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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

Pachucha tirando a mal (13 page)

BOOK: Pachucha tirando a mal
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—¿Y tía Paquita
la Atunera?
-No se hacía a esto. Estamos separándonos. Y el niño me mosquea. Ha salido pelirrojo, y en nuestra familia no hay pelirrojos.

—¿Y en la suya?

—En la suya el más claro puede pasar por zulú.

—Oficialmente es tu hijo.

—Eso… oficialmente. Pero lo tiraría al río. Me dan asco los niños, y más si son pelirrojos. Odio a los niños.

—Yo estoy feliz con el que espera Marisol.

—Porque tú eres un sentimental. En fin, Cristian, que lo siento, porque de no haber nacido ese hijoputa que dicen que es mi hijo, todo lo mío sería para ti.

—Me sobra con lo que tengo.

—Bueno, hijo, que me canso. Respeta mi libertad y la de Elena.

—Es una chica estupenda, tío. No insistas.

—Es mi última ilusión. Y tu madre, ¿sigue idiota?

—Completamente, tío.

—Pues que no se cure.

Una roca. Tío Juan José no es fácil de convencer. Hasta Marisol, que todo lo comprende, me ha pedido que interceda por Elena. No sabe esta chica en dónde se mete. Claro, que si busca otra cosa…

Ya tiene que estar de vuelta Marisol. A toda pastilla a casa. Quiero a mi mujer profundamente. Es un regalo tardío e inesperado, y creo que también inmerecido. Me dejó caer dos días atrás que le gustaría reformar la capilla. Será su primer proyecto de Arquitectura. Que la reforme, que haga lo que le apetezca, que se entretenga, que sea feliz. Eso es lo único que importa. Que sea plena y absolutamente feliz.

No me había equivocado. Ahí está el coche.

—¿Todo bien, Manolo?

—Bueno, casi… Marisol… perdón, la señora marquesa no ha dejado de llorar desde que abandonó la consulta del doctor.

—¿Te ha comentado algo?

—Nada, señor marqués. Sólo lloraba.

* * *

Está pálida. Tiene los ojos hinchados de tanto llorar. No puede disimularlo. Flora, con cara de interrogación, me hace un gesto como de no comprender lo que sucede. Yo tampoco entiendo nada. Está en su quinto mes de embarazo, y parece arrepentida. La beso, pregunto por su estado, me mira y vuelve a llorar. Marisol se ha quedado muda. Algo terrible le ha tenido que decir el doctor Belzunce. Como haya sido así, me planto en Sevilla en diez minutos y le pongo la cara a cuadros. Encima de lo que cobra el muy forajido, le hace llorar a Marisol.

La telefonista me ha dicho que espere un momento. El doctor está despidiendo a una señora, que estará llorando también. Estos médicos con fama se creen que pueden chinchar a todo el mundo. Al fin su voz, seca y cortante, pero afable en el fondo. Es de Bilbao, pero se instaló en Sevilla por no pagar el chantaje a la ETA.

—¿Doctor? Soy el marqués de Sotoancho.

—Buenas tardes. Me figuro que ya se lo habrá contado su mujer.

—Mi mujer lo único que hace es llorar. Por eso le llamo. Quiero saber qué pasa.

—Pues pasa una cosa que puede resultar preocupante.

—¿Tiene algo malo mi mujer?

—No tiene nada malo. Pero tiene una barbaridad. Tiene muchísimo.

—No le entiendo, doctor.

—Tiene quintillizos. La ecografía no deja espacio a la duda. ¿Oiga, oiga? ¡Sotoancho!, ¿oiga?

He colgado. Me tiemblan las canillas. Tomás, que pasaba por ahí, ha acudido rápido a atenderme. No me he caído al suelo porque sus fuertes brazos me han sostenido.

—¡Tomás, Tomás!

—¿Dónde le duele, señor marqués?

—Tomás, Tomás. No puede ser, no puede ser.

—No comprendo por qué repite todo, señor.

—Qué barbaridad, qué barbaridad. ¡Ay, Tomás, Tomás!

—Le ha faltado un «¡ay!», señor.

—Una locura, una locura.

—Tranquilo, tranquilo. Se me ha pegado su manía de repetir. Siéntese, señor, le preparo una copa y usted me lo cuenta.

—Quiero dos copas, Tomás. Mejor, cinco copas.

—Ni que fuera usted el Real Madrid, señor marqués.

—No hay nombres para todos, Tomás.

—¿Me quiere decir de una vez lo que le pasa, señor?

—Acabo de hablar con el doctor Belzunce, el ginecólogo de mi mujer. ¡Cinco, Tomás! Está esperando quintillizos.

—¿Queeeé?

—¡Cinco hijos, Tomás!

—Que me da un papatús.

—Es patatús, Tomás.

—Pues patatús.

—A mí ya me ha dado.

—Qué horror, señor.

—Qué horror, Tomás.

Así estábamos, que parecíamos un dúo de zarzuela, cuando ha aparecido don Ignacio. Agotado. Viene literalmente agotado. Y empapado.

—Lo siento, Cristian, pero no me he podido reprimir. Le he arreado a su madre una bofetada de órdago.

—Está usted muy pegón, padre. Pero ha hecho bien. Además, ahora mismo, no me importa nada mi madre. Que se muera.

—Tampoco es eso, Cristian.

—Lo es, padre. Voy a tener quintillizos.

—¡Hos…! Perdón, Dios mío.

—Eso, don Ignacio, eso.

* * *

Cuando me he recuperado, gracias a las copas que Tomás me ha dispuesto, que ya no recuerdo cuántas han sido, he subido a ver a Marisol. Está echada sobre la cama con los ojos fijos en el techo.

—Lo sé todo, mi amor. No pasa nada. Cinco hijos nos llenarán de alegría.

—Cristian, es horrible. Seguro que se mueren.

—Aquí no se muere nadie. El doctor no me ha dicho nada de eso. Tranquilízate, mi amor. No pasa nada.

—Estás borracho.

—Como una cuba.

—¿No te importa, Cristian?

—¿Estar borracho?

—No, tener cinco hijos de golpe.

—Es lo que siempre he soñado.

—Ayúdame, mi amor. Me siento fatal.

—Siempre me tendrás a tu lado, mi vida.

* * *

Marisol se ha tomado un Orfidal. Así se relaja y duerme. He avisado a Flora para que la acompañe mientras tanto. No puedo cenar. Tomás tampoco se ha recuperado, y me temo que don Ignacio, menos aún. Todos temen que esto se convierta en una guardería infantil. Elena me pide audiencia. Se la concedo. Ya lo sabe todo, pero es otro el problema que me plantea.

—Enhorabuena, señor marqués.

—Gracias, Elena.

—Su madre se ha subido al tejado y ha dicho que no baja hasta que Pototo le pida perdón.

—Pues dígale a Pototo que se lo pida.

—Don Ignacio no está por la labor.

—¿Y ha subido sin ayuda?

—Como una ardilla, señor.

Acompañado de Elena he acudido al lugar de los hechos. En efecto ahí está Mamá, apoyada en la chimenea. Me ha mirado muy mal.

—Usted siempre metiendo las narices donde nadie le llama.

La bienvenida no ha resultado cordial.

—Mamá, baja inmediatamente de ahí.

—No soy su madre y no bajo hasta que el sinvergüenza de mi primo Pototo no me pida perdón. Me ha pegado.

—Te lo habrás merecido.

—No me tutee. Si no viene, me tiro.

—Pues tírate.

Dicho y hecho. Al segundo, una masa más pesada que el aire, una cosa desencuadernada y agitada, unas piernas entre los brazos y una cabeza entre las piernas, una croqueta elegantísima, ha volado desde el tejado al suelo y se ha pegado un morrón contra el macizo de begonias absolutamente de campeonato. Ahí se ha quedado, en decúbito prono, como muerta.

Respira. Tiene una herida en la cabeza. Mantiene los ojos cerrados. Elena ha corrido para avisar al médico. Manolo, que ha visto la operación suicida, está a mi lado. Vamos a subirla a su cuarto. Sigue respirando. No está muerta. Tengo que avisar a Pepillo. La mitad de las begonias están tronchadas.

La negociación

Mamá gime. Es normal. Lo milagroso es que viva. Don Ignacio le ha administrado la extremaunción, por si las moscas. Una extremaunción unilateral, porque él pregunta cosas muy impertinentes y directas y ella no responde. Está consternado. Me ha contado el desarrollo de los hechos y le sobra razón. Estaban jugando en el jardín y Mamá, sin previo aviso y a traición, ha enchufado la manguera y le ha puesto perdido. «¡Pareces un náufrago, Pototo!», le gritó mientras reía. Eso es hacer burla a la gente. Y entonces don Ignacio le pegó. Cuando Elena le ha avisado, se estaba dando un bañito de agua caliente. Por eso no fue a pedirle perdón. Ahora está arrepentido de lo que ha hecho, y yo me veo en la obligación de darle ánimos.

Peor que Mamá estoy yo. ¡Cinco hijos! ¡Qué problema más gordo! No tengo títulos para los cinco. Dos de ellos se van a quedar a dos velas nobiliarias, como si no fueran Sotoanchos. Tres hijos de verdad y dos plebeyos. Además, si los cinco nacen simultáneamente, ¿cuál de ellos hereda Sotoancho, cuál Buganda de don Fadrique y cuál la baronía de la Dehesa? Tengo una oportunidad. Mi primo Moby, el estafador, que es muy simpático y no tiene dónde caerse muerto, es conde de Valmedrano y marqués de Tubilla del Agua. Si le doy unos buenos millones, es más que probable que acceda a cederme sus títulos. No tiene hijos, ni creo que los pueda tener jamás, porque está todo el día con una copa en la mano, que suele dejar de pufo a los camareros. En el bar del Alfonso XIII, cuando entra Moby, todo el mundo sale corriendo. Es como el indio gorrón de esos chistes tan graciosos que cuenta tío Juan José.

Al toro por los cuernos. No entiendo de leyes, pero me figuro que no es obligatorio ser conde o marqués. Si él renuncia voluntariamente y cede sus títulos a un primo más afortunado, la Ley no tiene nada que decir. Le he llamado a su casa. Su voz siempre me resulta agradable y sonriente. Moby es un tipo muy divertido.

—¡Hombre, Cristian! Pensaba llamarte esta noche. ¿Qué tal tía Cristina?

—En estos momentos, entre la vida y la muerte. Se ha caído del tejado.

—¿Y qué hacía en el tejado?

—Últimamente se subía mucho al tejado.

—Vaya, hombre, lo siento. Si no se muere, le das un beso de mi parte.

—Te odia.

—Era un decir. Dime qué quieres de tu humilde primo.

—Tus títulos.

—No me da la gana. Es lo único que tengo. ¿Cómo me van a dejar que no pague mis copas sin ser conde?

—Vas a poder pagar todas las copas del mundo, porque voy a ponerte encima de la mesa cien millones de calandrias.

—¿Cómo has dicho?

—Cien millones. Y si hay que pagar IVA o cualquier otro impuesto por la cesión, corre de mi cuenta.

—Te cedo uno de los dos, elige.

—O los dos, o ninguno. Elige tú.

—¿Cenamos juntos? Es tarde, pero merece la pena.

—De acuerdo. Reservo yo. A las once en el Oriza.

He dejado todo en orden. A Mamá entre la vida y la muerte, y a Marisol, con quintillizos. Lo importante es lo de los títulos.

—Manolo, prepara el coche. Ceno en Sevilla.

—El doctor está a punto de llegar, señor.

—Que llegue, y que diagnostique. Nosotros, carretera y manta. Para mí, lo más importante son mis hijos.

—Será su hijo, señor marqués.

—No estás al corriente. ¿No me dijiste que Marisol no había parado de llorar en todo el viaje?

—Como una Magdalena, señor.

—Le acababa de decir el doctor Belzunce que espera quintillizos.

—¡Virgen de Atocha!

—Vamos, Manolo.

* * *

En Oriza casi lleno. Me han reservado una mesa discreta, en el rincón de Antonio Burgos y Curro Romero. Ahí está Pío Halcón con su hija, que es una belleza. Se llama Pía, y a Mamá le habría encantado para mí. En otra las Melgarejo, que son simpatiquísimas. A María la tanteé para comprarle un campo que tienen por el Rocío, pero se me subió a las barbas. Como estoy bastante cargado, he pedido un whisky muy flojo, casi agua. Ahí llega Moby, más gordo y congestionado que nunca. Se hace unos trajes nada acordes con su volumen de ballenato. Está piripi, como de costumbre.

—Cristian, pareces una perdiz.

Se me había olvidado decir que tengo unos preciosos pantalones de pana rojos, que son la envidia de todo Sevilla.

—Y tú una foca, Moby. Al grano, primo hermano.

—Cuestiones de abogados aparte, y a la espera de que el dictamen sea positivo, he valorado la situación. Por mi parte no hay problemas en la cesión, pero sí en el precio.

—¿Te parecen pocos cien millones?

—Esas cifras ya no se usan, Cristian. Renuncio a los cien millones. Con un millón de euros voy que chuto.

—¡Eso es una barbaridad, Moby, eres un timador!

—O lo tomas, o lo dejas, Cristian.

La comida, a pesar de este atraco a mano armada, ha resultado estupenda. Lo paso divinamente con Moby. Al dejar de hablar del precio de sus títulos, ha dado por hecho que había aceptado sus exigencias. Pero no me conoce.

—Y respecto al millón de euros, Moby…

—Chócala, Cristian. Asunto cerrado.

Pues sí; me conoce bastante bien.

Hemos quedado en encomendarle el asunto a un buen abogado. En prueba de buena voluntad, además de invitarle a cenar, le he extendido un talón por una cantidad en concepto de adelanto. Cinco millones de pesetas. Moby, después de besarlo con una ternura difícil de superar, se lo ha guardado en la cartera.

—¿Están abiertos los bancos a las doce de la noche?

—No, Moby. Tienes que esperar a mañana.

—¿Me dejas cincuenta mil pesetas? No tengo cash.

Moby habla como si ya fuera rico. No ha tenido cash en su puñetera vida. Cinco azulones que han volado de mi cartera. Me figuro que piensa celebrarlo hasta el amanecer, para estar el primero en el banco cuando se abra.

El acuerdo, pues, se ha alcanzado. Por la cantidad de un millón de euros, Ricardo Hendings y Asturiz, cede a su primo hermano el marqués de Sotoancho, para él y sus descendientes, los títulos de conde de Valmedrano y marqués de Tubilla del Agua.

En principio, el gran problema de casa se ha resuelto. Los cinco niños tendrán sus títulos nobiliarios.

—Manolo, a casita, que estoy cansado.

—Una cabezada y en La Jaralera, señor.

Moby se ha ido de copas, para celebrarlo.

* * *

Al llegar a casa, feliz por mi brillante gestión, todas las luces encendidas. Sin duda alguna, se ha producido el óbito de mi madre. Me ha dejado Manolo en la recoleta, para entrar directamente por la puerta del jardín. Escena raerte. Pepillo y Flora dándose un morreo descomunal. Me parece una falta de respeto que Flora, durante tantos años la doncella preferida de Mamá, elija su situación de cuerpo presente para compartir un filete con Pepillo. Diligente y eficaz este Pepillo, que ha puesto en orden de nuevo el macizo de begonias que le sirvió a Mamá para aterrizar del tejado.

—Buenas noches, señor marqués.

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