Está más humana, menos inflexible. De ese punto, hemos pasado a su ingreso en el Convento de las Beatrices Calzadas, y a su adopción del nombre de Cristina de Calcuta.
—No recuerdo nada de nada. Bueno, sí… que una monja me gritó «¡Alto o disparo!».
Con tacto de pétalo de camelia la he puesto al corriente de su estancia en el convento. De su intento de robo de una caja del galletas, de su caída del taburete, de su pérdida total de la memoria, y de su posterior devolución a esta casa con la mentalidad de una niña tonta y caprichosa.
—Me llamabas de usted y no me reconocías como tu hijo que soy.
—Sería por alguna razón.
Se ha reído mucho cuando hemos llegado a su exigencia de que Gumer, el chófer de su padre, la llevara a Igueldo. Y a los juegos que ha obligado a compartir con ella a don Ignacio y Flora. Cuando se ha fijado en don Ignacio, al fin ha visto la luz.
—Efectivamente usted no es Pototo. Usted me recuerda a un capellán que comía mucho.
—Soy el mismo, Cristina. Don Ignacio…
Había que coger al toro por los cuernos. Cuando ha sabido que se subió al tejado por culpa de don Ignacio, que previamente le había soltado un soplamocos, Mamá ha agarrado su bastón, que apoya en su cama, y ha intentado abrirle la cabeza al capellán, que haciendo gala de unos reflejos de gacela entre leones, se ha librado de visitar el servicio de urgencias del hospital de puro milagro. Entonces, a prudente distancia, se ha remangado la sotana y le ha mostrado las horribles heridas de sus piernas y brazos, consecuencia todas ellas de los mordiscos y patadas de Mamá.
—¿Y esto qué, Cristina?
—No recuerdo haberle mordido.
Mi madre tiene una memoria muy selectiva. Se acerca el bombazo. No he podido retrasarlo más. Me apetece ver cómo reacciona.
—Pero hay algo más que se ha producido durante tu ausencia mental, Mamá.
—Suéltalo ya, Susú.
—Que Marisol, tu nuera, la nueva marquesa uno (ahí mamá no ha podido reprimir un gesto de angustia), no está esperando un hijo. Está a punto de caramelo, y va a tener quintillizos. Cinco nietos para ti, Mamá.
Silencio de saeta. Mirada de avutarda despistada. Un leve movimiento de cuello de cisne sorprendido.
Un minuto callada, y al fin, su comentario.
—Pues tienes que regalar a cuatro. Los Sotoancho siempre han tenido un solo hijo.
—Mamá, todo ha cambiado. Me parece maravilloso tener cinco hijos de golpe.
—Me niego en redondo. Hay cantidad de matrimonios que desean adoptar niños. Es facilísimo encajarlos. En esta casa sólo puede vivir un hijo.
—Mamá, de aquí no se va nadie, y menos cuatro hijos míos, que son tus nietos.
—Pues cuando crezcan, pienso pegarles bofetadas injustas.
—Si yo lo consiento.
—¡Cinco nietos! ¡Qué asco de parto!
—Tú serás la madrina del mayor, que nacerá el último. Se llamará Ildefonso María, como Papá.
Esta revelación le ha gustado. No ha demostrado alegría alguna, pero conozco sus muecas.
—Y una última cosa, Mamá. El doctor Bermejo nos ha ordenado que permanezcas en cama hasta que él decida lo contrario. Te servirán Elena y Virginia, que además, saben de enfermería. Con tu permiso, me voy con mi mujer.
—Recuerdos de mi parte. ¿Me has dicho que se llamaba?…
—Marisol.
—Qué espanto.
—Descansa, Mamá. Don Ignacio, que no es Pototo, te acompañará en los rezos. Y ya lo sabes. Eres la marquesa viuda de Sotoancho. ¿Entendido?
—Sí, Susú. Dolorosamente entendido, pero entendido.
—Y nada de subirse al tejado.
—No comprendo cómo pude hacerlo.
—Y a los niños, cariño de abuela.
—Sólo al mayor. A los demás, bofetadas injustas.
—A la primera, te largo de casa.
—Estás a tiempo de regalar esas angulas. Porque van a parecer angulas cuando nazcan, si es que nacen vivos.
—Se encuentran perfectamente.
—Serán horrorosos. Tú eres de susto.
—Marisol es una belleza.
—Yo no era fea.
—Sí, Mamá, aunque me duela te lo digo. Eras fea. Tienes cara de pájaro. Tu amor escondido, Arturas Markulonis…
—¡¡No menciones ese nombre!!
—Es tu pasado.
—Quiero descansar. Dejadme sola.
Gesto imperativo y todos fuera. Me ha gustado sacarla de sus casillas. Ya estás en tu sitio, Mamá. He triunfado.
El equilibrio de la felicidad es imposible. Más o menos lo tenía dominado cuando he recibido una de las peores noticias de mi vida. Tío Juan José ha muerto. Ha amanecido esta mañana sin vida. A sus 94 años de macho rompiente, su vida ha decidido rendirse. Me consuela pensar que su última jaca galopada, su ilusión más clara en sus días finales, haya sido Elena, nuestra enigmática Elena, que al conocer la noticia ha roto a llorar de tristeza cierta y ahogada.
Ni Marisol ni Mamá han acudido a la capilla ardiente, en el Acebuchal. Mi mujer ha entrado ya en los días de la confusión, de los dolores imaginados, y el doctor Belzunce es partidario de provocar el nacimiento. Según él, los niños ya son viables y aunque pueden pasar dos o tres meses en la incubadora, en cualquier momento toma la determinación de adelantar el suceso. Y Mamá ha aprovechado la disculpa de la orden del doctor Bermejo, y se ha quedado en casa. Nunca se llevó bien con tío Juan José, y la antipatía era mutua.
Roberto, el nuevo mayordomo del tío, me ha narrado sus últimos pasos por la vida. Ayer llamó a Elena para cenar con ella en el Acebuchal. A Dios gracias, Elena no pudo aceptar la invitación porque se lo impedían sus obligaciones con mi madre. Dice Roberto que tío Juan José se tomó dos copas mientras escribía. Que se pasó tres horas escribiendo. Que no cenó nada. Que le encontró abierta la melancolía en su mirada y que al despedirse de él para desearle un sueño feliz, tío Juan José le dio las gracias de forma efusiva. Y que esta mañana, a eso de las diez, cuando le llevaba la bandeja con el desayuno, estaba muerto, con la expresión tranquila, los ojos abiertos y junto a su mano izquierda, desmayada de sin vida, se hallaba una revista erótica abierta por su página 39 en la que aparecía Nicole Kidman desnuda con el siguiente titular: «Lo tiene colorado.»Don Ignacio le ha administrado los últimos sacramentos y ha bendecido su cadáver de hombre fuerte y casi invencible. La casa se ha ido llenando de gente variopinta, y las lágrimas en sus ojos eran sinceras y hondas. Elena, sentada a su lado, en la cabecera de la cama, era la expresión más natural y sencilla de la pena.
Paquita
la Atunera,
su mujer en trance de dejar de serlo, ha dado el numerito. Cuando ha visto al tío de cuerpo presente, ha soltado un alarido que ha sonado a falso. Roberto, diligente, se la ha llevado al salón. Todas las putas del contorno han enviado una corona de flores con la siguiente inscripción: «Tus alondras no te olvidan.» Y siguiendo instrucciones dadas en vida por tío Juan José, el notario se ha presentado en la casa. Roberto le ha hecho entrega de los papeles que ayer escribiera en su última noche por si tuvieran que ver con sus últimas voluntades.
Lo enterraremos en el panteón de nuestra familia. El notario le ha comunicado a Paquita
la Atunera
el deseo de tío Juan José de que no presida su entierro. Según me ha dicho, hace una semana, se presentó en la notaría y le hizo saber que la presidencia de su exhumación nos correspondía a mí, como sobrino de más rango, y a Elena, la mujer que conoció con setenta años de retraso. No incluye a su hijo, o presunto hijo, que apenas cuenta con dos años de edad.
Asimismo, queda el Acebuchal cerrado a cal y canto, y sólo Roberto podrá permanecer en la casa mientras llega el momento de la lectura del testamento.
A mi lado, llora en silencio Juanita
la Huracana
junto a su hermana Salomé
la Chichas
. El silencio lo ha roto Grabié
el del salina
que se ha puesto a cantar unos martinetes en honor del occiso. Al final, un «¡Óleeeee!» desgarrador ha asustado a los cimientos de la casa. Me han contado que Grabié el
del salina
, es un flamenco de altura al que tío Juan José ha ayudado siempre. Además, es el padre de Encarna
la tornea
, que fue su novia hasta que conoció a Lolita
la penca,
que murió desnucada en un tablao sudado. Había bailado antes que ella Cañete
el de Arcos
, y no secaron el tablao. Lolita resbaló, cayó hacia atrás y se quedó pajarita en un segundo.
Después de la misa, todos hemos abandonado el Acebuchal. Me han permitido hacer un turno de vela esta noche. Manolo, mi chófer, se ha ocupado de la burocracia de la muerte y mañana a la una de la tarde lo enterraremos.
Tomás está afligido. Se llevaba de cine con el tío, y han compartido muchas veladas en La Ballena Cachonda, el «puticlú» del pueblo. Tío Juan José trataba a Tomás como a un amigo de verdad, y esos afectos se corresponden.
Ahí lo he dejado. Triste, muerto, ya no se sabe dónde, con las manos juntas y un crucifijo entre sus dedos. A mi lado, cuando salíamos de la casa, Elena, guapísima, dulce, joven y hundida, mirando al suelo, quizás arrepentida de no haber ofrecido a tío Juan José el último segundo de placer macho de su vida. Porque al tío le hubiese gustado acabar en pleno galope, relinchando fuego, montando a la mejor jaca de estos campos abiertos de su existencia. Una jaca que había encontrado en Elena, que le ofreció cariño y amor en los días finales de su vida.
Tomás y Elena cabizbajos, mirando sin mirar al suelo que los sostenía, y yo, camino de mi incomprensión, abrazado a los recuerdos de quien más tenía que haber aprendido y más rechacé por culpa de las malas influencias de mi madre.
Porque de existir una escuela de hombres, de machos broncos, de comanches de verdad, esa escuela era la de tío Juan José, hoy cuerpo muerto y callado sobre su cama inquieta y resistente.
* * *
¡Qué bonito es un entierro,
con sus caballitos blancos,
con sus caballitos negros!
Precediéndome, el ataúd que custodia los restos mortales de Juan José de Henestrillas y Valeria del Guadalén, primo hermano de mi difunto padre, que Santa Gloria Haya. A mi lado, de luto en el alma, Elena, la bella Elena, que ni ella sabe por qué llora tanto ni qué árbol se le ha caído quebrado por el viento. Detrás de mí, mis primos Henestrillas, una pandilla de golfos inútiles que siempre tío Juan José mantuvo en su sitio y a distancia. Y Tomás, y Flora, Ramona, Pepillo, Manolo, Fermina, Virginia, Julio
el Rastrojen),
Lucas, Modesto, Perona… toda la Jaralera. Y el puterío, el chulerío y el flamenquerío. Y los palmeros y agradadores. Y los torerillos sin rumbo, y los maletillas cuarentones, y los estraperlistas, y los feriantes… Parece el entierro de Lola
la Piconera,
la heroína de tío José María Pemán en
Cuando las Cortes de Cádiz,
pero es el de tío Juan José, el hembrero, putero y jinete más alto de Andalucía la Baja. El más pecador del mundo. El que jamás tuvo propósito de enmienda. El que se trajinaba, con noventa años vencidos, a lo más puro y distante del mujeraje comarcal. El nueve veces perseguido por padres de hijas deshonradas con escopetas de cañones recortados, trabucos de arcón antiguo y navajas de noche brillante. El que en tres ocasiones, por razones de denuncias y demandas, se sentó en el banquillo de los acusados por corruptor de menores, hasta que un día, en plena vista, ante el juez, los abogados, el secretario del Juzgado, los demandantes y el público, gritó con voz de brandy ronco: «¡Señoría, que la menor le enseñe las tetas. A ver quién es la víctima!» Y Su señoría, que lo entendió todo, dio la razón al corruptor, pobre viejo ensimismado por la niña de 17 años que acababa de estrenar su piso en Sanlúcar, con vistas al Coto, porque al pobre viejo le salía cada pecho acariciado por cien metros cuadrados de urbanización nueva. El que jamás dejó a nadie en la cuneta, y a todas sus amantes las hizo mantenidas de por vida, y a los padres de sus mantenidas chulos de los conos de sus hijas, que mucha furia, mucho honor y mucha venganza, pero cuando veían el piso o el chalé o el terrenito de la niña, todo era «qué bueno es don Juan José» y «qué regalo nos ha caído del cielo», cuando el cielo era la entrepierna de las hijas, que ahí están todas, llorando al paso del féretro del corruptor.
Sonido estremecedor el de la tierra sobre la madera del ataúd. Tierra que cubre la muerte más humana y golfa del contorno. Ahí te quedas, pudriéndote de gusanos y buenos recuerdos, Juan José de Henestrillas, señorito de la mejor marca, maldito sátrapa, fornicador de nubes y de nieblas, profanador de altares, pagador de virgos y botellas, rompedor de normas hipócritas, defensor de su limitada verdad. Y otra palada de tierra, y más llantos; y la losa rectangular, y más lloros cuando la paleta y el cemento cierran las junturas que le aíslan definitivamente del aire respirado. Ahí te quedas para siempre, temido, herido, inapreciado y querido pariente. Elena te ha acompañado hasta el final. Tu último y verdadero triunfo.
Ya en casa, Marisol con los ojos húmedos.
—He rezado mucho por tío Juan José. Siempre fue adorable conmigo.
Y Mamá.
—No entiendo cómo han permitido enterrarlo en un lugar santo.
Son las distancias entre una y otra. Entre la naturalidad y la norma, la espontaneidad y la ficción, la dulzura y la intransigencia.
Y don Ignacio, cada día más humano y certero, que ha cortado por lo sano.
—Dios perdona antes a un golfo bueno que a una beata mala.
—Usted ha cambiado mucho, don Ignacio —le ha dicho Mamá.
—Quizá, demasiado tarde, Cristina.
Sin comer, antes de trabajar en esas cosas que siempre procura el campo, he bajado a la zona del servicio, para interesarme por Elena. Ahí está, apenada y sonriente, bellísima, abrazada por Tomás, que mucho me huelo está opositando a la sucesión en el corazón de Elena.
—¿Todo bien?
—Todo bien, señor marqués. Y muchas gracias por todo —me ha dicho Elena mientras se atrevía a darme un beso en la mejilla.
—Todo en su sitio y en su orden, señor.
Y Tomás, con la mirada que tanto conozco y domino, me ha pedido camino largo, o sea, que me aleje de ellos, que la primavera es ya casi verano y el campo necesita de amores nuevos.
Todo lo dejo en su lugar. Puedo trabajar tranquilo.
Y hasta echarme una siestecita de pijama limpio.