Authors: Juan Ernesto Artuñedo
—¿Vuelven a casa? —pregunto al autobusero
—Sí
—¿Dónde han estado?
—Hemos pasado la mañana en Logroño
—Bien
—Probando vinos
—¿Y ayer?
—En Segovia
—No he estado nunca, ¿es bonita?
—Lo es
—Va bien acompañado
—¿Te estás burlando?
—No, perdone si ha parecido
—Son la mejor compañía, tranquilos, educados y no hacen comentarios tontos
Dejo de hablar. El silencio entra en la conversación. Conduce como si no pasara nada. Hago lo mismo y me sorprendo porque lo he conseguido. Me siento limpio, como al principio.
—Bonito día —le digo
—Bonito es
Miro al salpicadero.
—Tiene muchas cintas —observo
—Una colección de mis favoritas
—Como en mi coche
—Casualidades
—Pero sin sencillos
—¿Cómo?
—Sólo elepés
Cojo una cinta. Leo la carátula.
—¿Te gusta? —me pregunta
—¿El Punk rock?
—No, el muñeco con el traje de Elvis estilo las vegas del salpicadero
—Sí
—Es que ahora se lleva el rollo revival
—Estoy totalmente a favor
—¿De qué?
—De ti
—¿De mí?
—De tus gustos musicales
Coloca el índice en los labios y me pide silencio. Yo que estaba eufórico. Parto de cero. Lucho para que mi subjetividad no gane la batalla. Me desplomo como una montaña de cartas. Busco el comodín. Se ha marchado con el rey de espadas. Miro hacia atrás. Nadie se da cuenta de lo que pasa. Mantengo la calma. Todo está en mi cabeza. Pienso que todo sería más sencillo si dentro no hubieran dos al mismo tiempo. Me dejo llevar. Ya se unirán cuando les dé la gana.
—¿Es usted de por aquí? —pregunto al autobusero
—De Vitoria
—¿Son todos de Vitoria?
—La mayoría
—¿Cuándo volvemos a parar? —pregunta un chico detrás de mí
El autobusero le mira por encima de sus gafas a través del espejo retrovisor.
—Es que mi abuela —continúa el chico— necesita ir al aseo
—¿No puede esperar?
—Eso le he dicho hace media hora
—Ahora paramos
—Gracias
Me mira el chico. Yo a él desde que ha abierto la boca. Se ruboriza. No aparta la vista. Su barriga de asiento a asiento en el pasillo. Trago saliva. Chándal marcando tetas hacia los lados y pantalón ceñido a sus piernas. Giro. El autobusero se ha dado cuenta. Acepto. No disimulo. El chico se va rozando los asientos con el culo. Vuelvo a mi posición inicial. Pensador y pensamiento reconciliados. Menos susceptible. Calmado. Sobre todo empalmado. Me dejo llevar. Sin nada que ocultar.
—¿Desde cuándo te gustan los gordos? —me pregunta el autobusero en voz baja
—Siempre —le digo valiente—, desde siempre
—¿Desde pequeño?
—Desde que me acuerdo, cinco o seis años
—¿Cómo puedes acordarte de eso?
El autobusero para en una gasolinera. Bajan casi todos a estirar las piernas. El chico de antes ayuda a su abuela a bajar las escaleras.
—¿Por qué no ha meado en el aseo? —pregunto al autobusero
—Tiene claustrofobia
—Joder
—Antes no podía ni subir al autobús
—La conoce bien
—Solemos coincidir
—Pues me acuerdo porque era yo un enano cuando mis padres me llevaban al baile con sus amigos del pueblo. Uno de ellos era gordito, con barba. Yo le miraba. Él me hacía caras. Yo como si fuera su hijo. Él como si de mi padre se tratara. Me enseñaba trucos de cartas. De magia. Encima de una mesa llena de cubatas. Sonaba la música de la orquesta. Tocaban canciones de toda la vida, pasodobles, rock, sevillanas. Verano. Camisa corta. Y su ser me arropaba. Mientras su mujer dormía yo pasaba los momentos más bonitos de mi vida. Aunque de vez en cuando me pellizcaba en el muslo y yo daba un salto en la silla que hacía que en su cara volviera esa sonrisa que tengo grabada y aún hoy en día la veo en algunos chicos gorditos y me hace pensar que existe algo universal más allá del cuerpo y del sexo. Algo para dedicar una vida
—Me parece un tanto efímero gastar una vida en eso, ¿no? —observa el autobusero
—No sé
—Hombre, hay más cosas
—¿Y por qué no ir directamente a la esencia de lo que te gusta?
—Porque la esencia es nada
—No te comprendo
—Que no hay esencia, que lo esencial es ir a buscarla
—¿Nada más?
—¿Te parece poco?
—Hombre, tendrá que haber algo, ¿no? Uno no va en busca de nada
—Nada
—¿Ni sonrisa universal?
—Ni sonrisa universal, ni un más allá del cuerpo y del sexo... nada
—¿Y qué me queda?
—Nada
—¿Nada?
—¿Te parece poco?
—Otra vez, ¿cómo si me parece poco?
—Si tienes nada, lo tienes todo
—¿Por qué?
—Porque eres libre
Miro por el retrovisor de fuera cómo el chico del chándal ayuda a su abuela. Le cuesta subir porque le resbala el bastón. Bajaría a ayudarles. El chico levanta el brazo para auparla y se le sube la camisa del chándal. Su abuela no puede. La camisa para arriba dejando su barriga, negra del pelo que la cubre, al descubierto. Aparto la vista y les dejo vivir. Pero la imagen del chico se engancha a las células de mi cuerpo y mi genética se identifica con ellos, como anticuerpos. Mi organismo las rechaza hasta el punto que ya no puede luchar más contra sí mismo. Qué difícil cuando la vida y la muerte van de la mano. Acepto que el anticuerpo forma parte de mi organismo y no es un agente externo. Reconocimiento producido entre una misma esencia de fuera denominada experiencia y otra que llevo dentro. Sigo viviendo. Corto y cierro.
—¿Qué piensas? —me pregunta el autobusero
—Nada, bueno muchas cosas
—Dime una
—No sé, ¿y usted?
—Tutéame por favor
—¿Tú, qué quieres de la vida?
—Buena pregunta
—¿Y la respuesta?
—Tampoco la sé
—Pues estamos buenos
—Pero buscando siempre se encuentra algo
—¿Me quieres decir que no viene por sí solo?
—Eso faltaría
—Tenía entendido que así sucedía
—Vamos a ver, es cierto que las cosas llegan cuando uno menos se lo espera, pero detrás de ese descubrimiento siempre hay una búsqueda
—Creo que hablamos de lo mismo, de conseguir algo
—Más bien del camino
—¿Te apetece un refresco? —pregunto
—Rápido que salimos
Salto del asiento y corro hasta el bar de la gasolinera. Saco un par de monedas del bolsillo y las meto en la ranura de la máquina. Se las traga como si estuviera seca. Caen las botellas y brinco hasta el autobús cual gacela. Es que estoy de buen ánimo. La puerta se cierra y salimos. Conecta el aire acondicionado. Bebemos. Fresquitos. Suenan Los Sencillos en la radio. Imagino a Miqui cantando. Ahora en solitario, con Jeanette, Vasallo y amigos. Me encantaría conocerle. Bailando en una disco. Lourdes, Nacho y Jesús pinchando. El que escribe moviéndose al ritmo de una canción bailonga de bonita melodía. Todo un sueño pop que empieza con amor y acaba, espero que acabe bien.
—¿Qué pasa por tu mente? —me pregunta
—Nada, música. ¿Qué me querías decir antes, que siempre hay que ir hacia delante?
—Más o menos
—¿Y cuándo sabes que vas por buen camino?
—Casi siempre después, quiero decir, cuando llevas algo recorrido
—Ponme un ejemplo
—Pues hasta que no te tiras a la piscina no sabes si hay agua, y si puedes nadar, claro
—¿Y si no hay?
—Es porque no vas bien
—Sí, pero la ostia te la das
—Pero no has perdido el tiempo. ¿Acaso prefieres darte cuenta cuando seas viejo? ¿Cómo crees que se aprende si no?
—Y, como tú lo propones, ¿no parece que esté todo demasiado dirigido, predeterminado?
—Bueno, yo sólo digo que sigas el camino, pero el que lo elige, el que da el primer paso eres tú
—Ya, pero si me dices que si te sales te das una ostia contra el suelo me lo pienso antes. Imagino, azul, cemento, y mi cara golpeando de lleno
—¿Y para qué tenemos las manos?
—¿Para amortiguar?
—Entre otras cosas
—Ya, pero
—Pero el piño te lo das igual
Reímos. Pienso que hace tiempo que no me río. En lo bueno que es reírse. Dejo de pensar y me dejo llevar por la risa. Él sonríe a medias. Para mí suficiente. Me alegra. Cojo aire y pregunto:
—¿Dónde nos habíamos quedado?
—En el fondo de la piscina
—Vale, ahora me levanto y sigo
—Bien
—¿Hacia delante?
—Tú sabrás
—Pero, ¿no hay que seguir el camino?
—Primero tendrás que andar
—Bueno, ando
—Antes tienes que subir las escaleras de la piscina
—Subo. Me curo la herida
—Ya no hace falta
—¿Por qué?
—Porque ya estás arriba
—Ah, vale, subo las escaleras hacia otro trampolín más alto
—O más bajo
—¿Cómo?
—Depende de tus aspiraciones, pero sigue
—Un pie y después el otro. Llego hasta arriba. Camino por la madera hasta la punta
—¿Y?
—Y todavía me duele la cara
—Eso es sólo recuerdo
—¿La herida que tenía?
—Sólo pensamiento
—Bueno, miro hacia abajo y no veo el agua
—Como siempre
—¿Y qué hago? —pregunto
—Tú sabrás, yo ahora estoy conduciendo
—¿Me tiro?
—Recapacita un momento, no te precipites
—Vale, he saltado antes y me la he pegado. ¿Qué había hecho mal? No lo sé, creo que ahora estoy haciendo lo mismo. ¿Por qué tendría que salir bien?
—Tú sabrás
—¿Lo tengo que saber yo?
—Es tu vida
—¿Me arriesgo?
—Recapacita
—¿No salto?
—Yo no he dicho eso
—Ah, que piense un momento. Vale. Vengo de un piño. Aprendo de mis errores. He subido las escaleras con cuidado. Voy vestido para la ocasión. Es el día y la hora perfecta. He trabajado duro. Me dispongo a saltar. Pienso en todo lo que voy a dejar atrás. No tengo miedo. Estoy preparado. Levanto los brazos y me doy cuenta que ya estoy nadando. Que no ha habido salto. Que mis brazos se deslizan por el agua como dos remos. Que mis miedos han dejado de serlo. Que la realidad no es tan diferente como la había pensado. Que el tiempo ha pasado y debería haberlo hecho mucho antes. Que más vale tarde que nunca. Que nunca es tarde si la dicha es buena. Y qué buena está el agua donde nado. Y que quien nada no se ahoga.
—Bonita reflexión —observa
—Ah, pensaba en voz alta
—Pues me ha gustado
—¿Y tú, qué opinas?
—¿Sobre qué?
—De lo que estamos hablando
—¿De tirarse a la piscina?
—Sí
—Yo me he tirado muchas veces
—¿Y?
—En la mayoría no había agua
—Pero, ¿merecía la pena?
—A veces me daba cuenta cuando ya era demasiado tarde para plantearlo
—¿Cuando estabas abajo en la piscina?
—Cuando estaba en el aire
—¿Y qué pensabas?
—Pues que me había equivocado
—¿También en el amor?
—Principalmente
—Cuéntame algo
—Me da vergüenza
—¿Por?
—No suelo hacerlo con gente que conozco de un día
—Por eso mismo, quizás no me vuelvas a ver nunca
—Tienes razón
—¿Entonces?
—Tenía diecisiete o dieciocho años
—¿Quién, tú?
—¿Quién si no?
—La otra persona
—Teníamos los dos la misma edad
—¿Y qué pasó?
—Si te callas te lo cuento
—Perdona
Él era delgado, muy guapo. Yo gordito, como ahora, bueno, no tanto. Estudiábamos juntos Bachillerato. Él entendía y creo que no hacía nada por disimularlo. No es que tuviera mucha pluma pero lo llevaba muy natural ya por entonces cuando las cosas no eran como ahora. Jugábamos en el mismo equipo de fútbol, y siempre nos quedábamos hablando en el vestuario al final del partido cuando se iban los demás chicos. Él sin camisa. Yo no me quitaba el chándal ni en verano, y ducharme lo hacía en casa. A él no le importaba ducharse delante de mí. Pero bueno, que me estoy adelantando a los hechos. Éramos muy buenos amigos. Él, además, se relacionaba con otros chicos y con una pandilla de chicas. Yo, aparte de él, sólo tenía a mi amigo Juanfran, un chico más bien callado pero con sentido del humor. Tenía una colección de chistes que iba renovando y me partía de risa. De todas formas, con quien más disfrutaba era con él. Decía de sí mismo que era artista, así, como quien se come una rosquilleta y luego tira la bolsa al suelo. No le importaba lo que de él pensaran los demás, era así y punto. Yo le quería a la vez que le odiaba. Me explico. A veces no soportaba su ego, su manera de mirar a las personas por encima del hombro, como si todo girara alrededor suyo. Y de pronto, de la noche a la mañana, ¿qué digo?, en segundos, se convertía en la persona más maravillosa y sensible del mundo, capaz de transformar una simple conversación en algo mágico, trascendental, y te subía hacia las estrellas para que pudieras verlas y te hacía sentir como un artista, un poeta en la tierra, como si el universo no fuera completo sin tu presencia. Yo me iba para mi casa, imagínate, flotando. Y al día siguiente, de repente, te hacía sentir como una mierda. Yo no sé cómo lo hacía pero parecía como si se estuviera burlando de ti en la cara, te miraba con desprecio, como si fueras un ser inferior. Entonces era cuando le odiaba. Se creía tan perfecto que la cagaba. Además que no escuchaba, por una oreja le entraba y por otra le salía. Él como mariposa de flor en flor. Utilizando a la gente a su conveniencia para sentirse mejor. Ahora es cuando vuelvo al vestuario. Él descamisado. Yo mirándole de arriba abajo tapándome la entrepierna con la toalla. Pero él se daba cuenta. Aquel día aprovechó el momento y me dio un beso. Yo no supe que hacer. Me dejé llevar por él. Mis pies se balanceaban en la tabla de madera de la piscina. Nos metimos en un aseo y ocurrió. Y me impulsé. Yo tranquilo. Él como si lo hubiera hecho por primera vez. Cegado. Lo tenías que ver. Nos corrimos. Me puse el chándal y para casa. Al día siguiente leí una nota en la que me decía: este sábado no hay nadie en mi casa. Yo veía por donde iba y le dije que estaba ocupado, además, ese fin de semana, el sábado para ser más exacto, había quedado con mi amigo Juanfran para ver un estreno en el cine y no podía dejarle tirado. Le mandé una nota diciéndole que no podía. A los cinco minutos abro otra nota suya: pues si no puedes el sábado el domingo por la mañana. Qué pesado era el tío, yo no sé qué había visto en mis carnes rollizas, aunque por la cara que ponía en el vestuario cualquiera diría que le habían encantado. Contesté: he quedado con mis amigos para ver el campeonato de fórmula uno. Era mentira, claro, para que no me presionara. No volvió a contestarme, menos mal, me podría haber pasado toda la mañana dando largas a sus cartas y no me hubiera enterado de las clases. Pasaron los días. Él se fue de viaje y al volver no se le ocurre mejor idea que faltarse con mis genitales en una postal que ni si quiera se había dignado a enviarme por correo, menos mal, si alguien la llega a leer. Pues eso, así fue, me la lanzó con desprecio y superioridad encima de la mesa de clase delante de mis amigos. Se iba a enterar. Su postal se convirtió en una carta de más de tres hojas poniéndolo en su sitio, pero qué coño se había creído él, le dejaba claro de qué calaña se trataba, que sólo se había fijado en aquello más bajo de la especie humana, que no tenía sentimientos, que se había dejado llevar por lo más rastrero de su cerebro y así hasta completar mi bomba epistolar para que le estallara de lleno en sus manos. Es entonces cuando ya me encontraba con los pies en el aire en la piscina. Me había equivocado. No tuve que darle el beso en el vestuario, ni mucho menos meterme con él en el baño. Porque no lo tenía claro. Nuestra relación cambió a partir de ese momento. Algo dentro de mí me decía que le había fallado. Él nunca me reprochó nada. Años después le pedí perdón. Espero que él lo aceptara. Por eso le sigo queriendo. Después de aquello empecé a salir con una chica