Brunetti comprendió, e inmediatamente levantó la mano, para demostrar que aún empuñaba el revólver.
Pucetti, al comprobarlo, salió de detrás del coche, con su propia arma en la mano, pero apuntando al suelo. Metió la mano por la ventanilla del coche y la sirena enmudeció. En el repentino silencio, el agente dijo:
—Quería asegurarme, comisario.
—Bien hecho —respondió Brunetti, preguntándose si a él se le hubiera ocurrido prevenir la eventualidad de una toma de rehenes—. ¿Ha llamado a la policía local?
—Sí, señor. Hay un puesto de
carabinieri
a la entrada de Treviso. No tardarán. ¿Qué ha pasado?
—Han empezado a dispararnos cuando íbamos por la avenida.
—¿Han visto quiénes eran? —preguntó Pucetti.
Brunetti movió negativamente la cabeza y Vianello dijo:
—No.
La siguiente pregunta del joven oficial quedó cortada por el sonido de otra sirena, ésta procedente de Treviso.
Brunetti, alzando la voz, cantó los números de la clave de la verja a Pucetti, que fue pulsándolos. La verja empezó a abrirse y, antes de que Brunetti pudiera sugerirlo, Pucetti subió al coche, hizo marcha atrás y lo situó de través en medio de las puertas, rozando una de ellas con el parachoques delantero y dejando al otro lado espacio suficiente para que se pudiera pasar.
En el jeep que paró detrás del coche venían dos
carabinieri.
El conductor bajó el cristal de su ventanilla.
—¿Qué ocurre? —inquirió, dirigiendo la pregunta a los tres hombres. Era un individuo de cara angulosa y cetrina que hablaba en un tono de voz tranquilo, como si fuera perfectamente normal recibir el aviso de que alguien disparaba contra la policía.
—Alguien ha empezado a disparar desde ahí arriba —explicó Brunetti.
—¿Saben quiénes son ustedes? —preguntó el
carabiniere.
Ahora se percibía más claramente el acento. Sardo. Quizá estaba acostumbrado a recibir esta clase de llamadas. No hizo ademán de bajar del coche.
—No —contestó Vianello—. ¿Es que eso cambia las cosas?
—Han tenido tres robos. Y luego el secuestro. Por eso, al ver a alguien subir por la avenida, es lógico que dispararan. Es lo que haría yo.
—¿Contra esto? —dijo Vianello dándose una palmada en el uniforme con un ademán un tanto melodramático.
—Contra eso —replicó el
carabiniere
señalando el revólver que Brunetti aún tenía en la mano.
Ahora intervino el comisario.
—Lo cierto es que nos han disparado, agente. —Tuvo que morderse la lengua para no decir más.
Por toda respuesta, el
carabiniere
retiró la cabeza de la ventanilla, subió el cristal y sacó un teléfono móvil. Brunetti le vio marcar un número mientras, a su espalda, Pucetti suspiraba:
—
Gesù bambino.
Después de una breve conversación, el
carabiniere
tecleó otro número. Esperó un momento, estuvo hablando un rato, luego escuchó, asintió dos veces, pulsó otro botón y se inclinó hacia adelante para dejar el teléfono en el salpicadero. Después bajó el cristal.
—Ya pueden entrar —dijo señalando la verja con la barbilla.
—¿Qué? —hizo Vianello.
—Ya pueden entrar. Les he llamado, he dicho quiénes eran y me han dicho que pueden entrar.
—¿Con quién ha hablado? —preguntó Brunetti.
—Con el sobrino, ¿cómo se llama?
—Maurizio —dijo Brunetti.
—Sí. Está dentro y me ha dicho que ahora que sabe quiénes son no les disparará. —Como ninguno de ellos se movía, el
carabiniere
instó—: Adelante, no hay peligro. No volverán a disparar.
Brunetti y Vianello se miraron, y el comisario indicó a Pucetti con una seña que se quedara junto al coche. Sin decir nada al
carabiniere,
los dos hombres volvieron a cruzar la verja y a subir por la avenida de grava. Esta vez, mientras caminaban, Vianello iba mirando hacia uno y otro lado.
Los dos hombres se alejaron por la avenida en silencio.
Por el recodo que tenían delante apareció un hombre, en el que Brunetti reconoció a Maurizio, el sobrino. No llevaba ninguna arma.
La distancia entre los tres hombres fue reduciéndose.
—¿Por qué no han avisado? —gritó Maurizio cuando estaban todavía a unos diez metros—. Nunca había visto cosa tan estúpida. Fuerzan la verja y se meten por la avenida. Tienen suerte de que ninguno esté herido.
Brunetti tenía un oído infalible para detectar las bravatas.
—¿De ese modo recibe a todas sus visitas,
signor
Lorenzoni?
—A las que revientan la verja, sí.
—No se ha reventado nada —dijo Brunetti.
—La clave, sí —replicó Maurizio—. Sólo la sabe la familia. Y los que se colaron en la casa.
—Además de los que se llevaron a Roberto —agregó Brunetti en tono coloquial.
Maurizio no tuvo tiempo de disimular su asombro.
—¿Qué? —inquirió.
—Creo que ya me ha oído,
signore.
Los hombres que secuestraron a Roberto.
—No sé qué quiere decir —dijo Lorenzoni.
—La piedra —explicó Brunetti.
—No sé de qué habla.
—La piedra que bloqueaba la verja. Pesaba más de diez kilos.
—Sigo sin entenderle.
En lugar de explicárselo, Brunetti preguntó con naturalidad:
—¿Tiene permiso para portar revólver,
signor
Lorenzoni?
—Claro que no —dijo el joven sin tratar de disimular su creciente indignación—. Pero tengo licencia de caza.
Brunetti comprendió que eso explicaba la rociada de piedras que había saltado a los pies de Vianello.
—¿Así que utilizó una escopeta de caza? Para disparar a personas.
—Han sido disparos de advertencia —puntualizó Maurizio—. Nadie está herido. Además, todo el mundo tiene derecho a defender su propiedad.
—¿Es propiedad suya la villa? —preguntó Brunetti con átona cortesía.
Observó cómo Lorenzoni se tragaba una respuesta áspera. Cuando al fin habló fue sólo para decir:
—Es propiedad de mi tío. Usted lo sabe.
A su espalda, en la verja, se oyó el ronquido de un motor al arrancar y el sonido de un vehículo que se alejaba: el
carabiniere,
cansado de esperar, dejaba gustoso el asunto en manos de la policía de Venecia.
La pausa dio tiempo a Lorenzoni para recuperar el aplomo.
—¿Cómo han entrado? —preguntó a Brunetti.
—Con la clave. Estaba en el informe del secuestro de su primo.
—No tienen derecho a entrar aquí sin una orden judicial.
—Ese trámite suele aplicarse únicamente cuando la policía persigue a un sospechoso con métodos ilegales,
signor
Lorenzoni. Aquí no veo a ningún sospechoso. ¿Usted sí? —La sonrisa de Brunetti era perfectamente natural—. Supongo que su escopeta estará inscrita en el registro de la policía local y que su licencia de caza estará al día.
—No creo que eso sea asunto suyo —replicó Lorenzoni.
—No me gusta que me disparen,
signor
Lorenzoni.
—Yo no le he disparado, ya le he dicho que eran disparos de advertencia.
Durante la conversación, Brunetti había estado pensando cuál sería la inevitable reacción de Patta si se enteraba de que su comisario había sido sorprendido entrando ilegalmente en la propiedad de un empresario rico e influyente.
—Quizá la razón no esté de parte de ninguno de los dos,
signor
Lorenzoni —dijo finalmente.
Era evidente que Lorenzoni no sabía si tomar estas palabras como una disculpa. Brunetti miró a Vianello.
—¿Qué dice usted, sargento? ¿Se le ha pasado el susto?
Pero entonces, adelantándose a la respuesta del sargento, Lorenzoni dio un paso adelante y puso la mano en el antebrazo de Brunetti. Su sonrisa le hacía parecer mucho más joven.
—Lo siento, comisario. Estaba solo en la casa y cuando se ha abierto la verja me he asustado.
—¿No ha pensado que podía ser alguien de la familia?
—Mi tío, no, porque me había llamado desde Venecia hacía veinte minutos. Y es el único que conoce la clave. —Dejó caer la mano, retrocedió un paso y dijo—: Y tenía muy presente lo que le ocurrió a Roberto. Pensé que habían vuelto y que esta vez venían a por mí.
El miedo tiene su lógica, esto lo sabía Brunetti, por lo que era posible que el joven dijera la verdad.
—Sentimos haberle asustado,
signor
Lorenzoni —dijo—. Hemos venido a echar un vistazo al lugar en el que ocurrió el secuestro. —Vianello, interpretando la actitud de Brunetti, rubricó sus palabras moviendo la cabeza de arriba abajo con vehemencia.
—¿Por qué? —preguntó Lorenzoni.
—Para ver si algo se les había pasado por alto.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, el hecho de que ha habido tres robos en la casa. —Como Lorenzoni no hacía ningún comentario, Brunetti preguntó—: ¿Cuándo ocurrieron, antes o después del secuestro?
—Uno fue antes. Los otros dos, después. Del último hace sólo dos meses.
—¿Qué robaron?
—La primera vez, sólo cubiertos de plata del comedor. Uno de los jardineros vio una luz y entró a ver qué pasaba. Saltaron la tapia.
—¿Y las otras dos veces? —preguntó Brunetti.
—La segunda fue durante el secuestro. Es decir, después de que desapareciera Roberto, pero antes de que dejaran de llegar las peticiones de rescate. Nosotros estábamos todos en Venecia. Los ladrones debieron de entrar saltando la tapia y esta vez se llevaron varios cuadros. Hay una caja fuerte en el suelo de uno de los dormitorios, pero no la encontraron. Por eso dudo de que fueran profesionales. Probablemente, drogadictos.
—¿Y la tercera vez?
—Ocurrió hace dos meses. Estábamos aquí todos, mis tíos y yo. Me desperté en plena noche, no sé por qué, quizá había oído algo. Salí a la escalera y oí moverse a alguien en la planta baja. Bajé al estudio de mi tío y saqué la escopeta.
—¿La misma que ha usado hoy? —preguntó Brunetti.
—Sí. No estaba cargada, pero entonces yo no lo sabía. —Lorenzoni sonrió un poco cohibido al confesarlo y prosiguió—: Fui a lo alto de la escalera, encendí las luces de la planta baja y les grité. Luego bajé la escalera apuntando con la escopeta.
—Fue usted muy valiente —dijo Brunetti con sinceridad.
—Creí que la escopeta estaba cargada.
—¿Qué pasó?
—Nada. Cuando llegué a la mitad de la escalera, oí un portazo y luego ruidos en el jardín.
—¿Qué clase de ruidos?
Lorenzoni fue a contestar, se contuvo un momento y dijo:
—No sé. Estaba tan asustado que no tenía ni idea de lo que oí. —Como ni Brunetti ni Vianello denotaran sorpresa, agregó—: Tuve que sentarme en la escalera, de lo asustado que estaba.
La sonrisa de Brunetti era comprensiva.
—Menos mal que no sabía que la escopeta no estaba cargada.
Lorenzoni parecía no saber cómo interpretar estas palabras hasta que Brunetti le puso una mano en el hombro y dijo:
—No son muchos los que hubieran tenido el valor de bajar por esa escalera, puede creerme.
—Mis tíos han sido muy buenos conmigo —dijo Lorenzoni a modo de explicación.
—¿Llegó a saberse quién había sido? —preguntó Brunetti.
Lorenzoni movió la cabeza negativamente.
—No. Vinieron los
carabinieri
e inspeccionaron el terreno, hasta sacaron moldes de escayola de unas huellas de pisadas que encontraron al pie de la tapia. Pero ya saben lo que ocurre en estos casos —suspiró—. No hay nada que hacer. —Como si de repente hubiera recordado con quién estaba hablando, agregó—: No quería decir eso.
Brunetti, que pensaba que sí lo había querido decir, desestimó la observación con un ademán y preguntó:
—¿Qué le ha hecho pensar que nosotros podíamos ser los secuestradores que volvían?
Mientras hablaban, Lorenzoni los llevaba lentamente hacia la casa. Cuando doblaron el último recodo de la avenida, apareció de pronto el edificio, una estructura central de tres plantas con dos alas más bajas que se extendían a cada lado. Los bloques de piedra utilizados en su construcción tenían un suave resplandor rosado a los débiles rayos del sol. La luz de la tarde se reflejaba en las ventanas altas.
Recordando de pronto su condición de anfitrión, Lorenzoni preguntó:
—¿Desean tomar algo?
Por el rabillo del ojo, Brunetti observó el mal disimulado asombro de Vianello. Primero trata de matarnos y ahora nos ofrece una copa.
—Es muy amable, pero no. Lo que me gustaría es que me dijera todo lo que pueda de su primo.
—¿De Roberto?
—Sí.
—¿Qué quiere que le diga?
—Qué clase de persona era. Qué clase de bromas le gustaban. Qué clase de trabajo hacía para la empresa. Esas cosas.
Aunque la serie de preguntas parecía un tanto heterogénea, incluso para el mismo Brunetti, Lorenzoni no pareció sorprendido.
—Era… —empezó—. No sé cómo decirlo para que suene bien. No era ni mucho menos una persona complicada.
Se interrumpió. Brunetti esperaba, curioso por descubrir qué otros eufemismos utilizaría el joven.
—Era útil a la empresa porque presentaba siempre
una bella figura,
por lo que mi tío podía enviarlo para que representara a la empresa en cualquier parte.
—¿En negociaciones? —preguntó Brunetti.
—Oh, no —respondió Lorenzoni rápidamente—. Lo suyo eran los actos de sociedad, como llevar a los clientes a cenar o enseñarles la ciudad.
—¿Qué otras cosas hacía?
Lorenzoni reflexionó unos instantes.
—Mi tío lo enviaba a entregar documentos importantes. Por ejemplo, cuando quería asegurarse de que un contrato llegaba a su destino rápidamente, lo llevaba Roberto.
—¿Y luego pasaba varios días allí donde fuera?
—Sí, a veces —respondió Lorenzoni.
—¿Iba a la universidad?
—Se matriculó en la
facoltà
de
Economía Commerciale.
—¿Dónde?
—Aquí, en Cà Foscari.
—¿Cuánto tiempo llevaba matriculado?
—Tres años.
—¿Cuántas asignaturas había aprobado?
La verdad, si Lorenzoni la sabía, no salió de sus labios.
—No lo sé. —Con esta última pregunta, Brunetti había roto cualquier sintonía que pudiera haber establecido su reacción a las palabras con que el joven había confesado su miedo—. ¿Por qué quiere saber todo esto? —preguntó.
—Deseo hacerme una idea de la clase de persona que era Roberto —respondió Brunetti con absoluta sinceridad.