Objetivo 4 (14 page)

Read Objetivo 4 Online

Authors: German Castro Caycedo

BOOK: Objetivo 4
11.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

Algunas semanas después de haber conocido el movimiento en Urrao logré acercarme a los ayudantes del Chocoano, dos hermanos.

¿Cómo?

Por lo general los camioneros después de trabajar se sientan a beber o a comer algo o tienen su amiguita en cada pueblo y se demoran un rato más.

El hombre del camión en que yo iba terminaba su labor, comía algo, visitaba a una muchacha y después regresábamos. Mientras él hacía eso yo me dedicaba a jugar a la veintiuna con monedas en un sitio en el que permanecían por las tardes los ayudantes del Chocoano. Desde la primera tarde me les acerqué y comencé a hablarles, jugamos algunas monedas, les conté qué hacía y empezamos a conocernos.

Un día llegué al pueblo y los hermanos estaban descargando un viaje de maíz del camión del Chocoano. No sé por qué ésos bultos les parecían particularmente pesados, el camión venía muy lleno y, claro, los tipos estaban solos. Ese día había mucho movimiento en el pueblo, los cargadores eran escasos y me pidieron que les echara una mano.

—Espérenme. Primero descargo el mío y vengo a ayudarles —respondí.

Para hacer las cosas más naturales les dije que en cualquier otro lado me pagaban mejor y ellos insistieron:

—Bueno, hermano, le damos algo de lo nuestro, pero ayúdenos.

A partir de ahí empecé a trabajar con ellos.

Bueno, terminamos a eso de las tres de la tarde y les dije que nos tomáramos unas cervezas: era la costumbre y nos reunimos los hermanos, otros dos muchachos y yo, pero un poco después se fueron los muchachos, me quedé con los hermanos y vi que esa era la oportunidad para quedarme en el pueblo, porque ya estábamos hablando de nuestras familias y de mujeres y del trabajo y le dije al chofer de mi camión que se fuera:

—Olvídese de mí, hermano.

A eso de la una de la mañana yo recordaba todo lo que había pasado y todo lo que habíamos hablado porque ya sabía cómo era la movida con el licor. Imposible que no, después de aquellas borracheras en el trabajo.

A uno de los hermanos tuvimos que llevarlo cargado hasta su casa y en el momento de despedirnos el otro me preguntó para dónde iba y le dije que a cualquier parte: el camión me había dejado y yo tenía que esperar una semana hasta que regresara, no tenía dinero, no tenía dónde quedarme, no tenía nada...

El muchacho me dijo que durmiera en su casa y esa semana podía trabajar con ellos mientras regresaba mi camión.

Al día siguiente madrugamos y me pusieron a descargar el camión del Chocoano, luego me empezaron a presentar a otras personas para que me dieran trabajos y, claro, todas las tardes terminábamos de meter el hombro y nos íbamos a beber.

A los cuatro días ellos estaban tomando y yo descargando otro camión. Cuando llegué al sitio los encontré con el Chocoano y claro que lo reconocí, de una:

—Le presentamos al patrón —dijeron, y me invitaron a una cerveza.

Hablando, hablando, tocamos mi tema y les dije que yo iba a esperar a que llegara la semana siguiente para irme de allí porque trabajaba mucho y ganaba poco. El Chocoano no dijo nada especial y esa noche fui a quedarme nuevamente a la casa de los hermanos. Hasta ese momento yo no tenía nada que ver con el Chocoano, que simplemente se limitaba a verme trabajar y el dinerito me lo daban los hermanos por la ayuda.

Fueron muchas las necesidades que tuve que pasar aquellos días pero mi función era estar ahí y comprar cerveza para no despegarme de mi gente. Muchas veces no tenía para comer, otras no desayunaba y hacía un almuerzo bien reforzada Así me mantuve durante esa semana.

Al cabo de seis días me sentía agotado y aproveché para decides a los muchachos que me ayudaran para poder quedarme a trabajar en Urrao, porque allí se ganaba muy bien.

ANTONIO (Socio)

Como los jefes nos pedían que saliéramos del pueblo y que empezáramos a familiarizamos con la zona rural, mi socio y yo decidimos hacer domicilios al campo, pero nos tenían que mandar un vehículo de trabaja Al poco tiempo nos llegó un carro viejo, desde luego controlado por satélite, diferente al que nos abastecía. Se trataba de una pequeña camioneta y el anuncio del servicio a domicilio fue una maravilla, porque allí no existía eso.

Allí sólo algunas veces ciertas personas prestaban esa ayuda, pero ese no era su trabajo. Tal vez lo hacían por amistad y el común de la gente se pasaba horas rogándole al uno, rogándole al otro sin conseguir nada. Ahora nosotros estábamos disponibles a hacerlo a cualquier hora, y desde luego, solamente íbamos a las regiones con menos presión de la guerrilla.

Así empezamos a damos a conocer también en lo que aquí llamamos veredas —rincones semirrurales en pleno campo—, y poco a poco fuimos teniendo la facilidad de ir de un sitio a otro sin despertar sospechas, de manera que, entre otras cosas, pudimos ir verificando la ubicación de muchos milicianos, o sea, guerrilleros sin arma a la vista ni ropa de camuflaje.

Gracias al nuevo trabajo también fuimos confirmando plenamente la presencia del Chocoano como colaborador de la gente del Paisa, tal como nos lo decían en el pueblo sin ningún misterio y cada vez les sacábamos más jugo a los chismes que nos llegaban sin buscarlos. Pero sin buscados.

En ese momento nuestro cuento era concentramos en el Chocoano: saber de él cuanto fuera posible, medir sus movimientos, ir descubriendo sus intereses, sus rutinas, y eso se lo íbamos informando a nuestros jefes, bien por medio del buzón muerto, o por otros caminos que habíamos establecido desde antes de llegar a Urrao.

Resulta que el tipo guardaba su camión en una casa de dos pisos: en un ala estaba el patio-garaje, en otra vivía él, y también había allí una pieza independiente que le había arrendado a alguien. Nosotros buscábamos entonces la manera de acercarnos a él, pero no podíamos hacerlo por lo de nuestro negocio porque él tenía sus proveedores antiguos en la ciudad, asunto de precios más bajos, pero desde el comienzo me fui, observé en la vecindad y encontré que en la casa contigua a la suya había un letrero: "Sastrería".

Ahí Vivian un matrimonio y una niña dé quince años. La señora era la que cosía y el señor trabajaba en diferentes oficios.

Al día siguiente:

—Señora, arrégleme la pierna de este pantalón.

—¿Qué quiere que le haga?

—Angósteles la bota a estos dos. Si usted quiere yo espero porque los necesito urgente.

Es que desde allí podía ver a través de la ventana de la habitación del Chocoano.

Efectivamente, en una de aquellas entradas vi que se asomaban unas cajas de whisky Buchanan’s, como si estuvieran encima de otras. Entonces, atando cabos, o como decimos en el trabajo, cruzando información, pues resultaba de bola a bola que, además de comida, el bandido chupaba trago. Mejor dicho, además de todo era un borrachín.

El detalle más relevante y más revelador ocurrió una tarde que fui a la sastrería sin avisar y sobre una mesa, al lado de donde cosía la señora, vi un arrume de sudaderas negras bien dobladas. Le pregunté para qué eran, en qué colegio las utilizaban, y respondió:

—Son un encargo —se puso seria y rápido cambió el tema. Una mañana le pregunté si le molestaban los niños de la vecindad y respondió de forma seca:

—En la vecindad no hay señora ni hay niños. Allí vive un hombre solo.

Ahora nuestra comunicación con Bogotá era a través de una computadora portátil, pero permanecía limpia. Quien se metiera allí no encontraba un solo documento. Además, evitábamos hablar por teléfono móvil. Sin embargo, reportábamos hasta lo más mínimo: cómo se vestía, cuánto bebía, qué bebía, cómo bebía, con quién lo hacía. El tipo era tan solitario que poicamente se reunía con los dos ayudantes del camión.

Para el mes de diciembre ya la gente nos conocía, conocía nuestros teléfonos, nuestras rutinas, ya teníamos una buena clientela. En aquel momento usábamos dos teléfonos móviles: uno, el supuesto familiar que yo cargaba, donde teníamos los nombres del papá, de primos, de hermanos, es decir, los miembros de nuestro equipo en las diferentes ciudades y pueblos, y el otro, el de los domicilios que utilizaba Fernando, mi socio.

Un domingo de mercado estábamos los dos cuando, a unas dos cuadras, él vio a un señor en una moto vestido con chaqueta de policía. Lo miró bien y, claro, era un compañero suyo de la escuela de formación, y me dijo:

—Ese muchacho me conoce. Él sabe realmente quién soy yo.

El tipo venia hacía donde estábamos nosotros, pero en ese momento no podíamos abandonar el sitio porque los días de mercado sacábamos las cosas a la calle para que nos vieran más y, claro, había que jugársela. Esperamos allí, el tipo cruzó por frente a nosotros, nos miró de reojo, pero no reconoció a Fernando que tal vez estaba muy cambiado porque ya habían pasado algunos años desde entonces. Inmediatamente le contamos lo de la emergencia a nuestro jefe y supimos que al día siguiente, de una, como dicen, trasladaron de región al motociclista.

Bueno, pues ese mismo mes hubo una cuarta llamada al celular de clientes en el que nosotros podíamos grabar, llamadas que habían comenzado en octubre anterior: era la voz de un joven, y como el tono me pareció extraño puse a rodar la grabadora. Me dijo:

—Yo soy integrante del Frente Treinta y Cuatro de las FARC —hablaba con calma—. Lo que sucede es que aquí, el comerciante que quiera trabajar debe ayudarnos con una cuota de dinero. Ustedes tienen que contribuir.

Le dije:

—¿Qué le pasa? ¿Usted quién es? Le voy a pasar a mi socio. El tipo volvió a echar el cuento, pero ya se puso más agresivo:

—¿Van a colaborar o no? Aquí a todo el mundo se le exige eso y si quieren seguir trabajando tienen que pagar.

—¿Y a mi quién me asegura que ustedes son de las FARC? Si lo son, que me llame el mismo comandante.

—Ah, bueno, lista Entonces aténganse a las consecuencias. Ustedes van a volverse objetivo militar...

Fernando le colgó sin dejarlo que terminara de hablar. La voz no era la del Paisa.

MARIELA (Analista)

Para mediados de octubre el Chocoano se comunicó con Carlos —aquel hombre que trabajaba en unas bodegas en Medellín, hijo de una mujer de setenta años que había sido investigado cuando el Paisa pidió que hicieran contacto con él— y el Chocoano le dijo que debía alistar a las estudiantes y enviárselas en esos días.

Con esa llamada, la comisión en Medellín controló a Carlos, el de las bodegas, y encontró que él era el contacto con una "gallina" —prostituta— de alto vuelo llamada Marcela. Los dos se comunicaron la tarde siguiente y a eso de las diez de la noche el tipo salió y se fue hasta el barrio El Poblado, un sector de clase pudiente: llegó a un edificio de doce pisos, se anunció y bajó a hablar con él una mujer rubia, bonita, muy sensual, que subió a la camioneta negra en la que iba Carlos.

Estuvieron allí más o menos quince minutos al cabo de los cuales ella volvió a ingresar al edificio. Ese edificio no lo conocíamos. Era otro paso en nuestro trabajo.

Allí dejaron a una patrulla vigilando a la mujer porque ya sabíamos a través de guerrilleros desmovilizados que algunas veces el Paisa hacía ingresar prostitutas al Frente, pero hasta octubre nosotros no habíamos registrado esos movimientos.

La vigilancia se sostuvo hasta las cuatro y media de la mañana cuando la misma rubia salió del edificio, tomó un taxi y se fue hasta la terminal de transportes del sur de la ciudad. Allí se reunió con otra, Carlos les dio pasajes y las embarcó con destino a Urrao.

A eso de las ocho de la mañana de aquel sábado, el Chocoano recibió una llamada de Carlos, quien le dijo simplemente que las "gallinas" ya estaban en camino: habían salido temprano y más o menos a las nueve estarían llegando.

A partir de allí, efectivamente nuestra gente en Urrao observó al Chocoano más o menos hasta las nueve de la mañana, pero después no lo volvieron a ver. El tipo llevaba bastante mercado en el camión, pero no lo descargó. Eso fue lo único que nos reportaron.

Resulta que por ser sábado el hombre del camión aprovechó la multitud en el pueblo por ser vísperas de mercado y valiéndose de la confusión, el movimiento y el barullo se alejó de allí sin ser visto y se dirigió a la zona donde se encontraba el Paisa.

Más o menos a las doce de ese sábado, el Chocoano recibió una llamada de las FARC —voz de un tipo desconocido para nosotros— que quería enterarse de si ya estaba cerca "con el encargo". El Chocoano respondió que sí, que iba en camino y que dentro de poco tiempo el celular se quedaría sin señal. Que lo esperaran en el sitio.

En ese momento se estaba reportando un poco más adelante de Frontino. Pensamos que iba ingresando a la zona inicial que manejó el Paisa.

Al día siguiente se controló a Carlos en Medellín, pero no se confirmó el retorno de las mujeres, y la comisión trabajó también en el edificio de la rubia para establecer de quién se trataba realmente.

Ya terminando octubre, el Chocoano recibió llamada de otro tipo desconocido, quien le anunció que ocho días después debía preparar nuevamente a la "gallina" para que se la llevaran junto con el mercado.

El día que se vio por primera vez a Marcela, comenzamos a obtener información de ella. Gente en Medellín estableció su nombre completo, oriunda de una vereda llamada Cañas Gordas, cercana a Frontino. Cañas Gordas fue una de las veredas donde el Paisa permaneció durante algún tiempo.

Esta señorita vivía con otra muchacha llamada Valentina. Marcela tenía veintitrés años y un hijo de ocho al que cuidaba su madre.

Se le analizaron cuentas bancarias, movimientos migratorios.. . Viajaba a Centroamérica —la gira del Caribe que llaman las "gallinas"— y algunas veces regresaba por Costa Rica o por México. Era administradora de empresas.

Se hicieron verificaciones en la Seccional de Inteligencia en Medellín y había algunas informaciones que, aún sin mucha fuerza, señalaban que esta mujer posiblemente tenía nexos con el narcotráfico.

Vivía muy bien. Manejaba bastante dinero, pero calculamos que lo tenía en su casa porque a través de las cuentas bancarias no movía demasiado. A la mamá le tenía un comercio y en Medellín se veían algunas veces movimientos de mercancías para aquel negocio.

A través de un retén de la Policía la identificamos y conseguimos alguna información adicional. Entre otras cosas, ella tenía un automóvil negro, último modelo.

Antes del viaje de Rodrigo —el cotero— a Urrao, Antonio y su socio Fernando nos reportaron más detalles de las identidades de los ayudantes del Chocoano en el camión.

Other books

Laying Low in Hollywood by Jean Marie Stanberry
Tip Off by John Francome
GIRL GLADIATOR by Graeme Farmer
The Mourning Bells by Christine Trent
Bayou Trackdown by Jon Sharpe
Courting Holly by Lynn A. Coleman
Look at Lucy! by Ilene Cooper
Vampyres of Hollywood by Adrienne & Scott Barbeau, Adrienne & Scott Barbeau