—Dime que siempre estarás de mi lado.
—Yo siempre he estado y estaré del lado de la marquesa de Sotoancho, y la actual marquesa de Sotoancho eres tú, Marisol.
Nos acaban de anunciar que en unos minutos nuestro avión aterrizará en Barajas. Venimos de Caracas. Marisol y yo hemos pasado unos días de ensueño en el archipiélago de Los Roques, el último paraíso del Caribe. Ahora es parque nacional de Venezuela, pero mis amigas Teresa y Carolina Machado, nietas de su anterior propietario, mantienen una casa en aquel prodigio de aguas transparentes y azules, atardeceres de pelícanos y albatros, y horizontes de palmeras. Playas blancas y solitarias, y muchos tiburones. Que todavía no me he repuesto del susto. Marisol, con su manía, bañándose desnuda, nadando sobre arrecifes multicolores, y yo en la orilla, vigilándola.
—¡Cristian, qué maravilla, ven a ver esto!
Para ver «eso», que quería Marisol, había que adentrarse en la mar. Ya he reconocido públicamente que para nadar necesito de la ayuda de un flota, porque Mamá nunca me permitió dar clases de natación. Así que agarré el flota —carmesí, por cierto, con caballitos de mar color azafrán—, y con la decisión propia de los recién casados principié mi chapoteo hacia la mujer amada. Previamente me había acoplado a los pies dos aletas y a los ojos unas gafas de bucear.
—¡Rápido, Cristian! —insistió Marisol.
Casi ahogado alcancé su altura. Marisol buceaba como una orea, y era divertido ver su culito en pompa cuando se sumergía. Limpié las gafas y metí con mucho cuidado la cabeza en el agua. Efectivamente, aquello era un prodigio. Un fondo en verdes, oros, sepias, y rosas, y mil peces de colores disputándose los corales. Entre los peces, Marisol, como uno más, sin reparos ni prudencias.
Por fin emergió.
—¿No te parece maravilloso, mi amor?
—Sí, niña, pero si seguimos así me voy a ahogar, porque el flota está poco inflado.
Era una excusa hábil, para justificar mi terror a los arrecifes de coral con peces de colores. Marisol sonreía.
—¡De acuerdo, nos vamos!
Iniciábamos el corto pero penoso camino de vuelta hacia la playa cuando noté que una lengua me chupaba un pie. El corazón a cien por hora.
—¡Marisol, un tiburón! —grité horrorizado.
¡Qué fuerte es el amor! Marisol, que había alcanzado ya la orilla, dio un giro de merluza alarmada, y acudió nadando hacia mí para librarme del depredador. Otro chupetón en el mismo pie. Síncope.
—¡Tranquilo, Cristian, que no pasa nada!
Es muy fácil decir que no pasa nada cuando los tiburones le chupan los pies a otro. Pero agradecí su buena intención. Cuando le agradecía su buena intención, el tiburón se cansó de mi pie derecho, y me chupó el izquierdo, como probando cuál era mejor para empezar el aperitivo.
—¡Ya estoy, Cristian!
Marisol, a diez metros del lugar de la tragedia, se zambulló en el agua y desapareció de mi vista. Segundos interminables. Al fin, su cabecita emergió a mi lado. Se estaba riendo.
—No es un tiburón, mi amor, es un mero.
El mero, en efecto, tiene unos labios muy carnosos. Los expertos en cosas del mar aseguran que es muy cotilla. No obstante, mi mero era más que curioso. La curiosidad no consiste en ir chupando los pies del prójimo. Cuando se lo iba a comentar a Marisol, ésta había desaparecido de nuevo bajo las aguas. Seguramente le estaban convenciendo al mero para que dejara de chupar los pies de su marido. Sacó la cabeza de nuevo, y ya no se reía.
—El mero se ha ido, Cristian, pero rápido hacia la orilla.
Algo le había asustado a Marisol.
—¿Has visto más meros chupones?
—Tranquilo y rápido, Cristian. No muevas tanto las piernas. Procura no chapotear con los brazos.
—¿Cuántos meros? —insistí, ignorante del peligro.
—Cuando hagas pie, sal corriendo a toda pastilla, mi amor.
—Eres muy rara, Marisol. Pasas de hablar con los meros a escapar de los meros.
—El problema es que un poco más allá del mero, hay cuatro tiburones.
Al oír la palabra «tiburones» se me escayoló el yeyuno. Grité, eso sí, que uno es de secano, y lo más parecido que hay en La Jaralera a un tiburón es el Citroën de segunda mano de Pepillo el jardinero. Después de gritar, deduje que con un flota carmesí con hipocampos color azafrán, las posibilidades de sobrevivir eran escasas. Marisol tiraba de mí, y una gaviota confundió mi nariz con una anchoa y casi se hace con ella.
—Ya falta poco, Cristian, un esfuercito.
Llegamos a la orilla y saltamos hacia la arena. Yo escapé por el agujero del flota como si éste tuviera vaselina. El corazón se me salía por la boca, y Marisol, agotada, se había tumbado en la playa. Parecía un filete empanado. El flota navegaba despistado hasta que una boca llena de dientes, muy parecida a la de tío Jimmy Belvís, lo pinchó de un mordisco. Dos segundos más y el tiburón se lleva una de mis piernas, que son mi orgullo. Marisol no reaccionaba.
—Ya estamos a salvo, escalopito de ternera.
No le hizo gracia mi agudeza. Me miró y resopló varias veces, como desahogando el susto que llevaba dentro.
—Has estado a punto de que te coma un tiburón, y todavía tienes ganas de bromitas. No te entiendo, Cristian.
Inconsciente que es uno. Pero aquella noche no cerré un ojo, y cuando parecía que el sueño me dominaba, veía al pobre flota, pinchado por el mordisco del tiburón y se me abrían los ojos como platos. Un milagro nos salvó, y ya no temo ni al aterrizaje. Sé dibuja Madrid a la izquierda. Marisol mira por la ventanilla y me alarga su mano derecha, para que se la tome. Aunque no quiere reconocerlo, le dan pavor los aviones. El piloto es muy aficionado a los baches; porque no ha conseguido esquivar ninguno desde que despegamos de Caracas. Ya han sacado las ruedas. A Marisol le suda un pelín la mano. Algo tenía que tener de familia ordinaria. Pero sólo le sudan las manos cuando el avión va a aterrizar. La carretera de Barcelona abarrotada de coches. ¡Patapún! ¡Qué tío! Así aterriza cualquiera. Ya hemos llegado. Marisol me da un beso. Cuando nos levantamos para abandonar el avión, la azafata me suelta una impertinencia.
—Señor, su hija se deja este bolso. —Era, ciertamente, el bolso de Marisol.
—Gracias, señorita, pero no es mi hija. Es mi mujer.
—Perdóneme, señor.
—No hay nada que perdonar. Pero es mi mujer, no mi hija.
—Lo comprendo, señor.
—Lo comprende, pero usted es la que ha dicho que era mi hija, cuando en realidad es mi mujer.
—¿Quieres dejar de decir bobadas, Cristian?
Era Marisol, la culpable del malentendido.
—Sí, mi amor, ya voy.
Recalqué mucho lo de «mi amor», para que lo oyera la azafata. No me gusta que la gente confunda los parentescos.
—Tu bolso, mi amor, que te lo habías dejado en el avión.
—¡Huy, qué despistada soy!
El amor lo perdona todo. Taxi y al AVE. Son las nueve de la mañana. En taxi hasta la estación de Atocha. El taxista, que debe de ser familiar de la azafata, insiste en el error.
—Si lo desea, subo la ventanilla. Me parece que su hija se está despeinando.
—No es mi hija, es mi mujer. Y de acuerdo. Suba la ventanilla.
Seco como la mojama. La paciencia tiene un límite.
En el AVE, más de lo mismo. Se han equivocado con los billetes, que habíamos pedido de la clase «Club» en asientos de fumadores. Desde que me casé he vuelto a fumar porque Mamá ya no puede regañarme.
—Está completo el tren hasta Córdoba. Pero si desea fumar su hija, puede hacerlo en la cafetería.
—Deseo fumar yo, y no es mi hija, sino mi mujer.
La gente de Madrid no da una en el clavo.
El viaje hasta Sevilla, en un pispás. He dormitado hasta Puertollano. De ahí a Córdoba, el trayecto es un prodigio. Primero las dehesas, que poco a poco van ondulándose. De golpe, Sierra Morena, con sus alcores verdes y sus manchas ariscas. Cuando el terreno se hace más agreste y empinado, cruzamos La Garganta de Baviera. Adelfas salvajes, charcas de agua, arbustos invencibles para quien no sea un cochino o un podenco de rehala antigua. En Córdoba, de nuevo, una cabezadita. Golpe en el codo de Marisol.
—Cristian, estamos en Sevilla.
Lo más cansado del AVE es el camino a pie por el andén de Santa Justa. Un maletero ha empinado nuestro equipaje sobre un carro de ruedas desengrasadas. Al pie de la escalera, Manolo el chófer. Marisol se ha abrazado a él y le ha plantado un par de besos. Esta chica no ha aprendido todavía que es la marquesa de Sotoancho.
—Buenas tardes, señor marqués. Tiene muy buen color.
—El Caribe, Manolo.
—Y tú, Marisol… perdón, usted, señora, está para chuparse los dedos.
—Gracias, Manolo.
—Los dedos se los chupo yo sólo, Manolo.
Toque de atención. Más vale ponerse una vez colorado que cien amarillo. Marisol me ha mirado con furia contenida, y a Manolo se le ha iniciado un proceso de agobio. Pero el servicio tiene que enterarse de la nueva situación de mi mujer. Ya no es de ellos. No me ha gustado la metáfora de chupar sus dedos. No se chupan los dedos de las señoras ajenas.
—Manolo, olvídese de los dedos de la señora marquesa.
—Perdón, señor, ha sido un atrevimiento por mi parte.
—Mi madre, ¿bien?
—Lo que usted quiera interpretar como «bien». Está de muy mal humor. Anteayer regañó con don Ignacio, y esta mañana, le ha dado un rapapolvos a Flora porque el solideo de Su Santidad el papa Pío XI, según ella, ha encogido.
—Será un milagro.
—Es lo que ha dicho Flora, pero ni por ésas. Según la señora marquesa viuda ha encogido porque se ha lavado, y los solideos de los Papas no se pueden lavar. Pierden la reliquia del sudorcillo.
—¿Y la administración?
—Todo en orden. El señor Alcoceba fue definitivamente expulsado y ha sido contratado el señor Perona, el director del banco.
—Me gusta el cambio. Alcoceba nos robaba muchísimo más de lo establecido.
—Y Fermina, que está preñada.
—¿De quién?
—De su marido, señor marqués.
—Eso no es noticia. ¿Y Tomás?
—De permiso, señor marqués.
—¿De permiso de quién?
—Se lo concedió la señora marquesa viuda con motivo de su boda.
—Pues que vuelva inmediatamente. Si Tomás no está en casa, me voy al Alfonso XIII.
Tomás es mucho para mí. Conoce el punto exacto de la temperatura del agua para mis baños. Me prepara los patitos de goma y las esponjas con pompitas. Limpia mejor que nadie los zapatos. No me gusta la maniobra de Mamá. Ha aprovechado mi ausencia para darle un permiso que no le correspondía. Un ajuste de tuerca. Eso es lo que voy a hacer cuando llegue a casa.
Marisol ha abierto los brazos, ha dado un grito, ha puesto la boca como un buzón de correos y se ha lanzado a la carrera.
—¡Papá!
Ahí está Lucas, mi suegro, abrazado a su hija, llorando de alegría. Hay que perdonarle el llanto, dada su baja condición social. Marisol no se despega de él.
—¡Qué ganas tenía de verte, padre!
—¡Ay, hija mía, lo solo que me siento sin ti!
—Hemos estado a punto de que nos comiera un tiburón.
La reacción de Lucas ha sido la esperada. La gente del servicio llora una barbaridad por trances superados. Si un niño tiene una gripe, no pasa nada durante la gripe. Pero cuando se cura, todos se ponen a llorar. Son rarísimos. El soponcio de Lucas, de ahogo y convulsiones.
—No te pongas así, padre, que todo ha pasado.
Al fin se ha calmado. En pleno ajuste hacia el sosiego, ha reparado en mí.
—Bienvenido, señor marqués.
—Puedes llamarme Cristian, Lucas. Soy tu yerno.
—Pero no me sale con naturalidad, señor.
—Te acostumbrarás en poco tiempo.
Lucas ha quedado con Marisol en verse en Sevilla. Despedida tierna y demasiado larga.
—Marisol, que tenemos que llegar a casa a comer.
—Lo sé, mi amor, y no me apetece nada.
—Cuanto antes pasemos por el amargo trance de reencontrarnos con Mamá, mejor para los dos. Manolo, no hagas caso de las señales de tráfico.
A los veinte minutos, la puerta principal de La Jaralera. Mamá nos esperaba en el salón.
—¡Hola, Mamá! ¿Cómo estás?
—Pachucha tirando a mal, Susú.
Un beso frío como un amanecer en Ávila. Marisol, tímida y cortada, se ha atrevido a saludarla.
—Encantada de verla, señora.
—No puedo decir lo mismo pero te lo agradezco. A partir de ahora, Marisol, deberás tutearme y llamarme por mi nombre. Cristina.
—Pues encantada de verte, Cristina.
—Pero no tan rápido. Puedes tutearme y llamarme «Cristina» a partir de la próxima noche.
Ha aparecido Flora, y se ha fundido en un abrazo interminable con Marisol. Mamá ha intervenido.
—Flora, la señora y tú no pueden abrazarse tanto.
—Lo siento, señora marquesa, pero no he podido contenerme.
Ahí he intervenido yo. Tuerca apretada.
—Flora, la señora marquesa es mi mujer. Mi madre, desde ahora, es la señora marquesa viuda.
Mamá como una hiena.
—¡Eso sí que no! La señora marquesa soy yo, aunque sea la viuda. Para ti, Flora, y que lo sepa todo el servicio, la nueva señora marquesa menestral será tratada como doña Marisol.
Tuve que interrumpirla.
—Flora. Reúna al personal de casa. Que vengan todos, incluidos los niños de los empleados. Sólo falta Tomás, que está de permiso sin mi permiso y al que pondré al corriente de los acontecimientos cuando se reincorpore. Flora, en treinta minutos, ni uno más, ni uno menos, todos aquí. Y también don Ignacio y el señor Perona, el administrador.
Mamá tenía el color del calamar congelado.
—Como ordene, señor marqués.
Cuando estuvimos solos, mi madre volvió al ataque.
—No puedes privarme del tratamiento que me corresponde, Susú.
—No te privo de nada. Eres la marquesa viuda. La marquesa fetén es Marisol.
—Cristian, no me importa nada cómo me llamen y me traten. Lo único que quiero es ser feliz y que tengamos la fiesta en paz. Hazle caso a tu madre.
—No puedo, Marisol. Mi deber es poner las cosas en su sitio y los puntos sobre las íes, y al que no le guste, gominolas de fresa.
Mamá, a punto de la cólera humana, que no divina.
—¡Déjate de frases imbéciles y de gominolas de fresa! ¡En esta casa la marquesa soy yo!