Authors: Agatha Christie
—Hay lo que se llama posición social, señor Ferguson.
La puerta se abrió y Cornelia entró. Se detuvo en seco al ver a su temible prima María conversando con su presunto pretendiente.
El atroz y ofensivo señor Ferguson volvió la cabeza sonrió ampliamente y llamó:
—Venga, Cornelia Estoy pidiendo su mano del modo más convencional.
—¡Cornelia! —tronó la señorita Van Schuyler y su voz era verdaderamente terrible—, ¿has alentado, has incitado a este joven?
—Yo., no, desde luego... a lo menos... no exactamente... quiero decir...
—Ella no me ha alentado —declaró Ferguson, ayudándola—; yo lo he hecho todo. Ella realmente tiene un corazón muy bondadoso. Cornelia, su tía dice que yo no soy bastante bueno para usted. Eso, desde luego, es verdad, pero no del modo que ella quiere decir. Mi naturaleza moral ciertamente no iguala a la suya, pero su argumento es que yo estoy socialmente por debajo de usted.
—Eso, creo yo, es igualmente obvio para Cornelia —dijo la señorita Van Schuyler.
—¿Sí? —el señor Ferguson le dirigió una mirada escrutadora— ¿Por eso no quiere casarse conmigo?
—No, no es eso —Cornelia se ruborizó—. Si usted me gustase, me casaría, no importa quién fuese usted.
Las lágrimas amenazaron con abrumarla. Salió precipitadamente del salón.
—En conjunto —dijo el señor Ferguson— no está demasiado mal como principio —se reclinó en su silla, miró al techo, silbó, cruzó las rodillas y observó—: Todavía la llamaré tía.
—Salga de este salón al instante, señor, o llamaré al camarero.
—He pagado mi billete —replicó el señor Ferguson— y no puede echarme del salón público. Pero la complaceré —se dirigió pausadamente hacia la puerta y salió.
Ahogándose de rabia, la señorita Van Schuyler se incorporó. Poirot, emergiendo discretamente de detrás de la revista que tenía en las manos, se puso en pie de un salto y la saludó reverente.
—Muchas gracias, señor Poirot. Si tuviera la bondad de decirle a la señorita Bowers que venga... estoy indispuesta, ¡Ese insolente joven!
—Es algo excéntrico —dijo Poirot—. Como casi todos los de la familia. Demasiado mimado, desde luego. Siempre inclinado a batirse con los molinos de viento. —añadió en tono indiferente—: Usted le reconoció, ¿no es cierto?
—¿Que le reconocí?
—Sí, es el joven lord Dawlish. Inmensamente rico, desde luego. Pero se hizo comunista en Oxford.
La señorita Van Schuyler, mostrando en su rostro un campo de batalla de emociones antagónicas, dijo:
—¿Cuánto tiempo hace que usted sabe esto, señor Poirot?
Poirot se encogió de hombros.
—Vi una fotografía en un periódico, y observé el parecido. Luego encontré un anillo, un sello, con un escudo de armas grabado en él. Oh, no cabe duda, se lo aseguro.
Tuvo un momento de júbilo leyendo las expresiones que se sucedieron en la cara de la dama. Finalmente, con una graciosa inclinación de cabeza, ella dijo:
—Le estoy muy agradecida, señor Poirot.
Poirot la siguió con la mirada cuando ella salió del salón y sonrió. Luego se sentó y su rostro se tornó grave de nuevo. Estaba absorto en sus pensamientos. De vez en cuando movía afirmativamente la cabeza.
—
Mon ami
—murmuró al fin—. Todo encaja.
Race le encontró sentado todavía allí.
—Bien, Poirot, ¿qué hay? Pennington llegará dentro de diez minutos. Dejo esto en sus manos.
—Primero haga buscar a Fanthorp.
—¿Fanthorp? —preguntó Race sorprendido.
—Sí. Llévelo a mi camarote.
Race asintió y salió. Poirot fue a su camarote. Race llegó con el joven Fanthorp un minuto después. Poirot indicó unas sillas y ofreció cigarrillos.
—Ahora, señor Fanthorp —dijo—, vamos a nuestro asunto. Observo que usa la misma corbata que usa mi amigo Hastings.
—Exacto. Es la corbata de la Vieja Escuela.
—Debe usted comprender que aunque soy extranjero, conozco algo el punto de vista inglés. Sé, por ejemplo, que hay «cosas que se hacen» y «cosas que no se hacen».
—No decimos esa clase de cosas hoy día, señor.
—Tal vez no, pero queda la costumbre. ¡La Vieja Escuela! Es la corbata de la Vieja Escuela y hay ciertas cosas, lo sé por experiencia, que la corbata de la Vieja Escuela no hace. Una de esas cosas, señor Fanthorp, es entrometerse en una conversación particular cuando no se conoce a las personas que la sostienen.
»Pero el otro día, señor Fanthorp,
eso es exactamente lo que usted hizo.
Ciertas personas estaban efectuando tranquilamente algunos negocios particulares en el salón de observación. Usted se aproximo, evidentemente con el propósito de oír de qué se hablaba, y poco después usted se volvió y felicitó a la señora Doyle sobre la solidez de sus métodos comerciales.
Poirot continuó sin esperar comentario.
—¡Ahora bien, señor Fanthorp, esa no es la conducta de una persona que lleva una corbata que usa mi amigo Hastings! ¡Hastings es todo delicadeza, moriría de vergüenza antes de hacer semejante cosa! Por tanto, teniendo en cuenta que usted es muy joven para permitirse el lujo de un viaje como éste, que es usted miembro del despacho de un abogado de pueblo y, por lo tanto, probablemente, no exageradamente rico, y que usted no muestra señales de enfermedad reciente, yo me pregunto, y se lo estoy preguntando: ¿Cuál es el motivo de su presencia en este barco?
—Me niego a darle ninguna clase de información, señor Poirot. Realmente creo que debe usted estar loco.
—No estoy loco. Estoy en mi juicio. ¿Dónde está la casa donde trabaja? En Northampton, no muy lejos de Wode Hall. ¿Qué conversación intentó usted oír? Una conversación referente a documentos legales. ¿Cuál fue el objeto de la observación que usted emitió con evidente embarazo y malestar? Su objeto era impedir que la señora Doyle firmase un documento sin leerlo.
»En este barco ha habido un asesinato y consecutivamente a ese asesinato han ocurrido otros dos crímenes en rápida sucesión. Si además le facilito a usted la información de que el arma que mató a la señora Otterbourne era un revólver propiedad del señor Andrés Pennington, entonces quizá comprenderá usted que tiene el deber de decirnos todo cuanto sepa.
—Muy bien. ¿Qué desea saber?
—¿Por qué vino usted a este viaje?
—Mi tío, el coronel Carmichael, el abogado inglés de la señora Doyle, me mandó. Él se cuida de muchísimos de los asuntos de ella. De este modo, sostenía correspondencia con el señor Andrés Pennington, que era depositario americano. Varios pequeños incidentes, no puedo enumerarlos todos, hicieron que mi tío sospechase que las cosas no iban tal como debían ir.
—En lenguaje claro y llano —dijo Race—, su tío sospechaba que Pennington era un bribón.
Jaime Fanthorp asintió con la cabeza, con una leve sonrisa en el rostro.
—Usted lo pone más crudamente de lo que yo lo haría, pero la idea es ésa. Varias excusas hechas por Pennington, ciertas explicaciones plausibles de la disposición de fondos, despertaron el recelo de mi tío.
«Mientras estas sospechas eran nebulosas, la señorita Ridgeway se casó inesperadamente y se marchó en viaje de luna de miel a Egipto. El casamiento quitó un peso de encima a mi tío, pues sabía que a su regreso a Inglaterra la herencia tendría que liquidarse y entregarse.
»No obstante, en una carta que ella le escribió a él desde El Cairo, mencionó casualmente que se había encontrado inesperadamente con Andrés Pennington. Las sospechas de mi tío se agudizaron. Tenía el convencimiento de que Pennington, tal vez encontrándose en una posición desesperada, iba a tratar de conseguir algunas firmas de ella, con lo cual podría encubrir sus desfalcos. Dado que mi tío no podía presentarle a ella ninguna prueba, se encontraba en una posición muy delicada. Lo único que pudo pensar fue mandarme allí en avión, con instrucciones de descubrir lo que se tramaba. Yo tenía que estar alerta y obrar sumariamente, si era necesario, o sea, una misión desagradable, se lo aseguro. En realidad, en la ocasión que usted menciona tuve que comportarme más o menos como un canalla. Fue embarazoso, pero en conjunto quedé satisfecho del resultado.
—¿Quiere decir que puso en guardia a la señora Doyle? —inquirió Race.
—No tanto como eso. Pero creo que alarmé a Pennington. Tuve el convencimiento de que no intentaría ninguna bribonada durante algún tiempo, y para entonces yo esperaba intimar lo bastante con la señora y el señor Doyle para transmitirle alguna especie de aviso. En realidad me proponía hacerlo por mediación de Doyle. La señora Doyle apreciaba tanto al señor Pennington que habría sido embarazoso sugerirle a ella alguna cosa. Habría sido más fácil abordar al marido.
—¿Quiere darme su opinión sobre un punto, señor Fanthorp? Si usted se propusiera estafar a alguien, ¿escogería a la señora Doyle o a su marido como víctima?
Fanthorp esbozó una sonrisa.
—Al señor Doyle, siempre; Linnet Doyle era muy sagaz en cuestiones de negocios.
—De acuerdo —dijo Poirot. Miró a Race—. Hay el móvil.
—Pero todo esto es pura conjetura. No es ninguna prueba.
—¡Ah, bah! ¡Conseguiremos las pruebas!
—¿Cómo?
—Posiblemente del mismo Pennington.
—Lo dudo —murmuró Fanthorp.
Race consultó su reloj.
—Debe llegar de un momento a otro.
Jaime Fanthorp comprendió al instante. Se marchó.
Dos minutos después, Andrés Pennigton hizo su aparición.
—Bien, señores —dijo—; aquí estoy.
—Le rogamos que viniese aquí, señor Pennigton —empezó Poirot—, porque es evidente que usted tiene un interés especial en el caso.
Pennington enarcó ligeramente las cejas.
—¿Sí?
—Así es. Usted ha conocido a Linnet Ridgeway, según tengo entendido, desde niña.
—Oh, eso... —su rostro se alteró—; dispense, no lo oí bien. Sí. como les dije esta mañana, he conocido a Linnet desde que era una criatura.
—Era usted tan íntimo de su padre que a su muerte le nombró guardián de los negocios de su hija y depositario de la vasta fortuna que ella heredó.
—Algo así —la cautela tornaba—. Yo no era el único depositario, naturalmente; otras personas estaban asociadas conmigo.
—¿Que han muerto desde entonces?
—Dos de ellas, sí. La otra, el señor Sterndale Rockford, mi socio, está vivo.
—La señorita Ridgeway, según tengo entendido, no era mayor de edad todavía cuando se casó.
—Habría cumplido los veintiún años el próximo julio.
—Y en el curso normal de las cosas, ¿habría entrado en posesión de su fortuna?
—Sí.
—¿Pero su casamiento precipitó las cosas?
—Ustedes me dispensarán, señores, pero, ¿hasta qué punto les importa a ustedes todo esto?
—Si le desagrada responder a las preguntas...
—No se trata de que me desagrade. No importa lo que me pregunten. Pero no veo por ningún lado la pertinencia de todo esto.
—Oh, pero desgraciadamente, señor Pennigton... —Poirot se inclinó hacia delante—, existe la cuestión del móvil. Al considerar esto hay que tener en cuenta las cuestiones financieras.
Pennington dijo malhumorado:
—Según el testamento de Ridgeway, Linnet tomaría posesión de su fortuna cuando cumpliera los veintiún años o cuando se casara.
—¿Sin ninguna condición?
—Sin ninguna condición.
—Y se trata de un asunto, según me han asegurado, de millones.
—Millones son.
—Su responsabilidad, señor Pennington, y la de su socio, ha sido muy grave.
—Estamos habituados a la responsabilidad. No nos preocupa lo más mínimo.
—¡Quién sabe!
—¿Qué demonios quiere usted decir?
Poirot respondió con aire de franqueza encantadora:
—Me preguntaba, señor Pennington, si el súbito casamiento de Linnet Ridgeway causó alguna consternación en su oficina.
—¿Consternación? ¿Qué quiere usted decir?
—Algo muy sencillo. ¿Los asuntos de Linnet Doyle están en el orden perfecto que deben estar?
—Están en el perfecto orden.
—¿No se alarmó usted tanto cuando llegó la súbita noticia del casamiento de Linnet Ridgeway que corrió usted precipitadamente hacia Europa en el primer barco y simuló un encuentro fortuito en Egipto?
Pennington se volvió hacia ellos. Había recobrado la serenidad.
—¡Lo que usted dice es pura teoría! Ni siquiera sabía que Linnet Ridgeway estaba casada hasta que me la encontré en El Cairo. Me quedé asombrado Su carta no llegó a mis manos por cuestión de un día en Nueva York. Fue reexpedida y la recibí una semana después. —Vino usted en el
Germanic
, creo que dijo. —Así es.
—¿Y la carta llegó a Nueva York después de la partida del
Germanic
?
—¿Cuántas veces he de repetirlo?
—Es extraño —dijo Poirot.
—¿Qué es extraño?
—Que en su equipaje no hay ninguna etiqueta del
Germanic
. Las únicas etiquetas recientes del viaje transatlántico son las del
Normandie
. El
Normandie
, según recuerdo, zarpó dos días después del
Germanic
.
Durante un momento el otro quedó desconcertado. Titubeó.
El coronel Race lo sospechó con efecto evidente:
—Vamos, señor Pennington —dijo—. Tenemos varias razones para creer que usted viajó en el
Normandie
, y no en el
Germanic
, como ha dicho usted. En este caso, usted recibió la carta de la señora Doyle antes de partir de Nueva York. Es inútil negarlo, pues lo más fácil del mundo es comprobarlo en las compañías de navegación.
—He de inclinarme ante ustedes, señores. Han sido demasiado hábiles para mí. Pero yo tenía motivos para obrar como lo hice.
—Sin duda.
—Bien —Pennington suspiró—. Hablaré claro. Se realizaban algunas operaciones sospechosas en Inglaterra. Me alarmaron. Yo no podía hacer gran cosa por carta. Lo mejor era venir y verlo personalmente.
—¿Qué quiere decir con «operaciones sospechosas»?
—Tengo mis motivos para creer que estafaban a Linnet.
—¿Quién?
—Su abogado inglés. Ahora, eso no es la clase de acusación que se puede formular fácilmente. Decidí venir y comprobarlo.
—Eso acredita su vigilancia. Pero, ¿por qué ese pequeño engaño de no haber recibido la carta?
—Bien —Pennington extendió las manos—. No puede uno entrometerse con una pareja en luna de miel sin dar una explicación. Pensé que sería mejor fingir que el encuentro era casual.