Pachucha tirando a mal (4 page)

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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

BOOK: Pachucha tirando a mal
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—No, Mamá. Marisol tiene que presidir. Sé que es doloroso, pero hay que acostumbrarse a lo nuevo. Estamos en plena transición. Tú eres doña Carmen Polo y Marisol, la Reina.

—Por mí, que se siente donde le apetezca —ha dicho Marisol.

—No, mi amor. En La Jaralera no hay apetencias ni caprichos. Aquí se cumple el protocolo. Mamá, enfrente de don Ignacio.

Ni una protesta. Dócil como una cervatilla. Me escama su obediencia. Marisol se ha sentado en la cabecera que corresponde a la dueña de la casa. Lo ha hecho durante tres segundos. Se ha incorporado.

—Perdón, pero no me encuentro bien. Creo que voy a potar.

Carrera desenfrenada. Afortunadamente ha llegado a tiempo al cuarto de baño. Ha devuelto los martinis y todo lo que tenía dentro.

—Perdón, Cristian. Pero no estoy preparada para esto. Quiero cenar en la cocina, con Ramona y con Flora.

—No, Marisol. Nunca más cenarás en la cocina. Tienes que vencer el miedo y los complejos.

—Pero hoy no, Cristian. Estoy borracha, me siento fatal y sólo quiero dormir. Discúlpame, por favor… y pide perdón de mi parte a tu madre y a don Ignacio.

Pálida como el caolín ha subido hacia el cuarto. Comprendo su turbación y nerviosismo. Siente la agresividad de mi madre, su resistencia a dejar de ser la gran señora de La Jaralera.

—Sube tranquila, mi amor. Y no te preocupes.

Al entrar en el comedor he reparado en Mamá. Como una niña pequeña con la cantinela de «el que se fue a Sevilla, perdió su silla», ha vuelto a ocupar la cabecera de la mesa. Me he mantenido firme como un álamo.

—Mamá, a tu sitio. Aunque Marisol no se siente en la mesa (me ha pedido que la disculpe ante ti y don Ignacio), esta cabecera es de ella. Acostúmbrate a tu nuevo establo, Mamá.

Lo he dicho en broma, para quitar hierro al asunto, pero mi madre no lo ha interpretado bien.

—Me niego a cenar. No volveré a sentarme a esta mesa. Flora, a partir de ahora, siempre comeré en mi habitación. Y usted, don Ignacio, conmigo.

—¡Hombre, señora, que yo no…!

Mi intervención, milagrosa, como casi siempre.

—Nada, nada, Mamá. Don Ignacio es el capellán de esta casa, no tu esclavo. Y aunque sea de una familia bastante ordinaria, ya no hace ruido al comer. Don Ignacio, usted en la mesa.

—Gracias, Cristian, yo no…

Mamá inflexible.

—Aunque me abandone la Santa Madre Iglesia, no cambiaré de actitud. Flora, a mi habitación.

Digna como una princesa húngara en trance de rechazar la invitación a bailar de un capitán de húsares, Mamá ha abandonado el comedor. Flora le ha preparado la bandeja, y don Ignacio y yo, servidos estupendamente por Tomás, hemos cenado mejor que bien y charlado como dos viejos amigos. En el postre, ha vuelto a la carga.

—Ya sabe, Cristian, que el acto no puede ser cumplido sólo con el fin del deseo carnal.

—Mire, don Ignacio, vamos a dejarnos de bobadas. En esta casa, a partir de ahora, polvete va y polvete viene, y el que se escandalice, carretera y manta.

—Hombre, Cristian, se lo decía porque es mi obligación. Pero en efecto, lo suyo con Marisol, la señora marquesa, es más que comprensible.

—He perdido mucho tiempo en mi vida, don Ignacio. O sea que, ¡a galopar!

—Bueno, que por mí, no quede.

—Así me gusta, don Ignacio. Modernidad.

—Seamos modernos.

—Seámoslo. Buenas noches, don Ignacio.

—Buen polvete, hijo mío.

* * *

Ayer por la noche, cuando subí a nuestra habitación, Marisol roncaba como un chimpancé. Sueño profundo de melopea. Entre ronquido y ronquido, pesadilla. Hablaba dormida y repetía constantemente la palabra «bruja». Está claro que se refería a Mamá, que lo es bastante, aunque reconocerlo duela. Esta mañana, en la amanecida, Marisol seguía en coma. Para no molestarla, he desayunado en el comedor.

—Tomás, la señora marquesa se la agarró buena ayer.

—Impresionante.

—La próxima vez, alíviale los martinis.

—¿Se encuentra bien?

—Todavía no ha abierto los ojos. Le viene bien para no repetir en la bebida. ¿Sabes algo de mi madre, Tomás?

—Por Flora he sabido que ha desayunado en su cuarto y que no piensa abandonarlo hasta que se cumplan sus reivindicaciones.

—¿Qué reivindicaciones?

—Recuperar el tratamiento principal de la Casa y la cabecera de la provincia de Sevilla en la mesa del comedor.

—Imposible, Tomás. Por ahí no paso.

—Hace usted muy bien, señor marqués.

—La señora marquesa es Marisol.

—Bravo, señor marqués.

—Y si no está a gusto en casa, que se vaya.

—Sin Flora, pero que se vaya.

—Te sigue gustando Flora, Tomás.

—Más que nunca, señor marqués. Ahora que el sinvergüenza del Cigala está en la Legión, hay que aprovechar.

—También la ronda Pepillo, Tomás.

—Ése no es rival.

—Animo, Tomás.

—Gracias, señor.

Al entrar en el cuarto, Marisol con un ojo abierto.

—Me encuentro fatal, Cristian.

—La típica resaca, mi amor.

Me he acercado hasta ella. Acaricio su pelo con amor resumido. Tiene mérito el asunto, porque ella está de arcadita va, arcadita viene.

—Sigo revuelta, Cristian.

—No te preocupes. Le digo ahora mismo a Tomás que te prepare un reconstituyente. No tienes por qué levantarte.

Da vueltas en la cama. Se esconde bajo la almohada, cambia de postura. El alcohol es así de traicionero.

* * *

Este año he invertido en venados. Me he traído de la Dehesa de Casillas, en Extremadura, diez machos esplendorosos. Casillas, es una preciosa extensión de alcornocales y jaras cercana a la frontera con Portugal. Su caserío es casi un pueblo, y se parece a La Jaralera, pero tiene mejores reses que nuestra Manchona, y he creído oportuno regarla de sangre nueva. Los diez machos me han costado un ojo de la cara, y los hijos de los dueños —un varón y dos hembras—, me han hecho pagar hasta el transporte. El chico parecía más dispuesto a la generosidad, pero ellas, Adela y Maruja —sobre todo la primera—, me han dejado la cuenta corriente temblando como gelatina.

Aquí están los machos. Modesto, el nuevo guarda, el sustituto de Lucas, mi suegro, está al mando de la operación. Huele la sierra a primavera adelantada. Los alcores compiten en florecillas y colores. Vencen con holgura los amarillos
y
violetas. Los cajones ya han sido descendidos y se oyen dentro los desasosiegos cervunos. Saben que tienen la sierra ahí mismo y se muestran nerviosos y enfadados. Normal, porque han pasado una noche de oscuridad y viaje.

Al fin, Modesto da la orden. El primer macho sale de su cajón. Se acostumbra a la luz. Mira desafiante. Luce una cornamenta que para sí la quisiera mi tío Kiko. Tienen empaque estos bichos. Son los Sotoancho de las sierras y las dehesas. Uno a uno han ido adentrándose, con mayor o menor decisión, en su nuevo territorio. Adelfas y jaramagos silvestres. Ahí dentro encontrarán centenares de hembras, que tendrán que conquistar en la berrea de finales de agosto. Y además de las hembras, unos buenos machos con los que cruzar odios y posesiones.

—Bien, Modesto. Ya están en casa.

—Buenos ejemplares, señor marqués.

—Cornerío de aúpa.

—De más que aúpa, señor.

* * *

Se ha hecho casi la hora de comer. Al llegar a casa, mi ginebrita preparada por Tomás. Marisol sigue en la cama.

—¿Cómo estás, mi amor?

—Mal, Cristian. Todo me da vueltas y no me hago conmigo.

—¿Le has pedido algo a Flora para comer?

—Pienso en comer y me desmayo.

Un beso a mi mujer. De ahí a visitar a Mamá. Está en su cuarto.

—¿Me acompañas a comer, Mamá?

—Bajo ningún concepto. Lo haré aquí y sola.

—Mamá, comprende que no hay nada contra ti. Toma el ejemplo de la reina Cristina. Cuando Alfonso XIII se casó con la reina Victoria Eugenia, la reina Madre pasó a un segundo plano.

—Pero la reina Victoria Eugenia era de muy buena familia, no como Marisol.

—Acuérdate de La Cenicienta.

—Mira, Susú. La Cenicienta no era de tan mala familia como tú crees. Y fue una casualidad. Esas cosas pasan una vez cada quinientos años. Que el Príncipe se enamore de la más ordinaria y le quepa el pie en el zapato de cristal.

—Mamá, te quiero mucho, pero mi deber me impide satisfacer tus deseos.

—Y mi dignidad, aceptar tus decisiones.

—Pues que comas a gusto, Mamá.

—Y que tú te intoxiques, Susú.

Nada que hacer. He comido con don Ignacio, que se ha puesto de mi lado. Ha mejorado mucho este hombre, y creo que le viene de perlas distanciarse un poco de mi madre. Después del café, lo he dejado dormitando en el salón. Marisol no mejora.

—Voy a llamar al médico, mi amor.

—De acuerdo, Cristian. Porque esto no es de la resaca.

El doctor Bermejo es muy buena persona, y se ha presentado en casa inmediatamente. Ha examinado a Marisol de arriba abajo —en mi opinión, con excesivo celo—, y le ha recetado unas pastillitas y un análisis de orina.

—Mañana, guarde en un frasquito su pipí de antes de desayunar.

Un asco de receta, pero hay que obedecer a la ciencia. Le ha recomendado que guarde cama y no se canse.

—Tomás, dile a Flora que se ocupe mañana del pipí de la señora marquesa.

—Yo puedo hacerlo también.

—Flora, Tomás.

—De acuerdo, señor marqués.

—Me preocupa su estado.

—No parece grave, señor.

—Me voy a pegar unos tintos.

—Buena puntería, señor.

—Gracias, Tomás.

* * *

Mientras Flora envasaba el pipí de Marisol, yo desayunaba con Mamá, que sigue en sus trece. No transige. Al final ha intentado un acuerdo diplomático inaceptable.

—Sigo siendo la marquesa uno a cambio de renunciar a la cabecera de la mesa del comedor en la provincia de Sevilla.

—Lo siento, Mamá. Aquí no hay renuncias ni pactos. Ya no eres la marquesa uno. Eres la dos, y como tal serás tratada.

—Pues permaneceré en mi cuarto hasta que Dios me llame, que ojalá sea pronto.

Una roca. Mi madre cree que yo disfruto con esto, cuando en verdad, sufro en demasía. No se merece mis desvelos. Me he casado por amor con una mujer maravillosa, hija de un guarda, estudiante de 3.° de Arquitectura. Pero mi madre no le perdona su condición humilde.

Marisol no mejora del todo. Sigue en la cama, más animada, pero débil e insegura.

—Cristian, creo que no deberías privar a tu madre de lo que ella considera una cuestión de honor. Me importa un bledo, no sólo ser la marquesa dos, sino ser marquesa. Y lo de la presidencia de la mesa del comedor es una tontería.

—No, mi amor. Te agradezco tu comprensión, pero tú eres mi mujer, y como tal, te corresponden los honores máximos.

Tomás, que estaba presente en la conversación, como casi siempre, me ha apoyado sin reservas.

—Mi niña, no discutas con el señor marqués. La razón está de su parte.

Lo de «mi niña» no me ha convencido, pero Tomás influye mucho en Marisol.

A todas éstas, Flora que irrumpe.

—Señor marqués, que le llama el doctor Bermejo. ¿Cómo estás, chiquitina?

«Chiquitina» es como llama Flora a Marisol. Un día voy a pegar un puñetazo en la mesa. A este paso, van a terminar llamándola «mocosuela».

Para no alarmar a Marisol, he tomado el teléfono del pasillo de verano, en el corredor de las buganvillas. Casi me caigo por el ventanal cuando el médico me ha dicho que…

—Su esposa, señor marqués, y estoy en condiciones de confirmárselo, está embarazada. Mi enhorabuena más cariñosa.

No he podido responder.

—¡Oiga, oiga! ¡Señor marqués!

—Sí, doctor, es que me he quedado casi pajarito.

—Pues eso. He repetido por tres veces la prueba, y no hay error posible. La señora marquesa está encinta. Pasaré mañana por ahí, pero yo que usted, llamaría ya al ginecólogo. Le recomiendo al doctor Belzunce, extraordinario y muy caro, como todo lo bueno.

Permanezco en éxtasis de flojera.

—Gracias, doctor, adiós, muchas gracias, sí, por favor, venga cuanto antes, gracias, doctor… ¡Yuppiiiii!

* * *

La escena siguiente, muy difícil de narrar. Lágrimas y abrazos. Marisol emocionada, Tomás llorando, Flora inmersa en el feliz sollozo y yo abrazado a mi media naranjita.

—La verdad, Cristian, es que algo me barruntaba, porque este mes no he tenido el ídem.

—No sabía que tuviera eso que ver.

—Pues sí, tiene que ver, y mucho. Creo que deberías informar a tu madre.

—Bueno, ya lo haré.

—No mi amor, ahora mismo. Pero antes, prométeme una cosa.

—Ya está hecho. Lo que tú quieras, mi vida.

—Cristian, si es niño, quiero que se llame Obdulio, como mi abuelo materno, y si es niña, Vanessa.

—¿Tú crees, Marisol?

—Sí, Cristian, creo y quiero. Te lo pido, por favor.

—Bueno, mi amor, si te empeñas:., ya hablaremos.

—¡Promételo ahora mismo!

—Es que es muy fuerte, mi amor. Un marqués no se puede llamar Obdulio.

—A mí me encanta Obdulio. No sé qué tiene Obdulio para que no te guste.

—Y lo de Vanessa…

—Es por mi mejor amiga, que se mató en coche hace tres años. Se llamaba Vanessa.

—Bueno, Marisol, no te sofoques, que tienes que cuidarte. Voy a ver a mi madre.

—Antes de salir de este cuarto, júrame lo de Obdulio y Vanessa.

—Si no hay más remedio… te lo juro.

—Tomás y Flora son testigos.

—Te lo juro, mi amor.

—Gracias, mi vida.

* * *

Mamá permanece sentada con igual postura y gesto que cuando la dejé. Si sigue así voy a llamar a los del Museo de Cera de Madrid, para que la expongan. Pero tengo las de ganar, porque la noticia que le voy a dar, por mucho dominio que ejerza sobre sus emociones, va a desencuadernarla.

—Mamá, enhorabuena. En ocho meses, día más o día menos, vas a ser abuela.

Ha girado su cabeza hacia mí, y abriendo los ojos un poco más de lo que tiene por costumbre, me ha soltado una frase cariñosísima.

—No me hace ninguna ilusión.

No obstante, a los pocos segundos, ha demostrado que todavía hay una ventana abierta en su alma para volver a ser una mujer lo más parecida a lo normal.

—¿Cuándo y cómo te has enterado?

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