Authors: Agatha Christie
—Es una mujer simpática.
El siguiente camarote había sido usado a modo de tocador por Simon Doyle. Sus efectos personales más necesarios, pijamas, artículos de tocador, etc., habían sido trasladados al camarote de Bessner, pero el resto estaba aún allí: dos maletas de cuero grandes y un saco de viaje. Había algunas ropas en el armario.
—Miraremos cuidadosamente aquí, amigo mío —dijo Poirot—, pues es muy posible que el ladrón haya escondido las perlas aquí.
—¿Lo cree usted probable?
—Sí. ¡Fíjese! El ladrón, ella o él, quienquiera que sea, debe saber que tarde o temprano se efectuará un registro y en consecuencia un escondrijo en su camarote, de él o de ella, sería sobremanera imprudente. Los salones públicos presentan otras dificultades. Pero aquí hay un camarote perteneciente a un hombre
que no puede visitarlo personalmente.
En consecuencia, si se encuentran aquí las perlas, no nos dicen nada en absoluto.
Pero el registro más meticuloso no logró revelar el menor rastro del collar desaparecido.
El camarote de Linnet Doyle había sido cerrado después de trasladar el cadáver, pero Race tenía la llave. Abrió la puerta y los dos hombres entraron.
A excepción del traslado del cuerpo de la muchacha, el camarote estaba exactamente igual como lo estaba por la mañana.
—Poirot —dijo Race—, si se puede encontrar alguna cosa, por Dios, empiece. Si hay alguien que pueda encontrar algo, ése es usted. Lo sé.
—¿Esta vez no se refiere a las perlas?
—No... El asesinato es lo principal. Es posible que hubiéramos olvidado alguna cosa esta mañana.
Rápidamente, con habilidad, Poirot inició el registro. Se arrodilló y escrutó el suelo palmo a palmo. Examinó la cama. Inspeccionó rápidamente el armario y la cómoda. Escudriñó el baúl y las dos maletas. Dio un vistazo al tocador. Finalmente enfocó la atención en el lavabo; había varias cremas, polvos y lociones para la cara. Pero lo único que parecía interesar a Poirot fue una de dos botellitas de Nailex Rosa que estaba vacía, excepción de una o dos gotas de líquido rosa oscuro, en el fondo. La otra, del mismo tamaño pero con la etiqueta Nailex Púrpura, estaba casi llena. Poirot sacó el corcho de la botella vacía y luego de la llena y olisqueó las dos delicadamente.
—Amigo mío, no hemos tenido suerte. El asesino no ha sido muy servicial. No ha dejado caer, para que nosotros lo encontremos, el gemelo de los puños, la colilla de un pitillo, la ceniza de un puro o, en el caso de una mujer, el pañuelo de pintura para los labios o alguna peineta.
—¿Tan sólo la botellita de esmalte para las uñas?
Poirot se encogió de hombros.
—He de preguntar a la doncella. Hay algo... sí... extraño ahí.
—¿Adonde diablos habrá ido esa muchacha? —murmuró Race.
Salieron del camarote cerrando con llave tras de ellos y pasaron al de la señorita Van Schuyler.
Allí también había toda clase de objetos lujosos; costosos artículos de tocador, equipaje muy bueno, cierto número de cartas y documentos particulares bien ordenados.
El camarote de al lado era el doble del ocupado por Poirot, y al otro lado de éste, el de Race.
—No es muy fácil esconderlas en alguno de ellos —dijo el coronel.
—Es posible. Una vez, en el Expreso de Oriente, investigué un asesinato. Se trataba de un kimono. Había desaparecido y, sin embargo, debía estar en el tren. Lo encontré. ¿Dónde cree usted?
En mi propia maleta cerrada con llave.
¡Ah! ¡Fue una verdadera impertinencia!
—Bien, veamos si alguien ha sido impertinente con nosotros en esta ocasión.
Pero el ladrón de las perlas no había sido impertinente con Hércules Poirot ni con el coronel Race. Cerca de la popa inspeccionaron minuciosamente el camarote de la señorita Bowers, pero no encontraron nada de naturaleza sospechosa. Sus pañuelos eran de lienzo corriente y tenían una inicial.
A continuación fueron al camarote de los Otterbourne. Allí también Poirot practicó un registro muy minucioso, sin resultado.
El camarote siguiente fue el del doctor Bessner. Simon Doyle yacía con una bandeja de alimentos a su lado, sin tocar.
Tenía un aspecto febril y mucho peor que durante la mañana. Poirot comprendió la ansiedad del doctor Bessner por llevar a su paciente lo antes posible al hospital para tratarlo debidamente
El pequeño belga explicó lo que él y Race estaban haciendo y Simon movió la cabeza en señal de aprobación. Al saber que la señorita Bowers había devuelto las perlas y que éstas habían resultado falsas, expresó el mayor asombro.
—¿Está usted seguro, señor Doyle, de que su esposa no poseía un collar falso que se trajo de viaje, en lugar del legítimo?
Simon movió decisivamente la cabeza.
—Oh, no. Estoy completamente seguro de eso. Linnet adoraba sus perlas y las llevaba a todas partes. Estaban aseguradas contra todo posible riesgo y en consecuencia era un poco descuidada.
—Entonces debemos proseguir nuestra búsqueda.
Comenzó a abrir cajones. Race atacó una maleta. Simon miró con asombro.
—Escuche, ¿seguramente que no sospechan que el viejo Bessner las robó?
Poirot se encogió de hombros.
—Podría ser. Después de todo, ¿qué sabemos del doctor Bessner? Únicamente lo que él manifiesta.
—Pero él no podía haberlas escondido aquí sin que yo lo viera.
—Él no podía haber escondido nada, hoy, sin que usted lo viese. Pero ignoramos cuándo se verificó la sustitución. Puede haber efectuado el cambio hace días.
—No se me había ocurrido.
El camarote siguiente fue el de Pennington. Los dos hombres emplearon algún tiempo en la búsqueda. En particular, Poirot y Race examinaron minuciosamente un cajón lleno de documentos legales y comerciales, requiriendo muchos de ellos la firma de Linnet.
Race movió lúgubremente la cabeza.
—Al parecer todo esto está en orden.
—Sin embargo, el individuo ese no es idiota de nacimiento. Si hubiese aquí algún documento comprometedor, poderes o algo por el estilo, los habría destruido.
—Así es.
Poirot levantó un pesado revólver marca «Colt» del cajón superior de la cómoda, lo miró y lo volvió a su sitio.
—Al parecer, hay aún alguna gente que viaja con revólveres —murmuró.
Cuando salían del camarote de Pennington, Poirot sugirió que Race registrase los camarotes restantes, ocupados por Jacqueline y Cornelia, y dos desocupados situados en el extremo, mientras él hablaba unas palabras con Simon Doyle.
En consecuencia volvió sobre sus pasos y entró de nuevo en el camarote del doctor Bessner.
Simon dijo:
—Escuche, he estado pensando. Estoy completamente seguro de que esas perlas no eran falsas ayer.
—¿Por qué eso, señor Doyle?
—Porque... Linnet —se estremeció al pronunciar el nombre de su esposa— las estuvo acariciando poco antes de comer y habló de ellas. Tengo el convencimiento de que ella habría sabido si eran una imitación.
—Sin embargo, era una buena imitación. Dígame, ¿la señora Doyle tenía la costumbre de dejarlas a alguien? ¿Se las prestó, por ejemplo, a alguna amiga en alguna ocasión?
—Verá usted, señor Poirot, me resultaría difícil decir... Yo... pues no hace mucho tiempo que conozco a Linnet.
—¿Ella nunca, nunca —la voz de Poirot se tornó muy suave—, nunca, por ejemplo, se las prestó a mademoiselle de Bellefort?
—¿Qué quiere usted decir? —el rostro de Simon enrojeció—. ¿Qué pretende usted? ¿Que Jacqueline robó las perlas? Ella no hizo tal cosa. Estoy dispuesto a jurarlo. Jacqueline es muy recta. La mera idea de que ella pueda ser una ladrona es ridícula.
—
Oh, la, la, la!
—dijo Poirot inesperadamente—. Mi sugerencia ha removido el nido de avispas adormecidas al parecer.
La puerta se abrió y entró Race.
—Nada —dijo bruscamente—. Bien, tampoco lo esperábamos. Ahí vienen los camareros con el informe del resultado del registro de los pasajeros.
Un camarero y una camarera aparecieron en el umbral. El primero dijo:
—Nada, señor.
—¿Alguno de los señores objetó?
—Tan sólo el señor italiano. Protestó bastante. Manifestó que era un deshonor, algo por el estilo. Tenía una pistola encima.
—¿Qué clase de pistola?
—Una automática, marca «Mauser», del calibre 25.
—Los italianos son muy vehementes —dijo Simon—. Richetti se indignó en Wadi Halfa con una equivocación que hubo con un telegrama. Estuvo grosero con Linnet.
Race se dirigió a la camarera. Era una mujer guapa y corpulenta.
—Nada en ninguna de las señoras, señor. Protestaron bastante, excepto la señora Allerton. A propósito, la señorita Rosalía Otterbourne tenía una pistolita en su bolso.
—¿De qué clase?
—Muy diminuta, señor, con un puño de nácar. Una especie de juguete.
Race abrió los ojos asombrado.
—Qué caso más diabólico —murmuró—. Creí que habíamos descartado las sospechas de su parte y ahora..., ¿acaso todas las muchachas de este condenado barco llevan pistolas con puño de nácar?
Hizo una pregunta a la camarera.
—¿Objetó algo o mostró sentimiento cuando usted halló esa pistola?
—-No creo que ella lo notase. Yo estaba vuelta de espaldas cuando registraba los bolsos.
—Sin embargo, ella debe haber sabido que usted la encontraría. No lo entiendo. ¿Y la doncella?
—Hemos buscado por todo el barco. No podemos encontrarla por ninguna parte.
Race dijo pensativo:
—Ella podría haber robado las perlas. Es la única persona que tenía amplias facilidades para mandar hacer una imitación.
Se dirigió a la camarera una vez más.
—¿Cuándo la vieron por última vez?
—Una media hora antes de tocar la campana para el almuerzo, señor.
—Daremos un vistazo a su camarote —dijo Race—. Esto puede decirnos algo.
Abrió la marcha en dirección a la cubierta de abajo. Poirot le siguió. Abrieron la puerta del camarote y entraron.
Luisa Bourget, cuyo oficio era tener en orden los efectos personales ajenos, se había marchado de vacaciones. Diversos artículos aparecían esparcidos sobre la cómoda, una maleta estaba abierta con algunas ropas colgando por un costado de ella, impidiendo que se cerrase; varias prendas interiores pendían de los respaldos de las sillas.
Mientras Poirot abría los cajones del tocador, Race examinaba la maleta.
Los zapatos de Luisa estaban alineados a lo largo de la cama. Uno de ellos, de charol, parecía descansar de una manera extraordinaria, casi sin soporte. Era tan extraño que atrajo la atención de Race. Éste cerró la maleta y se inclinó sobre la hilera de zapatos. Luego emitió una exclamación.
Poirot giró sobre sus talones.
—
Qu'est ce qu'il y a?
Race respondió ceñudo:
—No ha desaparecido.
Ella está aquí... debajo de la cama...
El cuerpo de la muerta que en vida fuera Luisa Bourget yacía en el suelo del camarote. Los dos hombres se inclinaron sobre ella. Race se enderezó primero.
—Ha sido muerta hace cosa de una hora, en mi opinión. Llamaremos a Bessner. Apuñalada en la espalda. La muerte fue casi instantánea. No tiene muy bonito aspecto, ¿no es verdad?
El rostro oscuro y felino aparecía convulsionado al parecer de sorpresa y furia, los labios retorcidos mostraban los dientes.
Poirot se inclinó y suavemente alzó la mano derecha. La mano tenía algo entre los dedos. Desprendió la cosa y se la ofreció a Race.
—¿Ve lo que es?
—Dinero —dijo Race.
—El ángulo de un billete de mil francos, me imagino.
—Está claro lo que ha sucedido —declaró Race—. Ella sabía algo y estaba haciendo víctima de un chantaje al asesino. Esta mañana creímos que esta muchacha había hablado con toda franqueza.
Poirot exclamó.
—¡Hemos sido unos idiotas, unos necios! Deberíamos haber sabido. ¿Qué dijo?
«¿Qué podía haber visto y oído yo? Yo estaba en la cubierta de abajo. Naturalmente, si no hubiese podido dormir, si hubiese subido la escalera, entonces quizá podría haber visto a ese asesino, a ese monstruo, entrar o salir del camarote de madame, pero tal como es...»
¡Desde luego esto es lo que sucedió! ¡Ella subió! Vio a alguien entrar en el camarote de Linnet Doyle... o salir. Y por su codicia, su insensata codicia, yace aquí...
—Y no estamos más cerca de conocer la verdad —terminó Race, malhumorado.
—No, no. Sabemos mucho más ahora. Sabemos, lo sabemos todo. Sólo que lo que sabemos parece increíble... Sin embargo, debe de ser así... ¡Bah! Qué necio fui esta mañana. Los dos creíamos que ella ocultaba algo y, sin embargo, no se nos ocurrió el motivo lógico: chantaje.
—Tiene que haber exigido dinero inmediatamente, para callarse —dijo Race—. Con amenazas. El asesino viene a su camarote, le da el dinero y luego...
—Y luego —agregó Poirot— ella lo cuenta. Oh, sí, conozco a esa clase de gente. Ella contaría el dinero y mientras lo contaba estaba desprevenida. El asesino atacó. Habiéndolo ejecutado con éxito, recogió el dinero y huyó, sin observar que este ángulo de uno de los billetes estaba roto.
—Podemos atraparlo por este dato —murmuró Race, con esperanza.
—Lo dudo —manifestó Poirot—. Examinará esos billetes y probablemente observará la rotura. Desde luego, si fuera de disposición parsimoniosa, no destruiría un billete de mil, pero me temo mucho que su temperamento sea el opuesto.
—¿Cómo saca usted esta conclusión?
—Este crimen y el asesinato de la señora Doyle exigían ciertas cualidades..., valor, audacia, audaz ejecución, acción relampagueante..., y esas cualidades no están de acuerdo con una disposición prudente y ahorrativa.
Race meneó tristemente la cabeza.
—Haré que Bessner venga —dijo.
El examen del grueso doctor no ocupó mucho tiempo.
—Ha estado muerta desde hace más de una hora —anunció—. La muerte fue muy rápida, inmediata.
—¿Qué arma cree que se utilizó?
—Eso es muy interesante. Fue algo muy delgado, muy agudo, muy delicado, como un bisturí de los que yo poseo.
—Supongo —dijo Race suavemente— que ninguno de sus cuchillos ha... desaparecido, doctor.
—¿Qué dice usted? ¿Cree usted que yo, Carlos Bessner, tan bien conocido en todo Austria, con mis clínicas, con tantos pacientes aristocráticos, que yo he matado a una vulgar
femme de chambre?
¡Ah, es ridículo, absurdo lo que usted dice! Ninguna de mis herramientas ha desaparecido, ni una sola. Todas están aquí, en sus sitios. Puede usted verlo por sí mismo. No olvidaré este insulto a mi profesión.