Poirot en Egipto (22 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Poirot en Egipto
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Poirot cambió precipitadamente el tema. Tenía el propósito de efectuar una compra importante en una de las tiendas de Assuán. Algunas telas atractivas, de oro y púrpura, en uno de los establecimientos indios. Desde luego, habría que pagar derechos de Aduana...

—Me han dicho que pueden, ¿cómo se dice?, expedírmelas. Y que el coste no será muy elevado. ¿Cree usted que llegarán bien?

La señora Allerton dijo que mucha gente, así lo había oído decir, se hacía mandar los géneros a Inglaterra y que todo llegaba perfectamente.

—Bien. Entonces haré eso. ¡Pero las molestias que uno sufre si le llega un paquete de Inglaterra! ¿Ha tenido alguna experiencia de esto? ¿Le han llegado algunos paquetes durante su viaje?

—Creo que no. ¿Hemos recibido algunos, Tim? Recibimos libros de vez en cuando, pero desde luego, no producen ninguna molestia.

—¡Ah, no! Los libros es diferente.

Se habla servido el postre. Ahora, sin previo aviso, el coronel Race se puso en pie y pronunció su discurso.

Refirió las circunstancias del crimen y anunció el robo de las perlas. Iba a efectuarse un registro del barco y agradecería a todos los pasajeros que permaneciesen en el salón hasta que todo esto hubiese acabado. Luego, si los pasajeros consentían, como él estaba seguro de que así sería, ellos mismos tendrían la bondad de someterse a un registro.

Poirot llegó al lado de Race y murmuró algo a su oído cuando éste se disponía a salir del comedor. Race escuchó. Asintió con la cabeza e hizo una señal al camarero.

Le dijo unas palabras. Luego, junto con Poirot, salió a cubierta, cerrando la puerta detrás de él.

—No es mala su idea —declaró Race—. Pronto veremos el resultado.

La puerta del comedor se abrió y el mismo camarero a quien hablaron un poco antes salió. Saludó a Race y dijo:

—Hay una señora que dice que es urgente que ella le hable a usted inmediatamente, sin tardanza. No puede esperar más.

—¡Ah! —El rostro de Race se llenó de satisfacción—. ¿Quién es?

—La señorita Bowers, señor.

Una ligera sombra de sorpresa apareció en el rostro de Race. Dijo:

—Llévela al salón de fumar. Que no salga nadie más.

—Muy bien, señor.

Volvió al comedor. Poirot y Race fueron al salón de fumar.

—Bowers, ¿eh? —murmuró Race.

Apenas habían entrado en el salón cuando el camarero reapareció seguido de la señorita Bowers. La introdujo y salió.

—¿Bien, señorita Bowers? —El coronel Race la miró interrogante—. ¿Qué hay?

La señorita Bowers tenía el mismo aire tranquilo y sereno de siempre.

—Me perdonará usted, coronel Race —dijo—. Pero dadas las circunstancias, he pensado que lo mejor sería hablarle a usted inmediatamente —abrió su bolso negro— y devolverle esto.

Sacó un collar y lo depositó sobre la mesa.

Capítulo XXI

Si la señorita Bowers hubiera sido de la clase de mujeres que disfrutan creando una sensación, habría sido recompensada ampliamente por el resultado de su acción.

Un gesto de asombro cruzó por el rostro del coronel Race cuando recogió las perlas de la mesa.

—Esto es sumamente extraordinario —declaró—. ¿Quiere tener la bondad de explicarse, señorita Bowers?

—Naturalmente. A eso he venido. Me fue difícil decidir lo que me convendría hacer. La familia quiere, naturalmente, evitar el escándalo y confía en mi discreción, pero las circunstancias son tan extraordinarias que no me dejan ninguna opción. Por supuesto, al no encontrar nada en los camarotes sometería a un registro a los pasajeros, y si encontrasen las perlas en mi poder la situación sería delicada, y, de todos modos, se averiguaría la verdad.

—¿Y cuál es la verdad? ¿Tomó usted estas perlas del camarote de la señora Doyle?

—¡Oh, no, coronel Race! Desde luego que no. La señorita Van Schuyler las cogió.

—¿La señorita Van Schuyler?

—Sí. Ella no puede remediarlo, ¿sabe usted?, pero ella... coge cosas. Especialmente, joyas. Realmente, por esto estoy siempre alerta y afortunadamente no ha habido ningún incidente desde que he estado con ella. Hay que estar siempre alerta. Y ella ocultaba las cosas siempre en el mismo sitio, envueltas en un par de medias, y por tanto no es muy difícil descubrirla. Todas las mañanas las miro. Desde luego, tengo el sueño ligero y siempre duermo a su lado y con la puerta contigua abierta, si es en un hotel, de modo que usualmente siempre la oigo... Luego la sigo y la persuado a que vuelva a la cama. Por supuesto, ha sido algo más difícil a bordo de un barco. Pero habitualmente no lo hace de noche. Se trata más bien de coger cosas que ella ve abandonadas. Naturalmente, las perlas ejercen una gran atracción sobre ella.

La señorita Bowers dejó de hablar.

—¿Cómo descubrió que habían sido sustraídas?

—Estaban en sus medias esta mañana. Naturalmente sabía de quién eran. Las he visto a menudo. Fui a restituirlas a su sitio, esperando que la señora Doyle no se habría levantado todavía y no habría descubierto su pérdida. Pero había un camarero de pie allí y me dijo lo del asesinato y que no podía entrar nadie. Puedo asegurarle que he pasado una mañana muy desagradable cavilando lo que podía hacer. Usted comprende, la familia Van Schuyler es tan distinguida... Sería un horror que esto apareciese en los periódicos. Pero no será necesario, ¿verdad?

—Depende de las circunstancias —respondió el coronel Race cautelosamente—. Pero desde luego haremos cuanto sea posible por usted. ¿Qué dice a esto la señorita Van Schuyler?

—¡Oh!, lo negará. Como siempre. Dice que algunas personas malvadas lo han puesto allí. No confiesa nunca que ha cogido algo. Por eso si se la coge a tiempo, vuelve a la cama como un corderito. Dice que salió a contemplar la luna o algo por el estilo.

—¿La señorita Robson conoce esta... flaqueza?

—No. Su madre lo sabe, pero ella es una muchacha de pocas luces y su madre pensó que sería mejor que no supiese nada.

—Tenemos que darle las gracias, mademoiselle, por venir a nosotros tan pronto —dijo Poirot.

—Espero que he hecho bien.

—Puede estar segura de que así es.

—Verá usted, habiendo ocurrido un asesinato también...

El coronel Race la interrumpió. Su voz sonó grave.

—Señorita Bowers. Voy a hacerle una pregunta y deseo hacerle comprender que es necesario que la responda usted verazmente. La señorita Van Schuyler sufre un trastorno mental hasta el punto de ser cleptómana. ¿Tiene también tendencias homicidas?

—¡Oh, no! Nada de eso. Puede usted creerme. La vieja señorita sería incapaz de hacer daño a una mosca.

La respuesta fue pronunciada con tanta seguridad que, al parecer, no había que preguntar más. Sin embargo, Poirot intercaló una pregunta suave:

—¿Sufre la señorita de sordera?

—En realidad sí, señor Poirot. Aunque no es cosa que se nota, si usted habla con ella. Pero con frecuencia no oye cuando una persona entra en una habitación. Cosas por el estilo.

—¿Cree usted que oyó a alguien moviéndose por el camarote de la señora Doyle, que está situado al lado del suyo?

—No lo creo. Verá usted, la litera está al otro lado del camarote, no arrimada a la pared divisoria. No, no creo que oyese nada.

Race preguntó:

—¿Quizá volverá usted al comedor a esperar en compañía de los demás?

Le abrió la puerta y la siguió con la mirada mientras ella descendía y entraba en el comedor. Luego cerró la puerta y volvió a la mesa. Poirot había cogido las perlas.

—Bien —dijo Race, ceñudo—. Esa reacción se produjo muy pronto. Es una joven muy astuta y calculadora, muy capaz de tenernos pendientes de alguna otra cosa, si lo cree conveniente. ¿Qué opina de la señorita Van Schuyler ahora? No creo que podamos eliminarla de los posibles sospechosos Ella
podría
muy bien haber cometido el asesinato para apoderarse de esas perlas. No podemos aceptar la palabra de la enfermera. Ella está dispuesta a favorecer a la familia

—Podemos creer, a mi entender, que esa parte de la historia de la vieja dama es cierta. Ella, en efecto, se asomó a la puerta de su camarote y vio a Rosalía Otterbourne. Pero no creo que oyese nada ni a nadie en el camarote de Linnet Doyle. Creo que, sencillamente, se asomaba preparándose para ir a sustraer las perlas.

—¿La muchacha Otterbourne estaba allí entonces?

—Sí. Tirando las bebidas de la madre al río.

—¡De modo que era eso! Ha de ser un tormento para la joven.

—Sí, su vida no ha sido muy alegre,
cette pauvre petite Rosalie
.

—Bien, me alegro de que esto esté aclarado. ¿Ella no vio ni oyó nada?

—Se lo pregunté. Respondió, al cabo de unos veinte segundos, que no vio a nadie.

—¿Eh? —Race frunció el ceño.

—Sí, es muy sugestivo.

—Si Linnet fue muerta a eso de la una y diez, después de cesar los ruidos del barco, me asombra que nadie oyera el tiro. Concedo que una pistola como esa no haría gran ruido, pero de todos modos, hasta un simple taponazo de un corcho debiera haberse oído. Pero ahora comienzo a comprenderlo mejor. El camarote del lado de delante de ella estaba desocupado, dado que su marido se encontraba en el camarote del doctor Bessner. El de la parte de popa estaba ocupado por la Van Schuyler, que es sorda. Esto deja solamente...

Hizo una pausa y miró a Poirot, que movió afirmativamente la cabeza.

—El camarote contiguo al de ella, al otro lado del barco. En otras palabras: Pennington. Al parecer siempre volvemos a él.

—¡Volveremos a él pronto, sin guante blanco! ¡Ah, sí! Quiero tener ese gusto.

—Entretanto, será mejor que continuemos el registro del barco. Las perlas constituyen aún una excusa conveniente aunque las hayan restituido. No es probable que la señorita Bowers anuncie el hecho.

—¡Ah, las perlas!

Poirot las puso contra la luz una vez más. Luego, con un suspiro, las arrojó sobre la mesa.

—Surgen más complicaciones, amigo mío —declaró—. No soy un experto en piedras preciosas, pero he visto muchas en mis tiempos y estoy bastante seguro de lo que digo.
Estas perlas son tan sólo una hábil imitación.

Capítulo XXII

El coronel Race juró enérgicamente.

—Este maldito caso se embrolla cada vez más. —Cogió las perlas—. ¿No habrá sufrido un error? A mí me parecen buenas.

—Son una bonísima imitación...

—¿Adonde nos conduce eso? Supongo que Linnet Doyle no se mandó hacer un collar de imitación para viajar con él para seguridad. Muchas mujeres lo hacen.

—No, no creo. Yo estuve admirando las perlas de la señora Doyle la primera noche, en el barco, y por su maravilloso lustre tengo el convencimiento de que usaba las legítimas entonces.

—Esto presenta dos posibilidades. Primera, que la señorita Van Schuyler sustrajo tan sólo el collar falso después de que las perlas legítimas las robó alguna otra persona. Segunda, que la historia de la cleptómana es pura invención. O la señorita Bowers es una ladrona e inventó rápidamente la historia y aplacó las sospechas entregando las perlas falsas, o bien todos ellos están complicados. Es decir, son una banda de hábiles ladrones de joyas que pasan bajo el disfraz de una familia norteamericana muy distinguida.

—Sí —murmuró Poirot—. Es difícil decirlo. Pero apuntaré una cosa: hacer una copia perfecta y exacta de las perlas, con broche y todo, lo suficientemente bien para poder engañar a la señora Doyle, es una realización técnica muy hábil. No era posible ejecutarlo apresuradamente. Quien copió esas perlas debe haber tenido una buena ocasión para estudiar el original.

Race se puso en pie.

—Es inútil hablar de eso ahora. Continuaremos la operación. Hemos de encontrar las perlas legítimas. Al mismo tiempo hemos de tener los ojos abiertos.

Registraron primeramente los camarotes de la cubierta inferior.

El del señor Richetti contenía varias obras arqueológicas en diferentes lenguas, un surtido variado de ropa, lociones para el cabello de perfume muy fuerte y dos cartas personales: una de su hermana residente en Roma. Sus pañuelos eran todos de seda de colores.

Pasaron al camarote de Ferguson.

Había un surtido de literatura comunista, muchas instantáneas, Erewhom, de Samuel Butlet, y una edición económica del Diario de Pepy. Sus efectos personales no eran muchos, la mayor parte de las ropas que había estaban rotas y sucias; la ropa interior, por el contrario, era de muy buena calidad. Los pañuelos eran de lienzo muy caro.

—Algunas discrepancias interesantes —murmuró Poirot.

Race asintió.

—Parece extraño que no haya ninguna carta personal, papeles, etcétera.

—Sí, esto da que pensar. Ferguson es un joven muy extraño.

Contempló pensativo un anillo de sello que tenía en la mano, antes de ponerlo en el cajón donde lo encontraron.

Fueron al camarote ocupado por Luisa Bourget. La doncella comía después que los otros pasajeros, pero Race había ordenado que la buscasen y la llevasen al comedor a reunirse con los otros. Un camarero les salió al encuentro.

—Lo siento, señor —se excusó—. Pero no he podido encontrar a la joven por ninguna parte. No sé adonde puede haber ido.

Race miró en el camarote. Estaba desierto. Subieron a la cubierta de paseo y empezaron por el lado de estribor. El primer camarote era el ocupado por Jaime Fanthorp. Allí estaba todo cuanto había en orden meticuloso. Él viajaba con pocas cosas, pero todo cuanto tenía era de buena calidad.

—No hay ninguna carta —musitó Poirot pensativamente—. Nuestro señor Fanthorp tiene mucho cuidado en destruir su correspondencia.

Pasaron al camarote de Timoteo Allerton, que estaba contiguo.

Había allí pruebas de un espíritu anglocatólico, un exquisito tríptico y un gran rosario de madera tallada. Además de las ropas personales, había un manuscrito incompleto, con muchas anotaciones, y una buena colección de libros, la mayoría de ellos publicados recientemente. Había también una cantidad numerosa de cartas tiradas de cualquier manera en un cajón. Poirot, que nunca tenía el menor escrúpulo en leer correspondencia ajena, las examinó. Observó que entre ellas no había ninguna de Juana Southwood. Cogió un tubo de secotina, lo retuvo distraídamente entre los dedos un minuto o dos y luego dijo:

—Prosigamos.

—No hay pañuelos baratos —dijo Race, reponiendo rápidamente el contenido del cajón.

A continuación visitaron el camarote de la señora Allerton. Estaba exquisitamente aseado y un olor suave y anticuado a lavanda saturaba el lugar. El registro terminó pronto. Race observó cuando salían:

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