pero tú no puedes decidir de la noche a la mañana que esas cosas son ilegales y empezar a castigar a la gente —dijo el conde.

—No. Quizá lo que quiero decir es que me importa mucho tratar de descubrir a los que hacen el mal, no sólo a los que hacen cosas ilegales, o que cuando me pongo a cavilar sobre la diferencia saco la conclusión de que tan malo es lo uno como lo otro.

—Y tus cavilaciones hacen sufrir a tu mujer. Lo que nos lleva otra vez al punto de partida. —El conde alargó la mano y oprimió el antebrazo de Brunetti—. Sé que esto debe de resultarte ofensivo. Pero ella es mi niña y siempre lo será, y por eso he querido decírtelo. Antes de que te lo diga ella.

—No creo que pueda darte las gracias por esto —confesó Brunetti.

—Eso no importa. Lo único que me interesa es la felicidad de Paola. —El conde meditó lo que iba a decir a continuación—. Y, aunque te cueste trabajo creerlo, también me interesa la tuya, Guido.

Brunetti asintió. De pronto, se sentía tan conmovido que era incapaz de hablar. Al observarlo, el conde hizo una seña a Valeria, como si escribiera en el aire. Cuando se volvió otra vez hacia Brunetti, dijo con voz completamente normal:

—Bien, ¿qué te ha parecido la comida?

En el mismo tono, Brunetti contestó:

—Excelente. Tu amigo puede estar orgulloso de su hija. Y tú puedes estarlo de la tuya.

—Lo estoy —dijo el conde con sencillez. Miró a Brunetti y agregó—: Y, aunque te cueste creerlo, también lo estoy de ti.

—Gracias. No tenía ni idea. —Antes de hablar, Brunetti había pensado que sería difícil decirlo, pero las palabras le salieron casi sin sentir.

—No; ya me lo imaginaba.

Capítulo 9

Brunetti no volvió a la
questura
hasta después de las tres. Cuando entraba, Pucetti salió del despacho contiguo a la puerta, pero no venía a dar a Brunetti el abrigo, que no estaba a la vista.

—¿Lo han robado? —preguntó Brunetti con una sonrisa, señalando con un movimiento de la cabeza hacia la puerta del
Ufficio Stranieri
frente a la que ya no había cola, pues cerraba a las doce y media.

—No, señor. Lo que ocurre es que ha llamado el
vicequestore
para pedir que, cuando volviera usted del almuerzo, le dijéramos que deseaba verlo. —Ni un intermediario tan bien dispuesto hacia Brunetti como el agente Pucetti podía disimular el enojo que exudaba el mensaje de Patta.

—¿Ha vuelto él de almorzar?

—Sí, señor. Hace unos diez minutos. Ha preguntado dónde estaba usted. —No había que ser un as de la criptografía para descifrar el código que se utilizaba en la
questura:
La pregunta de Patta dejaba traslucir algo más fuerte que su habitual irritación con Brunetti.

—Ahora mismo voy —dijo Brunetti, encaminándose hacia la escalera principal.

—Su abrigo está en el armario de su despacho, comisario —gritó Pucetti a su espalda, y Brunetti levantó una mano dándose por enterado.

La
signorina
Elettra estaba en su escritorio del antedespacho del
vicequestore
Patta. Cuando entró Brunetti, ella levantó la mirada del periódico que tenía abierto en la mesa y dijo:

—Le he dejado el informe de la autopsia en su mesa. —Aunque sentía curiosidad, Brunetti se abstuvo de preguntar qué decía, seguro como estaba de que ella lo habría leído. Si ignoraba el resultado, no tenía por qué hablar de la autopsia a Patta.

Brunetti reconoció las páginas salmón de
Il Sole Ventiquattro Ore,
el diario financiero.

—¿Controlando su cartera? —preguntó.

—En cierto modo.

—¿Y eso?

—Una empresa en la que había invertido ha decidido abrir un laboratorio farmacéutico en Tadzikistán. Hay un artículo que trata de la apertura de mercados en la antigua Unión Soviética, y quería informarme, porque no sé si seguir con ellos o sacar mi dinero.

—¿Y qué opina?

—Que todo apesta, eso es lo que opino —respondió ella doblando el periódico con energía.

—¿Por qué?

—Porque parece que esa gente ha pasado directamente de la Edad Media al capitalismo más avanzado. Hace cinco años, intercambiaban martillos por patatas y ahora todos son grandes empresarios con
telefonino
y BMW. Por lo que he leído, tienen instintos de víbora, y me parece que no voy a tener tratos con ellos.

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