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Authors: Agatha Christie

Poirot en Egipto (24 page)

BOOK: Poirot en Egipto
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El doctor Bessner cerró con violencia su caja de instrumentos, la tiró y salió furioso del camarote.

—¡Uy! —dijo Simon—. Han sacado ustedes de sus casillas al viejo doctor.

—Es lamentable.

—Andan ustedes despistados. El viejo Bessner es una excelente persona.

—¿Quieren hacer el favor de salir de mi camarote ahora? Tengo que cambiarle la venda a la pierna de mi paciente.

La señorita Bowers había entrado con él y esperaba, erguida, en actitud profesional, que los otros saliesen.

Race y Poirot salieron sumisos. Race murmuró algo y se alejó. Poirot dobló hacia la izquierda. Oyó unos trozos de conversación femenina, una risa. Jacqueline y Rosalía estaban en el camarote de ésta.

La puerta estaba abierta y las dos muchachas estaban de pie cerca de ella. Cuando su sombra cayó sobre ellas alzaron la vista. Vio la sonrisa de Rosalía Otterbourne por primera vez —una sonrisa tímida y acogedora—, algo insegura, como de alguien que hace una cosa nueva y poco familiar.

—¿Hablaban ustedes del escándalo, mademoiselle? —le preguntó.

—No, señor —respondió Rosalía—. En realidad, comparábamos la pintura para los labios.


Les chiffons d'aujourd'hui
—murmuró Poirot.

Pero había algo mecánico en su sonrisa, y Jacqueline de Bellefort, más rápida y más observadora que Rosalía, lo vio. Ella dejó la barrita de labios y salió a cubierta.

—¿Ha ocurrido algo?

—Como usted adivina, mademoiselle, ha ocurrido algo.

—¿Qué?

—Otra muerte —declaró Poirot.

Rosalía contuvo el aliento. Poirot observaba atentamente. Observó en los ojos de la muchacha una expresión de alarma y consternación un minuto o dos.

—La doncella de la señora Doyle ha sido asesinada —dijo bruscamente.

—¿Asesinada? —gritó Jacqueline—. ¿
Asesinada
, dice usted?

—Sí, eso es lo que dije —aunque la respuesta iba dirigida a ella, observaba a Rosalía. A ésta habló a continuación—: Verá usted, esta doncella vio algo que no debía ver. Y así fue silenciada para el caso de que no callara.

—¿Qué vio?

De nuevo fue Jacqueline quien preguntó y otra vez la respuesta de Poirot fue dirigida a Rosalía. Era una extraña escena triangular.

—No cabe duda de lo que ella vio —declaró Poirot—. Vio a alguien entrar y salir del camarote de Linnet Doyle aquella noche fatal.

—¿Dijo lo que vio? —inquirió Rosalía.

Suave, tristemente, Poirot meneó la cabeza.

Se oyeron unos pasos en la cubierta. Era Cornelia Robson, desorbitados los ojos y sobresaltada.

—¡Oh, Jacqueline! —gritó—. Ha ocurrido una cosa terrible. Otra cosa horrible.

Jacqueline se volvió hacia Cornelia. Las dos avanzaron unos pasos. Casi inconscientemente Poirot y Rosalía avanzaron también en la otra dirección. Rosalía preguntó desesperada:

—¿Por qué me mira? ¿Qué piensa usted?

—Me hace usted dos preguntas. Yo le formularé una, a mi vez:
¿Por qué no me dice usted toda la verdad, mademoiselle?

—No sé lo que usted quiere decir. Se lo dije todo... esta mañana.

—No, hay cosas que no me dijo. No me dijo usted que lleva en su bolso una pistolita con un puño de nácar. No me dijo todo lo que vio aquella noche.

Ella enrojeció. Luego dijo con sequedad:

—No es verdad. Yo no tengo ningún revólver.

—No dije un revólver. Dije una pistolita que usted lleva en su bolso.

Ella giró sobre sus talones, entró como una flecha en su camarote y salió de nuevo; luego depositó el bolso gris en sus manos.

—Está usted diciendo tonterías. Mire usted mismo, si quiere.

Poirot abrió el bolso. No había ninguna pistola dentro. Devolvió el bolso a la muchacha, viendo su mirada despectiva y triunfal.

—No —dijo en tono suave—. No está ahí.

—Ya lo ve. No siempre tiene razón, señor Poirot. Y también se equivoca respecto a esas cosas ridículas que ha dicho.

—No, no lo creo.

—Es usted irritador —golpeó indignada con el pie en el suelo—. Se le mete una idea en la cabeza y no hay quien se la quite.

—Porque quiero saber la verdad.

—¿Cuál es la verdad? Parece usted conocerla mejor que yo.

Poirot dijo:

—¿Quiere usted decirme lo que vio? Si no me equivoco, ¿quiere confesar que tengo razón? Le diré lo que pienso. Creo que cuando dobló por la popa del barco, se detuvo involuntariamente porque vio a un hombre salir de un camarote situado en el centro de la cubierta, del camarote de Linnet Doyle, como usted se percató al día siguiente, y le vio salir, cerrar la puerta detrás de él y alejarse y luego quizás... entrar en
uno de los camarotes del extremo.

Ella no respondió.

Poirot dijo:

—Quizá se figura que es mejor no hablar. Quizá tema que si habla, la matarán a usted también.

Durante un momento el detective creyó que ella había picado en el cebo, que la acusación contra su valor había triunfado donde unos argumentos más sutiles fracasan.

Sus labios se abrieron, temblaron.

—No vi a nadie —contestó Rosalía Otterbourne.

Capítulo XXIV

La señorita Bowers salió del camarote del doctor Bessner, alisándose los puños de sus muñecas. Jacqueline dejó bruscamente a Cornelia y se aproximó a la enfermera.

—¿Cómo está él? —preguntó.

La señorita Bowers aparecía consternada.

—He de confesar que sentiré un alivio cuando podamos sacarle una radiografía y se le extraiga la bala. ¿Cuándo cree que llegaremos a Shellal, señor Poirot?

—Mañana por la mañana.

Jacqueline asió el brazo de la señorita Bowers y lo sacudió:

—¿Va a morirse? ¿Va a morirse?

—Oh, no, señorita Jacqueline. Es decir, espero que no. La herida en sí no es peligrosa. Pero no cabe duda de que es preciso hacerle una radiografía cuanto antes.

Jacqueline se volvió a tientas, cegada por las lágrimas, hacia su camarote. Una mano debajo del codo la sostenía y guiaba. Alzó la vista y a través de las lágrimas vio a Poirot a su lado. Se apoyó en él un poco y él la guió a través de la puerta del camarote. Ella se hundió en la cama y las lágrimas manaron más abundantes.

Poirot se encogió de hombros. Meneó tristemente la cabeza.

—¡Yo lo habré matado! Y le amo tanto...

Poirot suspiró:

—Demasiado...

Fue lo que pensó hacía mucho tiempo en el restaurante del señor Blondin. Eso pensó ahora. Titubeando dijo:

—De todos modos, no se guíe por lo que dice la señorita Bowers. ¡Las enfermeras son siempre tétricas! La enfermera de noche está siempre asombrada de que su paciente esté vivo por la noche, la enfermera de día, siempre se sorprende de que el paciente esté vivo por la mañana. Así son las enfermeras del hospital. Saben demasiado.

Jacqueline, a través de sus lágrimas, dijo:

—¿Trata de consolarme, señor Poirot?

—¡Eh,
bon Dieu
, sabe lo que trato de hacer! Usted ni debería haber emprendido este viaje.

—Ojalá no lo hubiese hecho. Ha sido horrible. Pero... pronto terminará, ahora.


Mais oui, mais oui.

—Y Simon irá al hospital y le someterán a un buen tratamiento y todo saldrá bien.

—¡Habla usted como una criatura!
¡Y vivieron felizmente para siempre jamás!
Eso es, ¿no es verdad?

—Señor, no he querido decir...

—Es demasiado pronto para pensar en semejante cosa. Es la frase hipócrita adecuada, ¿no es cierto? Pero usted tiene algo de latina, mademoiselle Jacqueline. Usted debería admitir los hechos, aunque no parezcan decorosos.
Le roi est mort, vive le roi!
El sol se ha puesto y la luna sale, ¿no es verdad?

—Usted no comprende. Él está apenado por mí, sufre porque sabe que estoy atormentada de pensar que le he herido gravemente.

Poirot meneó la cabeza.

—Ah, bien —dijo Poirot—. La piedad es un sentimiento elevado.

Salió de nuevo a cubierta. El coronel Race pasaba y le abordó al instante.

—Poirot. Buen muchacho. Le necesito. Tengo una idea —enlazando su brazo por entre el de Poirot, se lo llevó por la cubierta—. Simplemente una observación casual de Doyle. No me di cuenta entonces. Algo de un
telegrama
.


Tiens, c'est vrai...!

—Nada de particular, quizá, pero no se puede dejar ningún terreno inexplorado. Dos asesinatos y todavía estamos a oscuras

Poirot meneó la cabeza.

—No, no a oscuras. Al contrario.

Race le miró con curiosidad.

—¿Tiene alguna idea?

—Más que una idea.
Estoy seguro.

—¿Desde cuándo?

—Desde la muerte de la doncella, Luisa Bourget.

—Pero, ¿usted cree saberlo? —Race le miró con curiosidad—. Usted no lo diría si no estuviese seguro. Por mi parte, yo no puedo decir que lo veo claro. Tengo mis sospechas, desde luego.

—Usted es un gran hombre, mi coronel. Usted no dice:
«Dígame, qué es lo que piensa.»
Usted sabe que si pudiese hablar, lo haría. Pero antes hay que establecer muchas cosas. Pero piense un instante en las líneas que voy a indicar. Hay ciertos puntos... Hay una declaración de mademoiselle de Bellefort de que alguien oyó nuestra conversación aquella noche en el jardín de Assuán. Hay la declaración del señor Timoteo Allerton respecto a lo que oyó e hizo en la noche del crimen. Hay las respuestas significativas de Luisa Bourget a nuestras preguntas de esta mañana. Hay el hecho de que la señora Allerton bebe agua, que su hijo bebe whisky y soda y que yo bebo vino. Añada botellitas de esmalte para las uñas y el proverbio que yo cité. Y finalmente llegamos al punto culminante del caso: que la pistola estaba envuelta en un pañuelo tosco y una estola de terciopelo y había sido tirada por la borda...

Race permaneció silencioso y luego sacudió la cabeza.

—No —dijo—. No lo veo. Pero me parece adivinar adonde apunta. Mas, por lo que veo, no creo que pueda dar resultado.

—Pero sí, pero sí, usted está viendo solamente la mitad de la verdad. Y recuerde esto: hemos de empezar de nuevo, dado que nuestra primera concepción de la historia era enteramente equivocada. Esto es lo que algunas personas no quieren hacer. Conciben una hipótesis y quieren que todo encaje en ella. Si algún dato o pormenor no encaja en la hipótesis, la rechazan. Pero siempre
los hechos que no encajan
son los significativos. Desde un principio, me di cuenta de la
importancia de que la pistola desapareciese del escenario del crimen.
Sabía que debía significar algo, pero lo que ese algo era lo comprendí tan sólo hace media hora.

—¡Yo todavía no lo veo!

—¡Pero lo verá! Solamente reflexione a lo largo de las líneas que he indicado. Y ahora aclaremos este punto de un telegrama. Es decir, si el
Herr Doktor
nos quiere recibir.

El doctor Bessner estaba aún de humor de perros. En respuesta a la llamada apareció en el umbral con un rostro ceñudo.

—¿Qué hay? ¿Una vez más quieren ver a mi paciente? Ya les he dicho que no es prudente. Tiene fiebre. Ya ha tenido demasiada excitación hoy.

—Solamente una pregunta —manifestó Race—. Nada más, se lo aseguro.

Con un gruñido de descontento el doctor se apartó y los dos hombres entraron en el camarote. El doctor, gruñendo para sí, pasó por su lado.

—Volveré dentro de tres minutos —dijo—. Y luego, decididamente, se mancharán ustedes.

Simon Doyle miró de uno a otro de los dos interrogantes.

—Sí —dijo—. ¿Qué hay?

—Poca cosa. Una cosa de poca importancia —dijo Race—. Hace poco, cuando los camareros me dieron el informe, mencionaron que el señor Richetti había objetado escandalosamente. Manifestó usted que no le sorprendía, pues usted conocía que era hombre de mal genio y que estuvo en una ocasión grosero con su esposa acerca de un telegrama. ¿Puede contarnos eso?

—Fácilmente. Fue en Wadi Halfa. Acabábamos de regresar de la Segunda Catarata. Linnet pensó que había visto un telegrama para ella en el mostrador. Había olvidado que ya no se llamaba Ridgeway: y Richetti y Ridgeway son algo parecidos cuando están escritos en una escritura atroz. Así ella lo abrió, no lo entendió, y estaba descifrándolo cuando este Richetti llegó, se lo arrancó de la mano y empezó a farfullar poseído de rabia. Ella fue a excusarse y él estuvo horriblemente grosero con ella.

—¿Y sabe usted, señor Doyle, lo que decía aquel telegrama?

—Sí, Linnet leyó parte de él en voz alta. Decía...

Hizo una pausa. Hubo una conmoción fuera. Una voz estridente se aproximaba rápidamente.

—¿Dónde están el señor Poirot y el coronel Race? ¡Tengo que verles
inmediatamente!
Es muy importante Tengo una información de importancia vital. Yo... ¿Están con el señor Doyle?

Bessner no había cerrado la puerta. Tan sólo la cortina colgaba a través del umbral abierto. La señora Otterbourne la echó a un lado y entró como un ciclón. Tenía la faz enrojecida, el andar vacilante y su palabra insegura.

—Señor Doyle —dijo drásticamente—. ¡Sé quien mató a su esposa!

—¿Qué?

Simon la miró con asombro. También los otros dos la miraron.

La señora Otterbourne les lanzó una mirada de triunfo. Era feliz, gloriosamente dichosa.

Race dijo ásperamente:

—¿He de entender que usted posee pruebas de quién asesinó a la señora Doyle?

La señora Otterbourne se sentó en una silla y se inclinó hacia delante moviendo vigorosamente la cabeza.

—Ciertamente, las poseo. ¿Convendrán conmigo, no es cierto,
que quien mató a Luisa Bourget mató también a Linnet
Doyle? ¿Que los dos crímenes fueron ejecutados por una misma mano?

—Sí, sí —dijo Simon con impaciencia—. Desde luego, es comprensible. Continúe.

—Entonces mi información es válida. Sé quién mató a Luisa Bourget, por tanto sé quién mató a Linnet Doyle.

—¿Quiere decir que tiene una hipótesis acerca de quién mató a Luisa Bourget? —sugirió Race, escéptico.

—No; lo sé de cierto. Yo vi a esa persona con mis propios ojos.

Simon, enfurecido, gritó:

—Por amor de Dios, comience desde el principio. Dice usted que conoce a la persona que mató a Luisa Bourget.

La señora Otterbourne asintió con la cabeza.

—Les diré exactamente lo que ocurrió. Fue cuando bajé a almorzar. Apenas tenía ganas de comer. El horror de la reciente tragedia... bien, no necesito entrar en eso. Cuando estaba a mitad de camino, recordé que había dejado algo en el camarote. Dije a Rosalía que se adelantase, que continuase sin mí. Así lo hizo.

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