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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

Pachucha tirando a mal (3 page)

BOOK: Pachucha tirando a mal
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—La viuda.

—¡La única! Esta chica —señalando a Marisol—, no puede usurpar mis derechos.

—Mamá, aquí la que usurpa eres tú.

—¡No pienso estar presente en esa reunión! Mi humildad y capacidad de sufrimiento tienen un límite. Si cambias de actitud, me tienes a tu relativa disposición en mi cuarto.

Mamá se ha levantado. Cojea para ablandarme. En un momento se ha detenido y ha tosido mientras se echaba una mano a la altura del corazón. Marisol ha asistido al acto trágico sin apenas intervenir. Se ha puesto nerviosa y se da palmaditas en la tripa, que lleva al aire, enseñando su adorable ombliguillo. Lo tiene muy redondito y metido hacia dentro, y a mí me gusta hurgárselo con el dedo meñique. Al tercer golpe de ombligo, Mamá ha dejado de toser.

—Y en esta casa, las señoras visten con decencia y no se aplauden en la tripa.

—Marisol, sigue dándote en el ombligo.

Desde que pasó lo de Arturas Markulonis, mi autoridad es irresistible. Mamá ha pasado de ser una pantera de java a un mono aullador del Amazonas, que grita mucho, asusta, y no hace nada de nada. Marisol, obedeciéndome, ha vuelto a darse palmaditas en la tripuela.

La mirada de odio de Mamá al abandonar el salón, tengo que reconocerlo, me ha desvencijado las corvas. Si no me agarro al sillón, me caigo.

—Cristian. Yo tampoco quiero estar en esa reunión. Prefiero darme un bañito antes de comer.

La mirada de amor de Marisol al abandonar el salón, tengo que reconocerlo, me ha rejuvenecido el alma.

* * *

Todos ante mí. Don Ignacio me ha saludado con afecto. Perona, gran inclinador de cráneos, me ha dispensado el más reverencial de sus escorzos. Ahí están el capellán, el administrador, Flora, Ramona, Pepillo, Manolo, Fermina, los cuatro guardas, el tractorista y dos nuevas doncellas, que no me han presentado. Fichajes de Mamá. He tosido un par de veces, y al fin, me he decidido a hablar.

—Amigos míos. Esta casa no puede permanecer en el siglo XIX. Todo cambia, todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar, como decía el poeta. La era de mi madre ha dado paso a la de mi mujer. Sé que para vosotros resulta chocante que vuestra nueva señora sea Marisol, una niña que ha convivido con vosotros, y participado de vuestras bromas, y reído con las ordinarieces que soléis decir cuando os sentís libres. Pero es así, y punto. En privado, podéis llamarla como os venga en gana, pero ante mí y en público, os dirigiréis a ella como «señora marquesa». A mi madre, «señora marquesa viuda», que lo es desde que murió mi padre, aunque nunca se le haya tratado como tal. La dueña de esta casa y de este campo es mi mujer, vuestra Marisol. Y Marisol, sólo Marisol, es la señora marquesa a secas. ¿Entendido?

El personal, asombrado de mi decisión., Todos han asentido. El golpe de timón ha enderezado, al fin, el rumbo de esta nave. No es fácil el ejercicio de la responsabilidad. Ya solo en el salón, he intentado servirme una ginebrita. No hay hielo. No hay ginebra. No está Tomás.

Obdulio y Vanessa

No preciso de fármacos ni estimulantes. Cumplo con Marisol casi todos los días, y a veces en doble programa, sesión de tarde y sesión de noche. Me vuelve loco esta mujer, mi mujer. Jaca rubia y poderosa, insinuante, celestial y encendida. No más pienso en ella y el bálano se me encabrita, me halle donde me halle. Don Ignacio, que se quiere enterar de todo, dejó caer durante una charlita que mantuvimos ayer por la mañana, que todo lo que signifique gozo sin objetivo es concupiscencia, pecado y suciedad. Estoy seguro de que hablaba por boca de Mamá, que mantiene una actitud de distancia hacia Marisol. Lo pasamos tan bien en la cama que hemos decidido de mutuo acuerdo dejar lo del heredero para más adelante.

—Lo malo es que se te acaben las reservas, mi amor.

—Contigo a mi lado, hay petróleo para rato.

Marisol no ha cambiado sus costumbres. Provoca y rompe los esquemas de Mamá. Se viste con libertad, y a mí me gusta. Cuando observo los calentones de los demás, me siento más dueño que nunca de sus prodigios. «Se ve pero no se toca.» Mamá defiende sus viejas teorías, que las mujeres no deben enseñar sus encantos, que es pecado acentuar las curvas, que la guitarra de las caderas es pasión de gitano.

—Tu padre jamás me vio desnuda, Susú.

Así le fue a mi pobre padre, que encontró en andariegas y cerrillanas su desahogo de jinete macho. Aquellos ojos tristes cuando se marchó
Fraülein
María, detalles captados por mi inocencia y que ahora adquieren su verdadero significado. Recuerdo a Papá galopando hacia la Dehesilla, en cuyo cortijo vivía Merceditas la viuda, que un día, inesperadamente, abandonó nuestro campo y se fue a vivir a Jerez, a un piso en la avenida Álvaro Domecq, que es barrio de rumbos y posibles. Todas las tardes, después del café, incluso en los meses de calor más tórrido, Papá se marchaba a galopar. Aún veo su perfil airoso montado en la
Ronquita
, su yegua más nerviosa, la camisa blanca, los tirantes, los zahones de cuero, los botos atenazados por el brillo de las espuelas romas. -¡Vamos
Ronquita
!-, y la alazana que se ponía de manos, y pasaba directamente de la quietud al galope, viento abajo va, camino del cortijo de Merceditas la viuda, que tenía la piel del color de la caoba.

—Vuelve pronto, Ildefonso —le decía Mamá.

Y ya en el atardecielo, Papá que volvía al paso, con la
Ronquita
sosegada, con un cigarrillo en la boca y una expresión de cansancio sano, de hombre cumplido, que yo no sabía interpretar en aquellos tiempos.

—No sé qué tiene el campo que no te ofrezca yo —le decía Mamá con queja pertinaz.

Y Papá que mascullaba algo, que no decía nada, que se iba a tomar un baño, y ya cambiado de ropa y alma, se sentaba en el salón con su vaso de whisky en la mano, la mirada perdida, el ánimo en otra parte.

—¡Cómo se aburre mi padre! —pensaba para mí, sin atreverme casi ni a la razón del pensamiento.

—No sé qué tiene el campo que no te ofrezca yo.

Y una tarde, que Papá estalló.

-¡Vida, Cristina, vida!

Y noté que Mamá le miraba como si fuera un bicho raro.

* * *

—Buenos días, señor marqués.

—¡¡¡Tomás!!! ¡Por fin has vuelto!

Ahí está, más altivo que nunca. Tomás Miranda Carretón, el mejor ayuda de cámara de Andalucía la Baja, mayordomo insigne, golfo de armas tomar, tierno y pedigüeño, listo como una oropéndola macho, infiel en lo superfluo y leal en lo fundamental. Mi gran confidente.

—Tomás. Uno no se va de permiso sin permiso.

—Me lo dio la señora marquesa.

—Dirás, la señora marquesa viuda. Porque aquí, marquesa a secas sólo hay una, y es doña Marisol.

—Me permitirá, señor marqués, unos días de adaptación para no morirme de calambres cada vez que llame a Marisol «señora marquesa».

—Tienes una semana de adaptación.

—¡¡¡Tomás!!!

—¡¡¡Marisol!!!

Marisol se ha abrazado a Tomás con fuerza. Tomás le dice «mi niña», y Marisol se ha emocionado.

—Nos haces mucha falta, Tomás.

—Por eso estoy aquí. El señor marqués me ha dado una semana de plazo para acostumbrarme a llamarte «señora marquesa».

—Tú no tienes que llamarme así. Aquí, en este punto, me he visto obligado a intervenir.

—Marisol. A Tomás no le mortifica darte el tratamiento.

—Pero a mí sí, Cristian. Tomás es como mi segundo padre.

—La Historia es la Historia, Marisol.

—Y el ridículo, el ridículo. Por lo menos, que en privado pueda seguir llamándome Marisol o «mi niña».

En eso hemos quedado. Tomás me ha preguntado por Mamá.

—¿Cómo está la señora marquesa viuda?

—Según ella, pachucha tirando a mal.

—Tendrá que estar prevenido, señor. Su madre no está vencida.

—A mi madre la tengo debajo de un pie.

—Su madre no se deja ganar así como así.

—Olvidas las evidencias de su turbio pasado juvenil.

—Eso ya lo ha superado, señor. A su madre, lo único que le importa es el presente. Y ese presente se llama Marisol.

—Ya se lo tengo advertido. A ella y al resto del servicio. Aquí, la señora de esta casa es mi mujer, no mi madre.

—Pianito, señor marqués, pianito. Mejor estar preparado.

—Lo estaré, Tomás. El «príncipe de gales» y los zapatos marrones. A partir de ahora, (sí, gracias, los calcetines negros), a partir de ahora, Tomás, llamarás varias veces a la puerta antes de entrar. Mi mujer está casi siempre en pelotas.

—Así lo haré. Pero no se preocupe por eso, porque ya la he visto en pelotas.

—¿Dónde, Tomás? (Sí, la camisa azul clarita). ¿Dónde has visto a Marisol en pelotas?

—En casa de Lucas, señor. A la señora marquesa actual nunca le ha importado salir y entrar en bolas. Usted mismo, señor marqués, en el Guadalmecín…

—Pero aquello fue diferente. Una casualidad.

—Mire, señor, para su tranquilidad. Marisol es para mí como una hija. Pero llamaré a la puerta con más fuerza, para anunciar mi presencia.

No me gusta que Tomás reconozca con tanta naturalidad que ha visto desnuda a mi mujer. Un problema más. Siento celos. Entiendo que mi generación y la de Marisol interpretan las cosas y las decencias de manera diferente, pero de ahí a… Bueno, ya hablaré con mi mujer, que está bañándose. Ha terminado ya.

—Marisol…

—¿Qué, Cristian? ¿Sigues ahí, Tomás?

—Aquí sigo, señora marquesa.

Y lo ha dicho sin apartar su vista de la señora marquesa, que ha aparecido desnuda, como si nada, como si andar en canicas de un lado a otro fuera lo más normal.

—Marisol, cúbrete inmediatamente.

Lo he ordenado con fuerza y acritud. Mi mujer lo ha notado. En un barco, conviene de cuando en cuando demostrar quién es el capitán.

—Tomás, déjanos solos.

Se ha ido sin rechistar. Marisol, con un albornoz, sentada y con carita de cabreo.

—¿Se puede saber a qué viene esto, Cristian?

—Viene a que no me parece decente que andes desnuda delante de la gente, por mucha confianza que tengas.

—De acuerdo, pero eso se dice en privado. Lo que has hecho no tiene nombre.

—Lo grave es lo tuyo, Marisol.

—Tomás me ha visto en bolas cien veces.

—No lo sabía.

—Y Manolo el chófer… y Pepillo el jardinero.

—Eso no está bien, mi amor.

—No está bien para ti, pero está. Procuraré ser más cuidadosa a partir de ahora. ¿Qué me pongo para cenar?

Difícil respuesta la mía. La cena es reunión complicada. Nos sentamos a la mesa Mamá, don Ignacio, Marisol y yo. Esta noche tengo que imponerme. El sitio de Mamá, la cabecera que está en la provincia de Sevilla, le pertenece ya a Marisol. Yo ocuparé la cabecera de la provincia de Cádiz, y Mamá y don Ignacio los lugares menos preferentes. Va a ser muy duro sacar a Mamá de ahí.

—Ponte lo que quieras, mi amor.

—¿Con sostén o sueltita?

—Con sostén.

—Me ahoga, y además me duele.

—Pues sueltita, pero no demasiado.

Marisol es una provocadora. Sabe que don Ignacio y Mamá van a poner el grito en el cielo cuando la vean. Le divierte que la cena la sirvan Tomás y Flora. Se cree que esto es un juego.

En el salón, Mamá y don Ignacio. Marisol ha irrumpido bellísima y arrolladora. Su piel, todavía tostada por el sol del Caribe, tiene el color de los toffees de la viuda de Solano (Logroño), que tanto me gustaban cuando era niño. Le bailan los pechos bajo el vestido, con los pitones en punta, duros e insinuantes.

—Cristian. Adviértele a tu mujer que en esta casa tenemos por costumbre cenar vestidos.

La voz de Mamá, impertinente y seca.

—Buenas noches, Cristina. Yo me visto así.

La voz de Marisol, cortante y segura. ¡Bien, alazana!

—Buenas noches, señora marquesa.

Don Ignacio se ha incorporado a la entrada de Marisol. Mamá le ha atravesado con su mirada. No se acostumbra a la nueva situación.

Tomás se ha hecho cargo de las bebidas. Con muy mala intención, regodeándose en la suerte, se ha dirigido a Marisol.

—¿Le apetece tomar algo, señora marquesa?

Mamá, al oír el «señora marquesa» ha intentado llevar las gallinas a su corral.

—No, Tomás, que estoy un tanto pachucha.

Pero Tomás es invencible.

—No me dirigía a usted, señora marquesa viuda. Se lo preguntaba a la señora marquesa.

Patada en el hígado. Mamá ha mirado a don Ignacio, y éste, que de tonto no tiene un pelo, ha apuntado un gestito como diciendo «déjelo estar». Marisol ha hablado.

—Pues sí, Tomás. Quiero agarrarme una cogorza.

—Lo mejor para agarrarse una cogorza, señora marquesa, es el martini.

—Un martini, Tomás.

—Marchando el martini para la señora marquesa.

A Mamá se le ha ido la sangre. Abre los ojos, mira, resopla, pero no reacciona. Me ha dado algo de pena.

—¿Y tú, Mamá? —le he preguntado solícito.

—Nada, excepto morirme.

Don Ignacio me acompaña en el whisky y Marisol, de un golpe, se ha tragado el martini.

—Otro martini, Tomás. Estaba de puta madre.

—Ahora mismo, señora marquesa.

El deterioro de Mamá se ha acentuado al oír la expresiva frase de mi mujer. Me ha sonado bien, divertida.

—Cristian, dile a tu mujer que deje de beber y de hablar como un bombero.

Mamá tiene este tipo de salidas desconcertantes. Jamás había reparado en la forma de hablar de los bomberos. Pero Marisol no se ha sentido rozada por la severidad de mi madre.

—Tomás, otro martini, pof ravor.

—No es pof ravor, señora marquesa, es por favor.

—No sé qué me pasa en la lengua.

—No deberías beber más, mi vida.

—Sí, Cristian. Esta noche me la agarro. Quiero estar pedo para decirle a tu madre lo que pienso de ella.

Terrible situación. Don Ignacio ha terciado.

—Quizá sería conveniente.

—Pero Marisol, cuando está lanzada, no es jaca que obedezca a rienda alguna.

—Quizá sería conveniente que se callara usted, don Ignacio. Tomás, otro martini.

Gracias a Dios, Flora ha aparecido con la grata nueva.

—La cena está servida.

Y hemos entrado en el comedor. Marisol a gatas, y yo, dándole azotes en el pompis. Cosas de recién casados.

* * *

La mesa del comedor, más larga que nunca. Mamá se ha dirigido a su cabecera de siempre. Mi voz la ha detenido.

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