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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

Pachucha tirando a mal (12 page)

BOOK: Pachucha tirando a mal
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—Me canso, Cristian.

—Es lo lógico, Marisol. Por eso descansamos.

—No, mi amor. Mi cansancio es de otro signo. Estoy dormida y sigo cansada.

—Vas a ver qué pronto te acostumbras.

—Dios te oiga, amor mío.

Marisol tiene una especie de velo que se le ha encajado en su expresión. Está pálida. El doctor Belzunce le ha diagnosticado un principio de anemia. Espero que en pocos días vuelva a su alegría, a su ritmo, a su maravilla de estructura humana.

—¿Sabes, Cristian? Presiento demasiadas oscuridades. Veo sombras de dolor, precipicios que me vienen…

No he conseguido hacerla llegar hasta la albariza de los juncos. En el lago, nuevo parón. No le importan los patos ni los cisnes. Me ha agarrado de la mano y hemos pasado más de una hora en silencio, mirando nuestros paisajes más queridos. Allí, a diez pasos, a un tiro de piedra, tras el recoveco que aquí conocemos como el cabo de los álamos, la vi por primera vez, bañándose desnuda, libre y prodigiosa. Y aquí mismo nos dimos el primer beso, con aquel spray «Bésame» que me trajo primo Moby de Holanda. Y aquí, cuando Marsa me abandonó, volví a encontrármela nadando entre las cercetas, y nos abrazamos definitivamente. Pero hoy no tiene aficiones de recuerdos, y ha cancelado su mejor memoria. Tiene frío.

He llamado a Tomás, que me envía a Manolo con el viejo Land Rover a recogernos. De aquí, derechita a la cama, que Flora la está preparando con todo su cariño de amiga leal.

Marisol no habla. Mira, sonríe, llora y me besa. Pero son besos diferentes a los suyos. Éstos de ahora son cálidos y hondos, pero de profundidades tristes.

Ya está aquí Manolo.

—Vamos, mi vida.

* * *

He dejado a Marisol con Flora. Mamá, en el salón, a gatas con don Ignacio. Están jugando a la
Vache et le loup,
es decir, a la vaca y el lobo. Don Ignacio es la vaca y Mamá el lobo. Lo lógico sería al revés, y así se lo he dicho. Mamá, que estaba a punto de olfatear el rastro de la vaca, ha alzado la cabeza, me ha mirado, ha gruñido, y después de ladrar repetidas veces, me ha dicho.

—Usted se calla porque no sabe jugar. Siempre tiene que entrometerse cuando nadie le llama. Haga el favor de marcharse a su casa y déjeme con mi primo Pototo.

No hay nada que hacer. Don Ignacio se ha refugiado tras el sofá inglés de flores. Según las reglas de juego, que Mamá impone, tiene que mugir cada vez que se oculta. Es una tramposa, porque así se orienta y le da alcance.

A gatas es mucho más ágil Mamá que don Ignacio. Entonces se me ha ocurrido una diablura divertida. Me he puesto en cuclillas detrás de la cortina del ventanal oeste, y he emitido dos ¡Muuuuuu! impresionantes. Más que como un lobo, como una gacela, ha venido hasta mi sitio con la risa sofocada por la ilusión. Cuando ya se disponía a morderme, se ha apercibido de que era yo la vaca, y se ha puesto a llorar. Un berrinche.

—¡Le he dicho que no quiero jugar con usted, aunque se chinche y aunque rabie! ¡Pototo, ven a pegar a este caraculo! ¡Si no le arreas un puñetazo, no vuelvo a jugar contigo!

La situación, dificilísima. Don Ignacio se ha incorporado, abandonando por unos momentos su condición de vaca lechera, y se ha acercado hasta nosotros. Mamá sentada en el suelo y gritando cada vez más fuerte.

—¡Pega al caraculo, Pototo!

He mirado a don Ignacio, y con un gesto rápido de complicidad y comprensión, le he dado permiso para que me pegue un cachete. A ver si de esta manera, Mamá deja de berrear. Don Ignacio me ha correspondido con otra mueca, que expresaba claramente su solicitud de benevolencia. Entonces se ha colocado ante mí y después de decirme:

—¡Deja de molestar a mi prima, caraculo!

Me ha arreado un soplamocos que me ha dejado la cara a cuadros.

—¡Bravo, Pototo! —ha aplaudido Mamá entusiasmada—. ¡Vamos a jugar otra vez sin el caraculo!

Y han retomado el juego. Mientras, Tomás, que todo lo había visto, desaparecía de mi vista retorciéndose de risa y yo buscaba con mi mirada la huidiza de don Ignacio, que no se atrevía a levantar la cabeza. Después hablaré con él muy seriamente. Porque la bofetada que me ha dado, no era de mentirijillas. Aquí se ha vengado de pasadas vejaciones y agravios que yo tenía olvidados.

Así que me he refugiado en mi despacho, en el cuarto de los libros, para rumiar mi tristeza, desencanto y ¿por qué no reconocerlo?, mi pizca de soledad.

Marisol está con Flora, que la entiende de maravilla. Mamá y don Ignacio jugando a la vaca y el lobo. Tomás muriéndose de risa… Me voy a dar una vuelta por la escuela, para ver cómo estudian los niños los deberes.

En el fondo, muy en el fondo, me apetece ver a Elena, que me cae muy bien.

Así que, pasito a pasito, con la cara todavía anestesiada por el mamporro de don Ignacio, me he dejado caer, la capilla superada, en la escuela, donde Elena vigilaba el estudio de catorce niños y un viejo verde que no paraba de mirarla.

—Buenas tardes, niños.

—¡Buenas tardes, señor marqués!

—Buenas tardes, Elena. ¿Todo bien?

—Todo en orden, señor.

—Buenas tardes, tío Juan José.

—Hola, mamoncete.

* * *

Despertar tranquilo. Conciencia agitada. Como va siendo costumbre, he dejado a mi mujer dormida. Puedo parecer cursi, pero con los ojos cerrados y respirando plácidamente es como una rosa entregada al milagro. Me preocupa, y mucho, la extraña relación entre tío Juan José y Elena. Tomás me apoya en el desasosiego.

—Todo muy raro, señor marqués. Donjuán José es un gran seductor, pero lo de Elena, me extraña.

—Te extraña y te molesta, Tomás.

—No es la molestia. Es el pasmo que me produce pensar que una mujer como Elena pueda enamorarse de un pingajo como don Juan José.

—A Paquita
la Atunera
le sucedió lo mismo.

—No, señor marqués. La Atunera se casó por el dinero, y pongo la mano en el fuego. Ese hijo es de otro. Elena no es de ésas.

—Pues está como tonta con Noé.

—Si quiere, lo averiguo. Para mí, señor marqués, las mujeres han dejado de preocuparme. Me he vuelto misógino.

—Más que averiguarlo, hazla llamar. Que venga inmediatamente.

Estoy a tiempo de salvar a esta chica tan mona y aprovechable. Tengo que hablar seria y crudamente con ella. Todavía no se ha despertado Mamá, la tontita. Es el momento oportuno. Golpes en la puerta. Elena.

—¿Deseaba algo, señor marqués?

—Sí, Elena. Hacerte saber que estás nadando entre pirañas.

—Si me lo permite el señor, le corrijo. Estoy nadando con una piraña.

—Mi tío es un golfo. No puedo permitir que abuse de ti.

—Señor marqués. Tengo 30 años, y sé perfectamente que su tío es un golfo, un viejo verde y un marrano. Pero me divierte.

—Elena, no me gustaría tener que prescindir de ti.

—Si lo hiciera por entrometerse en mi vida privada, me decepcionaría mucho, señor. Usted es un caballero.

—Lo hago por tu bien.

—Permítame que sea yo la que busque mi bien.

—Tío Juan José no puede durar demasiado tiempo.

—Precisamente por eso le quiero. ¿Desea algo más, señor?

—No… no, Elena, bueno… sí. Mi madre, ¿sigue bebiendo?

—No, señor marqués. Como es una niña, sólo me pide Colacao.

—Gracias Elena. Y mucho cuidado.

—Lo tengo, señor.

* * *

Muy segura de sí misma. Para mí, que persigue lo mismo que Paquita
la Atunera.
La diferencia es que algo tiene esta chica que me obliga a estar pendiente de su futuro. Me baño, me visto y voy a ver a tío Juan José. Hay que cortar por lo sano esta tontería.

Ahí llega don Ignacio. Ha adelgazado una barbaridad. Expresión caída y malas pulgas. Extraña reacción, cuando el ofendido soy yo.

—Don Ignacio, otro sopapo como el de ayer, y no respondo.

—Perdón, Cristian, se me fue la mano.

—Se le fue mucho. Se pasó cuatro pueblos. Casi me tumba.

—Los nervios, Cristian. Estoy que no puedo más. La señora marquesa viuda, de niña, es para matarla.

—Y de anciana.

—Pero peor de niña. No aguanto más. O se cura, o la mete interna en un colegio de tontas, o yo me marcho a mi pueblo de Cardeñosa y aquí paz y después gloria. Pero ni un minuto más.

—Mala temporada, don Ignacio, pero se arreglará.

—Cuando se arregle, yo estaré muerto. ¿Sabe lo que pretende para hoy?

—Ni idea, don Ignacio.

—Que juguemos a los peces. Ella es el tiburón y yo la anchoa.

—No le veo nada malo.

—Porque a usted no le muerde. Me mordió ayer de lobo y hoy me quiere morder como tiburón. Mire mis brazos, Cristian.

Para vomitar. Unos brazos blancos y peludos con unas ronchas sanguinolentas que tiran para atrás. Un asco. Y tienen que resultar muy dolorosas.

—Ofrezca a Dios sus sufrimientos, don Ignacio.

—Su madre me va a matar… ¡Y no soporto que me llame Pototo! ¡Como me vuelva a llamar Pototo, la tiro al Guadalmecín!

En ésas estábamos cuando retumbó una voz en el salón. Más que retumbar, chirrió.

—¡Pototo, tú eres la anchoa!

Era Mamá, en camisón. Don Ignacio, abatido, se dejó vencer aún más.

—De acuerdo, Cristinita. Pero antes, déjame desayunar.

—¡Eres un ffrífenómeno, Pototo!

* * *

Ha llamado el doctor Belzunce. Quiere darle un repasito a Marisol. Me parece de perlas, porque algo no le funciona a mi niña. Algo del cuerpo o del alma, que ya se sabe que la segunda manda sobre el primero. Voy a aprovechar su ausencia para cantarle las cuarenta a tío Juan José. Su obsesión con Elena clama al cielo y su caso se está pasando de castaño oscuro. Entretanto, burocracia y arreglitos. Elena me ha agradecido entusiasmada su aumento de sueldo, que yo he justificado con su labor docente. Me ha llegado a los oídos que Flora se ha puesto a hablar con Pepillo, previo permiso de Tomás, que ya no busca escarceos. Peroro me ha propuesto organizar visitas periódicas a la Jaralera de escolares y viejecitos del Inserso. Para ello habilitaríamos el viejo caserón de los pinares y compraríamos tres o cuatro todoterreno descapotables para efectuar las visitas. Me dice Perona que en la Guía Europea de Humedales, figura La Jaralera como uno de los mejor conservados. Lo malo de esto es que perderíamos la privacidad. Pero hay dinero en el horizonte. He consultado con Tomás, como siempre.

—Me parece una idea horrible, señor.

—Pensaba cederte el bar y restaurante del caserón. Lo lleva un pariente o empleado tuyo, y para ti las ganancias.

—La idea ha dejado de parecerme horrible.

—Siempre que no abandones tu cometido de mayordomo jefe de esta casa.

—Para mí, señor, mi trabajo es lo primero.

—Te tendré al corriente, Tomás. Avisa a Manolo para que se prepare. Tiene que llevar a la señora marquesa, bueno, a Marisol, a Sevilla. Yo me voy al Acebuchal, que tengo que hablar con mi tío.

—Anda de pavo real, señor marqués.

—Pues eso. Que le voy a cortar las plumas y la cola.

* * *

El Acebuchal linda con La Jaralera por el Llano de las Avutardas. Ahí tenemos un portón que utilizamos a nuestro antojo. En el Land Rover el paseo es agradable, aunque nuestro carril está en mejores condiciones que el del tío, que no se gasta un duro en mejorar su firme. Del portón a la casa del Acebuchal media un buen trecho. Tiene el campo descuidado, porque de treinta años para acá lo único que le importa a mi pariente es el mujeraje. La casa es un caos. Entre cuadros magníficos —un Zurbarán, dos Murillos, otros dos Madrazo—, horribles pinturas de almanaque barato con mujeres desnudas. Son obras de su amigo el pintor Corbacho, que ha retratado a todas sus amantes. Corbacho es su pintor de cámara, y nunca mejor dicho. Hiperrealista, según tío Juan José, y no anda descaminado. Pinta hasta los lunares y las pecas. En el salón, sobre la chimenea, cuelga el retrato de Pepita
la Dálmata,
agua muy pasada pero demasiado presente en la memoria de tío Juan José. Fue su gran amor. Le decían «la Dálmata» por la cantidad de lunares que lucía en su cuerpo. En total, 346. Pues bien, en el retrato, que es una copia de la
Venus de Nilo
de Velázquez, con espejo y todo, se pueden contar los 346 lunares de Pepita. Más hiperrealismo, imposible. Si contamos las cosas, es mejor terminarlas. La Dálmata murió hace diez años. La encontraron muerta en un descampado de Montellano, con una cuchillada en la yugular. El asesino, posteriormente se suicidó de una forma originalísima. Cerca de Montellano había acampado un circo ambulante. Serafín
el Renco,
que era el novio de Pepita, después del crimen, se metió en la jaula de los leones. Duró menos que una sandía abierta el 15 de agosto. Hay que tener agallas para dejarse matar así. Pero me escapo del argumento. Son diecisiete los retratos de Corbacho que cuelgan de las paredes nobles del Acebuchal. El último, el de Paquita
la Atunera,
su actual mujer ya en trance de desamores. Mi intención es que Corbacho no pinte el decimoctavo retrato, con Elena en porretas.

En el porche, tío Juan José, reduciendo su bodega sorbito a sorbito.

—Buenos días, Cristian. ¿Qué te trae por aquí?

—El cariño, tío. Venía a ver cómo estabas.

—Pues aquí me ves. Trajinándome media botellita. ¿Quieres ayudarme?

—Si me pides una ginebra, te acompaño.

—Los jóvenes sois muy vuestros. Con las maravillas de vinos que tenemos en España…

—A mí la ginebra me sube.

—Pues entonces no cambies. Todo lo que sube es bueno. En el salón tienes de todo. Te la sirves y me hablas.

Junto a la chimenea, vigilado por la mirada lánguida de la Dálmata, hay una especie de carrito de bebidas que siempre está a punto de agasajo. Ya con la ginebra en la mano, me he sentado junto al tío.

—Me huelo lo peor.

—Vengo a pedirte que abandones tu último lance. Deja que vuele la perdiz.

—La perdiz ha entrado en mi puesto muy a su gusto.

—Es una niña, tío.

—Más vieja que tu mujer, sobrino.

—Pero yo tengo 63 años y tú, 94.

—Como dijo Bécquer «La edad del hombre es un mito mientras le funcione el pito».

—Bécquer no dijo jamás esa ordinariez.

—Tienes razón. No es de Bécquer. Es mía.

—Elena es una chica estupenda, y puedes terminar con ella.

—Es lo que busco. Terminar con ella. Los dos aquí.

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