Read Otoño en Manhattan Online
Authors: Eva P. Valencia
Salió
al balcón cargado de rabia y de
impotencia, con la mirada perdida hacia el horizonte. Gabriel aún seguía sin
dar crédito. Tantas esperanzas puestas en aquella prueba de
histocompatibilidad, deseando con todas sus fuerzas salvar así la vida de
Jessica, y sin embargo, todo, absolutamente todo, se desvaneció entre sus manos
y sin poder hacer nada en tan solo un instante con aquella llamada telefónica.
Quiso permanecer allí un buen rato, solo y sin pensar,
simplemente viendo caer la nieve sobre los gigantes de hormigón. Pronto, el
frío empezó a calarse en el interior de sus huesos y entonces aprovechó para
subirse el cuello de la cazadora, exhalando aire con fuerza en sus manos,
frotándolas para tratar de entrar en calor.
Al poco después, entró al apartamento y comenzó a preparar
la ropa que pensaba llevarse a Baltimore. Fue colocando una a una las prendas
sobre la cama antes de guardarlas en el interior de la maleta.
Finalmente, tras acabar, se dejó caer sobre las sábanas con
la mirada fijada en el techo.
Durante un largo rato, se quedó pensativo. Concentrándose
en buscar otra solución, otra alternativa que no fuese resignarse a aquella
simple lista de donantes, porque por desgracia, no hacía falta ser un experto
en la materia para saber que Jessica no viviría lo suficiente.
Y lo cierto, es que no sabía por qué, pero algo le decía
que la solución estaba más próxima de lo que imaginaba. Empezó a enumerar
mentalmente todos los familiares y conocidos. Pero alguien faltaba en aquella
lista, estaba casi seguro.
Cerró los ojos y dobló los brazos bajo su cabeza.
¿A quién había obviado?... ¡Claro...! —Chasqueó los dedos—.
Al bebé... a la hija de veintidós años...
Abrió los ojos como platos y se incorporó de golpe,
sentándose con las piernas en forma de indio.
—¡Dios! Por fin recuerdo donde vi esas marcas... en los
lavabos de aquel pub... Cuando
ella
y yo nos besamos... mientras se
desabrochaba los botones del vestido...
Boquiabierto, susurró el nombre de Daniela.
—¡Joder, jooooder! —exclamó llevándose las manos a la
cabeza preso del descubrimiento que acababa de tener—. Y pensar que durante
todo este tiempo ha estado a mi lado... y ni siquiera lo había sospechado...
Empezó a reír como si estuviera loco, como si hubiera
perdido momentáneamente la cordura. Corrió en busca del teléfono y marcó los
números de ella. A los cinco tonos, alguien respondió, pero para su sorpresa,
no se trataba de Daniela, sino de Eric.
—¡Eric! ¿Dónde está Daniela?
Eric se molestó.
—¿Hace tres meses que no me devuelves las llamadas y ahora
me vienes con exigencias? ¿Estás bebido o acaso te has fumado algo?
Gabriel se rió con descaro. No le apetecía rememorar la
última conversación que mantuvieron meses atrás. Él no aprobaba la relación que
había iniciado con Daniela. Su amigo era un maldito cabrón al que no le
importaban una mierda las mujeres, acostumbrado a utilizarlas a su libre
albedrío y después desecharlas sin ningún miramiento y Daniela... Daniela, era
un ángel de alma pura que no se merecía a un semejante desgraciado destrozando
su vida.
—No me cabrees Eric, no es contigo con quien quiero hablar.
—Pues ha salido. Si quieres puedes darme a mí el
mensaje.
—No. Déjalo.
—Como quieras...
Ambos compartieron unos instantes de incómodo silencio.
Poco después Gabriel quiso retomar el hilo de la conversación:
—Eric, es importante... he de hablar con ella.
—Pues ya sabes donde vivo. No creo que Daniela tarde en
regresar.
Se dirigió de nuevo a la habitación sin dejar de prestar
atención el teléfono.
—En veinte minutos estoy allí.
—¿Te quedarás a cenar?
—¿Me tomas el pelo? —se burló.
—No, joder... es nochebuena, nadie debería estar solo en
nochebuena... hazlo por los viejos tiempos...
Gabriel se fue calzando las bambas con la mano libre y
cuando apoyó el teléfono entre su hombro y su mandíbula, pudo anudarse los
cordones. Instantes después, Eric prosiguió:
—Además, yo también he de decirte algo importante.
—Vale, voy para allá...
Corrió hasta el recibidor para coger la cazadora y mientras
se vestía con ella, cerró la puerta de su apartamento sin echar la llave.
Clive marcaba el paso sujetando el codo de su mujer con
fuerza por las transitadas calles de la ciudad. El peso de sus cuerpos hacía
crujir la nieve bajo sus pies, dejando un sendero de huellas impregnadas en el
suelo.
Ella miraba a ambos lados y hacia delante con nerviosismo,
pidiendo ayuda, implorando auxilio con los ojos a personas extrañas que se
cruzaban en su camino. Personas que ni por asomo, se daban cuenta de lo que
realmente estaba ocurriendo. Era del todo inútil. Nadie la veía, era como si
fuese invisible.
Pronto llegaron a un callejón inhóspito y oscuro.
Clive la obligó a caminar hasta el final y luego la empujó
contra la pared. Noah cayó sobre unas bolsas de basura amontonadas, apiladas de
cualquier manera. Una de estas reventó y un pestilente hedor nauseabundo, salió
expulsado al exterior. Se tapó la boca con la mano y quiso levantarse, pero no
pudo hacer nada ya que vomitó in situ, en el acto, expulsando violentamente
todo cuanto tenía en su interior.
—¡Joder!... ¡qué asco!... Ahora el último recuerdo que
tendré de ti, será echando la pota... —arrugó la nariz con enorme repulsa—. No
sabes lo que disfrutaría obligándote a comer de tu propio vómito pero por
desgracia no dispongo de tanto tiempo...
Clive giró el cuello, echando un rápido vistazo atrás para
cerciorarse de que nadie les veía al otro lado del callejón.
—Ahora gírate, no quiero que me mires a los ojos cuando
apriete el gatillo.
Noah sintió como un escalofrío recorría el largo de su
espalda.
—¿Vas a matarme? —le preguntó escuchando como su
voz temblaba al hacerlo.
En vez de responderle, sacó unas bridas del bolsillo de su
gabardina y ató con ellas sus muñecas por detrás de la espalda. Tan fuerte las
apretó que Noah ahogó un desgarrador grito al sentir como el plástico
atravesaba y cortaba su fina piel, de idéntica forma que lo hacía un cuchillo
al cortar la mantequilla.
—¡¡¡Chist!!!... Calla... zorra... —le amenazó mientras se
quitaba la corbata con una sola mano y le tapaba la boca con ella, dando varias
vueltas alrededor de su cabeza.
Después, sin compasión le cogió de la nuca y la obligó a
ponerse de rodillas encima de la nieve. Sus pantalones se empaparon en cuestión
de segundos, calando la humedad en sus huesos. Todo su cuerpo empezó a tiritar
con tal frenesí que sus dientes castañetearon exacerbando la paciencia
de Clive, quién sin mayor contemplación, la golpeó con el puño para
hacerla callar.
Entonces, ella con desaliento trató de buscar una salida
con la mirada, pero era del todo inútil. Para cuando quiso darse cuenta, Clive
estaba metiendo su mano bajo su anorak rebuscando en su interior.
Le quitó el monedero y el inhalador, para guardárselo en
uno de sus bolsillos y así simular un robo.
—¿Llevas joyas? ¿Los pendientes que te regalé?
Ella negó repetidas veces con la cabeza, tratando de emitir
algún sonido, pero la gruesa tela de la corbata le aplastaba completamente la
lengua.
Horrorizada y sintiendo la llamada de la muerte, sucumbió
abatida mientras rezaba un padre nuestro al tiempo que varias lágrimas bañaban
sus pálidas y gélidas mejillas.
* * *
Pese a que diversas calles permanecían cerradas al tráfico
por ser nochebuena, Gabriel pudo circular con relativa rapidez y llegar pronto
a Brooklyn, al loft de Eric.
Aparcó la Ducatti en una de las plazas de aparcamiento de
la propiedad de su amigo y sacándose el casco de la cabeza, esperó con
impaciencia a que el montacargas llegase a la planta subterránea. Nada más
subir a este, sacó el manojo de llaves y buscó una, la dorada que le daría el
acceso directo a la última planta.
El trayecto se le hizo eterno. Gabriel trataba de hacer un
esbozo mental de cómo iba a abarcar la cuestión parental entre Jessica y
Daniela. Al llegar al ático, aún no lo tenía nada claro. Dejó de martirizarse
buscando la mejor forma de ser elegante y decidió afrontarlo lo más natural
posible.
Separó a ambos lados la persiana de tijeras y caminó hacia
el salón. Eric tocaba en su piano de cola negro el
“
Nocturno en si bemol menor Op. 9
Nº 1”
de
Chopin
. Gabriel permaneció en
silencio, admirando como su amigo se desvivía en cada nota, en cada acorde. Era
un genio.
Eric tras acabar, guardó el atril y cerró la tapa del piano
y al levantarse se encontró con la atenta mirada de Gabriel.
—Dichosos los ojos que te ven... —pronunció con sarcasmo
alzando los brazos y abriéndolos en forma de aspa— ¿Piensas quedarte ahí
plantado toda la noche?
—¿Dónde está Daniela?
Eric se echó a reír.
—Tranquilo... ya te dije que vendría, debe estar al caer
—respondió abriendo una de las botellas de vino tinto que guarda bajo la barra
del minibar—. No puedo ofrecerte cerveza, sabes de sobra que la cebada la dejo
para los animales...ja, ja, ja...
Gabriel puso los ojos en blanco y acabó de entrar al salón.
Eric le ofreció una de las copas de vino.
—¿Jessica aún no ha conseguido cambiar tus gustos por la
bebida?
—Sabes que los tengo muy arraigados... donde haya una
cerveza... que se quiten las uvas... —pronunció dando un sorbo.
—Por cierto... ¿No pasas la nochebuena con ella?
Gabriel alzó una de las cejas en respuesta a su pregunta.
—No. Precisamente ella es uno de los motivos por los cuales
estoy aquí.
Arrugando el entrecejo Eric le colocó una de sus manos en
el hombro. Jamás había visto a su amigo tan sumamente preocupado.
—Vamos a sentarnos y me cuentas.
Ambos se acomodaron en el impresionante
chaise longue
de siete
plazas en tonos grises que adornaba gran parte de la estancia.
Gabriel dejó la copa sobre una de las tres mesas de diseño
italiano e inspiró hondo para comenzar a dar forma a sus pensamientos.
—Iré por partes...
—Claro. Soy todo oídos.
Le miró fijamente a los ojos.
—Supongo que estás al corriente de que Daniela es adoptada.
Gabriel esperaba a que Eric le interrumpiera pero se limitó
a asentir en silencio.
—Ella jamás ha sabido quién eran sus padres biológicos...
hasta ahora...
Eric no pudo evitar abrir la boca tanto o más que los ojos.
—¿Hasta ahora?
—Aja.
—No te entiendo, amigo —añadió confundido.
—Jessica es su madre.
Eric primero se quedó en trance, luego pestañeó repetidas
veces y después se rió a carcajadas.
—Gabriel... ¡joooder! por un momento, pensé que hablabas en
serio... Menudo cachondo estás hecho... pero te equivocas de día, el Día de los
Santos Inocentes es el veintiocho, aún faltan cuatro días.
—Eric... No hago bromas de ese tipo y menos con Jessica,
está muy enferma... no le queda mucho tiempo de vida...
Eric tras escucharle dejó de reír al instante. Tragó con
fuerza saliva y carraspeó para aclararse la voz.
—¿Y me lo sueltas así, sin anestesia? ¿En qué narices te
basas para estar tan seguro?
Sin dejar pasar ni un solo segundo, Gabriel sacó de su
bolsillo derecho de la cazadora una fotografía en blanco y negro.
—Mira las marcas en el pecho de este bebé. ¿No te resultan
familiares?
Eric se quedó mirando atónito aquella imagen, preguntándose
al mismo tiempo cómo Gabriel sabía de su existencia.
—Eric, no preguntes... —añadió observando su reacción.
Volvió a mirar la fotografía ignorando el comentario.
Boqueó, pensando las probabilidades que podían existir en todo el mundo en que
dos personas tuvieran exactamente las mismas marcas de nacimiento... Pocas, por
no admitir que ninguna.
Alzó la vista tan estupefacto, como deslumbrado por su descubrimiento.
—¿Jessica es la madre de Daniela? —preguntó aún sin saber
cómo esas palabras habían sido emitidas por sus cuerdas vocales.
—Así es. Todo concuerda: La fecha de nacimiento, las
marcas, la procedencia, el parecido físico con Adam, el padre biológico. No hay
dudas. Daniela es su hija... —enfatizó.
Eric resopló con intensidad levantándose del sofá al tiempo
que paseaba por el salón tratando de asimilar aquel inverosímil hallazgo.
—Pero eso no es todo...
—¿En serio? —Se burló—, ¿me tomas el pelo?
—Por desgracia no.