Oscura (23 page)

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Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan

BOOK: Oscura
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Vieron el humo desde el puente, denso
y negro, elevándose en varios puntos al norte y al sur de la ciudad, en Harlem, en el Lower East Side y en sectores intermedios, como si la ciudad hubiera sufrido un ataque militar intensivo.

El sol matinal ya había ascendido sobre la ciudad desierta. Se dirigieron a Riverside Drive, serpenteando entre las filas de vehículos abandonados. Ver el humo brotar de las manzanas de la ciudad era como ver a una persona sangrando. Gus se sentía desamparado y angustiado, todo se estaba yendo a la mierda a su alrededor, y el tiempo era esencial.

Creem y los Zafiros de Jersey veían arder Manhattan con una especie de satisfacción. Para ellos, era como ver una película de desastres. Para Gus, en cambio, esto equivalía a ver su territorio tristemente consumido por las llamas.

La calle a la que se dirigían era el epicentro del incendio más voraz del sector de Uptown. Todas las calles que rodeaban la casa de empeños habían sido cubiertas por un espeso velo de humo, transmutando el día en una noche de tormenta.

—Esos hijos de la chingada —dijo Gus— han bloqueado el sol.

Todo un lateral de la calle ardía en medio de las llamas, salvo la casa de empeños de la esquina. Las grandes ventanas de la fachada estaban destrozadas, las rejas
de seguridad habían sido arrancadas y yacían despedazadas sobre la acera. El resto de la ciudad estaba más paralizado que una fría mañana de Navidad, pero esta manzana
—la intersección de la calle 118— estaba, a esa oscura hora del día, atiborrada de vampiros que sitiaban la casa de empeños.

Iban a por el anciano.

 

 

G
abriel Bolívar pasaba de una habitación a otra en el apartamento que había en la parte superior de la tienda. En lugar de cuadros e imágenes, las paredes estaban cubiertas de espejos con marcos de plata, como si un extraño hechizo hubiera convertido las obras de arte en cristal. El reflejo difuso de la ex estrella del rock se movía de habitación en habitación mientras buscaba al anciano Setrakian y a sus cómplices.

Bolívar entró en la habitación que Kelly había visitado, cuya pared estaba cubierta por una jaula de hierro.

No había nadie.

Parecía como si se hubieran marchado. Bolívar deseó que la madre los hubiera acompañado. Su vínculo sanguíneo con el niño habría sido muy valioso. Pero el Amo había enviado a Bolívar, y se haría su voluntad.

La labor de sabuesos recayó en los exploradores, los niños que acababan de quedarse ciegos. Bolívar fue a la cocina y vio uno allí, un chico con los ojos completamente negros, agachado y a cuatro patas. Estaba «mirando» por la ventana hacia la calle, utilizando su percepción extrasensorial.

––¿Y en el sótano?
—inquirió Bolívar.

––No hay nadie
—le respondió el niño.

Pero Bolívar necesitaba cerciorarse y comprobarlo por sí mismo, y se dirigió a las escaleras. Descendió la espiral con sus manos y pies descalzos, a una planta situada debajo del nivel de la calle, mientras los otros exploradores se encaminaban hacia la tienda, y continuó descendiendo hasta llegar al sótano y a una puerta cerrada con llave.

Los esbirros de Bolívar ya estaban allí, en respuesta a su orden telepática. Rompieron la puerta con sus manos enormes y poderosas, escarbando con las garras de sus dedos medios en el marco de hierro atornillado, hasta que la estructura cedió, y luego unieron sus fuerzas para desprender la puerta.

Los primeros en entrar tropezaron con las lámparas ultravioletas que rodeaban el interior del pasillo. Los rayos eléctricos de color índigo achicharraron sus cuerpos rebosantes de virus, y los vampiros se dispersaron entre gritos y nubes de polvo. Los demás fueron repelidos por la luz contra la escalera de caracol, obligándolos a cubrirse los ojos e impidiéndoles ver más allá de la entrada.

Bolívar fue el primero en reaccionar, y trepó por la escalera en espiral en vista de la debacle. Era posible que el anciano todavía estuviera allí.

Bolívar tenía que hallar otra forma de entrar.

Vio a los exploradores rígidos en el suelo, frente a las ventanas rotas, como perros sabuesos azuzados por un olor. El primero de ellos —una niña de bragas sucias— gruñó y luego pasó entre los trozos irregulares de cristal
para salir a la calle.

 

 

L
a niña atacó a Ángel, avanzando a
cuatro patas con la gracia de un cervatillo. El veterano luchador corrió a la calle, pues no quería tener ningún contacto con ella, pero la niña estaba concentrada en su presa, decidida a derribarla. Saltó desde la calle, con sus ojos negros y la boca abierta, y Ángel reaccionó como el luchador que todavía llevaba dentro, neutralizándola como si fuera una rival que se abalanzara sobre él desde la parte superior del cuadrilátero. Le aplicó el «beso del Ángel», su golpe proverbial con la mano abierta, abofeteando fuertemente a la niña en medio del salto; su cuerpo pequeño y frágil voló a unos doce metros de distancia y se estrelló contra el pavimento.

Ángel retrocedió de inmediato. Una de las grandes desilusiones de su vida era no haber conocido a ninguno de los hijos que había engendrado. Ésta era una vampira, pero parecía tan humana —una niña, todavía— que el luchador se dirigió hacia ella con la mano extendida. La niña se dio la
vuelta y siseó, sus ojos ciegos como los dos huevos de un pájaro negro, disparándole con su aguijón, que debía de tener casi un metro de largo, mucho más corto que el de un vampiro adulto. La punta se agitó ante sus ojos como la cola del diablo, y Ángel se quedó petrificado.

Gus intervino rápidamente, rematándola de un fuerte golpe de espada; la hoja soltó chispas al rozar el pavimento.

Su muerte hizo que los otros vampiros se lanzaran al ataque frenéticamente. Fue una batalla despiadada, y Gus y los Zafiros eran superados en número, inicialmente por tres a uno, y luego cuatro a uno. Los vampiros surgían de la casa de empeños y de los sótanos de los edificios adyacentes que ardían en llamas. Habían sido convocados psíquicamente a la batalla, o simplemente habían escuchado la campana que los llamaba a cenar. Destruye uno, y dos más se abalanzarán sobre ti.

A continuación, un disparo de escopeta estalló cerca de Gus y un vampiro que se encontraba allí fue seccionado en dos partes. Se dio la vuelta y vio al señor Quinlan, el cazador jefe de los Ancianos, derribando a los vampiros revoltosos con precisión milimétrica. Seguramente había salido de algún sótano al igual que los vampiros, a no ser que los hubiera seguido todo el tiempo a él y a los Zafiros desde la oscuridad de la tierra.

En ese momento Gus percibió —pues sus sentidos estaban exacerbados por la adrenalina de la batalla—
que debajo de la piel translúcida de Quinlan no había gusanos de sangre. Todos los Ancianos, incluyendo a los demás cazadores, rebosaban de gusanos, pero la piel casi iridiscente de Quinlan era tan suave y tersa como la cubierta de un pudín.

Pero la batalla no daba tregua, y su percepción se difuminó en un instante. Las numerosas bajas ocasionadas
por el señor Quinlan abrieron un flanco entre las huestes enemigas, y los Zafiros, que ya no corrían peligro de ser acorralados, trasladaron su frente de lucha de en medio de la calle a la casa de empeños. Los niños acechaban a cuatro patas, en los alrededores del combate principal, como lobeznos esperando a un ciervo enfermo para abalanzarse sobre él. Quinlan lanzó una descarga explosiva en su dirección, y las criaturas ciegas se desperdigaron lanzando un chillido agudo mientras él cargaba el arma de nuevo.

Ángel le destrozó el cuello a un vampiro con sus manos, y luego, con un movimiento rápido —poco común para un hombre de su edad y constitución—, se dio media vuelta y le rompió el cráneo a otro de un codazo, al golpearlo contra la pared. Gus aprovechó y corrió espada en ristre hacia el interior de la casa en busca del anciano. La tienda estaba vacía y subió corriendo las escaleras. Vio un apartamento antiguo, como antes de la guerra.

La profusión de espejos le advirtió que estaba en el lugar adecuado, pero el anciano no aparecía por ninguna parte.

Se encontró con dos vampiras mientras bajaba; les enseñó
el tacón de su bota antes de pasarlas por el filo de su hoja de plata. Sus gritos lo llenaron de adrenalina. Saltó sobre sus cuerpos, evitando la sangre blanca que se escurría por los peldaños de las escaleras.

Los escalones seguían hacia abajo, pero él tenía que regresar al lado de sus
compadres,
para
luchar por sus vidas y almas bajo el cielo cubierto de humo.

Antes de salir, cerca de las escaleras, vio la pared en ruinas con las viejas tuberías de cobre verticales al descubierto. Dejó la espada sobre una vitrina que exhibía broches y camafeos, y encontró un bate de béisbol Louisville Slugger autografiado por Chuck Knoblauch, que tenía el tique con el precio: 39,99 dólares. Rompió la laminilla de la pared hasta dar con la tubería de gas. Era un viejo conducto de hierro fundido. Le dio tres golpes fuertes con el bate y se desprendió sin producir chispas.

El olor del gas comenzó a invadir la habitación, escapando de la tubería rota, no con un silbido fresco sino con un rugido ronco.

 

 

L
os exploradores se arremolinaron en torno a Bolívar, quien percibió su angustia de inmediato.

Aquel combatiente de la escopeta no era humano; era un vampiro.

Pero era diferente.

Los exploradores no podían detectarlo. Aunque fuera de otro clan —y obviamente lo era—, deberían haber informado a Bolívar sobre él, siempre y cuando perteneciera al de los gusanos. Bolívar estaba desconcertado por esa extraña presencia, y decidió atacar. Sin embargo, los exploradores se interpusieron en su camino en cuanto leyeron sus intenciones. Intentó apartarlos, pero su obstinación lo conminó a prestarles atención. Algo iba a suceder, y él necesitaba estar al tanto.

 

 

G
us enarboló su espada, avanzó derribando a otro vampiro vestido con una bata de médico y entró en el edificio de al lado. Arrancó una celosía de madera ardiente y se fue con ella rumbo a la batalla. La clavó en la espalda de un vampiro muerto con la punta afilada hacia abajo y el listón se irguió como una antorcha inflamada.

—¡Creem! —gritó, pues necesitaba que el verdugo engalanado de plata lo cubriera mientras sacaba la ballesta de la bolsa. Buscó un clavo de plata y lo encontró. Arrancó un jirón de la camisa del vampiro derribado, envolvió con él la cabeza del clavo, lo sujetó con fuerza y luego lo cargó en la cruz, sumergiendo el trapo en la llama y esgrimiendo la ballesta mientras se dirigía a la tienda.

Un vampiro con ropas deportivas y ensangrentadas se abalanzó salvajemente sobre Gus, pero Quinlan detuvo a la criatura con un golpe demoledor en la garganta. Gus avanzó hacia la acera, gritando:

—¡Atrás,
cabrones!

Apuntó con la ballesta, la disparó y el clavo en llamas se coló entre la celosía destrozada, aterrizando en la pared posterior de la casa de empeños.

Gus ya estaba fuera cuando el edificio se desmoronó con un solo estallido. La fachada de ladrillos se vino abajo, esparciéndose en la calle, y el techo y las vigas de madera se desintegraron como la envoltura de papel de un petardo.

La onda expansiva lanzó a los vampiros desprevenidos a la calle. La absorción de oxígeno impuso un silencio extraño en la manzana
después de la detonación, aguzado por el contraste del zumbido en sus oídos.

Gus se arrodilló y luego se puso de pie. El edificio de la esquina ya no existía, como si hubiera sido aplastado por el pie de un gigante. El polvo se elevó, y los vampiros supervivientes comenzaron a levantarse en torno a ellos. Sólo aquellos pocos que fueron golpeados por los ladrillos habían quedado sin vida. Los otros se recuperaron rápidamente de la explosión, y una vez más se dirigieron hambrientos en dirección a los Zafiros.

Con el rabillo del ojo, Gus vio a Quinlan correr al lado opuesto de la calle, bajando rápidamente por una escalera pequeña que conducía a un apartamento situado en un sótano. Gus sólo entendió por qué corría Quinlan después, cuando se volvió a ver la destrucción que había causado.

El golpe de la detonación que sacudió la atmósfera circundante había ascendido hasta la cúspide del hongo de humo, y la ráfaga de aire en movimiento generó una ruptura. Una brecha se abrió en medio de la oscuridad, permitiendo que la luz límpida y esplendorosa
del sol lo inundara todo.

El humo se dispersó y los rayos solares destellaron desde el epicentro del impacto, propagándose en un cono amarillo brillante con un gran poder de irradiación, pero los aturdidos vampiros detectaron demasiado tarde el poder de sus rayos. Gus los vio diseminarse a su alrededor con gritos fantasmales. Sus cuerpos cayeron, reduciéndose instantáneamente a vapor y a ceniza. Los pocos que estaban a una distancia prudente de los rayos del sol corrieron a los edificios vecinos en busca de refugio. Sólo los exploradores reaccionaron con inteligencia: previendo la propagación de la luz, agarraron a Bolívar. Los más pequeños forcejearon justo a tiempo para alejarlo de las garras del sol asesino que ya se aproximaba, arrancando una rejilla de la ventilación en la acera y arrojándolo en las profundidades subterráneas.

De repente Ángel, los Zafiros y Gus se quedaron solos en una calle soleada. Iban armados, pero sin ningún enemigo enfrente.

Era sólo otro día soleado en el este de Harlem.

Gus se dirigió a la zona del desastre, a la casa de empeños arrasada hasta sus cimientos.

El sótano había quedado al descubierto, lleno de ladrillos humeantes y de polvo. Llamó a Ángel, que acudió cojeando para ayudarle a mover algunos de los pedazos más grandes de hormigón
a fin de abrir una brecha. Gus se internó entre los múltiples escombros, escoltado por Ángel. Oyó un chisporroteo, pero se trataba simplemente de las conexiones eléctricas por las que aún circulaba energía. Apartó algunos trozos de ladrillo, escarbando en busca de cuerpos, preocupado aún por que el anciano pudiera estar escondido allí.

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