Poirot en Egipto (28 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Poirot en Egipto
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—¡Siempre el caballero! —dijo Tim en un rasgo humorístico—. ¡Tal vez pueda usted imaginarse lo molesto que fue para mi encontrar a mi madre tan amiga de usted! No soy un criminal lo bastante endurecido para departir amigable y alegremente con un detective poco antes de dar un golpe bastante arriesgado. Algunas personas pueden cobrar ánimos con ello. Yo no.

—Pero no le impidió intentarlo.

—No podía acobardarme hasta ese extremo. El cambio tendría que realizarse alguna vez y se me presentó una ocasión única en este barco: un camarote con dos puertas y Linnet tan preocupada con sus asuntos que no era probable que descubriese el cambio.

—Me pregunto si esto fue tan...

—¿Qué quiere decir?

Poirot pulsó el timbre.

—Voy a preguntarle a la señorita Otterbourne si quiere venir un momento.

Tim frunció el ceño, pero no dijo una sola palabra. Un camarero llegó, recibió la orden y salió con el mensaje.

Rosalía llegó unos minutos después. Sus ojos, enrojecidos por el reciente llanto, se dilataron al ver a Tim, pero su anterior actitud recelosa y retadora había desaparecido. Tomó asiento y con docilidad miró a Race y a Poirot.

—Sentimos molestarla, señorita Otterbourne —disculpóse Race con voz dulce. Estaba algo enojado con Poirot.

—No importa —contestó la muchacha.

—Es necesario aclarar uno o dos puntos —dijo Poirot—. Cuando le pregunté si vio a alguien en la cubierta de estribor a la una y diez de esta madrugada, su respuesta fue que no vio a nadie. Afortunadamente he podido descubrir la verdad sin su ayuda. El señor Allerton ha confesado que estuvo en el camarote de Linnet Doyle, anoche.

Ella lanzó una rápida mirada a Tim. Éste, con el rostro ceñudo, asintió con la cabeza.

—¿La hora exacta, señor Allerton?

—Exacta —respondió Tim.

Rosalía le miraba con asombro. Sus labios temblaron visiblemente.

—Pero usted no... usted no...

—No, yo no la maté —dijo el joven rápidamente—. Soy un ladrón, pero no un asesino.

—La historia del señor Allerton —dijo Poirot— es que entró en el camarote anoche y cambió un collar de pellas falsas por las legítimas.

—¿Usted hizo eso? —preguntó Rosalía.

—Si —corroboró Tim.

Hubo una pausa. El coronel Race se movió, nervioso. Poirot dijo en voz extraña:

—Esa, como digo, es la historia del señor Allerton, en parte, confirmada por su declaración. Es decir, existe la prueba de que él visitó el camarote de Linnet Doyle anoche,
pero no hay pruebas que demuestren por qué lo hizo.

Tim lo miró con asombro.

—¡Pero usted lo sabe!

—¿Qué sé yo?

—Pues... usted sabe que yo cogí las perlas.


Mais oui, mais oui.
Yo sé que tiene las perlas,
pero
no sé cuándo las cogió. Puede haber sido antes de la noche pasada. Acaba usted de decir que Linnet Doyle no habría notado la sustitución. No estoy seguro de eso. Suponiendo que anoche amenazó con denunciar el hecho y que usted sabía que ella tenía verdaderamente esa intención... Y suponiendo que usted oyó la escena del salón entre Jacqueline de Bellefort y Simon Doyle, y tan pronto como el salón quedó desierto usted entró y se apoderó de la pistola; y luego, una hora más tarde, cuando en el barco reinaba la calma, usted penetró sigilosamente en el camarote de Linnet Doyle y se aseguró de que no se efectuaría la denuncia...

—¡Dios mío! —exclamó Tim. Desde su rostro pálido, dos ojos torturados miraron mudos, alucinados, a Poirot.

—Pero —continuó éste— alguien más le vio a usted, la muchacha Luisa. Al día siguiente, ella fue a verle y quiso hacerle víctima de un chantaje. Debía usted pagar generosamente, o bien ella denunciaría lo que sabía. Usted comprendió que someterse a un chantaje sería el principio del fin. Fingió usted asentir, acordaron una cita para que usted fuese al camarote de ella, poco antes del desayuno, con el dinero. Entonces, cuando ella contaba los billetes, usted la acuchilló.

»Pero de nuevo la suerte estuvo en contra de usted. Alguien le vio ir al camarote de la muchacha... —se volvió hacia Rosalía—. Su madre. Tuve usted que actuar otra vez con gran peligro, temerariamente, pero era la única posibilidad. Oyó usted a Pennington hablar de su revólver. Entró usted en su camarote, se apoderó del arma, escuchó fuera del camarote del doctor Bessner y mató a la señora Otterbourne antes de que ella pudiese revelar su nombre...

—¡No! —gritó vivamente Rosalía—. ¡Él no lo hizo! ¡Él no lo hizo!

—Después de eso, usted hizo
la única cosa que podía hacer
: corrió hacia la popa, y cuando yo corrí tras de usted, había usted doblado y simuló venir en dirección
opuesta
. Usted había manejado el revólver con guantes,
esos guantes estaban en su bolsillo cuando yo se los pedí...

Tim interrumpió:

—¡Juro ante Dios que eso no es verdad, ni una sola palabra de ello! —Pero su voz temblorosa no convenció.

Fue entonces cuando Rosalía Otterbourne les sorprendió.

—¡Desde luego que no es verdad! ¡Y el señor Poirot lo sabe! Lo dice por algún motivo suyo.

—Mademoiselle es demasiado inteligente. Pero ¿usted convendrá en que era un buen caso?

—¡Qué demonios...! —Tim empezó con creciente furia, pero Poirot alzó una mano.

—Hay un caso muy bueno contra usted, señor Allerton. Quería que usted se diese cuenta de ello. Ahora le diré alguna cosa más desagradable.
Todavía no he examinado aquel rosario en su camarote
. Puede ser que cuando lo haga,
no encuentre nada allí
. Las perlas fueron sustraídas por una cleptómana que las ha restituido desde entonces. Están en una cajita sobre la mesa junto a la puerta, si es que quiere examinarlas bien con mademoiselle.

—Gracias —dijo—. No tendrá que ofrecerme otra ocasión para vivir rectamente.

Abrió la puerta para la muchacha. Ella pasó y, recogiendo la cajita de cartón, él la siguió. Echaron a andar juntos, uno al lado del otro. Tim abrió la caja, sacó el collar de perlas falsas y lo arrojó al Nilo.

—Ya está —dijo—. Eso ha desaparecido. Cuando devuelva la caja a Poirot, contendrá el collar legítimo. ¡Qué necio he sido!

—En primer lugar —dijo Rosalía en voz baja—, ¿por qué hizo eso? ¿Cómo llegó a hacer eso?

—¿Cómo empecé, quiere decir? ¡Oh, no lo sé! Por aburrimiento, por pereza, por diversión. Es un modo mucho más atractivo de ganarse la vida que estar dándole vuelta a la noria de un empleo. Le debe parecer a usted muy sórdido, pero esto tenía cierta atracción... el riesgo, supongo.

—Creo comprender.

—Sí, pero usted no lo haría jamás.

—No —declaró sencillamente—. Yo no lo haría.

—¡Oh, querida, es usted tan adorable! —dijo él—. ¿Por qué no quiso decir que me vio anoche?

—Pensé que sospecharían de usted.

—¿Sospechó usted de mí?

—No. No podía creer que usted matara a una persona.

—No. Yo no estoy hecho de la madera que los asesinos están hechos. No soy más que un miserable y vulgar ladronzuelo.

—No diga eso.

Él la cogió la mano.

—Rosalía, ¿sabría usted... sabría usted lo que quiero decir? ¿O me despreciaría siempre y me lo echaría en cara?

—Hay cosas —contestó ella, sonriendo levemente— que usted podría arrojarme en cara también...

—¡Rosalía, querida...!

Pero ella se contuvo un minuto más.

—Está... Juana...

Tim dio un grito.

—¿Juana? Es usted tan mala como mamá. No me importa un pito Juana.

—No es necesario que su madre lo sepa nunca —dijo Rosalía después de una pausa.

—No estoy seguro. Creo que se lo diré. Mamá es muy valiente. Tiene mucho aguante. Sí, creo que voy a destrozar sus ilusiones maternales. Sentirá tanto alivio al saber que mis relaciones con Juana eran puramente comerciales, que me lo perdonará todo.

Habían llegado al camarote de la señora Allerton y Timoteo llamó con firmeza en la puerta. Se abrió ésta y la señora Allerton apareció en el umbral.

—Rosalía y yo... —anunció Tim. Hizo una pausa.

—¡Oh!, queridos —dijo la señora Allerton. Abrazó a Rosalía—. Mi querida, mi pequeña niña... Siempre he abrigado la esperanza... pero Tim es tan fastidioso... y fingía que no te quería. ¡Pero desde luego, yo lo veía todo!

—Ha sido usted tan buena conmigo... siempre. Yo deseaba... —Se interrumpió y sollozó feliz en el hombro de la señora Allerton.

Capítulo XXVIII

Cuando la puerta se cerró detrás de Tim y Rosalía, Poirot dirigió una mirada tímida, de disculpa, al coronel Race. El coronel estaba algo ceñudo.

—Consentirá usted mi arreglo, ¿eh? —suplicó Poirot—. Es irregular. Sé que es irregular, en efecto; pero tengo en alta consideración la felicidad humana.

—No tiene ninguna consideración por la mía —replicó Race.

—Esa
jeune fille
; siento ternura hacia ella, y ella ama al joven. Será un casamiento excelente; ella posee la energía que él necesita; la madre la quiere.

—En realidad, el casamiento se ha arreglado por el Cielo y Hércules Poirot. Todo lo que yo he de hacer es transigir.

—Pero,
mon ami
, ya le dije que era todo conjetura de mi parte.

—Por mi parte, está bien —declaró—. ¡No soy un maldito policía, gracias a Dios! Me atrevo a decir que el joven idiota irá recto ahora. La muchacha es recta. ¡No; de lo que me quejaba es del tratamiento que me da a mí! ¡Soy un hombre paciente, pero mi paciencia tiene límites! ¿Sabe usted quién cometió los tres asesinatos en este barco, o no?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué andar con tantos rodeos?

—¿Cree que yo simplemente me divierto con estas cosas, con los resultados incompletos? ¿Y le molesta? Pero no es eso. Una vez fue profesionalmente en una expedición arqueológica y aprendí algo. En el curso de una excavación, alguna cosa sale a la superficie, se limpia todo, muy cuidadosamente, a su alrededor. Se quita la tierra suelta, se rasca aquí y allí con un cuchillo hasta que, finalmente, se encuentra el objeto allí solo, dispuesto a ser extraído y fotografiado sin ninguna materia extraña que sirva de confusión. Eso es lo que he tratado de hacer: quitar toda la materia extraña con el objeto de que pudiéramos ver la verdad, la verdad desnuda y brillante.

—Bien —dijo Race—. Veamos la verdad desnuda y brillante. No fue Pennington. No fue el joven Allerton. Supongo que no fue Fleetwood. Oigamos quién fue.

—Voy a decírselo, mi amigo.

Llamaron a la puerta. Race profirió una maldición ahogada. Eran el doctor Bessner y Cornelia. Esta última estaba acongojada.

—¡Oh, coronel Race! —exclamó—. La señorita Bowers acaba de decirme lo de prima María. Ha sido un golpe terrible. Dijo que no podía soportar la responsabilidad más tiempo y que sería mejor que yo lo supiese por ser yo una de la familia. No podía dar crédito a mis oídos al principio, pero el doctor Bessner se ha portado maravillosamente.

—No, no —protestó el doctor.

—Ha sido tan bondadoso, explicándomelo todo, y diciéndome que realmente hay personas que no pueden remediarlo. Tiene algunos cleptómanos en su clínica. Y me ha explicado que muy a menudo obedece a una neurosis profundamente arraigada —Cornelia repitió las palabras con temor—. Está arraigado profundamente en el subconsciente; a veces se trata de una cosita que ocurrió en la niñez. Y ha curado a mucha gente haciendo recordar lo pasado y lo que aquella cosita era —Cornelia hizo una pausa, cobró aliento y prosiguió—: Pero me quita el sosiego pensar que todo eso puede divulgarse. Sería terrible en Nueva York. Todos los periódicos hablarían del caso. Prima María y mamá y todo el mundo, no podrían ya levantar la cabeza.

Race suspiro.

—No se atormente. Ésta es una Casa del Silencio.

—Perdón, coronel Race, ¿qué decía?

—Trataba de decir que todo, menos un asesinato, se calla aquí.

—¡Oh! —Cornelia entrelazó las manos—. ¡Qué alivio! He estado muy preocupada.

—Tiene usted el corazón demasiado tierno —dijo el doctor Bessner, dándole unas palmaditas en el hombro. Dijo a los otros—: Posee una naturaleza muy sensitiva y bella.

—¡Oh! Realmente, no. Es usted demasiado bondadoso.

—¿Han visto al señor Ferguson? —murmuró Poirot.

Cornelia se ruborizó.

—No. Pero prima María ha estado hablando de él.

—Al parecer, el joven es un aristócrata —dijo el doctor Bessner—. He de confesar que no lo parece. Sus ropas son horribles. Ni por un momento parece ser un hombre bien criado.

—¿Y qué opina usted, mademoiselle?

—Creo que debe estar completamente loco —respondió Cornelia.

Poirot se dirigió al doctor.

—¿Cómo está su paciente?


Ach
, admirablemente. Acabo de tranquilizar a la pequeña Fraulein de Bellefort.

—Puesto que Doyle se encuentra bien, no hay motivo para que no vayamos a reanudar nuestra conversación de esta tarde. Nos hablaba de un telegrama —dijo el coronel Race.

El corpachón de Bessner paseó de un lado a otro.

—¡Jo, jo, jo, fue muy cómico! Doyle me habló de ello. Era un telegrama que hablaba de verduras, patatas, berenjenas, cebollas...

Con una exclamación ahogada, Race se irguió en su silla.

—¡Dios santo! —exclamó—. ¿De modo que es eso? ¡Richetti! —Giró la vista mirando a tres rostros que no le comprendían—. Una nueva clave: fue usada en la rebelión sudafricana. Patatas significan ametralladoras, berenjenas son explosivos de alta potencia, etc. ¡Richetti es tan arqueólogo como yo! Es un agitador peligrosísimo, un hombre que ha matado más de una vez; y aun juraría que ha matado otra vez. La señora Doyle abrió el telegrama por error. Si
ella repitiese alguna vez lo que contenía, delante de mi, él sabría que le descubriría
—se volvió hacia Poirot—: ¿Tengo razón? —le preguntó—. ¿Es Richetti el hombre?

—Él es su hombre —dijo Poirot—. Siempre he pensado que ese individuo era sospechoso. Representaba su papel demasiado a la perfección; era todo arqueología, apenas era ser humano. —Hizo una pausa y agregó—: Pero no fue Richetti quien mató a Linnet Doyle. Durante algún tiempo he sabido lo que puedo llamar la «primera parte» del crimen. Conozco la segunda parte también. El cuadro está completo. Pero ha de comprender que aunque sé lo que debe de haber sucedido,
no poseo ninguna prueba de que sucedió
. Intelectualmente, el caso es satisfactorio. No hay más que una esperanza: una confesión del asesino.

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