—Lo siento mucho, Ian —dijo Mary con lágrimas en los ojos—. Lo siento mucho, Blanca.
—No sirve de nada lamentarse —murmuró Doyle mientras sacudía la cabeza—. En momentos como estos, lo único que uno puede hacer es tragarse la rabia y seguir adelante.
Todd rezó un momento en silencio. Después, levantó la vista hacia Ian.
—¿Qué ocurrió con toda la gente que había en Luke? —preguntó.
Doyle volvió en sí y continuó con la narración.
—Podríamos decir que se produjo una deserción en masa, por no llamarlo algo peor. Los comedores solo tenían unas reservas de comida muy limitadas, y nosotros solo contábamos con raciones de combate para contingencias a muy corto plazo. Estoy seguro de que las bases aéreas en el extranjero tenían mejores reservas, pero nunca nadie se imaginó que aquí, en el continente americano, pudiese producirse una interrupción en el suministro de comida.
»Ante la evidencia de que la comida no podría durar mucho tiempo, prácticamente todo el mundo empezó a desaparecer, y a llevarse consigo gran cantidad de material, gasolina y cualquier alimento que hubiese en la base. Las tiendas que había en la base, el economato y los comedores se quedaron absolutamente vacíos. Y cuando digo todo el mundo, me refiero a todo el mundo sin excepción. Del 56 de logística y del 56 de médicos no quedó ni un alma. Al cabo de tres días, incluso el grupo de apoyo al completo había desaparecido. Para cuando decidí hacer las maletas, Luke era una ciudad fantasma. En la base solo quedaban siete pilotos y alrededor de una veintena de miembros del personal de tierra. La mayoría de ellos solteros bastante jóvenes. Para aquel entonces, yo era el oficial de mayor graduación en la base. Me había convertido en el comandante de la base de facto. Convoqué una reunión y concedí a todo el personal que quedaba un permiso indefinido.
»Por desgracia, no tenía demasiadas opciones. No quedaba ni una sola nave en la pista de despegue, ni tampoco ningún vehículo militar. Tan solo había unos cuantos vehículos privados. Hasta los camiones de combustible habían desaparecido. Tenéis que saber que oficialmente, según los registros, la compañía contaba con doscientos diecisiete aparatos, en su mayoría modelos C y D de F-16. Estaban o bien de rotación en Arabia Saudí, o habían salido a hacer vuelos de emergencia que misteriosamente habían terminado por convertirse en misiones sin vuelta prevista. Al menos tres F-16 y un Lear habían sido descaradamente robados. No había registrado ningún informe sobre ningún plan de vuelo. Los cogieron y se largaron: echaron a rodar por la pista mientras se hacía de día y despegaron. No quedaba nadie en la torre de control para decirles nada al respecto. Esos cuatro eran los últimos aviones en condiciones de volar que quedaban en la base. Los pocos aparatos que quedaban eran algunas viejas aeronaves cuyas piezas se utilizaban como recambio para el resto de la flota.
»Tras hacerles el discurso de «caballeros, tienen ustedes permiso para marcharse», me pasé todo el día buscando combustible almacenado. Todas las latas de gasolina habían desaparecido de la base. Los únicos recipientes de cierto tamaño que pude encontrar fueron unos bidones, pero tuve miedo de que el fluido que quedaba en ellos pudiese contaminar el combustible, así que terminé gorroneando unas cuantas botellas de refrescos de dos litros de los contenedores que había alrededor. Esa noche fui conduciendo hasta casa con casi quinientos treinta litros de gasolina para aviones en la parte de atrás del Suburban. Ya nunca regresé a Luke.
«Vivíamos en un apartamento de alquiler en Buckeye, a las afueras de la base. La mayoría de los que vivían allí eran jubilados. Cuando llegué a casa, Blanca y yo estuvimos hablando. Decidimos aguantar unos cuantos días. Preparamos el equipaje, pero eligiendo el menor número de cosas posible. Era como uno de esos juegos del bote salvavidas. Si solo pudieras coger cinco objetos, ¿qué cinco objetos serían? El resultado fue que Blanca y yo tuvimos que dejar muchísimas cosas. La mayor parte del tiempo escuchábamos la radio en busca de noticias acerca de los saqueos. Para entonces ya solo un par de cadenas de AM seguían emitiendo. Las noticias que daban eran muy vagas, y ninguna era nada halagüeña. La mitad del tiempo repetían una y otra vez el mismo mensaje grabado del FEMA: «Mantengan la calma y permanezcan en sus casas. Muy pronto, el orden será restablecido». Menuda sarta de tonterías. En el mensaje incluso recomendaban llamar al 011 si veíamos que se estuviera llevando a cabo algún tipo de saqueo. Yo me reí y dije: «Sí, señor, eso haremos». Hacía ya varios días que habían cortado las líneas de teléfono.
«Nuestros vecinos más próximos tenían un escáner de la policía. Cuando había problemas, aquella era la mejor forma de estar informado. Durante esos días, los incontrolados le prendieron fuego a Phoenix y a Tucson. De verdad, aquello fue un caos mayúsculo. Cuando los saqueos comenzaron a propagarse hacia los barrios residenciales de las afueras, los dos estuvimos de acuerdo en que la idea de quedarse más tiempo en la zona de Phoenix tenía muy mal aspecto. Durante una luminosa mañana de un martes, sacamos los Larson de los remolques y enganchamos las alas y los timones en el jardín que había delante de nuestra casa. Tan solo nos costó unos quince minutos montar y preparar cada uno de ellos; teníamos mucha práctica, habíamos montado mi aparato para excursiones de fin de semana.
»Mientras cargábamos el equipo, la mayoría de los vecinos se quedaron mirando embobados. Algunos nos echaron una mano con el proceso de repostar combustible. A nuestros vecinos de enfrente les dimos los papeles del Suburban y las llaves del coche y de la casa. Les dije que podían coger todas las cosas que había dentro. Éramos perfectamente conscientes de que no íbamos a volver. Fuimos conduciendo por el césped hasta salir por el patio hasta la calle. Giramos a la izquierda, apretamos el acelerador y despegamos por la avenida Hastings. Algunos vecinos se pusieron a los lados para parar a los coches que venían. Para los jubilados, aquello debió de ser todo un espectáculo. Desde allí volamos directamente hasta Prescott, que está en el norte de Arizona. Teníamos planeado quedarnos en casa de mi primo.
»Mi primo Alex trabajaba como vendedor sénior para J & G Sales, una gran compañía dedicada a la distribución de armas con sede en Prescott. Como tenía este trabajo, me imaginé que estaría bastante bien preparado, al menos en cuestión de armas y de munición, y que por lo tanto podría conseguir cualquier otra cosa que quisiera por medio del trueque. Prescott es en parte una zona residencial, una especie de refugio para los pirados de las armas. J & G tenía allí su sede, Ruger tenía una fábrica, y había gran cantidad de artesanos especializados en la construcción de armas, cañones y culatas. Antes del colapso, había equipos de pocas personas que fabricaban a medida armas de gran calibre como Magnum Mausers. Armas que disparasen Big Rigbys de.416 y cosas por el estilo. La última vez que vi algo así estaban fabricando unas armas largas de H-S Precisión, de calibre más reducido, con cajas hechas de kevlar y grafito. Las vendían a cambio de otras cosas. Eran unos auténticos artesanos.
Prescott no es una ciudad muy grande, pero localizar a Alex no fue fácil, ya que los teléfonos tampoco funcionaban allí. Yo hice dedo desde el aeropuerto mientras Blanca se quedaba guardando los aviones. Hablando con sus vecinos, descubrimos que unos importantes banqueros de Tucson habían contratado a Alex como encargado de seguridad. Tenían un escondite bastante elaborado montado al norte de Prescott. En el complejo vivían cuatro familias. En un primer momento, no querían aceptarnos. Después, cuando vieron las armas y la capacidad de fuego de la que disponíamos cambiaron de opinión. Oficialmente, nosotros formábamos parte de la seguridad, al igual que mi primo. En ese sentido, y comparado con la mayoría de la gente, las cosas fueron fáciles para nosotros. Teníamos agua en abundancia y suficiente comida como para sobrevivir. Así que no teníamos ninguna prisa por marcharnos.
«Durante cuatro años apenas hubo sobresaltos. Tan solo un pequeño conflicto local, pero nada realmente reseñable. Después empezamos a escuchar historias acerca de una banda formada por convictos escapados de la cárcel y todo tipo de chusma que avanzaba lentamente en dirección norte desde Nuevo México. Algunos refugiados nos contaron que esta superbanda había surgido tras la fusión de dos bandas independientes. Lo que solían hacer era asaltar una ciudad, quedarse allí una o dos semanas, desplumarla entera y desplazarse después hasta la siguiente. Eran como una plaga de langostas. Cuando llegaron a la zona de Prescott ya eran más de trescientos. Según los rumores, al menos una de las dos bandas había estado utilizando este método de saltar de ciudad en ciudad desde el sur de Texas. Y ya tenían mucha experiencia acumulada.
»Cuando asaltaron Wickenburg, hice un vuelo de reconocimiento con mi Star Streak y desde luego lo que vi no me gustó. Arrasaron la ciudad a bordo de una enorme caravana de vehículos. Muchas de las casas estaban abandonadas; la gente que había tenido noticia de su llegada había preferido no estar allí para recibirlos. Si alguien les disparaba desde alguna ventana, inmediatamente incendiaban el edificio. Después iban de casa en casa, llevándose cualquier cosa que pudiese tener algún valor. Desde el aire alcancé a ver cómo arrastraban a algunas mujeres a la calle y las violaban sobre las aceras. Esa gente era la peor escoria que hay en el mundo. Me hubiera gustado ir al mando de un Falcon de combate en vez de un pequeño Laron. Les podría haber dado su merecido. Esos tíos eran unos auténticos salvajes. —Doyle se quedó callado durante unos instantes y luego añadió—: Me dispararon unas cuantas veces, pero cuando regresé no vi ningún agujero de bala en mi avión.
»Hace ahora tres semanas la banda iba camino de Agua Fría y atacaron el pequeño pueblo de Mayer. Cuando nos enteramos de que la banda había llegado a Humboldt, unas ochenta personas, la mayoría hombres, nos organizamos para llevar a cabo un ataque preventivo. Blanca, Alex y yo formábamos parte de la expedición. Sabíamos que Prescott iría después, porque siguiendo la carretera, estábamos tan solo a diecinueve kilómetros de distancia. Un muchacho navajo de unos trece años, que había escapado de Humboldt antes de que llegaran, nos hizo un diagrama del lugar. Se prestó voluntario para volver a la ciudad, reconocer el terreno y decirnos en qué edificios estaban los saqueadores. Resultó de gran ayuda a la hora de organizar la operación.
«Nuestro pequeño ataque no fue especialmente preciso, desde el punto de vista militar, pero les causamos bastantes desperfectos. Sabíamos que no podíamos matarlos a todos, así que decidimos que lo mejor era concentrarnos en los vehículos, en especial en los coches blindados y en los TBP. Atacamos al poco de dar las tres de la mañana; como los últimos tres kilómetros los hicimos a pie o a caballo, no repararon en nuestra presencia hasta que ya estábamos allí. Las casas que ocupaban tenían todas las luces encendidas, como si fueran árboles de navidad. Nuestro pequeño explorador navajo nos había dicho por adelantado en qué edificios estarían. Nos empleamos a fondo durante unos cinco minutos. Fue una cosa rápida e intensa, pero tal y como he dicho, les conseguimos hacer bastante pupa.
«Durante los dos primeros minutos contamos con una gran ventaja, porque la mayoría de los saqueadores estaban dormidos. Eso me hizo reafirmarme en mi idea. Era el único de la expedición que llevaba un arma con supresor de ruido. Cuando disparo mis Winchester Q-Loads, unos cartuchos subsónicos de baja velocidad, este trasto hace menos ruido que una pistola de clavos. —Doyle sostuvo en alto la pequeña Ingram MIO para que la vieran y desenroscó el supresor de marca Nomex—. Llamar «silenciador» a esto no es del todo exacto. Una lata de estas lo único que hace es amortiguar el ruido. El disparo se sigue escuchando, igual que si fuese un fuerte aplauso. Cuando lo reduces de verdad, prácticamente puedes escuchar el tableteo del cerrojo saliendo hacia delante con cada disparo.
Doyle volvió a enroscar el supresor de la MIO y la dejó en el asiento que había junto a la ventana.
—Perdonad, me estoy yendo por las ramas. Volviendo a lo de Humboldt... Tuve la oportunidad de abatir personalmente a tres de los centinelas, disparando con mi MAC en modo semiautomático. Puedo decir tranquilamente que después de lo que les había visto hacer en Wickenburg, aquello me hizo sentir bien. En un primer momento, los únicos que disparábamos éramos nosotros. Cuando los saqueadores salieron de la cama y empezaron a disparar también, la cosa cambió. Contaban con gran cantidad de armas automáticas, granadas y lanzacohetes. Al poco tiempo empezaron a barrernos. Antes de eso, sin embargo, habíamos quemado más de cuarenta vehículos con los cócteles molotov. Creo que acabamos con todos sus TBP y coches acorazados.
«Nuestro refugio a las afueras de Humboldt no estaba muy organizado que digamos. Del grupo que habíamos salido, solo veintinueve conseguimos regresar con vida a Prescott a mediodía. Un par de rezagados llegó al final de la tarde del día siguiente. De los treinta y uno que volvimos, tan solo tres habían sido heridos, y no se trataba más que de rasguños sin importancia. Por extraño que parezca, los cinco hombres y mujeres que iban a caballo volvieron sin sufrir ni el más mínimo daño. Los caballos tampoco recibieron ningún disparo. Una de dos, o tuvieron mucha suerte, o la caballería está volviendo por sus fueros. Mi primo Alex no regresó del ataque a Humboldt. —Ian sufrió como un pequeño sobresalto, y a continuación continuó—: Los saqueadores no aparecieron al día siguiente, ni tampoco al otro. Blanca y yo esperamos en el complejo, con el equipaje cargado en los Laron, los depósitos llenos y los aviones dispuestos para despegar.
»Llegaron a Prescott tres días después de nuestro ataque, parecían enormemente furiosos. Aparecieron poco después del amanecer. No parecía importarles cuántas bajas pudiesen sufrir; inmediatamente comenzaron a prenderle fuego a todos los edificios. Blanca y yo no esperamos a que llegaran a la parte norte de la ciudad. Casi toda la gente del complejo había ido a unirse a las barricadas o habían partido hacia las colinas. La mayoría de los que quedaban en el refugio se fueron con las dos familias que tenían caravanas que funcionaban con motores diesel. Tenían pensado ir a Flagstaff o más allá.
«Llegados a ese punto, pensamos que hombre precavido vale por dos, y también nos fuimos. Utilizamos una larga recta que el camino dibujaba cuatrocientos metros más al norte de donde estaba el complejo. Había despegado y aterrizado allí muchas veces durante los cinco años que habíamos pasado en el refugio. Cuando viramos un poco después de despegar, vimos que la mitad de los edificios del centro de la ciudad estaban en llamas. No nos quedamos para ver el resultado, pero me temo que los saqueadores se habrán hecho con el control de la ciudad. Aunque ya no les quedara ningún vehículo acorazado, eran muy superiores en número y en potencia de fuego.