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Authors: Eva P. Valencia

Otoño en Manhattan (42 page)

BOOK: Otoño en Manhattan
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Capítulo 63

 

Gabriel hizo una parada para repostar en una estación de
servicio cercana al condado de Baltimore. Aprovechó para entrar en la
tiendecita y preguntar a la dependienta. No quería perderse, por lo que había
investigado antes de salir de Manhattan, pronto llegaría a Centennial Park en
donde la carretera desaparecía para dar paso a un laberinto de senderos de
arena y polvo.

—Serán cuatro con treinta —dijo la muchacha guardando la
compra en una bolsa de papel reciclado sin dejar de mascar chicle.

Gabriel buscó monedas sueltas, dejándolas sobre el
mostrador para contarlas.

—Veinte, veinticinco y treinta...

—Perfecto —guardó las monedas en la caja registradora.

Él aprovechó para sacar de su bolsillo un pequeño trozo de
papel doblado en dos.

—¿Me queda mucho para llegar aquí?

Abriendo el papel,  lo extendió sobre la superficie
del mostrador. Ella se colocó unas gafas que tenía colgando del cuello de un
cordel.

—Veamos... —murmuró en voz baja y luego caminó hacia el
exterior. Gabriel siguió sus pasos— ¿Ves aquel letrero? —Dijo señalando con el
dedo— ¿el del otro lado de la carretera?

—Sí.

—Pues si sigues sus indicaciones, entrarás en una especie
de sendero que te conducirá a través de un bosque bastante frondoso. Al cabo de
unos veinte minutos te toparás con un cruce. Desvíate a la derecha y luego
conduce siguiendo el río. 

Gabriel asentía con la cabeza mientras la escuchaba con
atención.

—Debes cruzar un viejo puente de madera que está suspendido
en el aire y a unos... digamos... tres kilómetros llegarás a tu destino a
Ellicott City.

—Gracias, me has servido de gran ayuda... —le dijo
colocándose de nuevo el casco y subiendo a la moto.

La muchacha de grandes ojos grises le sonrió y unos
simpáticos hoyuelos se le formaron en el centro de sus mejillas.

—Aquí estamos... para servir. 

Dicho esto, se giró y entró de nuevo en el pequeño
establecimiento.

Gabriel arrancó el motor y cruzando la carretera se adentró
en el estrecho sendero. 

 

A varios kilómetros después vio un claro y en el centro una
bonita casa de madera de tres plantas con un extenso y cuidado jardín
delimitado por un vallado.

Detuvo la moto y quitándose el casco la observó desde la
distancia. Tuvo que permanecer unos minutos tratando de mentalizarse. Jessica
estaba a solo unos metros y sin embargo, se sentía contrariado. Jamás había
tenido tanta necesidad de ver a alguien, pero por otro lado la incertidumbre de
no saber cuál sería su reacción al verle después de tres meses, le carcomía por
dentro.

Sacó su móvil del bolsillo de la cazadora de piel y buscó
en el archivo de imágenes aquella fotografía, la única que tenía de ella, la
que se hicieron instantes antes de entrar en la tienda de tatuajes en el SoHo.

Inspiró hondo y supo enseguida por qué estaba allí: Por
ella... 

Guardó de nuevo su móvil y asegurándose que en el otro
bolsillo de la cazadora seguía a buen recaudo la cajita que había recuperado
del fondo de su armario, giró el manillar acabando de llegar hasta la casa.

Ayudado por el empeine colocó el caballete y justo antes de
bajarse de la
Ducatti
, trató de respirar con normalidad. Las manos hacía
rato que le temblaban y su pulso se había descontrolado. Estaba tan cerca.
Después de tantos días en soledad preguntándose los motivos por los cuales no contestaba
a sus mensajes ni a sus llamadas. Y por primera vez en su vida, sintió miedo.
Miedo a descubrir la verdad. A saber que no sentía lo mismo que él y que no le
amaba de la misma forma.

Tragó saliva costosamente y alimentó sus pulmones de
oxígeno inspirando con fuerza una nueva bocanada de aire. 

De repente, unos pasos se acercaron con sigilo tras él,
deteniéndose a escasos metros.

—¿Te has perdido?   

Gabriel se giró buscando aquella voz. Cuál fue su sorpresa
al encontrarse con una mujer de unos sesenta años, de cabellos ondulados
parcialmente grises, y recogido a ambos lados con un par de horquillas,
despejando de esta forma su ovalado rostro. 

La mujer se acercó unos pasos más, había salido un momento
al jardín para dar de comer a Tobby, su pastor alemán, olvidándose
de ponerse las gafas. Había perdido bastante visión en los últimos años y
sin ellas solía ver algo borroso.

—¿Eres Gabriel? ¿Verdad?

Sorprendido asintió en silencio notando como su corazón
daba un brinco. Si Jessica había hablado de él, quizás no todo estaba perdido.

—¿Dónde está Jessica? —preguntó nervioso.

El rostro de aquella mujer se contrajo en segundos y sus
ojos se bañaron ligeramente de lágrimas.

—Primero tenemos que hablar.

Acabó de acercarse y luego le agarró del brazo con cariño.

—Me llamo Amanda Orson, soy su madre.

Gabriel trató de sonreír pero en su fuero interior algo le
avisaba de que lo que iba a encontrarse no iba a ser de su agrado.

Amanda abrió la puerta y juntos entraron en el interior.

—Ven. Siéntate en el sofá —le dijo señalando el mueble—,
mientras prepararé café.

—Gracias —pudo lograr decir al fin. Aún sin dejar de
percibir aquel angustioso malestar.

Antes de sentarse cogió uno de los cuatro cojines y lo
apartó a un lado. Juntó las manos y empezó a hacer crujir los nudillos al
tiempo que uno de sus pies taconeaba de forma nerviosa el gres.

«¡Dios!... Muero por fumarme un cigarrillo...»

Afortunadamente la mujer pronto regresaría a su lado.

—¿Te gusta con leche?

—No. Prefiero solo.

Amanda sonrió tímidamente.

—Igual que Jessica —dijo para sí misma.

Gabriel inspiró hondo al tiempo que veía como ella
rellenaba dos tazas de porcelana.

—Déjame adivinar: sin azúcar.

—Así es.

La mujer sonrió de nuevo y negando con la cabeza se sentó a
su lado. Le ofreció la taza y tras poner leche y dos terrones de azúcar a la
suya comenzó a hablar de su hija:

—Sé que Jessica no te ha explicado los motivos por los
cuales está aquí. Únicamente lo sabemos su padre, Robert y yo. Porque esa fue
su voluntad.

Gabriel no supo por qué pero empezó a sentir frío y
malestar de golpe. Tenía un mal presentimiento.

—Solo deseo que por el bien de ella hayas venido porque te
importa de verdad. Porque la amas y porque no la harás sufrir.

—La amo —dijo con firmeza.

Amanda entonces deslizó la mano sobre una de sus mejillas
que seguían frías como témpanos.

—En ese caso, creo que tienes todo el derecho de saber que
está enferma.

Gabriel se quedó inmóvil, paralizado, en estado de shock.
Jessica jamás lo abandonaría todo a no ser que su vida corriera peligro de
forma inminente.

—¿Cuánto tiempo le queda?

Durante un rato Amanda guardó silencio porque le dolía en
el alma tener que contestar a aquella pregunta, de la misma forma que aún se
resistía a tirar la toalla para resignarse a la realidad.

Dejó su café reposando sobre la mesita de cristal y luego
miró con admirable valentía a los ojos verdes de Gabriel.

—Poco. Muy poco... La enfermedad avanza muy rápido. Cada
día que pasa es como si en ella pasaran años.

Gabriel se llevó las manos a la cara y luego se tapó con
ellas los ojos. Él que había tratado de mantener la compostura en todo momento,
no pudo soportarlo más y se derrumbó ante ella comenzando a llorar como un
niño.

Amanda guardó silencio una vez más llevándolo a su regazo
para abrazarle con ternura.

Cuando pudo tranquilizarse, lo acompañó al piso de arriba
donde Jessica descansaba. La medicación y los parches de morfina la mantenían
en un estado somnoliento la mayor parte del día.

Al llegar al final del pasillo, Amanda le indicó que
aquella era la puerta.

—Ten en cuenta que la persona que vas a ver ahora, no es la
misma que recuerdas —le miró a los ojos con profundidad y luego prosiguió—: Mi
hija ha perdido mucho peso y debido a la disminución de plaquetas y de glóbulos
rojos le han aparecido manchas negras y azuladas por toda la piel, y petequias
(1)
 tanto en el cuello, como en el pecho.

Amanda buscó un pañuelo en el bolsillo de su bata de
cuadros para secarse con él los ojos.

—Suele vomitar casi a diario y tiene una fea tos seca.

Gabriel sintió escalofríos imaginándose el horror por el
que Jessica estaba padeciendo.

—Supongo que querrás estar a solas un rato...

Él asintió.

—Estaré en la biblioteca por si me necesitas. Intentaré
leer un rato antes de irme a dormir.

—Gracias Amanda, gracias por todo.

Le sonrió con amabilidad antes de desaparecer hacia la
planta de abajo.

Gabriel se quedó solo envuelto del silencio del pasillo
unido a su agitada respiración. Estaba a punto de verla, después de tres
interminables meses. Había esperado tanto y sin embargo cuando llevó la mano al
pomo de la puerta para girarlo, lo retiró violentamente como si este le
abrasara la piel.

«Vamos... Gabriel... Jessica está ahí mismo... demuestra
que has venido por ella... no te acobardes ahora»

Dándose ánimos a sí mismo, lo volvió a intentar. Llevó la
mano de nuevo al pomo y esta vez pudo girarlo sin problemas. La puerta se abrió
filtrando la luz del pasillo, tiñendo de color la oscuridad que hasta ese momento
invadía por completo la habitación.

Luego, apoyando ligeramente la espalda en el marco, la
observó desde la distancia durante segundos, minutos quizás... perdió incluso
la noción del tiempo. A pesar de que había decidido no entorpecer su descanso y
dejarla dormir, fue incapaz de seguir permaneciendo inmóvil en el sitio.

Caminó despacio sin hacer ruido y cuando quedó frente a
ella se inclinó para besarla con dulzura en los labios.

A pesar de la oscuridad pudo ver el rostro pálido y
cadavérico de Jessica. Su madre no le había engañado, aquel cuerpo femenino que
dormía bajo aquellas sábanas, distaba mucho de lo que un día fue ella.

Notó como el alma se le encogió y un sentimiento de
impotencia se apoderó de su ser. Era consciente de que, su enfermedad día a día
le estaba ganando la batalla, pero aun así no iba a permitir dejarla marchar
sin luchar.

Sonrió con tristeza y después le susurró al oído:

—No quiero volver a perderte... nunca más...

Gabriel suspiró y tras retirarle un mechón que reposaba en
la frente, la dejó de nuevo sola, para que pudiera descansar. Bajó las
escaleras y salió al porche. Necesitaba respirar aire fresco. Necesitaba
evadirse por unos momentos y encontrar algún sentido a toda aquella desdicha.

Se llevó la mano al bolsillo de la cazadora y sacó la
cajetilla de cigarrillos. Al abrirla, se echó a reír tras darse cuenta de que
no quedaba ninguno en su interior.

«¡Genial!»
, murmuró
mirando con osadía hacia el cielo.

—¿Te has propuesto no concedernos ninguna tregua?

Y dicho esto, estrujó el paquete entre sus manos y haciendo
una bola, la guardó en el bolsillo.

Cuando Gabriel se sentó en el pequeño banco de madera de
roble, se colocó los auriculares y buscó en el menú de su iPod alguna canción
de
 
Alejandro Sanz
. Su voz
le relajaba y en ese momento era lo que más necesitaba, sin duda.

Acomodó su espalda y reclinó la cabeza hacia atrás al
tiempo que cerraba los ojos, escuchando "
Y si fuera ella
":

 


Ella se desliza
y me atropella

y, aunque a
veces no me importe,

sé que el día
que la pierda volveré a sufrir

por ella, que
aparece y que se esconde,

que se marcha y
que se queda,

que es pregunta
y es respuesta

que es mi
oscuridad, mi estrella

(...)

Ella me peina el
alma y me la enreda,

van conmigo...
digo yo,

Mi rival, mi
compañera; esa es ella.

Pero me cuesta,
cuando otro adiós se ve tan cerca.

Y, la perderé de
nuevo. Y otra vez preguntaré,

mientras se va y
no habrá respuesta.

Y, si es esa que
se aleja...

La que estoy
perdiendo...

Y, ¿si esa era?
¿si fuera ella”

(...)

 

A media canción la puerta se abrió y unos pasos se
aproximaron a Gabriel. Cuando él abrió los ojos, se encontró a Amanda sujetando
a su hija del brazo. Su piel bajo la luz de la luna aún se mostraba más pálida
y su caminar era lento e indeciso.

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