—Perona.
—¿Señor marqués?
—¿Cuánto gana Elena, la doncella nueva de mi madre?
—Ciento diez mil netas al mes.
—A partir de ahora, ciento setenta y cinco.
—¿Y por qué, señor marqués?
—Porque me da la gana. Adiós, Perona.
Marisol ha vuelto de Sevilla. El doctor Belzunce ha sido categórico.
—Está usted de ocho semanas.
Ahora que recuerdo, hace ocho semanas estábamos aún en las islas Roques, luchando contra los tiburones y los meros. Una noche, antes del ataque del malvado escualo, hicimos el amor en la playa. Me dio un poco de vergüenza porque no perdió detalle una tortuga que nos miraba con mucho interés. Eran días felices de libertad absoluta y risas abiertas, y en pleno trance, obsesionado por la observación de la tortuga, le recité un pareado a Marisol que casi nos mata de la risa. «Si me mira una tortuga / el pitilín se me arruga.»
Habíamos cenado. Marisol no perdió la oportunidad de tragarse unos cuantos bebercios de ron, y yo, para no quedarme atrás, le pegué a las caipiriñas. Después anduvimos por la playa agarrados de la mano, seguramente para sostenernos el uno al otro. Luna llena y noche clara. Casi me infarto del susto que me produjo un mono que enredaba por allí sin respeto a los huéspedes. Con los monos pasa que nunca te los esperas, y cuando estás más tranquilo, te lanzan un coco a la cabeza. Aquel mono no me tiró ningún coco porque no lo encontró, pero me dedicó muecas desagradables. A Marisol no le importó el mono y se reía de mis prevenciones. Cuando el primate se marchó aburrido, mi niña ya estaba corita y calata. Se había desnudado sin rebozos, y me pedía marcha. Entonces se me vino la sangre adonde el viento ruge y la monté como Papá hacía con la
Ronquita,
de la nada al galope. En ésas estábamos cuando apareció la tortuga. Pero yo creo que no le dio tiempo a interrumpir la primera descarga de vida, porque Marisol ya había gemido de hembrerío gozado y a nuestro alrededor se oyeron las protestas de los guacamayos y los tucanes, tan cuidadosos en sus horas de sueño. Aquella noche, estoy seguro, nació la vida de nuestro hijo.
—¿Y te ha dicho si es niño o niña?
—Muy pronto lo sabremos, mi amor. Pero no te preocupes. Lo he hablado con mi padre. Si es niño, se llamará Ildefonso, y si es niña, Soledad. Tenías razón, Cristian. Lo de Obdulio no tiene seriedad en este caso. Y lo de Vanessa, era un caprichito.
Nos hemos abrazado. Poco a poco entran las cosas, y a Marisol le ha sobrevenido un impulso de marquesío. Todavía, pegados el uno al otro le he soltado la bomba.
—Mamá se mete monja.
Y Marisol, la octava marquesa de Sotoancho, espontáneamente, con alarido agudo, ha soltado un grito neutro que me ha complacido por su criterio y serenidad.
—¡Coñe!
* * *
Mamá está dispuesta. Como ya es novicia, humilde de toda humildad, le he ordenado a Manolo el chófer que la lleve hasta el convento en la furgoneta «Cuatro latas». Además, que no se ponga la gorra reglamentaria, sino una especie de visera de reventa de plaza de pueblo que le viene al pelo, porque Manolo tiene pinta de reventa de segunda.
Mamá con el equipaje en la puerta.
—No creo que te admitan con tantas maletas. Parece que vas a Londres.
—Me llevo la muda para un mes.
—En el convento no hay mudas. Te dan un hábito, y cuando hay olorcillo, lo lavas y ya está.
—Como novicia tengo derecho a usar mi ropa.
—¿Te llevas los solideos?
—Todos, menos el de Pablo VI, que era rojo.
—Ya sabes, Mamá, que ésta es tu casa. Cuando te aburras de rezar de verdad y no tengas a mano una copita de oporto, vuelves y santas pascuas.
—Ingreso en el convento para morir allí. Dios me espera.
—Me temo, Mamá, que Dios tiene mejores citas.
—No me ofendes, ex hijo mío. A partir de ahora, debes dejar de decirme «Mamá», y dirigirte a mí con el nombre que he adoptado para mi última estancia en la tierra. «Cristina de Calcuta.»
—Tú nunca has estado en Calcuta, Mamá.
—Pero sí en el espíritu. Olvídate de mí. Soy la novicia Cristina de Calcuta. Saluda a tu pelada y apurada esposa de mi parte. Y que don Ignacio rece por él, antes que por mí. Adiós ex hijo mío. Cuando te arrepientas de todo el mal que me has hecho, acude a mi tumba entre los cipreses egipciacos que ofrecen sombra a las madres Beatrices. ¡Manolo!
—¿Diga, señora marquesa viuda?
—¡Cristina de Calcuta!
—¿Diga, hermana Cristina de Calcuta?
—¡¡En marcha!!
—Un momentito, que Elena le trae el cuadrante.
—Eso sí, no me voy sin mi cuadrante.
—Y las medicinas…
—Claro…
—Y…
—¡¡¡Manolo!!!
—¿Señora marquesa viuda?
—¡¡Alas Beatrices!!
—¿No se despide de su hijo, el señor marqués?
—Jamás! Yo ya no pertenezco a esta casa pecadora.
Mamá se ha metido en el «Cuatro latas» con asco. Huele a pollo. El olor a pollo es tremendo. La conozco tan bien que ya está arrepentida del lío que ha formado. Don Ignacio, listísimo, se ha excusado de estar en la despedida por motivos gastrointestinales. Cuando el «Cuatro latas» estaba ya en marcha, Mamá ha ordenado a Manolo que mantenga el motor en punto muerto y saliendo del coche nos ha bendecido.
«Partturiunt montes, nascetur ridiculus mus»
(Paren los montes, pero nacerá un ridículo ratón).
Y Marisol, que asistía desde la galería al acto ha gritado.
—¡Mejor un ratón que una víbora!
Entonces la víbora, la novicia-Cristina de Calcuta, se ha dirigido a Marisol y le ha hecho un corte de mangas.
—Adelante, Manolo.
Y el «Cuatro latas» conducido por Manolo, se ha llevado de esta casa a Cristina Belvís de los Gazules Hendings, marquesa viuda de Sotoancho, ahora novicia Cristina de Calcuta sin haber estado jamás en Calcuta… ¡Mamá!
* * *
Reluciente sol. Primer día sin Mamá en La Jaralera. Los pajarillos, como más confiados y cantarines. Para no despertar a mi nenúfar, he desayunado en el comedor.
Tomás triunfante. Ha quedado esta tarde para recoger su coche. Pero la mañana ha amanecido tan de dulce, que no me ha importado su ataque.
—Señor marqués. Esta tarde, si no se produce un terremoto, me dan el coche.
—Me alegro, Tomás. Mi más cordial enhorabuena.
—Mi más honda gratitud, señor. Le decía que me lo dan, siempre que previamente lo pague.
—Te lo has ganado, granuja. Tráeme del despacho el libro de cheques.
—Me sorprende su poca resistencia, señor marqués.
—Hoy es un día feliz. Mamá es novicia y no ha dormido aquí.
—No creo que dure mucho la alegría, señor.
—Yo tampoco, pero mientras hay vida, queda esperanza.
—En un segundo le traigo el talonario.
Un segundo para Tomás es más corto que para el resto de la humanidad cuando persigue algo en su beneficio. No me ha dado tiempo de beber ni el primer sorbito.
—¿Cuánto, Tomás?
—En total, y me da un poco de corte, señor… Es más de lo que…
—¿Cuánto?
—Un poquillo de corte, sí, en total, señor marqués, son nueve millones setecientas cuarenta y seis mil trescientas diecisiete pesetas.
—¿Y eso cuesta un gama media?
—Con chorraditas, sí señor.
—¿Y esas diecisiete pesetas?
—Como dicen los políticos, los flecos de la negociación.
—Bueno, te hago el talón por 9.746.300 pesetas. Las 17 restantes las pones tú. Me da pereza hacer un talón tan largo.
—Entonces será un Mercedes, comprado a medias, señor.
—Exacto. En la vida hay que ganarse los premios. Tu talón, canalla. Agárralo antes de que me arrepienta.
—Muchísimas gracias, señor. Yo pongo las 17 pesetas restantes. No se preocupe.
—Y ni una palabra a Marisol, Tomás.
—Ni media. Se llevaría un disgusto.
Ahí se va el mayor sinvergüenza de España, mi gran amigo y ayudante. Es capaz de recordarme lo de las 17 pesetas durante años y años. Bollito de leche bien mojadito en el café, café engullido, y cigarrillo. No me cambio por nadie. Elena ha entrado en el comedor. Guapísima mujer.
—Señor marqués, si no le molesto…
—Usted no molesta nunca, Elena.
—Gracias, señor. Que quería decirle, que en vista del ingreso de la señora marquesa viuda…
—De la novicia Cristina de Calcuta, Elena.
—Sí claro, de la novicia Cristina de Calcuta en el convento de las Beatrices Calzadas, mis funciones en esta casa han desaparecido por completo. Y yo no me quiero ir de aquí, señor.
—Tranquila, Elena. De aquí no se va nadie. Lo malo es que la novicia Cristina de Calcuta puede volver. Mientras tanto, y ya lo hablaré con mi mujer, la señora marquesa, disfrute del campo. Pronto tendrá un nuevo cometido.
—Muchas gracias, señor.
—Le recomiendo, Elena, un paseíto por la Albariza de los Juncos, el lago, el Guadalmecín y la Dehesilla. Se va a quedar turulata.
—Mil gracias, señor. Que Dios se lo pague.
—Ya me lo ha pagado llevándose a mi madre.
—Que se lo pague durante mucho tiempo.
—Eso, Elena, que te haga caso.
Estupenda chica. Educadísima, limpia y espectacular. Ahora miro a las mujeres de diferente manera. Buena jaca de galope, esta Elena rubia y espigada, que más parece norteña que de Cuenca, su lugar de origen. ¡Huyyy, don Ignacio!, aquí llega, con carita de sueño. Se nota que Mamá no le ha despertado para rezar sus cositas.
—Buenos días, don Ignacio.
—Buenísimos, Cristian. Me pellizco y sigo sin creérmelo. Su madre no está.
—En efecto. Cristina de Calcuta no ha dado señales de vida.
—Aunque pueda parecer impertinente, maravilloso, Cristian.
—Es impertinente, pero también maravilloso, don Ignacio.
He dejado al capellán empachándose de bollos de leche. Este hombre come una barbaridad. Ahora que le he tomado simpatía, me molestaría que le diera un tantarantán.
Otro cigarrillo. Me voy a tragar el humo hasta las uñas de los pies.
Y como Mamá no está, voy a hacer una travesura. Me quito los pantalones del pijama y me los pongo de turbante. Despertaré así a Marisol. ¡Viva la libertad!
* * *
Mientras tanto, en el convento de las Beatrices Calzadas, la situación no era difícil, pero sí confusa. La aspirante octogenaria había pasado su primera noche de postulanta en su celda, y se estaba quejando a la Superiora, sor Lucila de la Transfiguración.
—En mi celda no hay calefacción.
—En ninguna, Cristina. No hay calefacción en todo el convento.
—Ni respeto por las ancianas. A las cinco de la mañana me han despertado.
—Para Maitines, Cristina.
—Y a las siete, otra vez.
—Es dura la vida contemplativa, hija mía. Creo que deberías volver a tu casa.
—De ninguna manera, sor Lucila. Yo muero en este convento.
—Entonces tendrá que acostumbrarse a sus rigores.
* * *
Cuando se gastan bromas divertidas, hay que ser cuidadoso. Yo no lo he sido. Con la bata recogida en mi brazo izquierdo, he llegado hasta los aledaños de mi habitación. Allí, en el pasillo, me he quitado los pantalones del pijama y me los he anudado a la cabeza. Marisol se iba a llevar una sorpresa de aupa. Pero la sorpresa ha sido para mí. Cuando estaba a punto de entrar en el cuarto, vestido de esa guisa tan traviesa, han aparecido por el fondo del pasillo Flora y Elena. Ambas han gritado espantadas y huido de mí despavoridas, como si fuese un sádico. Sobre todo Elena, que ha tropezado y caído, y cuando me disponía a ayudarla casi se desmaya del susto. Superado el primer agobio, Flora me ha mirado con distancia.
—Nunca creí que usted fuera capaz de esto, señor marqués.
—Le iba a dar una sorpresa a mi mujer.
—Pues como ya no hay sorpresa posible, tanto Elena como yo le agradeceríamos que se pusiera los pantalones.
En efecto, mi aspecto resultaba chocante. Con sumo cuidado, he desanudado el turbante de mi cabeza, y muy pudorosamente, me he cubierto la mitad inferior de mi cuerpo. Marisol, con los gritos, despierta.
—¿Qué ha pasado, mi amor?
—Nada, nada, un malentendido.
—¿Y esos alaridos?
—Que se ha colado un búho esta noche y ha asustado a Flora y a Elena.
—Es que los búhos dan mucho miedo. Miran una barbaridad.
—Bueno, mi amor, que me voy a dar un bañito.
—Eso, eso, que limpio me gustas más.
Todavía no me he repuesto de la vergüenza. Ya con el patito de goma, en plena inmersión, la voz de mi media costilla.
—He pensado una cosa, Cristian.
—Será estupenda, mi amor.
—Que Elena se ha quedado sin obligaciones, y como estudió Magisterio, podríamos abrir de nuevo la escuela de La Jaralera. Así ayudaríamos a los niños a hacer los deberes después del colegio.
—Me parece de perlas. Y las clases. ¿Quién las da?
—Yo puedo ayudarles en matemáticas, y Elena y don Ignacio en las demás materias.
—Hecho, mi vida. Escuela abierta.
—Gracias, mi amor.
* * *
Sor Lucila de la Transfiguración reparó en un detalle durante el frugal refectorio. La aspirante a novicia, de cuando en cuando, aprovechaba la distracción de la comunidad para llevarse un tarrito a la boca.
—¿Le pasa algo, Cristina?
—Nada, sor Lucila. Que tengo que tomar este jarabe para el asma.
—Hágalo sin esconderse, hija, que eso no es falta ni pecado.
—No quería molestar al resto de las hermanas.
—No es molestia. Pero si padece de asma, llamaremos a nuestro médico, que además de un santo, es un sabio.
—Con el jarabe se me quita, sor Lucila.
—De acuerdo, pero si empeora, me lo dice.
Con la color como una flor de flamboyán, Cristina de Calcuta se acomodó bajo la faja su frasquito de jarabe de los famosos laboratorios Beefeater's.
Y continuó comiendo la sana menestra de verduras de sor Victoria de Oyarzun, la hermana cocinera.
* * *
Todavía humillado por mi espectáculo gratuito ante Flora y Elena, he llamado a tío Juan José. Tengo que comunicarle la buena nueva de mi heredero y el ingreso de mi madre en el convento de las Beatrices Calzadas. Pero en esta tierra los rumores vuelan como los zorzales, y tío Juan José estaba enterado de todo.
—Enhorabuena, sobrino. Por fin has cumplido.