Authors: Juan Ernesto Artuñedo
—Lo leeré
—Así podrás ayudar a mi autoestima
—¿Y si no me gusta?
—Haces como los buenos amigos
—¿Y qué hacen?
—Los de verdad te dicen sólo lo que les ha gustado, aunque sólo sea un comentario, un dibujo, ya sabes
—Lo haré
—Gracias
—¿Y quién te dice lo que está mal?
—Eso uno ya lo sabe
—¿Cómo?
—Porque se conoce
—¿Y tú te conoces?
—Eso creo
—¿Y en esa pequeña duda no cabe otra persona?
—¿Qué quieres decir?
—Que haya una parte de ti que no conozcas
—Claro, pero cada vez van siendo más pocas
—¿Y eso?
—Todas acaban saliendo, y más cuando te dedicas a esto de la creación artística o como tú lo quieras llamar
—¿Y no hay sorpresa?
—A veces
—¿Cuándo?
—Cuando el arte puro sale fuera
—Las que menos
—Llevo en esto unos siete u ocho años y sólo me ha ocurrido dos veces
—¿Cómo?
—Pues mira, una vez dibujando y la otra escribiendo un poema
—¿Hace tiempo?
—Al poco de empezar en serio
—¿Ya no ha vuelto a suceder?
—A veces se deja ver
—¿Y qué haces?
—Nada, escribo, dibujo, más no puedo hacer
—¿Y?
—Sale cuando le da la gana, cuando menos te lo esperas, cuando no le das importancia, cuando...
—Cuando eres tú
—Eso debe ser, ¿aquí te va bien? —señalándome un cruce
—Sí, gracias
—Pues nada
—¿Y el resto de lo que escribes y dibujas?
—Eso es lo que le ocurre a la gente normal y corriente como tú y como yo
—¿No es importante?
—Lo que más
—¿Por?
—Porque es el trabajo de cada día, la miguita de pan, el oxígeno para respirar
—Bueno, pues si quieres...
—Hasta luego
Bajo del coche. El corazón me da un pinchazo. Agarro el tebeo fuerte con la mano. Enamorado. Le miro por última vez. Memorizo la matrícula del coche. Bajo la vista a la contraportada. No hay dirección electrónica. Busco. No la encuentro. Sí, aquí está. Guardo el tebeo en la mochila y me la echo al hombro.
Camino por el borde de la carretera haciendo dedo. Para un Renault cuatro color blanco. La copiloto baja la ventanilla.
—¿Vas a Calanda?
—Sí —contesto
—Sube
Levanta el cerrojo de la puerta de atrás. Abro, echo la mochila, entro. Cierro. El conductor mete la primera y salimos.
—¿A ver a la familia? —me pregunta la copiloto
—No, estoy de viaje
—¿Qué se te ha perdido por aquí?
—Vengo de Alcañiz de...
El conductor me mira de reojo por el espejo retrovisor.
—...y me han bajado en el cruce...
Gordo, bigote corto y mofletes rojos.
—...son ustedes de Calanda?
—Vivimos en una casa de campo, por aquellas montañas
—¿Van de compras?
—Sí, que esta mañana he ido a encender el calentador y no quedaba gas. El domingo vino Enriqueta, la hermana de Conrado -señalando al conductor- y me pidió una botella para hacer la comida y ya no me acordaba que le dije que no hacía falta que me la devolviera, que como hizo pastas y nos trajo tres docenas que una cosa por otra, y veas tú que me he acordado esta mañana cuando he ido a poner la ducha...
—Ah
—...pero primero vamos a por Rubén y Nicolás, mis sobrinos, los dos mayores de mi hermana Pascuala, que tiene siete, y ya me dirás tú la faena que tiene la pobre, yo cuando puedo le echo una mano. Eso, ¿qué decía?, a sí, que vienen a ayudarnos a recoger melocotón. Mira que se nos ha hecho tarde
—Bueno yo soy Lucas —me presento
—Ah, mi marido Conrado y yo Reme
—Encantado
—Igualmente
Bajo la ventanilla. Entra aire y el sol que sale por las montañas.
—¿No conoces a nadie en el pueblo? —me pregunta Conrado
—Es la primera vez que vengo
—¿De dónde eres?
—De Castellón
—¿Y qué haces que no estás en la playa?
—Ah, ya iré en agosto, este año a finales de mayo ya estaba dándome el primer baño
—Es que ahoga este calor
—Sí
Me mira por el retrovisor. Reme se gira.
—Nosotros, si quieres, te podemos dar de comer a cambio...
—Déjalo mujer —interrumpe Conrado—, que el chico está de vacaciones
—Quieres dejarme hablar, que sólo quería decirle que nos hace falta gente para recoger melocotón
—Vale —digo
—Ah, bueno —continúa Reme—, ¿quieres venir?
—Pero yo nunca he recogido
—No hay nada que aprender
—Déjalo —dice Conrado—, que él querrá hacer su marcha
Paramos al lado de una farola donde espera un chico. Agarro la mochila y me bajo del coche.
—Gracias por el viaje —les digo
—Hasta luego, y ves con cuidado —responde la mujer girándose hacia el chico que espera—. Pero, ¿dónde está tu hermano?
—No ha podido venir porque...
De mi edad. Corpulento. Entra en el coche. Camino por la acera de enfrente. Golpeo una piedra del suelo y sale disparada hacia la carretera. Cojo aire. Golpeo una segunda piedra. Lo suelto. Para el Renault cuatro blanco a mi lado.
—¡Oye, muchacho! ¡Lucas!
Me giro. Es Conrado.
—Adiós —le digo
—Perdona, que digo yo... ¿de verdad que no quieres venir?
—Es que no sé si sabré
—Hombre...
—Es fácil, ¿no?
—Sólo hay que coger del árbol
Cruzo la calle. Hasta la ventanilla del coche. Conrado sube la vista hacia arriba y me sonríe. Abro la puerta y entro.
—Hola, soy Lucas —me presento
—Rubén
Nos damos la mano. Me la estruja. La separo. Ojos verdes, mofletes rojos, como Conrado. Paramos enfrente de una tienda de ultramarinos. Reme baja del coche. Mujer alta y ancha. Rubén me mira de reojo. Conrado le continúa recriminando.
—...seguro que se fue de fiesta tu hermano
—Es que era la cena de los quintos y después me dijo que iba un rato a la discoteca
—Ya hablaré con tu padre
—Pero vino pronto, yo ni me había acostado
Reme sale de la tienda con una garrafa de aceite en una mano y una botella de gas en la otra. Abre el maletero y las echa dentro. Cierra fuerte y sube al coche hablando.
—Rosa me ha preguntado cuándo vamos a ver a su hija, que ya anda solita, que cuando la veamos no la vamos a conocer de lo grande que está. Mira que todavía no le hemos llevado los zapaticos que compramos en Teruel, luego no sé si me los cambiarán por una talla más porque no sé dónde he guardado el ticket
—Ya iremos mujer —dice Conrado
—Yo estuve la semana pasada —dice Rubén—, pero todavía no anda sola, se va agarrando a los muebles y al sofá, se cae mucho
—Pobrecica —dice Reme
—No se hace daño —continúa Rubén—, siempre se cae hacia atrás y como lleva paquete no pasa nada
—Animalico
—Le llevamos un osito de peluche que Nicolás tenía de una vez que fue a la feria y le estiraba de las orejas
—Qué gracia
—Nicolás le regañaba porque decía que tenía que cuidarlo bien
—¿Y Carmen, qué hace?
—Nada, trabajando y eso
Salimos de la carretera de asfalto hacia otra de tierra. El coche se mueve a los lados. Miro por la ventanilla. Melocotoneros. Llegamos. Tres perros flacos nos dan la bienvenida ladrando. Bajamos. Descargamos y entramos en casa. Cojo la mochila.
—Me gustaría cambiarme —le digo a Reme
—Arriba
Subimos al primer piso. Me señala una habitación. Me cambio de camiseta y zapatillas. Bajo rápido y salgo a la calle. Conrado espera en el tractor. Subimos. Sentados en cajas de plástico. Conduce despacio. Me agarro fuerte. Me da risa. A Rubén también. Llegamos al huerto. Bajamos de un salto. Cajas, capazos, escalera. Caminamos entre melocotoneros. Conrado subido en la escalera y nosotros cogiendo de las ramas hasta donde llegamos. Miro cómo lo hacen. Van rápido. Vacían sus capazos en las cajas. Miro el mío. Sigo cogiendo. Reme canta una canción. Me relajo. Vacío el mío en el cajón. Sonrío. Voy más rápido, a dos manos. Miro a Rubén. Concentrado. Pongo más atención a lo que hago. Pasamos a otro árbol. No recogen los frutos del suelo. Me seco el sudor con el antebrazo.
—¿Va bien? —me pregunta Rubén
—Sí
Me doy con una rama en la cara. Disimulo. Rubén sonríe. Yo hago como si no me hubiera visto. Otro árbol. Otro. Paramos a beber agua sentados en una hilera de piedras. Conrado se acerca con la escalera en la mano, sudado, desabrochándose un par de botones de la camisa. Bebe de la botella sin tocarla con los labios. Las gotas saltan por su bigote y para bajo. Se seca con la mano. Me da la botella. Bebo de nuevo. Como él. Ofrezco a Reme y Rubén pero no quieren más. Nos levantamos. Cierro la botella y la dejo a la sombra de las piedras.
—¿Hasta dónde llega vuestra tierra? —pregunto a Conrado
—¿Ves aquella casa?
—¿La blanca?
—Son todas blancas
—¿La de la chimenea?
—Desde allí hasta la loma de la montaña
Seguimos con otra hilera de árboles. Me duele la espalda y los brazos. Recojo despacio. Vacío el capazo en el cajón. Se me mete polvo en el ojo. Paro. Me restriego con la manga de la camiseta. Miro al sol. Estornudo. Vuelvo con Rubén.
—¿Estudias? —le pregunto
—Acabé los exámenes el quince de julio
—¿Qué tal?
—Como siempre, con dos para septiembre
—¿Qué estudias?
—Humanidades
—¿Letras?
—Sí, una mezcla de historia, geografía, filosofía y arte
—¿Y las de septiembre?
—Las dos de filosofía, una...
Conrado hace una seña a Rubén para que calle y trabaje. Acelero la marcha. Reme canta. Rubén concentrado. Yo apenas puedo levantar los brazos. Llegamos al final de la segunda fila. Reme se va a hacer la comida y nos quedamos bebiendo los tres en las piedras. Conrado lleva la camisa atada en la cintura. Hablo en voz baja con Rubén. No me atrevo a mirar el pecho de su tío. Nos levantamos. Encaramos la tercera hilera de melocotoneros. Aguanto. Arrastro el capazo. Lleno la caja. Rubén me mira. Yo aguanto. Conrado baja de la escalera.
—Ya está bien —nos dice—, a comer
—Por fin —Rubén en voz baja
Vamos a por los cajones. Intento levantar uno. No puedo. Levanto. Ni de coña. Rubén coge de un extremo y yo del otro. Otro cajón. Otro. Subimos al tractor y para casa.
—¿Estás cansado? —pregunto a Rubén
—Hecho polvo
—Yo también
Pillamos un bache. Pierdo el equilibrio. Rubén me agarra. Casi me voy de cabeza. Sonrío. Sonríe. El aire le despeina.
—¿Tienes melocotoneros? —le pregunto
—En el pueblo todo el mundo tiene
Llegamos a casa. Bajamos de un salto y descargamos. Nos limpiamos las manos en el fregadero del almacén. Las de Rubén cubiertas con una capa de fino pelo que sube por sus brazos y se esconde tras las mangas de la camiseta. Echo jabón en las mías. Pobrecicas. Restriego. Nos secamos con una toalla blanca y entramos a casa. Reme sirve los platos. Nosotros ponemos la mesa, hacemos la ensalada y llenamos el porrón de vino tinto. Conrado entra en mi campo de vista. Camisa abrochada. Respiro. Cuelga la toalla en la silla. Nos sentamos alrededor de la mesa. Rubén abre una bolsa de patatas fritas. Espero a que me sirvan. La barra de pan pasa de mano a mano hasta que se termina. Estiro la mía. Cojo una oliva negra de la ensalada. Miro de reojo al cuello de Conrado. Rubén me pilla. Bajo la vista al plato. Comemos. Recogemos la mesa. Reme pasa un trapo húmedo y deja un tablero de parchís. Jugamos a parejas. Conrado dos, Reme seis, Rubén tres y cinco yo. Empieza Reme. Cinco, saca dos fichas amarillas. Lanzamos. Conrado me mata y cuenta veinte. Jugamos. Le como dos fichas a Rubén. Avanzamos. Reme mete las cuatro fichas en casa. Me ayuda. Conrado es el segundo en finalizar. Rubén y yo adelantamos hasta que nos quedamos ambos a tiro de uno. Ganan Conrado y Rubén. Recogemos fichas y dados. Subimos al piso de arriba. Reme y Conrado en un cuarto y Rubén y yo en el de enfrente. Nos tumbamos en la cama. Rubén se quita la camiseta y la lanza a la silla. Cae al suelo. No se levanta a por ella. Miro al techo. Rubén me dice algo. Pienso. Duermo la siesta.
Reme me despierta desde la puerta. Estoy solo en el cuarto. Me duelen los brazos. Meo en el aseo. Bajo escaleras. Cerramos la puerta de casa y subimos al tractor. Esta vez conduce Rubén. La barriga de Conrado arriba y abajo y Reme que me pregunta algo.
—¿Has descansado?
—Sí, gracias
Me mira.
—El guisado estaba riquísimo —le digo
—Una ya no sabe qué cocinar
—A mi madre le pasa lo mismo, está aburrida
—¿No le ayudas?
—Debería hacerlo más
Conrado observando cómo conduce Rubén. Llegamos. Bajamos. Cajas, capazos y escalera. Seguimos donde lo habíamos dejado. Pongo a funcionar los brazos. Rubén concentrado, Reme cantando. Pasamos a otro árbol. A otro. En el siguiente cuelga la camisa de Conrado. Miro entre las ramas. De espaldas sobre la escalera. Toda cubierta de pelo. Recojo rápido. Acelero. Lleno el capazo y lo vacío en la caja. Vuelvo. Miro. Apoya la barriga en el último peldaño. Recojo. Se me seca la boca. No siento los brazos. Rubén me mira. Le guiño un ojo. Sonríe. Vacía su capazo. Miro entre los melocotoneros. Conrado con los brazos en alto y una mata de pelo negro en las axilas. Llegamos al último árbol de la fila. Paramos. Nos sentamos sobre las piedras. La botella de agua de mano a mano. La de Conrado y la mía. Y el líquido que hierve en mi estómago.
—Yo me marcho ya —se despide Rubén
—Hasta mañana —le dice Reme—. A las siete te quiero ver con tu hermano en la farola
—Sí
—Hasta luego —le digo
—Nos vemos
Recogemos una hilera de árboles y para casa. Reme y yo rebotando en la caja del tractor. Miro la espalda de Conrado. Reme se baja el escote para que le entre el aire. Le miro las tetas. Disimula. Me giro a Conrado. Ella se baja un poco más la camisa por la cintura. La miro. Vuelve a disimular. Hago como que me gusta. Ella mirando a Conrado. Yo con la duda.
Llegamos a casa. Descargamos. Conrado y yo nos lavamos las manos en el fregadero del almacén. Las suyas cubiertas de pelo. Bromeamos. Le miro el pecho. Me pilla por el espejo. Bajo la vista. Me pasa la toalla. Me seco. Huele a él. Me mira y sonríe. Sonrío. Salimos del almacén. Entramos en casa. Sube al piso de arriba. Ayudo a Reme. Baja con una camisa limpia. Cenamos bocadillo de tortilla de patata frente al televisor con un porrón de cerveza.