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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

Noche Eterna (11 page)

BOOK: Noche Eterna
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Ellie acabó comprando un cuadro pequeño, una escena veneciana. El artista nos caló en el acto y le cobró lo que al cambio resultaron ser unas seis libras. Lo curioso es que para Ellie aquel cuadrito de seis libras tenía tanto valor como el cuadro de Cezanne.

Lo mismo ocurrió otro día en París. Sin venir a cuento, me comentó: «Sería muy divertido comprarnos una barra de pan bien crujiente y comérnosla con mantequilla y uno de esos quesos envueltos en hojas.»

Lo hicimos, y creo que Ellie lo disfrutó más que la cena del día anterior por la que pagamos veinte libras. Al principio no podía entenderlo, pero después comencé a verlo más claro. Comencé a comprender que estar casado con Ellie no era sólo pasarlo bien y divertirse. Tenías que aplicarte, tenías que aprender a comportarte en un restaurante, saber los platos que debías pedir y las propinas que debías dar y cuando, por alguna razón, tenías que dar más propina de lo habitual; tenías que aprender de memoria el vino que se tomaba con cada plato. La mayoría de estas cosas las aprendía mirando. No podía preguntárselo a Ellie porque era una de esas cosas que no entendía. Me hubiera dicho: «Querido Mike, tú pide lo que quieras. ¿Qué más te da si los camareros creen que tendrías que haber pedido el vino adecuado al plato que vas a comer?» A ella no le importaba porque le era algo natural, pero a mí sí que me importaba porque no podía hacer lo que quería. A mí no me resultaba natural. Lo mismo pasaba con la ropa. En eso, Ellie me echaba una mano porque me entendía mejor. Me llevó a las sastrerías adecuadas y me dijo que les dejara que me vistieran.

Por supuesto, seguía sin encajar del todo. Pero eso no tenía mucha importancia. Le había cogido el tranquillo, al menos lo suficiente para tratar con personas como el viejo Lippincott y, supongo, para enfrentarme a la madrastra de Ellie y a los tíos cuando hicieran su aparición, aunque todo esto no significaría nada en el futuro. Cuando la casa estuviera acabada y viviéramos allí, estaríamos bien lejos de toda esta gente. Sería nuestro reino. Miré a Greta. Me pregunté qué pensaría de verdad sobre nuestra casa. De todas maneras, era lo que yo quería. Me satisfacía plenamente. Quería ir con mi coche por mi camino particular entre los árboles que conducía hasta una pequeña cala que sería nuestra playa privada a la que nadie podía acceder desde tierra. Bañarse allí sería mil veces mejor que estar en una playa con otro millar de personas. No quería todas las cosas insensatas de la riqueza. Quería, ésta era mi palabra favorita: quería, quería... Notaba como el sentimiento crecía dentro de mí. Quería una mujer maravillosa, una casa maravillosa llena de cosas maravillosas, que no se pareciera en nada a las casas de los demás. Cosas que fueran mías. Todo sería mío.

—Estás pensando en nuestra casa —dijo Ellie.

Al parecer, Ellie había repetido dos veces que era el momento de pasar al comedor. La miré con afecto.

Aquella noche, mientras nos vestíamos para cenar, Ellie me preguntó con un leve tono de duda:

—Mike, te gusta Greta, ¿verdad?

—Claro que sí.

—No podría soportar que no te gustara.

—Pero si me gusta —protesté—. ¿Por qué crees lo contrario?

—No lo sé muy bien. Lo creo porque casi no la miraste, incluso cuando hablabas con ella.

—Bueno, supongo que fue porque me sentía un poco nervioso.

—¿Nervioso por estar con Greta?

—Sí, te impone respeto —respondí, y le conté aquello de que Greta me había parecido una valkiria.

—No es tan gorda como las que actúan en las óperas —comentó Ellie con una carcajada. Me sumé a sus risas.

—A ti te parece todo muy bien porque hace años que la conoces —manifesté—. Pero ella es un poco... bueno, quiero decir que es muy eficiente, práctica y sofisticada. —Me las arreglé como pude con un montón de palabras que no me parecían del todo adecuadas. Entonces, añadí sin más—: Me siento como si estuviera en desventaja.

—¡Oh. Mike! —exclamó Ellie contrita—. Sé que tenemos muchas cosas de que hablar. Muchos recuerdos agradables. Comprendo que en algún momento puedas sentirte un poco excluido, pero muy pronto llegaréis a ser amigos. Le caes bien y le gustas mucho. Me lo dijo.

—Mira, Ellie, eso es algo que ella te diría de todas maneras.

—De ninguna manera. Greta no tiene pelos en la lengua. Tú ya oíste algunas de las cosas que dijo hoy.

Era verdad que Greta no se había contenido durante la comida. Entre otras muchas cosas, me había manifestado:

—Ha tenido que parecerte extraño que respaldara a Ellie cuando yo ni siquiera te conocía, pero me sentía tan furiosa, tan enojada con la vida que ellos le hacían llevar. Todos unidos en una piña con su dinero y sus ideas tradicionales. Ellie nunca tuvo la oportunidad de divertirse por su cuenta, de ir allí donde le apetecía y hacer lo que quería. Deseaba rebelarse, pero no sabía cómo nacerlo. Sí, de acuerdo, fue así como la animé. Le sugerí que viniera a Inglaterra y comenzará a buscar casa. Le dije que cuando cumpliera los veintiuno podría comprarse una casa para ella sola y decirle adiós a toda aquella pandilla de Nueva York.

—Greta siempre ha tenido unas ideas francamente maravillosas —afirmó Ellie—. Se le ocurren cosas que a mí ni siquiera se me pasarían por la cabeza.

¿Cuáles eran las palabras que me había dicho Lippincott? «Ella tiene mucha influencia sobre Ellie». Me pregunté si era cierto. Por extraño que parezca no me lo creía, ya que tenía la sensación de que en Ellie había algo que ni siquiera Greta, que la conocía tan bien, acababa de comprender a fondo. Estaba seguro de que Ellie sólo aceptaba aquellas ideas que cuadraban con aquello que estaba dispuesta a hacer. Greta había predicado la rebelión, pero eso era algo que Ellie ya estaba dispuesta a hacer, sólo que no sabía por donde empezar. Sin embargo, ahora que yo la conocía mejor, me daba cuenta de que Ellie era una de aquellas personas muy sencillas, pero dotadas de una fortaleza insospechada. Creía que Ellie era muy capaz de plantar cara por sí misma si eso era lo que quería. La cuestión era que no lo deseaba muy a menudo, y me di cuenta de lo difícil que resultaba entender a las personas, aunque se tratara de Ellie, Greta o incluso mi madre, que tenía aquella manera de mirarme con el miedo reflejado en los ojos.

También me pregunté cómo sería Lippincott. Lo comenté mientras tomábamos el postre.

—Mr. Lippincott parece haber aceptado nuestro matrimonio sin mayores inconvenientes. No niego que me sorprendió.

—Mr. Lippincott es un viejo zorro —opinó Greta.

—Siempre dices lo mismo, Greta —intervino Ellie—, pero creo que es un encanto. Muy estricto, correcto y todas esas cosas.

—Tú piensa lo que quieras —replicó Greta—, pero yo no me fío ni un pelo.

—¡No te fías! —exclamó mi esposa.

Greta meneó la cabeza.

—Lo sé. Es el vivo ejemplo de la respetabilidad y de la honradez. Es todo lo que debe ser un administrador y un abogado.

—¿Quieres decir que ha malversado mi fortuna? —replicó Ellie, que no pudo evitar la carcajada—. No seas tonta, Greta. Hay miles de auditorías, controles bancarios y todas esas cosas.

—Supongo que es honrado —admitió Greta—, pero ésa es precisamente la clase de gente que comete los fraudes. Los de más confianza. Después todo el mundo dice: «Nunca hubiera pensado eso de Mr. A o Mr. B; sería la última persona en el mundo». Sí, eso es lo que dicen, la última persona en el mundo.

Ellie comentó pensativamente que, para ella, el tío Frank sí que era capaz de meterse en chanchullos de esa clase. Pero no me pareció que la posibilidad la preocupara ni la sorprendiera más de la cuenta.

—La verdad es que tiene toda la pinta de ser un timador —manifestó Greta—, algo que sin duda es una desventaja. Tanto buen humor y tanta bondad. No creo que nunca llegue a ser un estafador de altos vuelos.

—¿Es el hermano de tu madre? —le pregunté a Ellie, porque nunca terminaba de aclararme del todo con sus parientes.

—Era el marido de la hermana de mi padre. Ella le dejó para casarse con otro. Murió hace cosa de seis o siete años. El tío Frank continuó como uno más de la familia.

—Son tres —añadió Greta siempre dispuesta a ayudar—. Tres sanguijuelas dispuestas a chuparle la sangre a esta niña. Los tíos carnales de Ellie murieron, uno en Corea y el otro en un accidente, así que a ella sólo le quedaban una madrastra bastante cascada, el tío Frank, que es un vividor, y su primo Reuben a quien ella llama tío, pero que sólo es su primo. Después están Andrew Lippincott y Stanford Lloyd.

—¿Quién es Stanford Lloyd? —pregunté asombrado.

—Otro de los administradores, ¿no es así, Ellie? Creo que se encarga de tus inversiones y cosas por el estilo. La verdad es que no tiene un trabajo muy difícil porque cuando se tiene tanto dinero como Ellie, las cosas marchan por sí solas. Como dice el refrán: «El dinero llama al dinero». Estos son los integrantes del grupo principal —añadió Greta—, y no tengo ninguna duda de que los conocerás muy pronto. Vendrán todos en masa para echarte una ojeada.

Solté un gemido y miré a Ellie suplicando su ayuda.

—No te preocupes, Mike, luego se irán —me tranquilizó Ellie con una voz muy amable y cariñosa.

Capítulo XII

Vinieron, aunque ninguno se quedó mucho tiempo, al menos aquella vez, en la primera visita. Vinieron para echarme una ojeada. Me resultó difícil entenderlos porque todos ellos eran norteamericanos y no estaba habituado a su trato. Algunos eran bastante agradables. Por ejemplo, el tío Frank, se ajustaba a la opinión de Greta, pero no te podías fiar de él ni un pelo. Había conocido a otros como él en Inglaterra. Era un hombre corpulento con un poco de barriga y grandes bolsas bajo los ojos que le daban un aspecto disipado que no estaba muy lejos de la verdad. Tenía buen ojo para las mujeres y mejor todavía para pillar las oportunidades al vuelo. Me pidió dinero un par de veces, cantidades pequeñas, sólo para los gastos del día. Creo que no me lo pidió porque le hiciera falta, sino para ponerme a prueba y averiguar si yo era un tacaño. A mí me preocupaba porque no sabía muy bien como enfocarlo. Hubiese sido mejor negarme rotundamente y hacerle saber que era un avaro o asumir la apariencia de un manirroto, algo que distaba mucho de ser. Decidí que el tío Frank podía irse al infierno.

Cora, la madrastra de Ellie, era la que más me interesaba. Era una cuarentona de buen ver, con el pelo teñido y modales un tanto efusivos. Con Ellie se mostró como la dulzura personificada.

—Olvídate de las cartas que te escribí, Ellie —le dijo—. Has de reconocer que tu casamiento fue toda una sorpresa. Algo tan furtivo. No obstante, sé que fue Greta quien te empujó a comportarte de esa manera.

—No la debes culpar —replicó Ellie—. No tenía la intención de trastornar a nadie. Sólo se me ocurrió que, cuanto menos escándalo, mejor para todos.

—Por supuesto, Ellie, cariño, en eso tienes razón. Tus administradores se quedaron lívidos. Supongo que Stanford Lloyd y Andrew Lippincott creyeron que todo el mundo les acusaría por no haberte vigilado mejor. Desde luego, no tenían idea de lo encantador que es tu esposo, ni yo tampoco. —Me sonrió con la sonrisa más dulce y más falsa que he visto jamás. Pensé que si alguna vez hubo una mujer capaz de odiar a un hombre a muerte, esa era Cora odiándome. Su dulzura con Ellie era fácil de comprender. Andrew Lippincott había regresado a Estados Unidos y, sin duda, la había puesto sobre aviso. Ellie había decidido vender algunas de sus propiedades en Estados Unidos, porque deseaba instalarse definitivamente en Inglaterra, pero había dispuesto darle a Cora una renta considerable para que viviera en el lugar de su elección. Nadie habló mucho del marido de Cora. Deduje que se había ido a vivir a algún país lejano y que seguramente no se había ido solo. Lo más probable es que se estuviera preparando otro divorcio. Esta vez no sacaría grandes beneficios. Cora se había casado con un hombre mucho más joven que ella y dotado de más atractivos físicos que dinero.

Cora necesitaba la renta de Ellie. Era una mujer de gustos extravagantes. Sin duda el viejo Andrew Lippincott le había dicho con toda claridad que la renta podía esfumarse a discreción de Ellie, o si Cora se pasaba en la virulencia de sus críticas al marido de su hijastra.

El primo o el tío Reuben no hizo acto de presencia. Le envió a Ellie una carta muy amable en la que le deseaba un matrimonio muy feliz, pero expresaba sus dudas sobre las ventajas de vivir en Inglaterra. «Si no te gusta, regresa inmediatamente a tu patria. Serás recibida con los brazos abiertos. Yo será el primero en darte la bienvenida.»

—Parece un tipo agradable —le comenté a Ellie.

—Sí —respondió pensativa, aunque por lo visto no estaba muy segura.

—¿Aprecias a alguno de ellos, o no tendría que preguntarlo?

—Puedes preguntarme lo que quieras. —No obstante, tardó unos momentos. Luego manifestó con un tono vehemente—: No, creo que no. Te parecerá extraño, pero supongo que se debe porque no tenemos un parentesco real. Vivimos todos juntos, pero no somos una familia. Ninguno de ellos es pariente de sangre. Quería a mi padre, al menos lo que recuerdo de él. Creo que era un hombre débil y que mi abuelo se llevó una desilusión con él porque no tenía mucha cabeza para los negocios. No quería entrar a formar parte del mundo empresarial. Le gustaba ir a Florida a pescar y ese tipo de cosas. Después se casó con Cora. Nunca me gustó Cora y creo que el sentimiento es recíproco. No recuerdo a mi madre. Me gustaban el tío Henry y el tío Joe; eran divertidos. En algunas cosas eran mucho más divertidos que mi padre. Creo que él era un hombre callado y triste, pero mis tíos sabían divertirse. El tío Joe era bastante alocado, aunque creo que se permitía hacer locuras porque tenía dinero. Se mató con el coche, y a tío Joe lo mataron en la guerra. Por aquel entonces mi abuelo era un hombre enfermo, y fue un golpe tremendo perder a sus tres hijos. No le gustaba Cora ni tampoco sentía mucho aprecio por ninguno de sus parientes lejanos, como es el caso de mi tío Reuben. Afirmaba que nunca podías saber en qué andada metido. Por eso dispuso que gran parte, de su fortuna quedara en un fideicomiso. También dejó legados a museos y hospitales. Dejó una renta a Cora y al marido de su hija, el tío Frank.

—Pero la mayor parte te la dejó a ti.

—Así es, y creo que eso le preocupaba un poco. Hizo todo lo posible para dejarme bien protegida.

—Te encomendó al tío Andrew y a Mr. Stanford Lloyd. Un abogado y un banquero.

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