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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

Noche Eterna (7 page)

BOOK: Noche Eterna
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—Le contesté que conmigo estabas absolutamente seguro.

Ellie tenía una extraordinaria confianza en ella misma. Pero a mí me molestaba lo que Santonix había dicho. Se comportaba como mi madre, que siempre creía conocerme, mejor que yo mismo.

—Sé a donde quiero ir —afirmé—. Voy por el camino escogido y lo recorremos juntos.

—Ya han comenzado los trabajos de demolición de la casa —me informó Ellie, pasando a las cuestiones prácticas—. Tendrán que trabajar a toda máquina en cuanto los planos estén acabados. Debemos darnos prisa. Es lo que dijo Santonix. Nos casaremos el próximo martes. Es el mejor día de la semana.

—Sin nadie más presente —señalé.

—Excepto Greta —replicó Ellie.

—Al demonio con Greta. Ella no vendrá a nuestra boda. Tú, yo y nadie más. Buscaremos los testigos entre la gente que pase por la calle.

Al recordarlo, creo sinceramente que fue el día más feliz de mi vida.

LIBRO SEGUNDO
Capítulo IX

Así es como fueron las cosas, y Ellie y yo nos casamos. Suena un poco brusco decirlo así, pero verán, fue realmente así como ocurrieron las cosas. Decidimos casarnos y nos casamos.

Fue sólo una parte de todo el asunto y no sencillamente el final de una novela romántica o de un cuento de hadas. «Se casaron y vivieron felices para toda la eternidad». Tampoco puedes hacer un drama porque vayas a vivir feliz durante el resto de tu vida. Nos casamos, éramos felices y en realidad pasó bastante tiempo antes de que dieran con nuestro paradero y comenzaran a montar escándalos. Pero ya estábamos preparados.

Todo el asunto fue extraordinariamente sencillo. Ellie, impulsada por su afán de independencia, había borrado el rastro con mucha astucia. La siempre eficaz Greta se había encargado de todo y siempre permanecía atenta a cualquier dificultad. No tardé en comprender que no había nadie más que dedicara todas sus horas al cuidado y a la atención de Ellie. Tenía una madrastra que vivía inmersa en su vida social y sus amoríos. Si Ellie no quería acompañarla en sus viajes, no tenía ninguna obligación. Había sido educada en las mejores escuelas, tenía su dinero, una dama de compañía y, si quería ir a Europa, ¿por qué no? Si prefería celebrar su veintiún cumpleaños en Londres, pues adelante. Ahora que era mayor de edad y había entrado en posesión de su inmensa fortuna, podía hacer lo que más le apeteciera con su dinero. Si quería una mansión en la Riviera, un castillo en la Costa Brava, un yate o cualquier de esas cosas, sólo tenía que decirlo para que alguien del séquito que rodea a los millonarios pusiera manos a la obra inmediatamente.

Greta estaba considerada por la familia como una admirable lugarteniente. Competente, capaz de hacer todo tipo de arreglos con la más absoluta eficiencia, sin duda sumisa y encantadora con la madrastra, el tío y un puñado de primos que pululaban por allí. Por los comentarios que Ellie hacía de vez en cuando, deduje que tenía a su servicio nada menos que a tres abogados. Estaba rodeada de una vasta red financiera de banqueros, abogados y administradores profesionales. Era un mundo que yo sólo conseguía atisbar a través de los comentarios sueltos que Ellie hacía despreocupadamente en el transcurso de nuestras conversaciones. Como era natural y lógico, nunca se le ocurría pensar que yo no sabía nada de esas cosas. Se había criado en ese ambiente y daba por hecho que todo el mundo sabía qué eran, cómo funcionaban y todo lo demás.

De hecho, estos atisbos de las peculiaridades de nuestras vidas resultaron ser lo que más disfrutábamos al principio de nuestro matrimonio. Para decirlo con toda crudeza —y me lo decía a mí mismo con toda claridad, porque era la única manera de adecuarme a mi nueva vida— los pobres no saben nada sobre cómo viven los ricos y estos no saben nada de cómo viven los pobres, y descubrirlo era algo encantador. En una ocasión le pregunté muy preocupado:

—Escucha, Ellie, ¿crees que habrá un jaleo terrible a causa de nuestro matrimonio?

Confieso que Ellie consideró mi pregunta sin demasiado interés.

—Sí, es probable que ellos se comporten de una manera atroz. Espero que no te moleste demasiado.

—¿Molestarme? ¿Por qué iba a molestarme? Pero, ¿no se meterán contigo?

—Supongo que sí, pero basta con no escucharles. La cuestión es que no pueden hacer nada.

—Pero, ¿lo intentarán?

—Oh, sí. Claro que lo intentarán —afirmó, y luego añadió—: Probablemente lo intentarán y te ofrecerán comprarte.

—¿Comprarme ?

—No pongas esa cara de sorpresa —dijo Ellie, sonriendo con la expresión feliz de una niña pequeña—. No te lo dirán con tanta claridad. Recuerdo que compraron al primer marido de Minnie Thompson.

—¿Minnie Thompson? ¿Aquélla a la que los periódicos llaman la reina del petróleo?

—Sí, eso es. Un día se fugó para casarse con alguien que era socorrista en una playa.

—Escucha un momento —exclamé inquieto—, yo trabajé de socorrista en la playa de Littlehampton.

—¿De veras? ¡Qué divertido! ¿Permanente?

—No, por supuesto que no. Sólo durante un verano, nada más.

—No quiero que te preocupes.

—¿Cómo acabó lo de Minnie Thompson?

—Tuvieron que subir hasta los 200.000 dólares, si no recuerdo mal. El tipo no quería aceptar menos. La verdad es que Minnie se iba con el primero que se le cruzaba por el camino y, además, era bastante imbécil.

—Me dejas de piedra, Ellie. No sólo tengo una esposa, sino que además dispongo de algo que puedo cambiar por dinero en mano en cualquier momento.

—Eso es. Llama a cualquier abogado importante y dile que estás dispuesto a escuchar las ofertas. Él se encargará de arreglar el divorcio y la cantidad que te corresponderá de pensión. —Ellie estaba dispuesta a instruirme adecuadamente sobre el tema—. Mi madrastra se casó cuatro veces y se saca un buen dinero en pensiones. Vamos, Mike, cierra la boca que pareces tonto.

Lo más curioso es que estaba atónito. Sentía un desagrado de lo más cursi y mojigato por la corrupción de las capas altas de la sociedad moderna. Ellie siempre parecía inocente y sencilla; me asombraba ver lo bien que conocía los asuntos mundanos los cuales consideraba como algo natural. No obstante, sabía que no me había equivocado en lo fundamental. Sabía muy bien cómo era: una criatura sencilla, afectuosa y dulce. Eso no significaba que tuviera que ignorar estas cosas. Lo que ella sabía y asumía como algo natural sólo abarcaba a una clase determinada. No sabía gran cosa de mi mundo, el de aquellos que luchan por conseguir un empleo, el de los apostadores y las drogas, de los timadores que yo conocía perfectamente porque había vivido siempre entre ellos. No sabía nada de lo que significaba crecer de una manera decente y respetable, pero sin tener nunca dinero, con una madre que se deslomaba en nombre de la respetabilidad y decidida a que su hijo tuviera un destino mejor en la vida. Lo que era ahorrar penique a penique y la amargura que sentía cuando el alegre y despreocupado hijo desperdiciaba las oportunidades o se jugaba el dinero en las carreras.

Ellie disfrutaba con el relato de mi vida tanto como yo cuando me contaba cosas. Ambos estábamos explorando un mundo desconocido.

Cuando lo rememoro, me doy cuenta de lo maravilloso que fueron aquellos primeros días con Ellie. En aquel momento lo acepté como algo natural y ella también. Nos casamos en el ayuntamiento de Plymouth.

Guteman es un apellido bastante común. Nadie, y menos los periodistas, sabían que la heredera de la fortuna Guteman se encontraba en Inglaterra. De vez en cuando, algún periódico mencionaba a Ellie en una crónica social y decía que estaba en Italia o en el yate de algún millonario. Nos casó un funcionario y dos mecanógrafas fueron los testigos. Nos dedicó un breve y severo discurso sobre las obligaciones del matrimonio y nos deseó que fuéramos felices. En menos de un cuarto de hora, estábamos otra vez en la calle, libres y casados. ¡Mr. y Mrs. Michael Rogers! Pasamos una semana en un hotel de la costa y después nos marchamos al extranjero. Disfrutamos de tres semanas maravillosas viajando de aquí para allá y sin reparar en gastos.

Fuimos a Grecia, después a Florencia, a Venecia y dormimos en el Lido. Luego viajamos a la Riviera francesa y, a continuación, a los Alpes. He olvidado ya la mitad de los nombres. Volábamos en avión, contratábamos yates o alquilábamos coches de lujo. Mientras nos divertíamos. Greta, por lo que Ellie me dio a entender, hacía su trabajo en el frente doméstico.

Viajaba por su cuenta y enviaba las cartas y las postales que Ellie le había dejado preparadas.

—Llegará el día en que aparecerán —comentó Ellie—. Se lanzarán sobre nosotros como una bandada de buitres. Pero, hasta que eso ocurra, continuaremos divirtiéndonos.

—¿Qué pasará con Greta? ¿No se enfadarán con ella cuando descubran el juego?

—Por supuesto, pero a Greta no le importa. Es muy dura.

—¿No la perjudicará a la hora de buscar otro empleo?

—¿Por qué tendría que buscar otro empleo? Vendrá a vivir con nosotros.

—¡No!

—¿Qué quieres decir, Mike?

—No queremos que nadie venga a vivir con nosotros —repliqué.

—Greta no interferirá para nada en nuestra vida y puede sernos muy útil. La verdad es que no sé lo que haría sin ella. Me refiero a que se ocupa de organizarlo todo.

Fruncí el entrecejo.

—No termina de convencerme ni creo que me agrade. Además, queremos tener nuestra casa. Es la casa de nuestros sueños, Ellie, y no me parece justo tenerla que compartir.

—Sí, ya sé a lo que te refieres. Pero de todas maneras... —Vaciló—. Sería muy penoso para Greta no tener dónde vivir. Después de todo, lleva cuatro años en los que no ha hecho otra cosa que desvivirse por mí. Mira como me ha ayudado en todo esto del casamiento.

—¡No quiero que se esté entrometiendo en nuestra vida a todas horas!

—No es como tú te la imaginas. Hablas sin fundamentos, porque ni siquiera la conoces.

—No, no la conozco, pero eso no tiene nada que ver con que me guste o no. Nosotros queremos estar solos, Ellie.

—Querido Mike... —dijo Ellie suavemente.

Dejamos la discusión por el momento.

Durante uno de los viajes, nos cruzamos con Santonix. Fue en Grecia. Se hallaba alojado en una pequeña casa de pescadores. Me sorprendió su mal aspecto, mucho peor que cuando le había visto un año antes. Nos saludó con gran afecto.

—Así que lo habéis hecho —exclamó.

—Sí, y ahora ha llegado el momento de construir nuestra casa, ¿no es así?

—Tengo preparados los bocetos y los planos —me dijo—. Sé que Ellie te contó que vino a verme, que me sacó del hospital y me dio las órdenes. —El arquitecto hablaba lentamente y escogía las palabras con expresión pensativa.

—Nada de órdenes —protestó Ellie—. Se lo supliqué.

—¿Sabes que hemos comprado la finca?

—Ellie me envió un telegrama. Además, me remitió por correo docenas de fotos.

—Claro que tendrá que ir a Inglaterra y verlo personalmente —señaló Ellie—. Tal vez no le guste.

—Me gusta.

—No puede saberlo hasta que lo haya visto.

—Pero es que ya lo he visto. Volé a Inglaterra hace cinco días. Me encontré con uno de tus abogados con cara de hacha, el inglés.

—¿Mr. Crawford?

—El mismo. Ya han comenzado los trabajos de preparación: están despejando el terreno y retirando los escombros, para después empezar con los cimientos y las canalizaciones. Cuando regreséis a Inglaterra estaré allí esperando.

Después sacó los planos y nos sentamos a discutir sobre cómo sería nuestra casa. Además de los aspectos arquitectónicos de la fachada, había preparado un boceto en acuarela de cómo se vería la casa acabada.

—¿Te gusta, Mike?

Inspiré con fuerza.

—Sí, eso es. Has dado en el clavo. Es exactamente lo que quería.

—Me diste detalles más que suficientes, Mike. Muchas veces llegué a pensar que aquel trozo de tierra te había hechizado. Eras un hombre enamorado de una casa que quizá nunca llegarías a tener, que quizá nunca verías y que tal vez ni siquiera llegaría a construirse.

—Pero se construirá —intervino Ellie—. ¿No es así?

—Si Dios o el diablo no lo impiden —respondió Santonix—. No depende de mí.

—¿No has mejorado? —le pregunté con un tono de duda.

—Métetelo de una vez por todas en tu cabezota. Nunca mejoraré. Está escrito en las cartas.

—Tonterías —repliqué—. Siempre están descubriendo curas para lo que sea. Los doctores son unos solemnes burros. Dan a la gente por muerta y después la gente se le ríe en sus narices y sigue viviendo cincuenta años más.

—Admiro tu optimismo, Mike, pero mi enfermedad no es de esa clase. Te llevan al hospital, te hacen una transfusión de sangre y sales con un poco más de vida, sólo un poco más. Pero cada vez te encuentras más débil.

—Es usted muy valiente —opinó Ellie.

—No, no soy valiente. Cuando una cosa es segura no sirve de nada ser valiente. Lo único que puedes hacer es encontrar consuelo.

—¿Como el de construir casas?

—No, eso no. Cada vez tienes menos vitalidad, y, por lo tanto, construir casas resulta más difícil y no más fácil. Las fuerzas se agotan. No, pero hay consuelos. Algunos bastante extraños.

—No te entiendo.

—No, ya lo sé, Mike. Tampoco tengo muy claro que Ellie lo entienda. Quizá. —Continuó hablando pero casi como si lo hiciera consigo mismo—. Hay dos cosas que van unidas: la debilidad y la fuerza. La debilidad de la energía que se agota y la fuerza de la voluntad frustrada. ¡No tiene ninguna importancia lo que hagas ahora! Vas a morir de todas maneras. Así que puedes hacer lo que se te antoje. No hay nada que te contenga, nada que te lo impida. Podría recorrer las calles de Atenas disparando contra todos los hombres y mujeres cuyos rostros no me agradaran. Piénsalo.

—La policía te metería en chirona —señalé.

—Por supuesto. Pero, ¿qué podrían hacerme? Como mucho, matarme. ¿Y qué? Mi vida se la llevará un poder mucho más grande dentro de muy poco tiempo. ¿Qué otra cosa podrían hacer? ¿Condenarme a veinte o treinta años de cárcel? Sería bastante ridículo porque no podría cumplir la condena. Podría estar encerrado seis meses, un año, dieciocho meses como mucho. Nadie puede hacer nada para evitarlo. Por lo tanto, en el tiempo que me queda soy el rey. Puedo hacer lo que quiera. Sólo que no tengo tentaciones porque no hay nada especialmente exótico o ilegal que quiera hacer.

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