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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

Noche Eterna (10 page)

BOOK: Noche Eterna
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—¿Cree usted que intentará separarnos?

—Creo que no tengo derecho a decir nada por el estilo —replicó Lippincott en el acto.

Me miró con una expresión de cautela y guiñó los ojos de una manera que me recordó a una tortuga.

Me quedé en blanco sin saber qué más decir pero, antes de que el silencio llegara a hacerse incómodo y, eligiendo las palabras con cuidado, añadió:

—Por lo tanto, deduzco que Ellie no ha mencionado la posibilidad de que Greta Andersen venga a vivir con vosotros.

—No vivirá con nosotros si puedo evitarlo.

—Ah. ¿Con que así es como te sientes? O sea que la idea sí se mencionó.

—Ellie dijo algo al respecto, pero de una forma muy vaga. Acabamos de casarnos, Mr. Lippincott. Queremos tener nuestra casa para nosotros solos. Por supuesto, supongo que Greta vendrá a visitarnos en alguna ocasión y puede que se quede a pasar unos días. Pero eso sería algo natural, ¿no le parece?

—Como tú dices, sería algo natural. Sin embargo, ¿te das cuenta de que Greta quizá se encuentre en una posición difícil para encontrar un empleo en el futuro? Me refiero a que no es cuestión de lo que Ellie crea, sino de lo que sienten las personas que la contrataron y le dispensaron su confianza.

—¿Quiere decir que usted o la madrastra de Ellie no la recomendarán para otro puesto similar?

—No creo que hablando en conciencia estemos dispuestos a hacerlo más allá de lo que es estrictamente legal.

—¿Cree usted que si no consigue un trabajo vendrá a Inglaterra para vivir con Ellie?

—No quiero predisponerte demasiado en contra de Greta. Después de todo, es una opinión personal. Me desagradan algunas de las cosas que hizo y la manera de hacerlas. Creo que Ellie, que es tan generosa, se sentirá trastornada por la manera en que nosotros hemos perjudicado las perspectivas de Greta. En ese caso, es probable que insista en invitarla a vivir con vosotros.

—No creo que Ellie vaya a insistir mucho —señalé, aunque con un tono de duda que Lippincott no pasó por alto—. ¿No podríamos, quiero decir Ellie, no podría pasarle una pensión?

—Nosotros no lo expresaríamos de esa manera —me corrigió—. Hay una referencia a la edad cuando se habla de pasarle una pensión a alguien. Greta es una mujer joven y muy elegante. De hecho, es hermosa —añadió con un tono de crítica—. Los hombres la encuentran muy atractiva.

—Quizás acabará casándose. Si es tan hermosa y espabilada, ¿cómo es que todavía no se ha casado?

—Creo que hubo algunos hombres interesados, pero ella no les hizo caso. Sin embargo, creo que tu sugerencia es muy sensata. Se podría hacer de una manera muy discreta, sin herir la susceptibilidad de nadie. Se podría considerar como algo perfectamente natural por parte de Ellie, como muestra de agradecimiento por sus buenos servicios. —Estas dos palabras sonaron agrias como el vinagre.

—Bueno, entonces ya está arreglado —manifesté alegremente.

—Una vez más, compruebo que eres un optimista. Confiemos en que Greta acepte lo que se le ofrecerá.

—¿Por qué no iba a aceptarlo? Tendría que ser tonta para no hacerlo.

—No lo sé. Aunque nos parezca extraordinario, podría no aceptarlo y, en cambio, mantener la relación con Ellie.

—¿Por qué no me dice con claridad qué es lo que quiere?

—Quiero que desaparezca la influencia que ejerce sobre Ellie —manifestó Lippincot y se levantó—. ¿Puedo confiar en que me ayudarás y harás todo lo que esté en tu mano para conseguir ese propósito?

—Puede usted contar conmigo. Lo que menos me interesa es tener a Greta pegada como una lapa.

—Quizá cambies de opinión cuando la veas.

—No lo creo. No me gustan las mujeres mandonas, por muy bellas y elegantes que sean.

—Muchas gracias, Michael, por escucharme con tanta paciencia. Espero tener el placer de cenar con vosotros. ¿Qué tal el martes? Si no me equivoco. Cora van Stuyvesant y Frank Barton ya habrán llegado a Londres.

—Veo que me tocará conocerles.

—Oh, sí, es una de esas cosas inevitables. —Me sonrió, y esta vez su sonrisa me pareció más sincera—. Tampoco tienes que darle mucha importancia. Cora se mostrará muy impertinente y Frank se comportará con su falta de tacto habitual. Reuben no vendrá por ahora.

No sabía quién era Reuben. Algún otro pariente. Me acerqué a la puerta que comunicaba con el vestidor y la alcoba y la abrí.

—Ven, Ellie, se acabó la tortura.

Ellie entró en el salón, nos echó una ojeada y después se acercó a Lippincott. Le dio un beso en la mejilla.

—Querido tío Andrew, veo que has tratado bien a Michael.

—Cariño, si no tratara bien a tu marido me temo que no volverías a llamarme, ¿verdad? Pretendo reservarme el derecho a dar algún consejo de vez en cuando. Ambos sois muy jóvenes.

—De acuerdo. Te escucharemos con paciencia.

—Ahora mismo lo que deseo es hablar unos minutos contigo; y en privado, si me lo permites.

—Ha llegado mi turno de desaparecer —dije, encaminándome hacia el dormitorio.

Cerré la puerta del vestidor con muchos aspavientos, pero dejé entreabierta la puerta del dormitorio. Yo no era tan bien educado como Ellie y estaba ansioso por saber hasta dónde Mr. Lippincott era un traidor, pero la verdad es que no dijo nada en mi contra. Le dio a Ellie un par de buenos consejos. Le advirtió que debía tener presente las dificultades que me podría plantear el hecho de ser un pobre casado con una rica y después sacó el tema del arreglo con Greta. Ellie aceptó encantada y mencionó que había estado a punto de proponérselo. El abogado también mencionó la posibilidad de asignar una cantidad adicional para la madrastra.

—La verdad es que no tienes ninguna obligación. Ella ya cuenta con una buena renta gracias a las pensiones de sus varios maridos y, además, recibe una renta anual, aunque no es grande, dispuesta por tu abuelo.

—Sin embargo, tú lo crees conveniente. ¿Por qué?

—Insisto en que no tienes ninguna obligación moral y mucho menos legal, pero creo que no te daría tanto la lata y acallaría sus críticas. Lo montaría como una cantidad adicional que en cualquier momento podrías cancelar. La idea sería que pudieras quitársela si descubres que va por ahí propagando rumores maliciosos sobre ti o Michael, lo que evitará que se dedique a lanzar sus dardos venenosos.

—Cora siempre me ha tenido inquina —manifestó Ellie—. Lo sé. —Después añadió con timidez—: Te gusta Michael, ¿verdad, tío Andrew?

—Creo que es un joven muy atractivo; comprendo que quisieras casarte con él.

Consideré que era lo máximo que podía esperar. Yo no era su tipo y lo sabía. Cerré la puerta y esperé a que Ellie viniera a buscarme.

Nos despedíamos de Lippincott cuando llamaron a la puerta y entró un botones con un telegrama para Ellie. Mi esposa abrió el telegrama y soltó una exclamación de placer.

—Es de Greta. Dice que llega a Londres esta noche y que vendrá a vernos mañana. Es un encanto. —Nos miró—. ¿Verdad que lo es?

Ellie vio dos rostros graves y escuchó dos voces amables que dijeron: «Sí, cariño» y «Por supuesto».

Capítulo XI

A la mañana siguiente salí a hacer algunas compras y regresé al hotel más tarde de lo previsto. Me encontré a Ellie sentada en el vestíbulo en compañía de otra joven alta y rubia: Greta. Ambas se estaban dando un hartón de charlar.

Nunca he sido muy bueno para la descripción de las personas, pero lo intentaré con Greta. En primer lugar, resultaba evidente que era, tal como había dicho Ellie, muy hermosa y también, como había admitido Mr. Lippincott muy a su pesar, muy elegante. Si dices que una mujer es elegante no significa necesariamente que la admires. Por lo que había deducido, Lippincott no admiraba a Greta. De todas maneras, cuando Greta cruzaba el vestíbulo de un hotel o entraba en un restaurante, los hombres volvían la cabeza para mirarla. Era una de aquellas rubias de tipo nórdico con el pelo color oro. Lo llevaba recogido al estilo del momento y no peinado a cada lado del rostro como era la moda en Chelsea. Parecía exactamente lo que era: sueca o alemana del norte. Si le pusieras un yelmo con un par de alas podría ir a cualquier baile de disfraces ataviada de valkiria. Sus ojos eran de un color azul claro y su figura era digna de admiración. En pocas palabras: era una mujer que cortaba la respiración.

Me acerqué a ellas y las saludé de una manera natural y amistosa, aunque no niego que me sentí un tanto incómodo. No soy muy bueno en eso de disimular. Ellie dijo inmediatamente:

—Por fin. Mike, ésta es Greta.

—Me alegra que al final tengamos la oportunidad de conocernos, Greta —respondí con un tono pretencioso y no muy alegre.

—Como sabes muy bien —comentó Ellie—, nunca hubiéramos podido casarnos sin su ayuda.

—Yo creo que de una manera u otra hubiéramos terminado casándonos —repliqué.

—Imposible. Se nos hubieran echado encima sin decir «agua va». Se las hubieran apañado para acabar separándonos. Dime una cosa, Greta, ¿se portaron muy mal contigo? Todavía no me has comentado nada al respecto.

—No soy tan tonta como para sentarme a escribir mis cuitas a una pareja feliz que está en plena luna de miel.

—¿Se enfadaron mucho?

—¡Por supuesto! ¿Qué pensabas? Pero yo estaba preparada, te lo aseguro.

—¿Qué dijeron? ¿Tomaron alguna represalia?

—Intentaron hacerme la vida imposible —respondió Greta alegremente—. Para empezar, me despidieron.

—Sí, supongo que eso era inevitable. Pero, ¿qué han hecho? Después de todo, no podían negarte las referencias.

—Claro que podían. Tienes que entender que, desde su punto de vista, yo desempeñaba un trabajo de confianza y me aproveché de la situación descaradamente. La verdad es que disfruté muchísimo.

—¿Qué haces ahora?

—Tengo un trabajo que me está esperando.

—¿En Nueva York?

—No. Aquí en Londres. Un puesto de secretaria.

—¿De verdad que estás bien?

—Mi querida Ellie —dijo Greta—, ¿cómo no voy a estar bien con ese magnífico cheque que me enviaste en previsión de lo que podía ocurrir cuando se destapara todo el asunto?

Su inglés era muy bueno y apenas si se notaba el acento extranjero. En cambio, utilizaba una serie de expresiones coloquiales que no acaban de sonar correctas del todo.

—He visto un poco de mundo, he conseguido un lugar cómodo en Londres y me he comprado muchísimas cosas.

—Mike y yo también hemos comprado mucho —señaló Ellie con una sonrisa.

Era verdad. Nos lo habíamos pasado en grande comprando por toda Europa. Era maravilloso disponer de dólares para gastar, sin tener que preocuparnos de las restricciones monetarias inglesas: brocados y telas en Italia para la casa. También habíamos comprado cuadros en Italia y París a unos precios que a mí me parecieron de escándalo. Ir de compras con Ellie me había abierto las puertas de un mundo absolutamente nuevo.

—Vosotros dos parecéis la viva imagen de la felicidad —comentó Greta.

—Todavía no has visto nuestra casa —dijo Ellie—. Será maravillosa. La están construyendo tal cual la habíamos soñado, ¿no es así, Mike?

—La he visto —manifestó Greta—. En cuanto llegué a Inglaterra, lo primero que hice fue alquilar un coche y viajar hasta allí.

—¿Y? —preguntó Ellie.

Lo mismo pregunté yo.

—Veréis —contestó Greta con una expresión un tanto triste. Meneó la cabeza.

A Ellie le desapareció el color de la cara. No podía creerlo. Pero yo no me dejé engañar. Adiviné en el acto que Greta pretendía divertirse a nuestra costa. Si por un momento pasó por mi cabeza el pensamiento de que su idea de la diversión resultaba un poco cruel, no llegó a cuajar porque Greta se echó a reír con una risa sonora y cantarina que hizo que algunas de las personas presentes en el vestíbulo miraran en nuestra dirección.

—Os tendríais que haber visto las caras —dijo Greta—. Sobre todo la tuya, Ellie. Sólo pretendía gastarte una broma. Es una casa maravillosa, encantadora. Ese hombre es un genio.

—Sí, es algo fuera de lo normal. Espera a conocerle.

—Ya tuve el placer. Estaba en la obra cuando fui allí. Sí, es una persona extraordinaria, pero te asusta un poco, ¿no os parece?

—¿Asusta? —pregunté sorprendido—. ¿A qué te refieres?

—No lo sé. Es como si pudiera mirar a través de tu cuerpo y ver al otro lado. Eso siempre resulta desconcertante. Otra cosa os quería decir: parece enfermo.

—Está muy enfermo.

—Que pena. ¿Qué tiene, tuberculosis o algo así?

—No, me parece que no es tuberculosis. Es una enfermedad relacionada con la sangre.

—Comprendo. La verdad es que ahora los médicos lo curan casi todo si antes no te matan en el intento. Pero no pensemos más en enfermedades y hablemos de la casa. ¿Cuándo estará acabada?

—Yo diría que muy pronto, dado el ritmo al que avanzan las obras. Nunca imaginé que se podía construir una casa tan rápido —respondí.

—Ah, eso es sólo cuestión de dinero —comentó Greta con un tono despreocupado—. Turnos dobles, gratificaciones y lo que haga falta. La verdad, Ellie, es que no acabas de comprender del todo lo maravilloso que es tener tanto dinero.

Yo sí que lo comprendía. Durante las últimas semanas no había hecho otra cosa que aprender. Como consecuencia de mi matrimonio, había entrado en un mundo diferente y que no se parecía en nada a como me lo había imaginado desde el exterior. Hasta ahora, mi mayor contacto con la riqueza había sido aquella ocasión en la que acerté un doble ganador en las carreras. Había recibido un buen fajo y lo había gastado a un ritmo frenético en todo tipo de caprichos. Algo vulgar, desde luego. La vulgaridad típica de mi clase. Pero el mundo de Ellie era distinto. No era, como yo había pensado, la pura y desmedida acumulación del lujo. No se trataba de tener baños más grandes, casas enormes, electrodomésticos de todo tipo, comidas exóticas y coches veloces. No se trataba de gastar por gastar y de pavonearse ante la gente. En cambio, era curiosamente sencillo. La sencillez que aparece cuando no tienes ninguna necesidad de pavonearte. No quieres tres yates o cuatro coches, ni tampoco puedes comer más de tres veces al día, y si te compras un cuadro bueno y muy caro, es que quizá no quieres más que uno en la sala. Así de sencillo. Todo lo que tienes es lo mejor de lo mejor, no tanto porque sea lo mejor, sino porque si te agrada o quieres una cosa, no hay nada que te impida tenerlo. No hay un momento en el que digas: «Esto no me lo puedo permitir». Aunque no acababa de entenderlo, era precisamente poder tener todo lo que empujaba a la sencillez. Recuerdo que fuimos a una galería donde había un cuadro de un impresionista francés, creo que Cezanne. Me aprendí el nombre de memoria porque lo confundía con cíngara que, al parecer, es una orquesta gitana. Después, mientras paseábamos por las calles de Venecia, Ellie se detuvo a mirar las obras de algunos artistas callejeros. La mayoría de los pintores se dedicaban a los retratos de los turistas que parecían todos iguales. Unos dientes descomunales y el pelo rubio hasta los hombros.

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