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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

Pachucha tirando a mal (16 page)

BOOK: Pachucha tirando a mal
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Hectáreas, pañales, besos y fortunas

El viernes, a las diez de la mañana, ingresa Marisol en el hospital para ser inducida al parto múltiple. En casa, todo está preparado, y exceptuando a Mamá, los nervios a flor de piel. Mi madre, que ha sido autorizada a levantarse, apenas pasea por el corredor de las buganvillas, acompañada de Elena o de Virginia. Pero con anterioridad al «Día H», hemos sido convocados por el notario de tío Juan José para la lectura de su testamento. Según he podido averiguar, aquellas páginas que escribió en la antesala de la muerte, en plenitud de sus facultades mentales, pueden suponer un vuelco para los planes de algunos.

Curiosamente, los convocados de casa somos varios. Tomás, Elena, Flora, Ramona, Manolo, don Ignacio y yo. Poco más, y deja la casa vacía. Ya en la notaría nos hemos sumado al resto de las personas llamadas por el fedatario público. Paquita
la Atunera
, Fifa
la Chorva
—propietaria del «puticlú» La Ballena Cachonda—, y mis tres contraprimos, los Henestrillas, Luis, Rafael y Eduardo. El notario nos ha adelantado que los anteriores testamentos de tío Juan José han quedado anulados, y que realizadas todas las pruebas pertinentes, se considera válido el ológrafo firmado por el testador en la víspera de su muerte. Caras largas en algunos.

La síntesis es la siguiente. Dice el texto: «Si mi última esposa, de la que me hallaba en proceso de separación, Francisca Zubimendi Carrasco, alias
la Atunera,
se aviene a demostrar científicamente que su hijo, por mí reconocido como tal y que lleva mis apellidos, Juan Cristian Ángel Bartolomé de Henestrillas, Zubimendi, Valeria del Guadalén y Carrasco, es verdaderamente hijo mío y, por ende, portador de mi sangre, y el hecho de mi paternidad se comprueba, todos mis bienes serán para mi hijo, excepto el tercio correspondiente a mi mujer y madre de mi heredero. No obstante, si mi mujer no está segura de las pruebas a realizar y se niega a que mi presunto hijo sea sometido al análisis de ADN se habrá de conformar con la cantidad de trescientos millones (300.000.000) de pesetas con la condición de su renuncia y la confirmación de que mi paternidad era más una estrategia que una realidad. De aceptar esta cantidad, se deduce que mi hijo es de otro, algo que me barruntaba desde que salió pelirrojo perdido, y por ello le conmino a restablecer la realidad en su documentación privándole del uso de mis apellidos. El señor notario, en este punto y momento de la lectura de mi testamento, propondrá la prueba a mi mujer. En el caso de que aceptara quedarán en suspenso mis disposiciones siguientes a expensas de los resultados. Si no acepta los análisis de comprobación, se entiende que queda satisfecha con los 300.000.000 de pesetas que tengo a bien testarla.»

—¿Acepta que se le practique la prueba a su hijo, doña Francisca?

—Bajo ningún concepto. El niño no es del finado. El niño es de mi novio de siempre, Jacinto
el Zanahoria.
Me quedo con los trescientos millones.

Joé con la Atunera! Se creía que se la iba a dar a tío Juan José. El notario la ha obligado a firmar un documento de aceptación y de compromiso de cambiar los apellidos de su hijo, mi ahijado, que manda narices. Cumplido el trámite, Paquita
la Atunera
ha abandonado el despacho, con cierto sonrojo y con 300.000.000 en su cuenta corriente. Los restantes hemos tomado asiento.

«Si Paquita ha abandonado la notaría y se procede a continuar la lectura de mi testamento, significa que mi hijo no era mi hijo, como sospechaba. Un hijo, pelirrojo, gritón y melindres del que estaba hasta los mismísimos huevos. Por ello paso a distribuir entre mis herederos los bienes que a continuación se detallan:

»A mi querido sobrino Cristian Ildefonso Laus Deo María de la Regla Ximénez de Andrada y Belvís de los Gazules, marqués de Sotoancho, le dejo y encomiendo mi finca del Acebuchal con la condición de que, salvadas las obras de arte y todo el contenido de la casa, que pasan a ser de su propiedad, el continente de la misma, es decir, la casa en sí, sea derruida. Cumplida esta obligación, pasan a adherirse a La Jaralera las 3.877 hectáreas del Acebuchal, exhortando a mi sobrino a mantener al personal de guardería y campo actualmente en servicio, y al que dispongo sea beneficiado con cinco millones (5.000.000) por cabeza de familia.

»A mis sobrinos Luis, Rafael y Eduardo de Henestrillas y López de Zaldívar, que son unos inútiles y unos gandules, y para que no se pasen la vida dando sablazos a diestro y siniestro, cien millones (100.000.000) de pesetas a cada uno.

»A mi querido amigo Tomás Miranda y Carretón, mayordomo de La Jaralera, ciento cincuenta millones (150.000.000) de pesetas. A mis queridos Flora Bermudo Gutiérrez, Ramona Bizcarrondo Iruretagoyena, Manuel Primales Martagón y don Ignacio Zarrias Martínez, setenta y cinco millones (75.000.000) de pesetas a cada uno, encomendando al último, don Ignacio Zarrias, la atención y constancia en sus oraciones para salvar mi alma y sacarla cuanto antes del Purgatorio.

»A mi prima política, Cristina Victoria Jimena Belvís de los Gazules Hendings, marquesa viuda de Sotoancho, que le den muy mucho por el culo.

»A cada una de las profesionales del amor, o sea, a las putitas de La Ballena Cachonda, que hayan prestado sus servicios en esa casa desde el 1 de enero de 1996, fecha de su inauguración, hasta el 31 de diciembre del año 2000, un millón (1.000.000) de pesetas a cada una.

»Y a mi queridísima Elena Garcilópez Carli, que me regaló en los últimos días de mi vida su amor, su entrega, su cariño, su mirada, su esperanza, su comprensión, su simpatía y su dulzura, le dejo quinientos millones (500.000.000) de pesetas y mi gratitud por haberla amado profundamente. Muero con ella en mi corazón y mi alma.

»Y a mis fieles y leales servidores Roberto Febrel Gutiérrez, Santos Hinojosa Pallín y Lorena Estrada de Felipe, doscientos millones (200.000.000) de pesetas a cada uno.

»Si aún quedara, que queda, dinero disponible, ordeno que sea utilizado para el pago de los derechos reales e impuestos correspondientes de cada una de las mandas establecidas. Y si aún quedara algo, que quedará, quiero que les sea entregado a las Beatrices Calzadas que han soportado al bicho de mi prima durante una temporadita y sin rechistar.»Menos los Henestrillas, que confiaban en mejor limosna, nos hemos abrazado. Buena lotería. Me alegro por todos, que trataron a tío Juan José con sinceridad y cariño. La más triste, Elena, que no puede reaccionar.

—Señor, aunque no se lo crea, no me importan los quinientos millones. Yo quería de verdad al desastre de su tío. Y no me quiero mover de La Jaralera. Acépteme como una empleada rica.

El resto, lo mismo de lo mismo. Tomás me ha anunciado que va a invertir algo de lo suyo en un nuevo Mercedes cuando le devuelvan el carné de conducir.

Cuando ya en casa se lo he contado a Marisol, se ha sentido plenamente feliz. Sus amigos, de golpe, se han hecho ricos, y todos, sin excepción, van a seguir en nuestra casa como si nada hubiese pasado.

La única discrepante, Mamá.

—¿Y a mí ni me ha nombrado?

—Sí, Mamá, pero ni una peseta.

—No me hace falta el dinero de ese canalla.

—Cristina —ha terciado don Ignacio—; de canalla nada. Un santo. Un santo como la copa de un pino.

Y abrazado a Marisol hemos despedido el día en espera de nuestra inmediata maravilla.

* * *

Llegó el «Día H». Los nervios me han jugado una mala pasada y he vivido la noche con un permanente ataque de colitis. Sé que no debe escribirse sobre estas porquerías, pero como memorialista debo dar fe también de mis miserias. A las 8 de la mañana, después de desayunar una tortilla de astringentes, Marisol y yo hemos partido hacia Sevilla.

Llevamos comitiva. En el Bentley, Manolo al volante, Marisol y yo. Detrás, Pepillo conduciendo con don Ignacio de paquete, y Flora y Tomás en el asiento de atrás. A veinte metros, cumpliendo estrictamente las normas de Tráfico, Elena, Virginia, Fermina y Ramona. Cuando hemos partido, mi madre, que estaba ya despierta, nos ha increpado.

—¿Y de mí, quién se ocupa?

Silencio absoluto. Pero La Jaralera se ha vaciado. Todos con Marisol, que va a protagonizar una hazaña que, por desgracia, ya han comentado en alguna publicación. «Una marquesa espera quintillizos.» Para evitar a la prensa, el doctor Belzunce ha decidido adelantar el acontecimiento.

—Entren por el garaje. Está todo dispuesto.

El trayecto, rápido y silencioso. Marisol y yo nos miramos y nos decimos todo, pero no articulamos palabra. Nos han advertido que quizá sea imprescindible practicarle la cesárea, pero no es seguro. En la clínica, esperándonos, el notario y su sobrino, un chico muy cortés y nervioso, dispuesto a sustituir a su tío cuando éste se desmaye y pierda el conocimiento. Ya están esterilizados y con las ropas del quirófano. Como el doctor Belzunce y todo su equipo.

—Marisol, tranquila, que esto pasa pronto.

El doctor, después de reconocerla, ha optado por la cesárea. Le ha administrado a mi niña unas gotitas de nada, y cuando Marisol ha sentido los primeros síntomas, se la han llevado al quirófano. Lágrimas contenidas y nervios infinitos. El notario y el sobrino parecen dos estudiantes de Medicina con todas las asignaturas suspendidas. He rechazado la invitación del doctor de asistir al alumbramiento múltiple. Son las 9 de la mañana y como un día es un día, me he consolado la inquietud con un ginebrazo. Tomás se ha unido a mi experiencia.

En la sala de espera no cabe un alma. Sólo falta que pase un venado y vuele un pato para quenos sintamos en La Jaralera. Nadie, habla. Una enfermera nos confirma que va a ser anestesiada por el sistema epidural. Que está tranquila. Me he sonado, por unos moquillos, y con las cosas de los nervios me he metido el pañuelo en la boca.

—Señor marqués, si se come el pañuelo no va a tener hambre después.

—Gracias, Tomás.

A los veinte minutos, unos camilleros han desalojado al notario, que se ha desmayado. Buena señal. Ya habrá nacido alguno de los niños. Más de una hora y nadie nos informa. Al fin, la enfermera que llega sonriente.

—¿Quién es el padre?

—Ese manojo de nervios con la nariz larga —ha dicho Tomás, señalándome.

—Enhorabuena, señor. Tiene usted cinco hijos maravillosos. Por su poco peso estarán un buen tiempo en la incubadora, pero todos son viables. Su mujer se encuentra estupendamente. No ha tenido dolor alguno y si me permite este comentario, le han sacado a los bebés como si fueran churros. El doctor vendrá cuando su esposa se encuentre totalmente reanimada. Enhorabuena de nuevo.

Besos, abrazos, gritos, alaridos, rebuznos, cacareos, saltos, aspavientos, lágrimas, llantos, palmetazos… Ambiente indescriptible. Cuando el doctor se ha presentado, le emoción me ha jugado una mala pasada y le he plantado dos besos, uno en cada carrillo.

—Oiga, oiga, que no soy maricón —me ha dicho sonriente.

—Gracias, doctor, gracias.

No me salía nada más. Detrás del médico, el notario sobrino del ídem.

—Todos los niños tienen su señal. Y hemos seguido a rajatabla sus instrucciones. El acta la podrá recoger en nuestra notaría a partir de mañana.

El doctor Belzunce nos ha ampliado la información:

—Los cinco niños están bien. Su peso ha oscilado entre 730 y 810 gramos. Tendrán que pasar bastante tiempo en las incubadoras, pero de momento, no existen más riesgos que los normales en casos como éste. Todos llevan su distintivo. Y doña Marisol se ha portado estupendamente. Como prevención he querido que esta noche la pase en la UCI. Mañana mismo volverá a planta. Creo que usted —dirigiéndose a mí-, haría bien en visitarla. Está deseando hablar con alguien de su familia.

Me han vestido de médico. Marisol entre tubos. Casi me mareo, como el notario. La he besado con muchísimo cuidado.

—¿Están bien, Cristian?

—Están como futbolistas. ¿Los has visto?

—Todavía no.

—Hay cuatro claritos y uno que parece un bandolero, con patillas y todo. Me lo ha dicho una enfermera.

—Lo importante es que tú estés bien.

—Me duele todo, pero estoy en la gloria.

—Te quiero.

—Y yo más.

De ahí a la incubadora. En efecto, son pequeñísimos. Y cuatro muy claritos de piel y pelusa, y un quinto, moreno de verde luna. Precisamente el de la cinta blanca, el mayor, el futuro Sotoancho. Este hijo mío, cuando crezca, se va a parecer a Fernando Villalón. Vendré todos los días, para seguir gramo a gramo su milagro de crecimiento. Ahí están los cinco. Ildefonso, Tomás, Ricardo, Juan y Francisco. A mi lado, Lucas, alelado, llorando de alegría. Son sus nietos. La sangre de esos niños
nos
lleva al abrazo. El más grande y hondo. Un abrazo largo e intenso, con sus lágrimas en mi hombro y mi gratitud en el alma por haberme dado una hija como Marisol.

—¡Qué prodigio, señor marqués!

—Que soy tu yerno, Lucas.

—¡Qué prodigio, señor marqués yerno!

Nadie le sacaba de ahí.

* * *

Han pasado dos meses. La Jaralera otoñea. Mucho han cambiado las cosas. Hemos tenido que hacer obra en el garaje, porque después de la herencia de tío Juan José, aquí hay más coches buenos que en la puerta de Jockey. Tomás se ha comprado un Mercedes enorme, de gama altísima, y como es un señor, de color azul oscuro. Elena, más sofisticada, un Porsche. Un día se va a llevar por delante la mitad del eucaliptal. Manolo un Citroën de lujo, y don Ignacio un todoterreno.

—¿Para qué quiere usted un todoterreno?

—Para molestar al prójimo.

—Muy cristiano, don Ignacio.

—Pero muy divertido, Cristian.

Obras en el garaje y sobre todo, en la casa. Marisol está plenamente recuperada. Ha vuelto a ser la que era, y su belleza aumenta sin vocación de detenerse. Desde que fue dada de alta, no hemos dejado de ir a Sevilla ni un solo día. Hoy llegan los niños. Todo el ala norte de la casa se ha convertido en hospital y guardería infantil. Flora y Virginia estarán al frente de su organización. Mi madre, que aún no conoce a sus nietos, vive su vida. Hemos contratado a una doncella nueva, Laura, para que se ocupe de ella, porque Elena, con sobrados motivos, ha renunciado a su servicio.

—Señor marqués. ¿Si usted tuviera quinientos millones de pesetas, se ocuparía de un bicho como su madre?

—No, Elena.

—Pues coincidimos. Me ocuparé de la escuela y de sus hijos, y el tiempo que tenga libre, de mis cosas.

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