Nada más dejar el teléfono, éste empezó a sonar. Era la
signorina
Elettra, para decirle que había preparado un dossier sobre las empresas Lorenzoni, tanto de Italia como del extranjero, por si le interesaba. Brunetti bajó a buscarlo.
La carpeta era tan gruesa como un paquete de cigarrillos.
—
Signorina
—empezó el comisario—, ¿cómo ha podido reunir todo eso en tan poco tiempo?
—Hablé con varios amigos que aún trabajan en el banco y les dije que preguntaran por ahí.
—¿Y tanta información ha recibido desde que yo le pedí que indagara?
—Es fácil, comisario. Todo me llega por ahí. —Con un ademán que casi se había convertido en ritual, agitó la mano en dirección al ordenador, cuya pantalla parpadeaba a su espalda.
—¿Cuánto tardaría una persona en aprender a usar uno de ésos,
signorina
?
—¿Usted, comisario?
—Sí.
—Depende de dos cosas, mejor dicho, de tres.
—¿Que son?
—Lo inteligente que sea uno. Lo mucho que desee aprender. Y quién le enseñe.
La modestia impidió a Brunetti pedir su opinión sobre la primera condición y la duda no le permitió valorar la segunda.
—¿Usted podría enseñarme?
—Sí.
—¿Querría?
—Desde luego. ¿Cuándo desea empezar?
—¿Mañana?
Ella asintió y luego sonrió.
—¿Cuánto tiempo me llevará?
—Eso también depende.
—¿De qué?
¿Se había ensanchado más aún su sonrisa?
—De las tres mismas cosas.
Brunetti empezó a leer mientras subía la escalera y, cuando llegó a su mesa, ya había sumado paquetes de acciones por valor de miles de millones de liras, y comprendía por qué los secuestradores habían elegido a los Lorenzoni. La información que contenía la abultada carpeta no estaba metódicamente ordenada, y Brunetti trató de clasificarla separando los papeles por empresas y colocándolos sobre la mesa según la situación geográfica de cada una en el mapa de Europa.
Transportes, acero y fábricas de plásticos en Crimea. Brunetti iba siguiendo un sendero en constante expansión hacia nuevos mercados situados al este: los intereses Lorenzoni avanzaban rápidamente por los territorios que habían estado detrás del Telón de Acero. En el mes de marzo se habían cerrado dos fábricas textiles en Vercelli y dos meses después se habían abierto otras dos en Kiev. Al cabo de media hora, Brunetti dejó la última hoja en la mesa y vio que la mayoría habían quedado a su derecha, a pesar de que no tenía una idea exacta de la situación de muchas de las poblaciones hacia las que se orientaban los intereses de los Lorenzoni.
Brunetti recordaba las noticias que últimamente llenaban los diarios sobre la llamada mafia rusa, las bandas de chechenos que, si había que creer aquellos relatos, se habían adueñado de la mayoría de negocios de Rusia, tanto legales como clandestinos. De aquí a plantearse la posibilidad de que estos hombres pudieran ser los responsables del secuestro, no había más que un paso. Al fin y al cabo, los que se llevaron a Roberto no habían pronunciado ni una palabra, sólo lo apuntaron con las pistolas y se lo llevaron.
Pero, en tal caso, ¿cómo podían haber ido a parar a aquel campo situado al pie de Col di Cugnan, un pueblo tan pequeño que la mayoría de venecianos jamás había oído mencionar en su vida? Sacó la carpeta del secuestro y la hojeó hasta encontrar las peticiones de rescate plastificadas. Las mayúsculas podían haber sido trazadas por cualquiera, pero no había faltas de ortografía, aunque Brunetti tuvo que reconocer que esto no demostraba nada.
Él no sabía cómo actuaba la delincuencia rusa, pero el instinto le decía que en esto no había intervenido. El que había secuestrado a Roberto tenía que conocer la villa y saber dónde podía esconderse para esperar sin ser visto hasta que el chico apareciera. En realidad, ésta era otra pregunta que no se había hecho en la primera investigación. ¿Quién estaba al corriente de los planes de Roberto para aquella noche y de su intención de ir a la villa?
Como solía ocurrirle cuando leía informes redactados por otras personas, en este caso, personas que ya no estaban relacionadas con la investigación, Brunetti se sentía intranquilo.
No sin aprensión por la facilidad con que sucumbía a sus intuiciones, tomó el teléfono y marcó el número interior de Vianello. Cuando el sargento contestó, Brunetti dijo:
—Vamos a echar un vistazo a la verja.
Aunque Brunetti era hombre de ciudad, ya que no había vivido más que en Venecia, apreciaba los encantos de la Naturaleza como un hombre del campo. Siempre, desde niño, le había gustado la primavera, por la alegría que traían los primeros días cálidos tras los fríos interminables del invierno. Y también por el placer del retorno de los colores: el amarillo audaz de la forsitia, el púrpura del azafrán silvestre y el verde alegre de las hojas tiernas. Ahora mismo, por la ventanilla trasera del coche que avanzaba rápidamente por la
autostrada
en dirección al Norte, Brunetti disfrutaba contemplando estos colores. Vianello, que viajaba en el asiento del copiloto, hablaba con Pucetti del invierno insólitamente benigno que habían tenido, durante el que no se habían helado, ni destruido, las algas de la laguna, lo que significaba que éstas infestarían las playas en el verano.
Salieron de la autopista en Treviso y retrocedieron por la estatal en dirección a Roncade. Al cabo de varios kilómetros, encontraron a la derecha un indicador que apuntaba hacia la iglesia de Sant Ubaldo.
—Es por aquí, ¿verdad? —preguntó Pucetti, que había consultado el plano antes de salir de Piazzale Roma.
—Sí —contestó Vianello—, creo que está a la izquierda, a unos tres kilómetros.
—Nunca había venido por aquí —dijo Pucetti—. Es bonito esto.
Vianello asintió, pero no dijo: nada.
Al cabo de varios minutos, al volver un recodo de la estrecha carretera, avistaron a la izquierda una robusta torre de piedra. Una tapia bastante alta partía en ángulo recto de dos lados de la torre y se perdía entre los árboles de uno y otro lado que ya reverdecían.
A un golpecito de Brunetti en el hombro, Pucetti aminoró la marcha y el coche avanzó en paralelo a la tapia durante unos centenares de metros. Cuando Brunetti vio la verja, con otro golpecito, indicó a Pucetti que parase. El coche viró por el desvío de gravilla que conducía a la verja y se detuvo en perpendicular a ésta. Los tres hombres se apearon.
En el expediente del secuestro se decía que la piedra que bloqueaba la verja por el interior medía veinte centímetros de ancho en su parte más estrecha, mientras que la distancia entre barrotes, según comprobó Brunetti, era apenas mayor que la palma de la mano, no más de diez centímetros. El comisario fue hacia la izquierda siguiendo la tapia, que tenía una vez y media su altura.
—Tendrían una escalera de mano, supongo —gritó Vianello, que se había quedado delante de la verja, con los brazos en jarras, mirando hacia lo alto. Cuando Brunetti iba a contestar, oyó un coche que se acercaba por la izquierda. Era un Fiat blanco, pequeño, con dos hombres en los asientos delanteros. Al ver a Brunetti y los agentes, el conductor aminoró la marcha y ni él ni su acompañante disimularon la curiosidad ante la presencia de los hombres uniformados y el coche azul y blanco. El Fiat se alejó lentamente, mientras en sentido contrario venía otro automóvil. También éste frenó, y sus ocupantes contemplaron atentamente a los policías que estaban delante de la villa Lorenzoni.
Una escalera de mano —pensaba Brunetti— requería una furgoneta. Roberto había sido secuestrado el veintiocho de septiembre, cuando los arbustos que bordeaban la carretera todavía conservaban sus hojas otoñales y ofrecían un buen escondite para cualquier vehículo.
Brunetti volvió a la verja y se paró delante del panel de control del sistema de alarma montado en la columna de la izquierda. Sacó un papel del bolsillo, lo miró y pulsó un código de cinco cifras en la botonera del cajetín. En la parte inferior del panel se apagó la luz roja y se encendió la verde. Detrás de la columna sonó un zumbido mecánico y la verja empezó a abrirse.
—¿Cómo lo ha averiguado? —preguntó Vianello.
—Estaba en el informe del secuestro —respondió Brunetti, no sin cierta autocomplacencia por haber tenido la idea de anotar la clave. El zumbido cesó, la verja estaba abierta de par en par.
—Es propiedad privada, ¿no, comisario? —dijo Vianello, dejando que Brunetti diera el primer paso y, con él, la orden.
—Lo es —contestó Brunetti, que cruzó la verja y empezó a subir por la avenida de grava.
Vianello indicó a Pucetti con una seña que se quedara fuera y siguió a Brunetti por la avenida. Había setos de boj a cada lado, muy tupidos, paredes verdes tras las que debían de extenderse los jardines. Al cabo de unos cincuenta metros, a uno y otro lado, se alzaban arcos de piedra, y Brunetti cruzó bajo el de la derecha. Vianello, que lo seguía a cierta distancia, lo encontró parado con las manos en los bolsillos del pantalón y los faldones del abrigo recogidos a la espalda. Estaba contemplando el terreno que tenían delante, una serie de arriates elevados, en medio de pulcros senderos de grava.
Sin decir nada, el comisario dio media vuelta, cruzó la avenida y pasó bajo el otro arco, donde volvió a pararse para mirar en derredor. Aquí se repetía meticulosamente el esquema de senderos y arriates, exacto reflejo del jardín del otro lado. Jacintos, muguete y azafrán silvestre se esponjaban al sol, dando la impresión de que también a ellos les gustaría meterse las manos en los bolsillos y echar un vistazo alrededor.
Vianello se paró al lado de Brunetti.
—¿Sí, señor? —preguntó, sin comprender por qué Brunetti no hacía nada más que mirar las flores.
—Aquí no hay piedras, ¿eh, Vianello?
Vianello, que no había prestado mucha atención al panorama, contestó:
—No, señor. Ni una. ¿Por qué?
—Si no se ha cambiado el estilo del jardín, tuvieron que traerla los secuestradores, ¿no le parece?
—¿Y pasarla por encima de la tapia?
Brunetti asintió.
—La policía local inspeccionó por lo menos la parte interior de la tapia. En toda su extensión. Y no encontró anomalías, ninguna señal en el suelo. —Miró a Vianello—. ¿Cuánto cree que pesaría la piedra?
—¿Quince kilos? —estimó Vianello—. ¿Diez?
Brunetti asintió. Ninguno de los dos consideró necesario comentar las dificultades de hacer pasar algo tan pesado por encima de la tapia.
—¿Vamos a ver la casa? —preguntó Brunetti, aunque ni él ni Vianello entendieron sus palabras como una pregunta.
Brunetti volvió a cruzar bajo el arco y Vianello lo siguió. Empezaron a subir, uno al lado del otro, por la avenida que describía una curva hacia la derecha. Delante de ellos sonaban trinos alegres de un pájaro y el aire era cálido y olía a tierra ácida.
Vianello, que andaba mirándose los pies, en el primer momento sólo advirtió las piedrecitas que le saltaban a los tobillos y el polvo que le caía en los zapatos. Fue después cuando oyó el disparo, seguido rápidamente de otro. El pequeño surtidor de piedras que saltó un metro detrás del sitio en el que había estado Vianello indicaba que, de no haberse movido el sargento, el segundo proyectil hubiera hecho blanco en él. Pero aún volaban las piedras cuando Vianello ya estaba tendido a la derecha del sendero, donde lo había derribado Brunetti, que, con el impulso que llevaba, aún recorrió unos metros más allá del caído.
Maquinalmente, Vianello se puso en cuclillas y, agachado, corrió hacia el seto. La tupida pared de ramas no procuraba un escondite, sólo un fondo oscuro sobre el que su uniforme azul se destacaba menos que sobre la grava blanca.
Sonó otro disparo, y otro.
—Aquí detrás, Vianello —gritó Brunetti y, sin detenerse a mirar dónde podía estar su jefe, Vianello corrió hacia la voz, doblando el cuerpo, con la vista nublada por el miedo. De pronto, una mano le dio un fuerte tirón del brazo izquierdo. El sargento vio un hueco en el seto y se precipitó por él como una foca que sale del agua, sin poder hacer nada más que arrastrarse, en aquel momento de pánico.
Su frenético avance quedó frenado por algo duro: las rodillas de Brunetti. El sargento se apartó rodando, se puso de pie torpemente y sacó el revólver. Le temblaba la mano.
Brunetti estaba frente a él, con el revólver en la mano, junto a un pequeño hueco que había dejado en el seto la eliminación de uno de los arbustos. Se apartó del hueco.
—¿Está bien, Vianello? —preguntó.
—Sí —fue todo lo que pudo decir el sargento. Y luego—: Gracias, comisario.
Brunetti asintió, se agachó y asomó un instante la cabeza fuera de la pantalla protectora de las ramas de los árboles.
—¿Puede ver algo? —preguntó Vianello.
Brunetti lanzó un doble gruñido negativo. A su espalda, desde la verja, vibró en el aire el agudo balido en dos tonos de la sirena de la policía. Los dos hombres volvieron la cabeza tendiendo el oído para descubrir si se acercaba, pero el sonido parecía permanecer estático. Brunetti se irguió.
—¿Pucetti? —preguntó Vianello, considerando poco probable que la policía local pudiera haber llegado tan pronto.
Durante un momento, Brunetti pensó en dirigirse hacia la casa, en busca del que había disparado contra ellos, pero el sonido de la sirena le hizo recobrar el sentido de la prudencia.
—Regresemos —dijo volviéndose hacia la entrada y retrocediendo por el sendero que discurría entre los arriates elevados—. Seguramente, Pucetti habrá pedido refuerzos.
Se mantenían pegados al seto, del que no se apartaron ni cuando éste, en un brusco viraje hacia la izquierda, dejaba de estar en la línea de fuego. Ninguno de los dos se atrevía a pisar el sendero de grava. Sólo cuando estuvieron a la vista de la tapia, Brunetti se sintió lo bastante seguro como para abrirse paso, no sin dificultades, por entre las tupidas ramas y salir al sendero.
La verja estaba cerrada, pero ahora el coche de la policía estaba atravesado ante ella, bloqueándola.
Cuando estuvieron a varios metros de la verja, Brunetti gritó, dominando con la voz el persistente aullido de la sirena:
—¿Pucetti?
Detrás del coche sonó una voz en respuesta a su llamada, pero no se veía al joven policía.
—¿Pucetti? —volvió a gritar Brunetti.
—Muéstreme el arma, comisario —dijo Pucetti desde detrás del coche.