Read Otoño en Manhattan Online

Authors: Eva P. Valencia

Otoño en Manhattan (36 page)

BOOK: Otoño en Manhattan
4.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads
Capítulo 54

 

Gabriel
dejó caer la botella medio vacía al suelo. El whisky comenzó a mojar el parqué
y parte de sus tejanos. Estaba tan borracho que no fue consciente de
ello. 

Se
frotó los ojos con los puños con fuerza, a duras penas veía con claridad. Trató
de levantarse cogiéndose al filo del mueble del televisor, con tal infortunio
que resbaló cayendo al suelo y de paso arrastró con él una fotografía cuyo
cristal se hizo añicos.

—Estúpido...
mira lo que has hecho... acabas de romper la fotografía de tu hermanito... Iván

Se
rió a carcajadas, sin saber muy bien por qué. Luego sin darse cuenta, al tratar
de levantarse de nuevo, apoyó la mano sobre los cristales rotos, clavándose unos
cuantos en la palma.

Gabriel
ahogó un quejido de dolor. Se miró la mano y trató de arrancarse algunos
cristales, los que estaban clavados más superficialmente. Pronto su mano se
tiñó de sangre la cual empezó a resbalarse por el brazo, goteando y manchando
el suelo. 

Se
quitó la camisa haciendo saltar todos los botones. Después la enrolló alrededor
de su mano y con la otra libre, hizo un nudo. Cogió los extremos con los
dientes y los estiró para asegurarse de que estos no se iban a aflojar.

Cuando
Gabriel logró ponerse en pie, esta vez sin otro contratiempo, cruzó el pequeño
salón a duras penas, tambaleándose y apoyándose en los muebles y en las paredes
que encontraba a su paso, hasta llegar a la puerta de cristal de acceso al
balcón. A continuación, la deslizó y salió al exterior. 

Un
viento frío azotó su cara y su torso desnudo. Se acercó a la silla de madera y
se dejó caer sin miramientos. Todo a su alrededor le daba vueltas, al igual que
todo en ese momento, le importaba un bledo.

Entonces
y sin pensar, empezó a decir incongruencias, una tras otra. Liberando cada uno
de los pensamientos que lo martirizaban.

—Érika,
Marta... Jessica... ¡Qué os follen a todas...! por mentirme, por engañarme, por
ultrajarme y después abandonarme a mi suerte...

Gabriel
al parecer no estaba solo. La vecina de al lado sin pretenderlo, estaba
escuchándolo todo desde el balcón contiguo.

Ella
se acercó a la pared que separaba ambos balcones y acercándose, agudizó aún más
el oído. No estaba del todo segura de que se tratara de su vecino. A duras
penas lograba descifrar aquellas palabras.

—¿Gabriel?...

No
recibió ninguna respuesta. Por lo visto quien quiera que fuera, había dejado de
hablar.

—Dime
si eres tú... —dijo con un deje de preocupación en su tono de voz

. ¿Te encuentras bien?

De
nuevo se creó un desagradable silencio al otro lado de la pared. 

—Voy
a ir a tu casa... así que cuando llame, ábreme la puerta...

La
joven corrió y en cuestión de segundos se plantó en su apartamento. Aporreó la
puerta con ímpetu y esperó unos segundos antes de golpear de nuevo.

Gabriel
alzó la cabeza al escuchar aquel desagradable ruido que provenía del rellano de
la escalera.

Frunció
el ceño pensativo.

«¿Quién
coño será?»

«Como
sea la jefa, la pienso mandar de vuelta a Londres»

Caminó
descalzo arrastrando los pies hasta la puerta. Al abrirla se llevó una sorpresa
que no esperaba en absoluto. Era su vecina.

Ella se quedó
paralizada al ver el estado en el que se encontraba Gabriel. Ebrio. Apestando a
alcohol y con los tejanos empapados en whisky.

Odiaba
a los borrachos.

Odiaba
todo lo relacionado con la bebida y sus efectos secundarios.

—¿Qué
te ha pasado? —preguntó boquiabierta.

Ella
le miró de arriba abajo en silencio y al llegar a la altura de su mano, vio que
estaba envuelta en una camisa manchada.

—¿Eso
es sangre?

Gabriel
se miró la mano y luego se echó a reír.

—¿Esto?... No es más
que un accidente doméstico... No te preocupes pelirroja...

La
joven empujó la puerta para poder entrar, después la cerró y le cogió la mano
sin reparo.

—Vecinita...
no metas tus narices donde no te llaman...

—Sé que estás
borracho y como tal, voy a ignorar las estupideces que estás diciendo... —dijo
desenrollando la camisa.

—Seguro que eres
como las demás... una zorra con cara de ángel... y harás lo mismo, en cuanto me
tengas completamente enamorado... ¡ZAS! —Ella pegó un brinco sin darse cuenta—,
te reirás en mi cara y te largarás para siempre de mi jodida vida...

Ella
puso los ojos en blanco y luego le respondió.

—Para
empezar no soy ni mucho menos como las demás. 

Gabriel
intentaba escucharla pero la mitad de las palabras se perdían por el camino
antes de llegar a su oído.

—Además
te aseguro que en este momento no estoy por la labor de enamorar a nadie...

Ella arrugó la
frente al comprobar que se había vendado la mano sobre varios cristales que
seguían clavados en su piel.

—¿Dónde
tienes el botiquín?

—¿Para
qué?

—Para curarte...
¿para qué sino?

Gabriel
se echó a reír y con falta de destreza colocó su brazo sobre los hombros de
ella.

—¿Ahora
quieres jugar a médicos? —le susurró acercándose a su oído mientras ella notaba
el fuerte hedor de su aliento chocando contra su cara.

—Gabriel...
quítame los brazos de encima... —le advirtió sin perder el temple—, de no ser
tú, te aseguro que te hubieras llevado una merecida patada en los huevos...

Ella
formuló de nuevo la pregunta.

—¿Dónde
tienes el botiquín?, hay que curar esto enseguida, sino provocará una
infección.

—En el cuarto de
baño —hizo un gesto con la cabeza señalando al pasillo.

—Pues en ese caso,
quédate aquí quietecito mientras yo voy a buscar algo para curarte las heridas.

Gabriel
se apoyó en la pared y no tardó ni dos segundos en deslizarse por la superficie
hasta caer de culo contra el suelo y mientras esperaba, notó como los párpados
le pesaban y se le cerraban los ojos.

Ella
regresó al momento con gasas, vendas, yodo, tijeras y unas pinzas. Se arrodilló
junto a él y reservó las cosas a un lado.

Gabriel
abrió los ojos enfocando de nuevo la retina al rostro borroso de su vecina.

—Puede
que te duela un poco... —le dijo mientras extraía concienzudamente con las
pinzas cada trocito de cristal de su mano.

Gabriel
de vez en cuando hacía alguna mueca de dolor. Por suerte, el alcohol había
adormecido todos sus sentidos.

Al
cabo de unos segundos, ya estaban curadas las heridas y vendada la mano.
Gabriel se dedicó a admirar su trabajo y después la felicitó.

—De
ahora en adelante te llamaré: "la misteriosa enfermera pelirroja"

Ella disimuló una sonrisa al tiempo que no podía evitar
poner los ojos en blanco. Las estupideces crecían por momentos. Entonces y sin
darse cuenta tuvo un arranque de sinceridad. Aunque tampoco importaba
demasiado, ya que probablemente Gabriel no recordaría aquella conversación a la
mañana siguiente.

—Hace mucho tiempo que ya no realizo ese tipo de trabajo.
Vendar a los pacientes forma parte del personal de enfermería.

—¿Pacientes...? —repitió.

Ella asintió y luego recogió el material del suelo.

—Soy médico —le confesó ofreciéndole la mano—. Vamos,
necesitas dormir para pasar la borrachera.

Gabriel se incorporó con la ayuda de la joven.

—¿Médico?

—¡Dios!... ¿piensas repetir cada palabra que diga?

—Ja,ja,ja... es para cambiar tu mote... ya que no sé cuál
es tu nombre...

«
Ni lo sabrás
», pensó.

Gabriel volvió a pasar su brazo por encima de sus hombros.

—Venga campeón. A la cama —dijo rodeándole la cintura con
un brazo.

—¿Vamos a la cama sin saber siquiera tu nombre? —se mofó—.
Chica mala, eres misteriosa y muy, muy morbosa...

—Qué más quisieras tú... —dijo arrastrándole hasta la habitación—
Y basta ya de decir tantas sandeces sin sentido...

Al llegar allí, ella buscó el interruptor palpando la pared
a tientas con la mano. Gabriel aprovechó de su despiste para bajar la mano
hasta su trasero y pellizcar con firmeza una de sus nalgas.

—¡Au! —gritó molesta—. Da gracias a que me considero una
buena samaritana y soy incapaz de abandonar a nadie a su suerte.

Guió a Gabriel hacia el pie de la cama.

—Pero te lo advierto —replicó ella, muy enfadada—, la
próxima vez que trates de meterme mano, te juro que te llevo a la ducha y te
meto bajo el agua congelada, hasta que se te quiten esas ideas de la cabeza.

Por unos instantes estuvo tentada a irse y dejarle allí
solo, pero sabía que los remordimientos de conciencia la perseguirían y no le
dejarían tranquila. Era incapaz de quitarse de su mente la imagen de Gabriel
ahogándose en sus propios vómitos. Sacudió la cabeza para borrar esas ideas y
luego resopló resignada.

—¿Entendido Batman?

Gabriel se rió a carcajadas y después le enseñó las palmas de
las manos.

—Vale, lo pillo... las mantendré vigiladas en todo
momento... —se volvió a reír pero al darse cuenta de que ella le miraba con
escepticismo, se detuvo en seco.

—Ahora —le dijo muy seriamente—, cierra los ojos y trata de
dormir, es una orden.

Y tras pronunciar aquellas palabras se dio media vuelta.
Apagó la luz dejando la puerta de la habitación ajustada, por si reclamaba su
ayuda.

Después fue al salón y al ver el estado en el que se
encontraba, negó con la cabeza y empezó a limpiar aquel desastre.

 

* * *

 

Al llegar al loft, Eric abrió la puerta y antes de que
Daniela pudiera entrar, la cogió en brazos y la llevó hasta el cuarto de baño.
Luego la dejó con cuidado en el suelo y la miró intensamente a los ojos.

—Mi último pensamiento cada noche al acostarme eras tú y el
primero cada mañana al despertar...

Eric empezó a recorrer el delicado rostro de Daniela. Las
cejas, la nariz, los pómulos, como si pretendiera con ello memorizar cada uno
de sus rasgos y luego se detuvo en sus labios.

—... contaba las horas que quedaban para volver a besarte.

Justo cuando empezó a deslizar el pulgar por el labio
inferior, Daniela se estremeció y soltó una risa. El tacto de su dedo sobre la
fina piel, le hizo cosquillas. Luego alzó la vista y le miró sin pestañear.

—Bésame, Eric.

Tentado, sonrió y acercó sus labios rozando delicadamente
los suyos. Daniela alzó los brazos para colgarse de su cuello y abrió la boca
invitándole a entrar. Eric hundió la lengua en su interior buscando
desesperadamente la de ella. Sus dedos se deslizaron hacia las curvas de su
cintura apretándose más a su cuerpo, clavando de esta forma la evidente
erección en su vientre.

—Déjame preparar el baño —dijo interrumpiendo el beso— Si
continuo besándote, no creo ser capaz de responder a mis actos.

—Pues no lo hagas... —le sonrió melosa.

Eric negó con la cabeza y luego le devolvió la sonrisa. Se
agachó para abrir el grifo y dejar así correr el agua en el interior de la
bañera. Luego se colocó frente a ella y empezó a desvestirla lentamente.

—¿Por dónde íbamos?

—Por aquí —le respondió Daniela besándole con ansia.

Mientras el agua caliente llenaba la bañera y el vaho
empañaba el espejo y las baldosas, se quedaron desnudos uno frente del otro.
Eric siempre repetía la misma operación, daba unos pasos atrás y admiraba su
belleza.

—Jamás me cansaré de ti.

—Nunca digas jamás —le riñó.

—¿Por qué no?

—Porque no puedes asegurarlo.

—Sí, puedo: Jamás me cansaré de ti —repitió con énfasis
cada una de las palabras.

Daniela inspiró hondo y para no contradecirle, se giró,
cerró el grifo y entró en la bañera. Luego tendió su mano y le invitó a que le
acompañara.

—No puedes asegurarlo, pero sí demostrármelo.

Eric cogió su mano antes de sumarse al baño. Cuando su
cuerpo estuvo sumergido en el agua, separó las piernas para hacerle un sitio a
Daniela. Ella apoyó su espalda en su torso y cerró los ojos cuando las manos de
él empezaron a acariciar su cuerpo.

Capítulo 55

 

La lluvia empezó a chocar con fuerza contra los cristales
del vehículo. La tarde se había oscurecido en cuestión de segundos. Hacía
varios minutos que habían entrado en el condado de Baltimore, pero aquel aún no
era el destino final, sino las afueras de Ellicott City en el Centennial Park.

El taxista activó los limpiaparabrisas a la máxima
velocidad y encendió los faros, al llegar a un sendero de escasa visibilidad.
Hacía rato que había dejado atrás el asfalto de la carretera y los bloques de
pisos. La frondosa vegetación y los altos árboles a ambos lados del camino
destacaban la belleza del lugar. Traspasaron un puente de madera suspendido, el
cual se balanceó ligeramente. Jessica lo recordaba
todo perfectamente: el puente, el río, los paseos en caballo... Todo
continuaba igual que hacía diez años. Nada había cambiado. ¿Nada? Cerró los
ojos recordando los motivos por los cuales se marchó, por los cuales huyó de
aquella casa.

Inspiró profundamente. Ahora había vuelto. Necesitaba
arreglar las cosas. Desafortunadamente, no disponía de mucho tiempo. Era ahora
o nunca.

Un pitido molesto se escuchó a través de la radio. Por lo
visto, la señal no llegaba con nitidez en aquellos parajes. El taxista
impaciente dio un manotazo al aparato.

—¡Jodida radio!, cuando llegue Nueva York, por mi santa
madre que te jubilo...

Giró la ruedecilla tratando de sintonizar alguna emisora,
pero no tuvo suerte. Así que abrió la guantera y empezó a buscar algo en el
interior. Jessica miraba de reojo, el hombre no hacía más que sacar papeles y
más papeles, algunos hechos bola y otros arrugados de cualquier manera y entre
tanto desorden, encontró un
casete.

Él rió con desparpajo y luego besó varias veces la
superficie.

—Torito guapo... ¡olé y olé!, pero qué arte tenía mi
Fary... un monstruo, era un monstruo.

Se giró pletórico en el asiento y con una sonrisa de oreja
a oreja, le mostró el feliz hallazgo.

—Señorita... ¿Le importaría si pongo un cintita de mi
ídolo?... Es el mejor cantante que ha existido en todos los tiempos... Es como
mi Atletic —se dio unos golpecitos en el pecho con orgullo—. Ambos los tengo
gravados con sangre en mi corazón...

Ella asintió encogiéndose de hombros. No le sonaba aquel
nombre.

—Gracias, hermosa... 

El hombre introdujo el casete en la ranura y la música
empezó a sonar. Jessica abrió los ojos como platos. Acaso, ¿era una broma? ¿Una
tomadura de pelo?

—Disculpa...

Él estaba tan concentrado en cantar y en seguir al pie de
la letra la canción, que ni siquiera la escuchó. 

—¡Ay! vaya torito... ¡ay! torito guapo, tiene botines y no
va descalzo...

Jessica insistió.

—¡Taxista! —exclamó dándole unas palmaditas en el hombro.

Él dio un respingo y del susto, pegó un volantazo,
deteniendo el vehículo en seco, atravesándolo en medio de aquel sendero.
Jessica por suerte se había agarrado al asiento evitando golpearse la cabeza.

—¡Por mi santa madre! —Se llevó la mano al pecho—.
Señorita, ¿pretende mandarme al otro barrio de un infarto?... Que ya no tengo
edad para esas cosillas... 

—Lo siento...

—No pasa nada, guapita de cara... —añadió recuperando el
aliento.

Jessica puso los ojos en blanco. Todo era de lo más
surrealista: Anocheciendo, en un camino solitario y oscuro, donde
Jesucristo perdió la sandalia y con un tarado como acompañante mientras
escuchaban la música folclórica de un tal 
Fary
.

—¿Podría quitar esa música? Tengo un dolor de cabeza que me
está matando... Preferiría, si no le importa algo de silencio...

El hombre amablemente enseguida apagó la radio y de nuevo
retomó el camino.

—¿Se encuentra mejor? —miró a través del espejo retrovisor.

—Sí, gracias.

Jessica se frotó la frente y masajeó la sien. Por suerte la
lluvia les había dado una tregua y apenas caían gotas. Y al final del camino
pudo ver la verja de madera que rodeaba la finca.

El corazón le dio un vuelco y le empezó a latir velozmente.
Diez años, era mucho tiempo. Sin saber de ellos, sin hablar con ellos. Jessica
sacó el colgante que le había regalado Geraldine y tras mirarlo, lo apretó con
fuerza. Mucha era la suerte que iba a necesitar. Pero ya no podía dar media
vuelta. Necesitaba enfrentarse a su pasado. Lo necesitaba para seguir adelante.
Para marcharse en paz consigo misma.

Pronto llegaron a un pequeño claro y en el centro una
bonita casa rodeada de bosque.

—Es aquí —señaló con decisión.

Condujo hasta una especie de porche y poco después aparcó
el coche. El hombre salió para abrir el maletero mientras Jessica permanecía
sentada mirando al frente, a la casa.

Segundos más tarde, golpeó con los nudillos el cristal y
Jessica ladeó la cabeza hacia esa dirección.

—Señorita... tengo su maleta... —le dijo enseñándosela—
Fuera hace un frío de mil demonios. Si sigo aquí, se me van a congelar las
pelotas...

Jessica se dio cuenta de que tiritaba y salió enseguida.

—Gracias —cogió su maleta.

—Sea lo que sea, seguro que lo arreglan —le guiñó un ojo y
le sonrió de forma cómplice— Tenga...

Le entregó el casete. Ella se lo miró con desgana. 

—Seguro que piensa que soy un cateto que no me entero de
nada. Pero... cuatro horas me han bastado para darme cuenta que aunque tenga
una envoltura espectacular, una cara que muchas matarían, no es feliz... y no
es por un hombre que le haya tocado los cojones... no, es por algo más
profundo... 

Jessica no cabía en ella del asombro. Tras aquella
apariencia desaliñada, aquella camisa amarilla desabrochada enseñando el pecho
y la manta de vello rizado, la notable alopecia y una obesidad considerable, se
escondía una persona muy humana. 

—Hable con ellos, le escucharan... y usted volverá a
sonreír... unos padres es lo más sagrado de este mundo. Consérvelos...

Ella se quedó boquiabierta. Muy a su pesar, le había
prejuzgado por su apariencia y su comportamiento.

—Por cierto, me llamo José Luis...

Jessica sacó el billetero y le pagó en efectivo.

—Buenas noches y... gracias... por todo...

—Un placer señorita...

Hizo el típico saludo militar, se estiró de las solapas de
la camisa y entrando en el coche, se marchó desapareciendo en la oscuridad.

Jessica se quedó unos segundos más anclada en el sitio
mirando a la casa que le separaba de sus padres, hasta que un farolillo colgado
en la pared se encendió instantes antes de que alguien abriera la puerta.

Los ojos de Jessica se iluminaron al volver a ver a aquella
mujer de cabellos blancos y el rostro castigado por las innumerables arrugas y
por el paso del tiempo.

La mujer se llevó las manos a la boca, incrédula. 

—¿Jessica? ¿Eres tú?

Ella tardó en contestar. No podía dejar de mirarla. Había
envejecido no diez años, sino veinte. Estaba descuidada, abandonada. Ya no era
la mujer glamurosa que había sido en antaño. Sus ojos ya no reflejaban poder,
dinero ni soberbia. Ante Jessica se mostraba una persona apática, frágil e
insegura.

—Soy yo.

Jessica dio unos pasos hasta quedar justo enfrente. 

—He vuelto.

Se sostuvieron las miradas unos instantes y luego Jessica
dejó la maleta y el casete en el suelo y la abrazó con ternura. Su madre aún
sin dar crédito, empezó a llorar sin poder evitarlo. 

—Mi niña... —susurró, meciéndola entre sus brazos.

Pronto alguien se acercaría. La madera empezó a crujir bajo
sus pies. Luego se detuvo a cinco metros de distancia, lo suficiente para saber
quién se había presentado aquel sábado, en su propiedad y sin previo aviso.

—Ya puedes largarte por dónde has venido, en esta casa no
eres bien recibida... —la voz grave y áspera de su padre le pegó una bofetada
desde la distancia.

Jessica y su madre se separaron, encontrándose con la
mirada hostil de él. 

—Hola padre —le dijo con el semblante serio.

Él cruzó los brazos enfurecido y tras apretar la mandíbula
hasta hacer chirriar los dientes, dio media vuelta y se marchó por donde había
venido.

Jessica bajó la vista al suelo. No disponía de mucho tiempo
si quería arreglar las diferencias con su padre. 

—Cariño, entra en casa... debes estar hambrienta... además
de congelada... 

Su madre la miró de arriba abajo. Jessica cuando se marchó
tan solo tenía veinticinco años, ahora era toda una mujer, una mujer muy bella,
quién sin duda, había heredado la belleza de su padre y el corazón de su madre.

—Estás muy delgada... 

—Últimamente he perdido algo de peso, pero estoy bien... no
te preocupes.

Ambas se miraron una vez más, sin dar aún crédito.

—Te he echado tanto de menos... 

—Yo también, mamá... pero sabes que no podía volver...
sabes por qué me marché...

La madre ahogó un suspiro y luego le cogió de la mano.

—Por favor, entra... este es tu hogar... siempre lo fue...

Jessica cerró los ojos unos instantes recordando por qué
estaba allí y llenando sus pulmones de aire y coraje, entró.

BOOK: Otoño en Manhattan
4.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Women and Children First by Francine Prose
What Happens in Scotland by Jennifer McQuiston
Some Like It Spicy by Robbie Terman
Redshirts by John Scalzi
Cursed by Shyla Colt
Aunt Dimity's Death by Nancy Atherton
A Dream Come True by Barbara Cartland
Falling Star by Diana Dempsey