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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

Pachucha tirando a mal (9 page)

BOOK: Pachucha tirando a mal
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—Gracias, tío. Me encantaría verte.

—Aquí me tienes en casa. Llevo una temporada sin salir por culpa de un catarro mal curado.

—A tu edad, un catarro es más peligroso que una vaca loca.

—Te noto muy gracioso, Cristian.

—¿Y tía Paquita?

—En Barbate. Se ha llevado al niño y estoy en la gloria. No te puedes figurar lo pesado que llega a ser un niño.

—Te habrás enterado ya de lo de Mamá.

—Sí, pero no cantes victoria. A esa diabla te la devuelven en menos que canta un gallo.

—Si quieres, voy a verte por la tarde.

—Al revés. Quiero ver con mis propios ojos a una tal Elena que me han dicho que está estupenda.

—Tío, tiene 30 años y tú estás casado.

—Me importa un huevo, Cristian. A las cinco en punto estaré en La Jaralera.

No cambia tío Juan José. Es el hembrero de cumbre más alta que he conocido en mi vida. Pero siempre me he llevado con él de maravilla, y me hace mucha gracia su resistencia a dejar de ser un toro. No obstante, he requerido la presencia de Elena, para advertirla del peligro que corre. Sigue cohibida. Presiento que tiene un concepto equivocado de mi persona, después de sorprenderme con los pantalones del pijama haciendo de turbante.

—Elena…

—Señor marqués…

—Lo de los pantalones era una broma para sorprender a mi mujer.

—Lo entiendo, señor, pero…

—No sabía que estuvierais por ahí Flora y tú.

—Pero estábamos. Nunca había visto a un hombre desnudo de cintura para abajo.

—¿Y qué tal?

—Mal, señor. Feo y repelente.

—Olvídate del suceso. Y no es feo ni repelente.

—Usted dirá, señor.

—Que esta tarde viene a visitarme mi tío Juan José, que es un canalla con las mujeres, que está casado y tiene un hijo, y que tiene especial interés por conocerte.

—Ya me ha dicho Flora que es muy simpático.

—Y muy golfo.

—Gracias por advertírmelo, señor. Pero después de ver lo que he visto, yo virgen hasta la muerte.

* * *

Me molesta la mala impresión que ha sacado Elena de mi travesura. Y me hiere su poco sentido de la estética. En fin, ya la he advertido. Ella es mayorcita para saber lo que hace.

—Elena ¿le ha contado mi mujer lo de la escuela?

—Sí, señor. Y me encanta. Estudié Magisterio.

—Ya he mandado que limpien y arreglen el local.

—¿Cuántos niños hay en La Jaralera?

—A mí me parecen dos mil, pero creo que son catorce.

—Me ha parecido una idea estupenda. Así les ayudamos a hacer los deberes.

—Pues ya lo sabe, Elena. A empezar cuanto antes. Y olvídese de lo del pijama.

—No creo que pueda, señor.

—Inténtelo. Y cuidadito con mi tío.

—Sabré defenderme, señor. Muchas gracias.

Chica seria, quizá demasiado. Tomás me dice que ya tengo preparado el aperitivo. Lo tomaré con don Ignacio. Antes, un beso a Marisol. Está con Flora.

—Cristian, me ha contado Flora lo de tu exhibicionismo. No me ha hecho ninguna gracia.

—Fue una mala casualidad. Pensaba hacerte una broma.

—No estoy para este tipo de bromas. Entras en mi cuarto con los pantalones del pijama en la cabeza, y del susto, aborto.

—Tampoco exageres…

—Y creo que Elena está muy disgustada.

—Ya lo he arreglado con ella.

—Espero que no se repita la escena, Cristian.

—Te lo prometo, mi vida.

—Y ahora déjame con Flora, que estamos hablando de cosas de mujeres.

—Te espero en el salón. Estaré con don Ignacio.

—Ya veré si bajo.

Muy antipática. Flora le habrá contado el suceso con todos los detalles, y Marisol es muy celosa. No me siento cómodo con el acontecimiento. Pero don Ignacio sabrá comprender mi jugarreta.

—Don Ignacio, ya veo que se ha servido su finito.

—Sorbitos de oro, Cristian.

Tomás, siempre preciso, con la ginebrita preparada.

—Recuerde, señor, que esta tarde la tengo libre.

—Lo recuerdo perfectamente. Viene a verme tío Juan José y cuando se vaya me daré una vuelta con la escopeta.

—¿La señora marquesa bajará al comedor?

—Creo que sí. Estaba hablando con Flora de cosas de mujeres.

—Con el Mercedes, me la trajino.

—Flora no es de ésas, Tomás.

—Flora es como todas, señor marqués.

—Otra ginebrita, Tomás.

—Se ha bebido la primera muy deprisa. Va a terminar como su…

—No sigas, Tomás. Como Cristina de Calcuta.

—Esa misma, señor marqués.

—Y vosotros sin decirme nada. También usted, don Ignacio.

—Delante de mí, no bebía, Cristian.

—Pero detrás de usted sí, y lo sabía.

—La verdad, es que más de una noche, al rezar el Santo Rosario, pasaba de los Gozosos a los Dolorosos con mucha facilidad.

—Muy duro para un hijo enterarse tan tarde.

—En el convento, Cristian, se curará. Ahí no se bebe.

—No me fiaría, don Ignacio. Cristina de Calcuta es capaz de todo.

—También es verdad.

* * *

La responsabilidad impone, a veces, grandes sacrificios. A Churchill le despertaron a las tres de la madrugada en plena batalla de Inglaterra para decirle que sus aviadores habían tumbado a unos cuantos aviones alemanes. Gajes de los estadistas. A mí me han chafado hoy la siesta. A las 5 viene tío Juan José, y había pensado echar una cabezadita, pero me han pedido audiencia Genaro el vaquero y el jardinero Pepillo. El Estado ante todo y el deber por encima de cualquier inclinación.

La entrevista con Genaro, rápida y beneficiosa. Han analizado a la vaca que hacía cosas raras y de loca, nada. Lo más, vaca juguetona. No hay que sacrificar a las demás. La verdad es que llevo casi 63 años viviendo en La Jaralera, y hasta que Genaro acudió a decirme lo de las sospechas de la enfermedad, no me había apercibido de la cantidad de vacas que tengo.

Perona, el administrador, me ha recomendado que ponga cerdos en la dehesa. Está subiendo su cotización como la espuma. Y he comprado treinta verracos y unas doscientas cerdas. Para ocuparse de sus ajetreos he contratado a un porquero, Luismi, que no le pega nada llamarse Luismi, porque tiene una cara de cerdo que se la pisa. Está bien entre ellos, porque Luismi es uno más y no desentona. Me ha dicho Genaro que ya han parido algunas madres y que mi cabaña porcina crece adecuadamente.

Pepillo, tan discreto siempre, me ha venido con una queja. Que Tomás intenta seducir a Flora, por la que es capaz de quitarse la vida. Esta Flora vuelve tarumba a todos. Al Cigala que sigue en el Tercio, y según he sabido, ha aprobado el cursillo de Cabo. A Tomás, a Lucas mi suegro, ahora a Pepillo… Le he dicho que no puedo meterme en asuntos de amores, que luche por su pasión, que no decaiga su ánimo. Pero Pepillo se las trae.

—Pero Tomás tiene enchufe con usted, señor.

El amor hace que hasta los témpanos lloren de susceptibilidad. Le he dado mi promesa de señor de la casa.

—Por mi honor, Pepillo, que no haré nada para inclinar la balanza a favor de Tomás.

No se ha marchado muy convencido, pero sí algo más tranquilo. Para suavizar el ambiente le he preguntado por las flores de primavera y verano, recordándole la prohibición vigente de plantar geranios. Por fin me ha dejado, pero son ya las cinco menos cuarto. En quince minutos, el tarambana de tío Juan José.

* * *

Sor Toribia de la Postración, la ecónoma del Convento de las Beatrices Calzadas, dormitaba junto a la alacena. Se colaba por la cimera ventana del corredor un rayito de sol muy tibio y agradable, y Sor Toribia se dejaba acariciar por él mientras los sueños la llevaban a los días de su infancia y juventud, allá en su pueblo burgalés, Bahabón de Esgueva. Se veía con sus trenzas de niña de pueblo, sus lacitos de domingo frío, sus dolorosos sabañones. Algo devolvió a sor Toribia a los tiempos actuales. Un ruido. La puerta de la despensa estaba entreabierta.

Sor Toribia, padecía de varices y sufrió al incorporarse. Llegó hasta la despensa y abrió por completo la puerta. Encaramada a un taburete se hallaba la postulanta a novicia, que intentaba afanar de la estantería una caja de galletas. El padre de sor Toribia era guardia civil, y le había transmitido a su hija el sentido de las ordenanzas y la firmeza de sus voces.

—Alto o disparo —gritó con voz seca y mesetaria.

La postulanta a novicia, asustada por el grito y sabiéndose sorprendida con las manos en la masa, perdió pie, lanzó un alarido y se desplomó sobre el suelo de baldosas de la despensa. Unas baldosas muy resistentes, del siglo XVTI más o menos. El impacto fue brutal, y la postulanta a novicia perdió el sentido. Sor Toribia asustada, corrió en busca de ayuda mientras se santiguaba con frenesí de culpable.

Minutos después, toda la comunidad de Beatrices Calzadas oraba en torno al camastro de la octogenaria interna.

* * *

Tomás ausente, recogiendo el coche. Elena distante. Flora silenciosa, don Ignacio dormido, Pepillo celoso, Genaro con las vacas, Luismi con los cerdos, Modesto con los cisnes, Perona con los dineros, Marisol en el cuarto y tío Juan José en la puerta. El timbre.

* * *

—¡Un abrazo, sobrino!

Ha rejuvenecido. En lugar de 94 años puede pasar por 93. Alto, espigado, sin un gramo de grasa, con la voz tronante y los músculos siempre en tensión. Hemos subido al cuarto de Marisol, que finalmente se ha encamado.

—Hola, sobrinita, mira lo que te trae el tío Juan José.

Marisol ha sonreído mientras tío Juan José la besaba en la frente y le entregaba un paquete de envoltura cara. Como al incorporarse el camisón de mi mujer se ha abierto y dejado ver su prodigioso paisaje de tetas, tío Juan José le ha dado treinta besos más, sin perder ojo.

—Vas a dejarla sin frente, tío.

—Ah, sí, claro, sí.

Mi rosa de Alejandría ha abierto el paquete y exclamado un grito de sorpresa e ilusión.

—¡Lo que más me gusta, tío! ¡Muchas gracias! Dame otro beso.

Y de nuevo la misma operación anterior, hasta llegar a los cuarenta y siete ósculos frontales.

El regalo de tío Juan José no hace falta que lo especifique. Unas braguitas tanga de la marca Evasé.

* * *

A la velocidad de 185 kilómetros por hora, y a la altura del cortijo Juan Gómez, el que fuera de Carlos Urquijo de Federico, un Mercedes nuevo, de gama media, repleto de chorraditas y conducido por Tomás Miranda Carretón, despegó de la autopista, y tras volar 201 metros sin contratiempo alguno, aterrizó de mala manera sobre un naranjal, quedando prácticamente destrozado. El piloto resultó ileso, y fue conducido por la Guardia Civil al cuartelillo después de pasar por el hospital, donde fue dado de alta. Practicada la prueba de alcoholemia, el piloto del efímero aeroplano de fabricación alemana fue despojado automáticamente de su carné de conducir. Cuando se le permitió abandonar el cuartelillo, conectó con la empresa Grúas La Giralda y posteriormente con un radio-taxi. A las 19 horas y 27 minutos p.m. el piloto ingresaba en La Jaralera con una expresión facial muy poco sugerente para establecer nuevas amistades.

* * *

A las 19 horas y 30 minutos, Flora salía al jardín para disfrutar de la primavera naciente. Se topó con Tomás, al que notó desajustado de ánimo. Víctima o verdugo de esos extraños impulsos que las mujeres tienen, sin saber por qué lo hacía, Flora se abrazó con fuerza a Tomás, que amparado por el inesperado cariño de Flora, rompió a llorar como un niño.

El calor fluido de las lágrimas de Tomás ablandó aún más el sentimiento de Flora. Bajo el gran magnolio de la recoleta, aún olvidado de sus flores blancas, Tomás y Flora se besaron por primera vez. Fue un beso largo, cálido y rotundo, que derivó en pasión desmesurada. El diálogo que siguió, breve y conciso, abría un horizonte nuevo en aquellas dos vidas abrazadas.

—¿Vamos?

—Vamos.

* * *

La postulanta a novicia, la octogenaria incipiente, abrió los ojos y se sintió aterrorizada. ¿Dónde estaba? ¿Qué hacía allí? ¿Quiénes eran todas esas monjas? Le dolía la frente, que se adornaba con un chichón del tamaño de un pomelo. Una de las religiosas presionaba sobre él con un paño húmedo. Se trataba de sor Francisca del Desconcierto, la enfermera de la Comunidad.

—Me está haciendo daño, señora mía.

—Lo hago por su bien, Cristina. Se ha caído de un taburete.

—No tengo ni idea de lo que es un taburete. Y les agradecería a todas ustedes que se presentaran.

—Tiene que descansar, Cristina. Con un poco de reposo, recuperará la conciencia. Ahora, cierre los ojos, rece un Padrenuestro y verá lo bien que se queda.

La aspirante a novicia obedeció como una corderita de Idiazábal. Cerró los ojos y quiso rezar. No pudo. Se le había olvidado.

Con voz muy queda, piano, piano, como la bellota de la coscoja, sor Lucila de la Transfiguración, la superiora de las Beatrices Calzadas, hizo el siguiente comentario a la hermana ecónoma, sor Toribia de la Postración, y a la hermana repostera, sor Juana de la Fidelidad.

—Hay que llamar al doctor urgentemente. Para mí, que la marquesa viuda se ha quedado tontita para siempre. Yo hablaré con su hijo.

* * *

Elena irrumpió en la habitación de los marqueses. El tío Juan José soltó un rebuzno de admiración y gozo nada más verla.

—Señor marqués, le llama la Superiora del convento.

—Mala señal. Voy ahora mismo. ¿No ha vuelto Tomás?

—Que yo sepa, no.

—¿Y Flora?

—Me dijo que estaría paseando por el jardín.

—Este señor es mi tío Juan José.

—Mucho gusto, señor, para servirle.

—El gusto es mío, vikinga, que pareces una vikinga.

—Es usted muy amable y ocurrente.

—Quédate, niña.

* * *

Marisol y Elena se han quedado con tío Juan José. He corrido hasta el teléfono. La Superiora, muy alarmada.

—Señor marqués. Su madre se ha pegado un trompazo cuando intentaba hurtar una caja de galletas. Está bien, pero no recuerda nada. Ya hemos avisado al médico, pero yo creo que se ha quedado tontita del todo.

—Eso no es grave, sor Lucila. Manténgame informado. Y por supuesto, todos los gastos corren de mi cuenta. Mañana le envío un talón de cinco millones de pesetas para que no le falte nada ni a mi madre, ni a usted, ni al convento.

—Gracias, señor marqués. Le tendré al corriente.

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