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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Nobleza Obliga (12 page)

BOOK: Nobleza Obliga
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—Nada de particular; pero me ha parecido que sentía que hubiera muerto. Yo diría que lo apreciaba.

—¿Qué le hace suponerlo?

—La forma en que ha hablado de él. Al fin y al cabo, había sido paciente suyo durante años, desde los catorce. En cierta manera, lo ha visto crecer. —Como Brunetti no decía nada, Vianello preguntó—: Aún estoy en su despacho. ¿Quiere que le pregunte algo más?

—No; no hace falta, Vianello. Vale más que venga. Quiero que mañana por la mañana vaya a Belluno y, antes, me gustaría que leyera todo el expediente.

—Sí, señor —dijo Vianello y, sin más preguntas, colgó.

Veintiún años, y muerto de un balazo en la cabeza. A los veintiún años, no se ha vivido la vida, en realidad, ni siquiera se ha empezado a vivirla; la persona que saldrá del capullo de la juventud todavía está casi en embrión. Brunetti pensó en la enorme fortuna de su suegro y, una vez más, se le ocurrió que también hubiera podido ser Raffi, su único nieto varón, el que hubiera sido secuestrado y asesinado. O su nieta. Esta posibilidad hizo salir a Brunetti de su despacho y de la
questura
y dirigirse a su casa, movido por una ansiedad irracional por la seguridad de su familia: al igual que santo Tomás, tenía que palpar con las manos para creer.

Aunque no le pareció que subía la escalera más aprisa que de costumbre, al llegar al pie del último tramo estaba sin aliento y tuvo que quedarse un minuto apoyado en la pared para recuperarlo. Subió los últimos peldaños agarrándose al pasamano, mientras sacaba las llaves del bolsillo.

Abrió la puerta y se paró en el recibidor, tendiendo el oído para tratar de localizar a los tres y convencerse de que estaban seguros entre las paredes que él les había procurado. Sonó en la cocina el golpe de algo metálico contra el suelo y la voz de Paola que decía:

—No importa, Chiara, aclárala y vuelve a ponerla en la sartén.

Dirigió la atención a la parte de atrás del apartamento, donde estaba la habitación de Raffi, y percibió el sordo retumbar de eso que los jóvenes llaman música. Y que nunca tiene melodía. Pero, aunque tampoco en este sonido podía apreciarla, el efecto era más suave de lo habitual.

Brunetti colgó el abrigo en el armario del recibidor y avanzó por el largo pasillo hacia la cocina. Chiara se volvió a mirarlo cuando entraba.


Ciao,
papá
.
Mamá me está enseñando a hacer raviolis. Los tenemos de cena. —Manteniendo a la espalda las manos blancas de harina, dio unos pasos hacia su padre, que se inclinó para recibir un beso en cada mejilla. Él le limpió la harina que tenía en la mejilla izquierda—. Rellenos de
funghi,
¿verdad, mamá? —preguntó la niña mirando a Paola, que estaba delante del fogón removiendo las setas en una gran sartén. Ella asintió y siguió removiendo.

Encima de la mesa había montoncitos de unos rectángulos irregulares y blancuzcos.

—¿Son los raviolis? —preguntó él, recordando la perfecta simetría de la pasta que recortaba y rellenaba su madre.

—Lo serán cuando estén rellenos, papá. —Chiara miró a Paola, en demanda de confirmación—. ¿Verdad, mamá?

Paola asintió y, sin dejar de remover, se volvió hacia Brunetti y aceptó sus besos en silencio.

—¿Verdad, mamá? —repitió Chiara, en tono más alto.

—Sí. Hay que dejarlos unos minutos y podremos empezar a rellenar.

—Has dicho que podría hacerlo yo, mamá —insistió Chiara.

Antes de que su hija pudiera poner a Brunetti por testigo de la injusticia, Paola transigió.

—Sí, si tu padre me pone una copa de vino mientras acaban de hacerse las setas, ¿de acuerdo?

—¿Queréis que os ayude a rellenar? —preguntó Brunetti medio en broma.

—¡Papá! Sabes perfectamente que harías un desastre.

—No hables a tu padre de esa manera —dijo Paola.

—¿De qué manera?

—De esa manera.

—No te entiendo.

—Sí que me entiendes.

—¿Blanco o tinto, Paola? —cortó Brunetti. Pasó por el lado de Chiara y, viendo que Paola estaba de cara al fogón, miró a Chiara entornando los ojos y meneó la cabeza ligeramente señalando a la madre con la barbilla.

Chiara frunció los labios y se encogió de hombros, pero luego asintió:

—Está bien, papá, puedes ayudar. —Y, después de una pausa, a regañadientes—: Y mamá también, si quiere.

—Tinto —dijo Paola pasando la cuchara alrededor de la sartén.

Brunetti pasó por detrás de su mujer y se agachó para abrir el armario de debajo del fregadero.

—¿Cabernet? —preguntó.

—Ajá —accedió Paola.

Él abrió la botella y sirvió dos copas. Cuando Paola alargaba la mano, él se la tomó y le dio un beso en la palma. Ella lo miró con sorpresa.

—¿Y eso por qué? —preguntó.

—Porque te quiero con locura.

—¡Papá! —gimió Chiara—. Esas cosas sólo se dicen en las películas.

—Tú sabes que tu padre no va al cine —dijo Paola.

—Pues lo habrá leído en una novela —respondió Chiara, perdiendo el poco interés que pudiera tener en lo que las personas mayores tuvieran que decirse—. ¿Todavía no están las setas?

Agradeciendo la distracción que proporcionaba la impaciencia de su hija, Paola dijo:

—Un minuto y ya estarán. Pero tendrás que esperar a que se enfríen.

—¿Cuánto tardarán?

—Diez minutos o un cuarto de hora.

Brunetti, de espaldas a ellas, miraba por la ventana las montañas que se perfilaban al norte de Venecia.

—¿Puedo volver luego para rellenarlos?

—Claro que sí.

Brunetti oyó a Chiara salir de la cocina y alejarse por el pasillo hacia su cuarto.

—¿Por qué has dicho eso? —preguntó Paola cuando la niña se fue.

—Porque es la verdad —dijo Brunetti, sin dejar de mirar por la ventana.

—Pero, ¿por qué ahora?

—Porque no lo digo nunca. —Tomó un sorbo de vino. Fue a preguntarle si no le creía o si no le gustaba oírlo, pero no lo preguntó, y bebió otro sorbo de vino.

Antes de oírla moverse, la sintió a su lado. Ella le rodeó la cintura con el brazo izquierdo apretándose contra él y se quedó mirando por la ventana sin decir nada.

—No recuerdo cuándo fue la última vez que estuvo tan claro el aire. ¿Dirías que ése es el Navegal? —preguntó señalando la montaña más cercana con la mano derecha.

—Está cerca de Belluno, ¿verdad?

—Me parece que sí. ¿Por qué?

—Quizá mañana tenga que ir.

—¿Por qué?

—Han encontrado el cuerpo del chico Lorenzoni. Cerca de Belluno.

Ella tardó en decir algo.

—Oh, pobre chico. Y pobres padres. Es terrible. —Otra larga pausa—. ¿Lo saben?

—No; tengo que decírselo ahora. Antes de cenar.

—Oh, Guido, ¿por qué siempre te toca hacer esas cosas horribles?

—Si otros no hicieran cosas horribles, yo no tendría que hacerlas, Paola.

Él temió que su respuesta la molestara, pero ella hizo como si no la hubiera oído y se apretó aún más contra él.

—A pesar de que no los conozco, me dan mucha pena. Qué espanto. —Y él la sintió ponerse tensa al pensar que hubiera podido haber sido su propio hijo—. Qué horror. ¿Cómo se puede hacer algo así?

Él no tenía respuesta para esto, como no la tenía para ninguna de las grandes preguntas de por qué la gente cometía crímenes o se atacaban unos a otros salvajemente. Él sólo tenía respuestas para las preguntas pequeñas.

—Lo hacen por dinero.

—Pues peor todavía —fue su inmediata respuesta—. Ojalá los atrapen —y enseguida rectificó—: Ojalá los atrapéis.

Lo mismo pensaba él, y lo sorprendía la fuerza con que deseaba encontrar a los que habían hecho aquello. Pero no quería hablar de eso, ahora no. Él quería contestar la pregunta de por qué había dicho que la quería. No era hombre acostumbrado a hablar de sus emociones, pero quería decírselo, atarla a él de nuevo con la fuerza de sus palabras y de su amor.

—Paola —empezó, pero antes de que pudiera decir más, ella se apartó cortándolo bruscamente.

—Las setas —dijo retirando la sartén del fuego con una mano y abriendo la ventana con la otra. Y las palabras de amor se fueron volando por el aire con el humo de las setas.

Capítulo 12

Cuando hubo terminado el vino, Brunetti fue pasillo adelante y llamó con los nudillos a la puerta de Raffi. Al no oír en el interior nada aparte del persistente bum, bum, bum de la música, empujó la puerta. Raffi estaba echado en la cama, con un libro abierto sobre el pecho, profundamente dormido. Pensando en Paola, Chiara, los vecinos y la tranquilidad del mundo en general, Brunetti se acercó al pequeño aparato estéreo de la estantería y bajó el volumen. Miró a Raffi, que no se había movido, y lo bajó más aún. Acercándose a la cama, leyó el título del libro.
Cálculo.
No era de extrañar que se hubiera dormido.

Chiara estaba en la cocina, musitando torvas amenazas a los raviolis, que se resistían a conservar la forma que ella les daba. Su padre le lanzó un saludo y fue al estudio de Paola. Asomó la cabeza y dijo:

—Siempre podemos traer una pizza de Gianni's.

Ella levantó la mirada de los papeles que tenía delante.

—Haga lo que haga con esos pobres raviolis, nos comeremos todos los que nos ponga en el plato, y tú repetirás. —Sin darle tiempo a protestar, le atajó apuntándole con el lápiz—: Es la primera vez que nos hace la cena, y será deliciosa. —Vio que él abría la boca y cortó su protesta—: Setas quemadas, una pasta como engrudo y un pollo que nos ha marinado en salsa de soja y que, por consiguiente, estará tan salado como el mar Muerto.

—Oyéndote ya se me hace la boca agua. —«Por lo menos, no puede hacerle nada al vino», pensó—. ¿Y Raffi? ¿Cómo vas a conseguir que se lo coma?

—¿Es que crees que no quiere a su hermana? —preguntó Paola con la falsa indignación que él conocía bien.

Brunetti no hizo ningún comentario.

—Está bien —admitió Paola—. Le he prometido diez mil liras si se lo come todo.

—¿Y a mí también? —preguntó Brunetti, y se fue.

Mientras bajaba por Rughetta hacia Rialto, Brunetti descubrió que se sentía mejor de lo que se había sentido en toda la tarde, desde el almuerzo con su suegro. Aún no tenía ni idea de lo que podía preocupar a Paola, pero el tono de su último diálogo le había convencido de que, fuera lo que fuere, no afectaría a la base de su matrimonio. Brunetti subía y bajaba, subía y bajaba puente tras puente, al igual que su humor había subido y bajado durante todo el día, primero, con la excitación de un nuevo caso, después, con la inquietante confidencia del conde y, por último, con el alivio que le había deparado la confesión de Paola de haber sobornado a su hijo.

Para resistir la entrevista con los Lorenzoni no tenía más que la perspectiva de la cena que le esperaba. Pero de buena gana hubiera aceptado un mes de las cenas de Chiara, con tal de evitar ser una vez más portador de dolor y aflicción.

El
palazzo
estaba cerca de Municipio, pero, para llegar a él, tuvo que cortar por delante del Cinema Rossini y retroceder hacia el Gran Canal. En el Ponte del Teatro, se detuvo un momento a contemplar los fundamentos reconstruidos de los edificios de uno y otro lado del canal. Cuando era niño, los canales eran sometidos a un proceso de limpieza constante, y el agua estaba tan clara que la gente podía nadar en ella. Ahora la limpieza de un canal era un gran acontecimiento, tan insólito que se saludaba con titulares en los diarios y loas a la política municipal. Y el contacto con el agua era una experiencia a la que muchas personas optarían por no sobrevivir.

Cuando encontró el
palazzo,
un imponente edificio de cuatro pisos, con ventanas al Gran Canal, tocó el timbre, esperó un minuto y volvió a tocar. Por el intercomunicador le llegó una voz de hombre.

—¿El comisario Brunetti?

—Sí.

—Pase, por favor —dijo la voz, y la puerta se abrió con un chasquido. Brunetti, al entrar, se vio en un jardín mucho más grande de lo que esperaba encontrar en esta parte de la ciudad. Sólo los muy ricos podían permitirse construir su
palazzo
en medio de tanto espacio, y no menos ricos tenían que ser sus descendientes para mantenerlo.

—Suba por aquí —gritó una voz desde una puerta situada en lo alto de un tramo de escaleras que tenía a su izquierda. Arriba le esperaba un joven con traje azul cruzado. Tenía el cabello castaño oscuro con un pronunciado pico de viuda, que trataba de disimular peinándose de lado con el pelo sobre la frente. Cuando Brunetti se acercó, el joven le tendió la mano diciendo:

—Buenas tardes, comisario, soy Maurizio Lorenzoni. Mis tíos le esperan. —Tenía una de esas manos blandas y flácidas cuyo contacto daba ganas a Brunetti de enjugarse la palma en el pantalón, pero el efecto quedó compensado por su mirada,- que era franca y serena—. ¿Ha hablado ya con el
dottore
Urbani? —Brunetti no podía imaginar una forma de preguntar más delicada.

—En efecto, y lamento tener que decirle que la identificación ha sido confirmada. Es su primo Roberto.

—¿Sin ninguna duda? —preguntó el joven, con una voz que ya conocía la respuesta.

—Ninguna.

El joven hundió los puños en los bolsillos de la chaqueta echándola hacia adelante.

—Esto será su muerte. No sé qué hará mi tía.

—Lo lamento —dijo Brunetti sinceramente—. ¿No sería preferible que se lo dijera usted?

—Me parece que no podría —dijo Maurizio mirando al suelo.

En todos los años que hacía que Brunetti llevaba esta noticia a la familia de una víctima, nunca había encontrado a una persona que se prestara a darla por él.

—¿Saben ya que he venido y quién soy?

El joven asintió y levantó la mirada.

—He tenido que decírselo. Así que ya se imaginan lo que es de temer. De todos modos…

Brunetti terminó la frase por él:

—Una cosa es temer y otra recibir la confirmación. Si tiene la bondad de acompañarme.

El joven dio media vuelta y precedió a Brunetti hacía el interior del edificio, dejando a su espalda la puerta abierta. Brunetti dio un paso atrás y la cerró, pero el joven ni se enteró. Llevó a Brunetti por un corredor con suelo de mármol hasta unas enormes puertas de nogal. Sin llamar, las empujó y dio un paso atrás, para que Brunetti entrara el primero en la habitación.

Brunetti reconoció al conde por las fotos: el pelo plateado, el porte erguido y la mandíbula cuadrada que ya debía de estar harto de oír comparar con la de Mussolini. Aunque Brunetti sabía que aquel hombre frisaba los sesenta, la energía que emanaba de él le daba el aire de un hombre casi una década más joven. El conde estaba delante de una gran chimenea, contemplando fijamente el centro de flores secas que la llenaba, pero al entrar Brunetti se volvió hacia él.

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