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Authors: Agatha Christie

Poirot en Egipto (10 page)

BOOK: Poirot en Egipto
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Cuando llegaron al embarcadero, se encontraron al joven del jersey ocupando ya su sitio en el bote. El italiano también estaba esperando. Cuando el botero nubio soltó la vela y el barco se puso en movimiento, Poirot se dirigió cortésmente al extranjero:

—¡Hay cosas maravillosas en Egipto...! ¿No lo cree usted así?

—A mí me dan náuseas.

La señora Allerton se colocó los lentes sobre las narices y lo miró con interés. Poirot dijo:

—¿De veras...? ¿Y por qué?

—Empecemos por las pirámides. Bloques gigantescos de albañilería inútil. Construidos únicamente para demostrar el egoísmo de un rey déspota y megalomaníaco. Piensen en las manos sudorosas que obligaron a trabajar en ellas y que murieron en su tarea. Me siento enfermo cuando pienso en los sufrimientos y torturas que ellas representan.

La señora Allerton dijo animosamente:

—Entonces a usted no le satisface la contemplación de las Pirámides, ni del Partenón, ni las tumbas maravillosas, ni los templos... Sólo le deleitará el saber que la gente puede hacer sus tres comidas diarias y que muere tranquilamente en sus lechos.

El joven lanzó un gruñido en dirección a la señora Allerton.

—Creo que los seres humanos son más importantes que las piedras.

—Pero no duran tanto —observó Hércules Poirot.

—Prefiero ver un trabajador bien alimentado que lo que llaman ustedes obras de arte. Lo que importa es lo futuro, no lo pasado.

Esto fue demasiado para el signor Richetti, que rompió en un torrente de palabras apasionadas, no muy fácil de seguir.

El joven respondió, diciendo lo que pensaba del sistema capitalista. Habló con virulencia superlativa. Cuando terminó su filípica habían llegado al embarcadero del hotel.

En el vestíbulo del hotel, Poirot encontró a Jacqueline de Bellefort. Iba vestida de amazona. Le hizo una reverencia irónica.

—Voy a montar un burro ¿Me recomienda usted las chozas de los nativos, monsieur?

—¿Es ésa su excursión de hoy, mademoiselle?
Eh bien!
Son pintorescas, pero no invierta todo su dinero en objetos indígenas.

—¡Que son importados de Europa! No, no soy tan tonta para que me engañen.

Con un movimiento de cabeza, la joven salió a la cegadora luz del sol.

Poirot completó su equipaje, cosa muy simple, puesto que todo lo de su pertenencia estaba siempre en el orden más meticuloso. Luego se trasladó al comedor y se enfrentó con el almuerzo. Después del refrigerio los pasajeros tomaron el autobús del hotel, que los llevó a la estación donde habían de alcanzar el expreso diario de El Cairo a Shellal, un trayecto de diez minutos a través del bello país.

Los dos Allerton, Poirot y el joven de los sucios pantalones de franela y el italiano, iban con los pasajeros. La señora Otterbourne y su hija habían salido en la expedición al dique de Philas y se reunirían con ellos en Shellal.

El tren de El Cairo y Luxor llevaba cerca de veinte minutos de retraso. Sin embargo, llegó al fin y siguieron las escenas de precipitada actividad. Porteadores nativos de equipajes que sacaban paquetes del tren, tropezaban a cada momento con otros porteadores que entraban en los coches.

Finalmente, ya casi sin aliento, Poirot se encontró con los equipajes de los Allerton, los suyos y otros que le eran totalmente desconocidos. Tim y su madre se hallaban en algún sitio con el resto de los objetos de su pertenencia.

El coche en que se encontraba Poirot estaba ya ocupado por una señora entrada en años, de cara arrugada, que llevaba un bastón con puño blanco, gran cantidad de diamantes y una expresión de desprecio olímpico para la mayoría del género humano.

Dirigió una mirada aristocrática a Poirot, e inmediatamente después escondió los ojos tras las páginas de una revista americana. Una joven de gran estatura y facciones toscas, de unos treinta años de edad, se sentaba frente a ella. Tenía ojos anhelantes como los de un perro, cabellos descuidados y un aire de querer agradar a todo trance. A intervalos, la señora anciana miraba por encima del periódico y le daba una orden severa.

—Cornelia, recoge las cosas. Cuando lleguemos cuida de la caja en que van mis vestidos. No dejes por ningún motivo que nadie la coja. No olvides mi cortapapeles.

El trayecto en el tren fue brevísimo. A los diez minutos se detuvo frente al muelle en que esperaba el
Karnaki/>. Las Otterbourne ya estaban a bordo.

El
Karnaki/> era un barco de vapor más pesado que el Papyrus y el Lotus, los cuales llegan hasta la primera catarata, pero que son demasiado grandes para pasar las barras de la ensenada de Assuán. Los pasajeros subieron a bordo, siendo conducidos a sus camarotes Al no estar el barco lleno completamente, a la mayoría de los expedicionarios les dieron cabinas en cubierta. La parte delantera de esta cubierta estaba ocupada en su totalidad por una especie de salón observatorio completamente cubierto de cristales, desde el cual los pasajeros podían observar el panorama que se extendía ante ellos. En la cubierta inferior había un salón de fumar y en la que había debajo de ésta estaba situado el comedor.

Después de ver los objetos de su posesión dispuestos en su cabina, Poirot volvió a cubierta para observar la salida. Se reunió a Rosalía Otterbourne, que miraba a su lado.

—Ahora vamos a Nubia. ¿Está usted contenta, mademoiselle?

La muchacha exhaló un suspiro profundo.

—Sí. Tengo la sensación de que al fin me alejo de ciertas cosas.

—Excepto de las nuestras, mademoiselle.

Ella se encogió de hombros.

—Hay algo en este país que me hace sentirme... salvaje. Algo que trae a la superficie cosas que hierven en nuestro interior. Todo es tan desproporcionado, tan injusto.

—Usted no debiera juzgar por las apariencias.

Rosalía murmuró:

—Mire... las madres de algunas personas y mire la mía. No hay Dios, sino Sexo, y Salomé Otterbourne es su profeta —se interrumpió—. No debería decir estas cosas, ¿verdad?

Poirot hizo un gesto con la mano.

—¿A mí? ¿Por qué no? Soy de esos que pueden oírlo todo.

Rosalía dijo:

—¡Qué hombre tan extraordinario es usted! —la boca huraña se rizó en una sonrisa. Pero de pronto recobró su gesto habitual y dijo—: ¡Caramba, aquí está la señora Doyle con su marido! No tenía la menor idea de que viniesen en este barco.

Linnet acababa de emerger de un camarote situado casi en el centro de la cubierta. Simon venía detrás. Poirot estaba casi estupefacto ante su aparición tan radiante, tan confiada.

Simon Doyle también había experimentado un gran cambio. Sonreía abriendo la boca de oreja a oreja y parecía un colegial en vacaciones.

—Esto es magnífico —dijo inclinándose sobre la barandilla—. Empieza a agradarme este viaje; ¿y a ti, Linnet? Cuanto más nos acercamos al corazón de Egipto, menos turista me siento.

Su esposa respondió rápidamente:

—Ya sé. Esto es mucho más salvaje...

Deslizó su mano entre las de su marido. Él las apretó cariñosamente.

—Ya hemos salido, Lin... —murmuró.

El barco abandonaba lentamente el muelle. Iniciaban su viaje de siete días a la segunda catarata y regreso.

Tras ellos sonó una cristalina carcajada. Linnet se volvió. Jacqueline de Bellefort estaba allí también. Parecía divertida.

—¡Hola, Linnet! No pensaba encontrarte aquí. Creí haberte oído decir que permanecerías en Assuán otros diez días. ¡Es una verdadera sorpresa!

—Tú, tú, no... —la lengua de Linnet se trababa. Se esforzó en aparecer en sus labios la mueca de una sonrisa—. Yo tampoco esperaba encontrarte aquí.

—¿No?

Jacqueline se dirigió al otro lado del buque. La presión de la mano de Linnet sobre la de su marido se acentuó.

—Simon... Simon.

Toda la expresión de complacencia y buen humor habían desaparecido de Doyle. Sus manos se crisparon a pesar de sus esfuerzos por conservar a toda costa la serenidad.

Ambos dieron unos pasos hacia sus camarotes. Sin volver la cabeza, Poirot oyó varias palabras sueltas.

—...imposible volver... lo único... podíamos —y luego la voz de tono más alto de Doyle que decía con obstinación—: No es posible continuar así toda la vida, Linnet.
Tenemos que decidirnos a hacerle frente ahora.

Algunas horas más tarde empezaba a oscurecer. Poirot estaba en el salón de las vidrieras mirando a proa. El
Karnaki/> atravesaba una estrecha garganta. Las rocas parecían abalanzarse ferozmente hacia el barco, flotando ingrávidas en el río. Estaban en Nubia.

Oyó un movimiento de roce y al volverse vio a Linnet a su lado. Los dedos de la joven se enlazaban nerviosamente. Jamás la había visto tan agitada. Tenía el aspecto de un niño asustado. Dijo:

—Monsieur Poirot. Tengo miedo... miedo de todo. Nunca me he sentido así. Estas rocas solitarias... este lugar desértico y salvaje... ¿Dónde vamos? ¿Qué va a suceder? Tengo miedo, le digo. Todos me odian. Nunca me había dado cuenta de esto hasta ahora. Siempre he sido buena para la gente... He hecho todo lo que he podido por ellos, y... ahora me odian... todos me odian... Exceptuando a Simon, estoy rodeada de enemigos... Es horrible pensar que todo el mundo me aborrezca...

—Pero, ¿por qué cree usted eso, madame?

Ella movió la cabeza.

—Tal vez sean los nervios. Sufro la sensación de que se cierne un peligro sobre mi cabeza.

Lanzó una mirada a su alrededor. Luego dijo bruscamente :

—¿Cómo terminará todo esto? Nos han cercado, estamos atrapados. No hay salida posible. Tenemos que continuar hasta el fin... No sé ni dónde estoy.

Se desplomó sobre una silla. Poirot la miró gravemente. En sus ojos se leía la mayor compasión.

Linnet continuó:

—¿Cómo se enteró de que veníamos en este barco? ¿Cómo ha podido saberlo?

Poirot movió la cabeza al responder:

—Ella es inteligente, ya lo sabe usted.

—Veo que no nos podremos librar de ella jamás.

Poirot dijo:

—Hay un plan que podían haber aceptado ustedes. Me sorprende que no se les haya ocurrido. Después de todo, madame, el dinero no constituye ningún obstáculo para usted. ¿Por qué no alquilan un
dahabayah
particular?

Linnet movió la cabeza con desesperanza:

—¡Si yo hubiese sabido todo esto...! Pero no lo hicimos. Era difícil... Usted no comprendería la mitad de mis dificultades. He de usar un tacto sumo con Simon —su mirada relampagueaba de impaciencia—. Él es absurdamente sensitivo sobre el dinero... Le molesta que yo tenga tanto... Quería que pasáramos la luna de miel en algún pueblecito de España y pagar él todos los gastos... ¡Como si el dinero importase algo! Los hombres son estúpidos. Hay que acostumbrarlos a vivir cómodamente. La mera idea de un
dahabayah
... le habría encolerizado... Era un dispendio innecesario. Tengo que ir educándole gradualmente.

Alzó la mirada mordiéndose los labios como si se hubiese arrepentido de confiar sus secretos a un extraño.

Se levantó.

—Tengo que cambiarme de traje. Lo siento, monsieur. Me parece que he estado diciendo una sarta de tonterías.

Capítulo VIII

La señora Allerton, sobriamente distinguida en su traje de noche desprovisto de adornos, descendió la escalera de las dos cubiertas para dirigirse al comedor. A la puerta del salón fue alcanzada por su hijo.

—Lo siento, mamita. Creía que llegaba tarde.

—Quisiera saber dónde nos vamos a sentar.

En el comedor había gran cantidad de mesitas. La señora Allerton permaneció en pie hasta que el camarero que estaba atareado aposentando a los expedicionarios pudo atenderla.

—A propósito, invité al señor Poirot a que se sentase a nuestra mesa.

—¿Por qué? —en la voz de Tim se retrataba un profundo disgusto.

—Querido. ¿Te molesta? —preguntó su madre, sorprendida.

—Sí. Es un entrometido y un antipático.

—Oh, no. No pienso como tú.

—De todas formas no me agrada mezclarme con extraños. Encajonados en este cascarón de nuez, este acto de confianza nos proporcionará una infinidad de molestias insoportables. Estará junto a nosotros día y noche.

—Lo siento, querido —dijo la señora Allerton apesadumbrada—. Yo creí que eso te distraería. Ha vivido mucho y sé que te gustan las aventuras detectivescas.

Tim gruñó:

—Quisiera que no te asaltaran más ideas brillantes como ésta. Supongo que ya no podemos evitarlo.

—Realmente, Tim, no sé cómo podríamos...

—Bien. ¡Qué le vamos a hacer! Nos resignaremos.

El camarero llegó en este momento y los condujo a una mesa. En el rostro de la señora Allerton se veía una expresión de sorpresa al seguirle. Tim acostumbraba a ser paciente y muy tranquilo. Este exabrupto era impropio de él. No existía en él el disgusto tan común de los británicos por los extranjeros y por los forasteros y la confianza invencible que les dominaba ante su presencia.

Cuando ocuparon sus sitios, Hércules Poirot entró rápida y silenciosamente en el salón. Llegó hasta ellos y se detuvo apoyando la mano en el respaldo de la silla que tenía preparada.

—¿Me permite, madame, que me aproveche de su amable invitación?

—¡Naturalmente! ¡Siéntese, señor Poirot!

—Es usted encantadoramente amable, madame.

Inconscientemente observó ella que Poirot lanzó una rápida mirada a su hijo antes de sentarse y que éste no consiguió disfrazar su disgusto. La señora Allerton se dispuso a crear una atmósfera agradable. Cuando hubieron terminado la sopa, recogió la lista de pasajeros que habían colocado al lado del plato.

—Intentemos identificar a los que nos acompañan —dijo animadamente—. Siempre me ha divertido esto.

Empezó a leer.

—La señora Allerton, el señor T. Allerton. ¡Esto es bien fácil! La señorita de Bellefort. La han colocado en la misma mesa que los Otterbourne. ¿Qué hablarán ella y Rosalía? ¿Quién viene después? El doctor Bessner. ¿Quién es capaz de identificar al doctor Bessner?

Su mirada se detuvo sobre una mesa a la que se sentaban cuatro hombres.

—Debe ser aquel grueso de cabeza afeitada y bigote. Supongo que es alemán. ¡Miren con que delectación se toma la sopa!

Aromas delicados de platos suculentos flotaban en el ambiente.

La señora Allerton dijo en voz baja:

—La señorita Bowers. ¿Podríamos adivinar quién es la señorita Bowers? Hay tres o cuatro mujeres. No, dejémoslo por el momento. El señor y la señora Doyle. Sí, los personajes más conspicuos de la expedición. Ella es realmente encantadora y lleva un traje de noche perfecto.

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