Read Nobleza Obliga Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Nobleza Obliga (14 page)

BOOK: Nobleza Obliga
10.76Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Brunetti explicó que, como casualmente había recibido la llamada que confirmaba la identificación, se había permitido informar a los padres. Su larga experiencia le aconsejaba no exteriorizar interés alguno por el caso. Preguntó con indiferencia a quién deseaba asignarlo el
vicequestore
y hasta llegó a proponer a uno de sus colegas.

—¿En qué trabaja usted ahora, Brunetti?

—En los vertidos de Marghera —respondió el comisario, con una prontitud que daba a entender que la contaminación era más importante que el asesinato.

—Ah, sí —hizo Patta: había oído hablar de Marghera—. Eso puede llevarlo la sección de uniforme.

—Por otra parte, aún tenemos que interrogar al capitán del puerto —objetó Brunetti—. Y alguien ha de revisar los registros del petrolero de Panamá.

—Que lo haga Pucetti —dispuso Patta.

Brunetti recordaba un juego al que solía jugar con sus hijos años atrás. Dejaban caer un puñado de palillos de madera del tamaño de un espagueti y el que podía sacar más, uno a uno, sin que se moviera el resto, ganaba. El secreto consistía en moverse con extrema cautela; un movimiento en falso, y todo podía desmoronarse.

—¿No le parece que podría encargarse Mariani? —sugirió Brunetti, mencionando a uno de los otros dos comisarios—. Acaba de volver de vacaciones.

—No; creo que este caso debe llevarlo usted. Al fin y al cabo, su esposa conoce a esa clase de gente, ¿verdad?

«Esa clase de gente» era una frase que desde hacía años Brunetti había oído utilizar en sentido peyorativo y con connotaciones racistas. No obstante, ahora había brotado de labios del
vicequestore
en persona, como el mayor de los elogios. Brunetti asintió vagamente, sin saber con exactitud la clase de gente que su esposa conocía ni lo que podía conocer acerca de ella.

—Bien, entonces su relación familiar puede servirle de ayuda —dijo Patta, dando a entender que ni el poder del Estado ni la autoridad de la policía contaban para algo frente a «esa clase de gente». Y tal vez estuviera en lo cierto, se dijo Brunetti.

—Lo que usted disponga —concedió, eliminando cuidadosamente de su voz toda muestra de entusiasmo—. Hablaré con Pucetti sobre el asunto de Marghera.

—Manténganos informados, a mí o al teniente Scarpa, de todo lo que haga, Brunetti —agregó Patta, casi distraídamente.

—Sí, señor, por supuesto —convino el comisario, con la más vacua de las promesas que había hecho en mucho tiempo. Al ver que Patta no tenía nada más que decirle, Brunetti se levantó y salió del despacho.

Cuando cerraba la puerta, la
signorina
Elettra preguntó:

—¿Ha podido convencerlo de que le encargue del caso?

—¿Convencerlo? —repitió Brunetti, sorprendido de que, después del tiempo que llevaba trabajando para Patta, esta muchacha aún pensara que su jefe era sensible a la razón o a la persuasión.

—Diciéndole lo muy ocupado que estaba en otras cosas, por supuesto —dijo ella, pulsando una tecla del ordenador que tuvo el efecto de poner en movimiento a la impresora.

Brunetti no pudo menos que sonreírle.

—He llegado a pensar que tendría que recurrir a la violencia en mi negativa a aceptar el caso.

—Debe de estar muy interesado en él, comisario.

—Lo estoy.

—Entonces esto le interesará —dijo ella, inclinándose para recoger varias hojas de la bandeja de la impresora y acercándoselas al comisario.

—¿Qué es esto?

—La lista de todas las ocasiones en las que algún Lorenzoni ha sido objeto de nuestra atención.

—¿Nuestra?

—De las fuerzas del orden.

—¿Y eso comprende?

—A nosotros, los
carabinieri,
la policía de Aduanas y la de delitos económicos.

Brunetti la miró con fingido asombro.

—¿Tenemos acceso al Servicio Secreto,
signorina?

Ella, imperturbable, respondió:

—No, señor, a menos que sea indispensable. Se trata de un contacto del que no quiero abusar.

Brunetti observaba sus ojos, buscando la señal de que bromeaba. No sabía qué sería más inquietante, si averiguar que le decía la verdad o el hecho de que él no pudiera descubrir la diferencia.

Frente a tan persistente ecuanimidad, optó por no insistir y miró los papeles. La primera anotación databa de tres años antes: Roberto había sido arrestado por conducir bajo los efectos del alcohol. El caso se había saldado con una pequeña multa.

Antes de que pudiera seguir leyendo, ella aclaró:

—No he incluido nada relacionado con el secuestro. Con eso estoy haciendo una nota aparte, para mayor claridad.

Brunetti movió la cabeza afirmativamente y se fue. Leía por la escalera, camino de su despacho. En la Navidad del mismo año —precisamente el día de Navidad—, un camión propiedad de la empresa de transportes Lorenzoni había sido robado en la Autopista 8, cerca de Salerno. La carga consistía en material de laboratorio de fabricación alemana valorado en doscientos cincuenta millones de liras. El camión fue recuperado, pero la carga no.

Cuatro meses después, una inspección de aduanas aleatoria practicada en un camión Lorenzoni reveló que en el manifiesto de carga se declaraba sólo la mitad del número de prismáticos húngaros que transportaba el camión. Se impuso una multa que fue pagada rápidamente. Durante el período de un año, los Lorenzoni no habían sido objeto de la atención de la policía. Luego, Roberto estuvo implicado en una riña de discoteca. No se presentaron cargos criminales, pero sí una demanda civil que los Lorenzoni resolvieron con el pago de doce millones de liras a un muchacho que durante la pelea había sufrido fractura de la nariz.

Y eso era todo, no había más. Durante los ocho meses transcurridos entre la pelea en la discoteca y el secuestro, ni Roberto ni su familia ni ninguna de sus muchas empresas habían existido para ninguna de las múltiples fuerzas policiales que vigilaban el país y a sus habitantes. Y entonces, como un rayo en un cielo sereno, el secuestro. Dos notas, un llamamiento televisado a los secuestradores y luego silencio. Hasta que en un campo próximo a Belluno había aparecido el cadáver del muchacho.

Ya mientras lo pensaba, Brunetti se preguntó por qué siempre, desde el principio, mentalmente, llamaba a Roberto «muchacho». Al fin y al cabo, en el momento del secuestro y, presumiblemente, de su muerte que, al parecer, había ocurrido poco después, ya había cumplido veintiún años. Brunetti trató de recordar cómo se referían a él las distintas personas con las que había hablado: la novia había mencionado sus bromas y su egoísmo; el conde Orazio se había mostrado casi condescendiente; y la madre lloraba a su niño.

Interrumpió sus pensamientos la entrada de Vianello.

—He decidido ir a Belluno con usted, Vianello. ¿Cree que podrá conseguirnos un coche?

—Algo mejor que eso, comisario —respondió el sargento con una amplia sonrisa—. Precisamente de ello venía a hablarle.

Brunetti, consciente de lo que se esperaba de él, dijo:

—Le escucho.

—Bonsuan —fue la enigmática respuesta del sargento.

—¿Bonsuan?

—Sí, señor. Él puede encargarse del transporte.

—No sabía yo que hubieran construido un canal.

—Su hija, comisario.

Brunetti sabía que el mayor orgullo de Bonsuan era haber mandado a la universidad a sus tres hijas, que ahora eran, respectivamente, médica, arquitecta y abogada.

—¿Cuál de ellas?

—Analisa, la arquitecta —respondió Vianello y, sin esperar la pregunta de Brunetti, aclaró—: También es piloto. Un amigo suyo tiene una Cesna en el Lido. Esta tarde tiene que ir a Udine y puede dejarnos en Belluno, si usted quiere.

—Pues vamos —dijo Brunetti, contagiándose del entusiasmo de Vianello ante la idea de la excursión aérea.

Analisa resultó tan buen piloto en el aire como lo era su padre en el agua. Brunetti y Vianello, entusiasmados por la novedad, tuvieron la nariz pegada al cristal de la ventanilla de la avioneta durante la mayor parte de los veinticinco minutos que duró el vuelo. En el curso de aquel viaje, Brunetti hizo dos descubrimientos: el primero, que Alitalia se había negado a contratar a Analisa por ser licenciada en arquitectura, ya que su nivel de estudios hubiera «violentado a los otros pilotos», y el segundo, que amplias zonas de tierra situadas en torno a Vittorio Véneto estaban consideradas por los militares «Pío XII», lo que en su jerga significaba
proibito,
por lo que no podían sobrevolarse. La avioneta siguió, pues, la costa adriática y sobre Pordenone viró bruscamente hacia el noroeste en dirección a Belluno. A sus pies, el color de la tierra pasaba del ocre al marrón y al verde, y luego al siena de los campos aún en barbecho y de las anchas franjas recién plantadas; aquí y allá, brotaba la floración pastel de los frutales, y ráfagas de viento lanzaban nubes de pétalos a la avioneta.

Ivo Barzan, el comisario que se había encargado del traslado del cadáver de Roberto Lorenzoni del campo al hospital y había llamado a la policía de Venecia, los esperaba en el campo de aviación.

Él los llevó, primero, a casa del doctor Litfin y fue con ellos hasta el oscuro rectángulo, situado cerca del grupo de árboles. Una solitaria gallina castaña picoteaba afanosamente la tierra removida de la somera fosa, indiferente a las cintas rojas y blancas que la circundaban, sacudidas por el viento. No se había encontrado ninguna bala, les dijo Barzan, a pesar de que los
carabinieri
habían explorado dos veces el lugar con detectores de metales.

Mientras miraba la fosa y oía cómo la gallina arañaba y picoteaba la tierra, Brunetti se preguntó qué aspecto habría tenido este lugar cuando había muerto el muchacho, si realmente había muerto aquí. En invierno, estaría triste y apagado; en otoño, por lo menos, habría algo de vida. Pero, apenas hubo formulado la idea, le pareció una estupidez. Si al extremo del campo te espera la muerte, poco importa que el suelo que pisas esté cubierto de barro o de flores. Hundió las manos en los bolsillos y se volvió de espaldas a la fosa.

Barzan les dijo que ninguno de los vecinos había podido decir algo útil a la policía. Una anciana insistía en que el muerto era su marido, al que había envenenado el alcalde, que era comunista. Nadie recordaba haber visto algo fuera de lo corriente, aunque Barzan tuvo el detalle de añadir que le parecía poco probable que alguien pudiera ser de gran ayuda, cuando la policía no podía hacer preguntas más específicas que la de si alguien había visto algo extraño dos años atrás.

Brunetti habló con los que vivían al otro lado de la carretera, un matrimonio de más de ochenta años, que quiso compensar su falta de memoria con el ofrecimiento de café, que los tres policías aceptaron, bien aderezado de azúcar y grappa.

El doctor Bortot, que los esperaba en su despacho del hospital, dijo que poco podía agregar al informe que había enviado a Venecia. Todo estaba allí: el agujero de la base del cráneo, la ausencia de un orificio de salida bien definido, el considerable deterioro de los órganos internos.

—¿Deterioro? —preguntó Brunetti.

—Los pulmones, por lo que pude apreciar. Ese chico debía de fumar como una chimenea y desde hacía bastantes años —dijo Bortot, interrumpiéndose para encender un cigarrillo—. Y también el bazo —empezó, y se detuvo—. El daño puede ser el natural, debido a la exposición que, por otra parte, no explica por qué es tan pequeño. Pero es difícil determinar estas cosas, cuando el cuerpo ha estado en tierra tanto tiempo.

—¿Más de un año? —preguntó Brunetti.

—Es lo que yo calculo. ¿Se trata del chico Lorenzoni?

—Sí.

—Bien, en tal caso, el tiempo coincide. Si lo mataron no mucho después de llevárselo, haría poco menos de dos años, y eso es lo que yo calculo. —Aplastó el cigarrillo—. ¿Tienen ustedes hijos?

Los tres policías asintieron.

—Pues entonces… —dijo Bortot dejando la frase sin terminar. Luego les pidió que lo disculparan, aduciendo que aquella tarde tenía que hacer otras tres autopsias.

Barzan, con estimable generosidad, les ofreció los servicios de su chófer para el regreso a Venecia, y Brunetti, cansado de aquel escenario de muerte, aceptó su ofrecimiento. Ni él ni Vianello tuvieron mucho que decirse mientras viajaban hacia el Sur, por más que Brunetti hubiera podido comentar cómo le chocaba el que, visto desde la ventanilla de un coche, el paisaje perdiera tanto interés. Y tampoco desde tierra se advertía qué lugares eran
«Zona Proibita».

Capítulo 15

Tal como Brunetti esperaba, los diarios de la mañana se cebaban en el caso Lorenzoni con una voracidad de lobos. Dando por descontado que sus lectores eran incapaces de recordar incluso los detalles más importantes de un suceso ocurrido hacía año y medio —suposición que Brunetti consideraba acertada—, cada crónica empezaba por el relato del secuestro. Según las versiones, Roberto era «el primogénito», «el sobrino» o el «único hijo» de la familia Lorenzoni, y el secuestro había tenido lugar en Mestre, en Belluno o en Vittorio Véneto. Por lo visto, no eran los lectores los únicos que habían olvidado los detalles.

Seguramente por no haber podido conseguir copia del informe de la autopsia, los redactores no adornaban la exposición de los hechos con los macabros detalles que solían prodigar en los casos de exhumación y se contentaban con meros «restos humanos» y «avanzado estado de descomposición». Durante la lectura, Brunetti advirtió con alarma su propia decepción por tan sobrio lenguaje, temiendo que su paladar se hubiera habituado ya a condimentos más fuertes.

Cuando llegó a su despacho encontró encima de la mesa un sobre acolchado color marrón, a su nombre, que contenía una videocasete. Llamó por teléfono a la
signorina
Elettra.

—¿Es la cinta de la RAI? —preguntó.

—Sí,
dottore.
La enviaron ayer tarde.

Miró el sobre, que no parecía haber sido abierto.

—¿La ha visto? —preguntó.

—No, señor. No tengo aparato de vídeo.

—¿De tenerlo, la hubiera puesto?

—Naturalmente.

—¿Quiere que bajemos a verla al laboratorio?

—Encantada —dijo ella, y colgó.

La encontró esperándolo en la puerta del laboratorio de la planta baja. Hoy llevaba un pantalón vaquero tan gastado como bien planchado y, acentuando el aire de informalidad, unas botas de vaquero de tacón inclinado y amenazadora punta. Una blusa de crespón de seda natural infundía feminidad en el conjunto y el sobrio moño que recogía su cabellera ponía la nota profesional.

BOOK: Nobleza Obliga
10.76Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Power Down by Ben Coes
Shy by Grindstaff, Thomma Lyn
Doll by Nicky Singer
Friends and Lovers by Tara Mills
Marrying Ameera by Rosanne Hawke
Imperial Guard by Joseph O'Day
Homecoming by Cooper West