Profirieron unos gritos ahogados y solitarios mientras se precipitaban hacia las profundidades. A saber hacia dónde. Los Proscritos que había detrás resbalaron y se detuvieron justo ante al temible abismo que Gabbe había abierto de la nada. Movieron las cabezas a izquierda y derecha para averiguar lo que acababa de ocurrir. Otros se tambalearon en el borde y acabaron desplomándose en el interior. Sus gritos fueron cada vez más débiles, hasta que dejaron de oírse. Al cabo de unos instantes, la tierra crujió de nuevo, como si tuviera un gozne oxidado, y se volvió a cerrar.
Gabbe replegó su ala plumosa al costado con una gran elegancia. Se limpió la frente.
—Bueno, esto debería ayudar.
Pero entonces otra lluvia brillante de flechas de plata se precipitó desde el cielo. Una de ellas cayó con un ruido sordo en el escalón superior de la terraza, a los pies de Luce. Daniel arrancó la flecha del escalón de madera, dobló el brazo y la arrojó bruscamente, como si se tratara de un dardo letal, directamente en la frente de un Proscrito que avanzaba.
Se produjo un destello, como el de un flash. El chico de los ojos en blanco ni siquiera tuvo tiempo de gritar por el impacto: simplemente se desvaneció en el aire.
Daniel escrutó el cuerpo de Luce y luego la palpó, como si no creyera que continuaba con vida.
Callie tragó saliva a su lado.
—¿Ese chico…? ¿De verdad que ese chico…?
—Sí —contestó Luce.
—No lo hagas, Luce —dijo Daniel—. No me hagas arrastrarte dentro. Tengo que luchar. Tienes que huir de aquí. ¡Ya!
Pero Luce ya había visto demasiadas cosas para estar de acuerdo. Regresó a casa para alcanzar a Callie, pero en la puerta abierta de la cocina tuvo una visión brutal de los Proscritos.
Había tres. Estaban dentro de su casa. Y tenían los arcos dispuestos para disparar.
—¡No! —gritó Daniel apresurándose para proteger a Luce.
Shelby salió tambaleándose de la cocina a la terraza y cerró la puerta de golpe a su espalda.
Al otro lado de la puerta se oyeron tres golpes claros de flecha.
—¡Eh! ¡Ella no tiene la culpa de nada! —gritó Cam desde el patio, señalando a Shelby con la cabeza un instante antes de lanzar una flecha a la cabeza de una Proscrita.
—De acuerdo, cambio de planes —masculló Daniel—. Buscad un lugar donde refugiaros cerca de aquí. Esto va por todos. —Se dirigió a Callie y a Shelby y, por primera vez en toda la noche, a Miles. Tomó a Luce por los brazos—. Mantente alejada de las flechas estelares —le suplicó—. Prométemelo.
La besó rápidamente y luego los dirigió hacia la pared posterior de la terraza.
El fulgor de tantas alas de ángel era tan brillante e intenso que Luce, Callie, Shelby y Miles tuvieron que protegerse los ojos. Se inclinaron y anduvieron agachados por la terraza mientras las sombras de la barandilla oscilaban ante ellos y Luce los conducía hacia la parte lateral del jardín. Para ponerse a salvo. Tenía que haber algún sitio en algún lugar.
De entre las sombras surgieron más Proscritos. Aparecieron en las ramas altas de los árboles a lo lejos, se acercaron a paso tranquilo por entre los arriates elevados de alrededor y el viejo columpio carcomido que Luce había usado de niña. Sus arcos de plata brillaban bajo la luz de la luna.
Cam era el único del otro bando que iba armado con un arco. No se detenía a contar los Proscritos a los que eliminaba. Se limitaba a disparar al corazón con precisión mortal una flecha detrás de otra. Pero por cada uno que eliminaba aparecía otro.
Cuando se quedó sin flechas, arrancó la mesa de picnic del lugar que había ocupado durante décadas y la sostuvo ante él con un brazo a modo de escudo. Descarga tras descarga, las flechas rebotaban en la mesa y caían al suelo a sus pies. Él no hacía más que inclinarse, recoger una y lanzar; inclinarse, recoger y lanzar.
Los demás tenían que ser más creativos.
Roland sacudió sus alas doradas con tanto vigor que el aire de alrededor devolvía las flechas de vuelta en la dirección de la que habían venido, llevándose a varios Proscritos ciegos juntos de una vez. Molly cargaba contra el frente una y otra vez, con los rastrillos girando como espadas de samurái.
Arriane arrancó el viejo neumático que había hecho de columpio de Luce del árbol y lo arrojó como si fuera un lazo, desviando las flechas hacia la valla mientras Gabbe corría recogiéndolas. Ella saltaba y giraba como un derviche, eliminando a los Proscritos que se acercaban demasiado dirigiéndoles una sonrisa suave mientras las flechas les mordían la piel.
Daniel se había apropiado de las herraduras oxidadas de los Price que había bajo el porche y las arrojaba contra los Proscritos; a veces llegaba a dejar sin sentido a tres a la vez con una sola herradura que les rebotaba en la cabeza. Luego se abalanzaba sobre ellos, les quitaba las flechas estelares de los arcos y se las hundía en el corazón con las manos.
Desde el extremo de la terraza de madera, Luce vio el cobertizo de su padre e hizo que sus tres compañeros la siguieran. Saltaron sobre la barandilla para pasar a la zona ajardinada de debajo e, inclinados, se apresuraron hacia allí.
Estaban casi en la entrada cuando Luce oyó un rápido zumbido, seguido del aullido de dolor de Callie.
—¡Callie! —exclamó volviéndose.
Pero su amiga seguía allí. Se restregaba el hombro por la zona en que la flecha la había tocado, pero por lo demás estaba ilesa.
—¡Escuece mucho!
Luce se inclinó para tocarla.
—¿Cómo…?
Callie negó con la cabeza.
—¡Al suelo! —gritó Shelby.
Luce se arrodilló, hizo agachar a los demás y todos se metieron en el cobertizo. Entre las sombras oscuras que proyectaban las herramientas del padre de Luce, el cortacésped y el anticuado equipo de deporte, Shelby gateó hacia Luce, los ojos brillantes y los labios temblorosos.
—No puedo creer lo que está pasando —susurró asiendo del brazo a Luce—. No te imaginas cómo lo siento. Es culpa mía.
—No es culpa tuya —dijo Luce de inmediato.
Shelby no sabía quién era Phil, ni lo que quería de ella en realidad, ni cómo iban a terminar las cosas esa noche. Luce sabía lo que era acarrear la culpa por algo que no se entendía, y no se lo deseaba a nadie, menos aún a Shelby.
—¿Dónde está? —preguntó Shelby—. Podría matar a ese desgraciado.
—No. —Luce retuvo a Shelby—. No vas a salir. Podrían matarte.
—No entiendo nada —dijo Callie—. ¿Por qué alguien querría hacerte daño?
En ese momento Miles se encaminó a la entrada del cobertizo y fue iluminado por la luz de luna. Llevaba sobre la cabeza uno de los kayaks del padre de Luce.
—Nadie hará daño a Luce —dijo mientras salía fuera con ello.
Iba directo a la batalla.
—¡Miles! —gritó Luce—. ¡Vuelve…!
Se levantó para ir tras él y luego se detuvo, sorprendida al verle arrojar el kayak contra uno de los Proscritos.
Era Phil.
Este se quedó pasmado con sus ojos inexpresivos, gritó y cayó al suelo en cuanto el kayak le dio. Atrapado e inmovilizado, sus alas sucias se debatían en el suelo.
Por un instante, Miles pareció sentirse orgulloso de sí mismo, y también Luce un poco. Pero entonces una Proscrita menuda dio un paso al frente, ladeó la cabeza como si fuera un perro atendiendo a un silbato silencioso, levantó el arco de plata y apuntó directamente al pecho de Miles.
—Sin compasión —dijo en un tono monótono.
Miles estaba indefenso ante aquella chica extraña que parecía carecer de cualquier sentimiento de piedad, ni siquiera por la persona más agradable e inocente del mundo.
—¡Basta! —gritó Luce con el corazón desbocado mientras salía del cobertizo.
Notó que la batalla se arremolinaba en torno a ella, pero lo único que veía era una flecha dispuesta a penetrar en el pecho de Miles. Dirigida para matar a otro de sus amigos.
La cabeza de la Proscrita se dobló sobre la nuca. Sus ojos vacíos se volvieron hacia Luce y entonces se abrieron levemente, como si, tal como Arriane había dicho, realmente fuera capaz de ver la llama ardiente del alma de Luce.
—No dispares. —Luce levantó los brazos en un gesto de rendición—. Es a mí a quien queréis.
El fin de la tregua
L
a Proscrita bajó el arma. Cuando la flecha se destensó del arco, la cuerda emitió un crujido, como el de una puerta de desván al abrirse. Su rostro tenía la calma de un estanque en un día sin viento. Era tan alta como Luce, su piel era clara y húmeda, tenía los labios pálidos y, pese a no lucir una sonrisa, tenía hoyuelos.
—Si quieres que el chico viva —dijo con voz monótona—, yo te obedeceré.
Alrededor, todos habían dejado de luchar. El vaivén del neumático prosiguió hasta que acabó deteniéndose al dar contra el rincón de la valla. Las alas de Roland detuvieron sus sacudidas y empezaron a mecerse suavemente hasta devolverlo al suelo. Todo el mundo permaneció quieto, pero el aire quedó cargado de un silencio eléctrico.
Luce sintió el peso de muchas miradas sobre ella: Callie, Miles y Shelby. Daniel, Arriane y Gabbe. Cam, Roland y Molly. Los ojos ciegos de los Proscritos. Pero no se podía apartar de esa chica con esos ojos blancos inexpresivos.
—No lo matarás… ¿porque yo te lo digo? —Luce estaba tan sorprendida que se echó a reír—. Creía que me queríais matar.
—¿Matarte? —La voz mecánica de la chica adquirió una cadencia aguda, como de sorpresa—. Para nada. Moriríamos por ti. Queremos que vengas con nosotros. Eres nuestra última esperanza. Nuestra llave de entrada.
—¿Entrada? —Miles expresó la sorpresa que Luce era incapaz de demostrar en ese instante—. ¿Adónde?
—Al Cielo, claro. —La muchacha miró a Luce con sus ojos inertes—. Tú eres el precio.
—No.
Luce negó con la cabeza, pero las palabras de la chica le martilleaban el cerebro retumbando de un modo que hacía casi insoportable la sensación de vacío que sentía.
«La entrada al Cielo. El precio.»
Luce no entendía nada. Los Proscritos se la llevarían, ¿y qué harían con ella? ¿Utilizarla como una especie de moneda de cambio? Esa chica ni siquiera podía verla para saber quién era. Si algo había aprendido Luce en la Escuela de la Costa era que los mitos no se podían perpetuar. Eran demasiado antiguos, demasiado retorcidos. Todo el mundo sabía que había una historia, una en la que Luce había participado mucho tiempo atrás, pero nadie parecía saber por qué.
—No la escuches, Luce. Es un monstruo.
A Daniel le temblaban las alas. Era como si creyera que podía sentirse tentada a ir. Entonces Luce empezó a sentir una comezón en los hombros, un picor intenso que le dejó el resto del cuerpo entumecido.
—¿Lucinda? —gritó la Proscrita.
—Está bien, un momento —dijo Luce a la chica, y se volvió hacia Daniel—. Quiero saber una cosa: ¿qué es la tregua? Y no me digas que nada, ni me vengas con que no me lo puedes explicar. Quiero la verdad, me la debes.
—Tienes razón —convino Daniel para sorpresa de Luce. No dejaba de dirigir miradas a la Proscrita, como si esta fuera a llevarse a Luce en cualquier instante—. Cam y yo la preparamos. Acordamos dejar a un lado nuestras diferencias durante dieciocho días. Todos los ángeles y los demonios. Nos aliamos para cazar a otros enemigos, como ella —señaló a la Proscrita.
—Pero ¿por qué?
—Por ti. Porque necesitabas tiempo. Aunque nuestros fines sean distintos, por ahora Cam y yo, y todos los de nuestra especie, somos aliados. Compartimos una prioridad.
Lo que Luce había visto en la Anunciadora, aquella repugnante escena de Daniel y Cam colaborando. ¿Se suponía que eso estaba bien porque habían acordado una tregua? ¿Para darle tiempo a ella?
—No es que te sintieras muy comprometido con la tregua. —Cam escupió en dirección a Daniel—. ¿De qué sirve una tregua si no se cumple?
—Tú tampoco la cumpliste —dijo Luce a Cam—. Estuviste en el bosque de la Escuela de la Costa.
—¡Te estaba protegiendo! —replicó Cam—. ¡Nada de salir de paseo a la luz de la luna!
Luce se volvió hacia Arriane.
—Sea lo que sea, la tregua, dime: ¿cuando termine significará… que Cam de repente volverá a ser el enemigo? ¿Y Roland también? Esto no tiene ningún sentido.
—Lucinda, basta con que lo digas —intervino la Proscrita— para que yo te aleje de todo esto.
—¿Y adónde me llevarás? ¿Adónde? —preguntó Luce. Había algo atractivo en la idea de marcharse, lejos de todos los problemas, luchas y confusiones.
—No hagas nada que luego puedas lamentar, Luce —le advirtió Cam. Era raro que él sonara como la voz de la prudencia, mientras que Daniel parecía prácticamente paralizado.
Luce miró a su alrededor por primera vez tras salir del cobertizo. La batalla había terminado. La misma capa de polvo que en su momento había cubierto el cementerio de Espada & Cruz cubría ahora la hierba del patio trasero. Mientras el grupo de ángeles parecía completamente intacto y completo, los Proscritos habían perdido una buena parte de su ejército. Había unos diez que guardaban las distancias, vigilantes, con los arcos de plata bajados.
La Proscrita seguía esperando una respuesta de Luce. Sus ojos brillaban en la noche y retrocedía conforme los ángeles se le acercaban. Cuando Cam se aproximó, la chica alzó lentamente el arco otra vez y lo apuntó hacia su corazón.
Luce vio que se tensaba.
—Tú no deseas marcharte con los Proscritos —dijo a Luce—. No esta noche.
—Tú no le digas lo que quiere o deja de querer —intervino Shelby—. Yo no digo que tenga que irse con esos tipos albinos tan raros, ni nada. Lo único que quiero es que todo el mundo deje de tratarla como a una niña y le permita hacer lo que le parezca. ¡Ya basta, caramba!
Su voz atronó en el patio, provocando un respingo en la Proscrita, que retrocedió al instante. Se volvió para dirigir su flecha hacia Shelby.
Luce contuvo el aliento. La flecha de plata temblaba en las manos de la Proscrita. Tensó la cuerda. Luce contuvo el aliento. Pero antes de que pudiera disparar, sus ojos vidriosos se abrieron, el arco se le cayó de las manos, y su cuerpo desapareció en un tenue estallido de luz grisácea.
Aproximadamente medio metro por detrás de donde la chica había estado, Molly bajó un arco de plata. Era evidente que la había disparado por la espalda.
—¿Qué pasa? —espetó Molly mientras el grupo se volvía con gran estupor para mirarla—. Esa nefilim me cae bien. Me recuerda a alguien que conozco.