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Authors: Agatha Christie

Poirot en Egipto (25 page)

BOOK: Poirot en Egipto
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La cortina de la puerta se movió ligeramente como si el viento la levantara, pero ninguno de los tres lo observó.

—Yo... —la señora Otterbourne calló. La cuestión era delicada—. Yo... tenía que ver a uno de la tripulación, del barco. Él tenía que darme algo que yo necesitaba, pero no quería que mi hija lo supiese; ella suele ser muy fastidiosa a veces...

La cortina de la puerta volvió a moverse. Entre ella y la puerta algo relució. La señora Otterbourne continuó:

—Yo tenía que bajar a la cubierta de abajo y allí encontraría al hombre esperándome. Cuando yo caminaba por la cubierta, la puerta de un camarote se abrió y alguien se asomó. Era una muchacha, Luisa Bourget, o como se llamara. Parecía esperar a alguien. Al verme, pareció tener una decepción y entró de nuevo bruscamente en el camarote. No le di importancia en aquel momento. Continué andando como he dicho y recibí... el paquete del hombre. Luego volví sobre mis pasos. En el preciso momento en que doblaba el ángulo, vi a alguien llamar a la puerta de la doncella y entrar en el camarote.

Race interrumpió:

—Y esa persona era...

¡Bang!

El ruido de la explosión llenó el camarote. Se sintió un olor acre a humo. La señora Otterbourne se volvió lentamente de lado como en suprema pregunta, luego su cuerpo se desplomó hacia delante y cayó al suelo con ruido sordo. De detrás de su oreja, la sangre manaba de un agujerito redondo.

Hubo un momento de estupefacción.

Luego Race y Poirot se pusieron en pie de un salto. El cuerpo de la mujer dificultó un poco sus movimientos. Race se inclinó sobre ella mientras Poirot saltaba como un gato en dirección a la puerta y salía a cubierta. La cubierta estaba desierta. En el suelo, delante del umbral, había un revólver grande, marca «Colt».

Poirot miró en ambas direcciones. La cubierta aparecía desierta. Echó a correr hacia la popa. Al doblar el ángulo, topó con Timoteo Allerton que venía del lado opuesto.

—¿Qué diablos fue eso? —gritó Timoteo, jadeante.

Poirot gritó bruscamente:

—¿Encontró a alguien cuando usted venía aquí?

—¿Que si vi a alguien...? No.

—Entonces acompáñeme —asió al joven del brazo y volvió sobre sus pasos.

Un grupo numeroso se había congregado ya. Rosalía, Jacqueline y Cornelia habían salido corriendo de sus camarotes. Más gente llegaba al salón: Ferguson, Jaime Fanthorp y la señora Allerton.

—¿Tiene usted guantes? —preguntó Poirot.

Timoteo rebuscó.

—Sí, los tengo.

Poirot se los arrebató, se los puso y se inclinó para examinar el revólver. Race lo imitó. Los otros miraban, conteniendo el aliento.

Race dijo, señalando el revólver.

—Me parece haber visto esta arma no hace mucho tiempo. Sin embargo, debo asegurarme.

Llamó a la puerta del camarote de Pennington. No hubo respuesta. El camarote estaba desierto. Race fue al cajón de la derecha de la cómoda y lo abrió. El revólver había desaparecido.

—Esto lo decide —murmuró el coronel—. ¿Dónde estará Pennington?

Salieron de nuevo a la cubierta. La señora Allerton se había unido al grupo y Poirot se unió rápidamente a ella.

—Madame, llévese a la señorita Otterbourne y cuídela. Su madre —consultó a Race con la mirada y éste asintió con la cabeza— ha sido asesinada.

El doctor Bessner llegó precipitadamente.


Gott im Himmel!
¿Qué hay ahora?

Le abrieron paso. Race indicó el camarote. Bessner entró.

—Busque a Pennington —dijo el coronel—. ¿Hay alguna huella dactilar en ese revólver?

—Ninguna —respondió el detective.

Encontraron a Pennington en la cubierta de abajo. Estaba sentado en el saloncito, escribiendo cartas.

—¿Hay alguna novedad? —inquirió.

—¿No oyó un disparo?

—¡Cómo! Ahora que usted lo menciona creo haber oído una especie de
bang
. Pero no se me ocurrió... ¿A quién han matado?

—A la señora Otterbourne.

—¿A la señora Otterbourne? —la voz de Pennington sonó asombrada—. Me sorprende usted. La señora Otterbourne —meneó la cabeza—. No lo entiendo —bajó la voz—. Me parece, señores, que tenemos a bordo un loco homicida. Debernos organizar un sistema defensivo.

—Señor Pennington —dijo el coronel—, ¿cuánto tiempo ha estado usted en este salón?

—Déjeme ver —Pennigton se acarició la barbilla—. Diría que unos veinte minutos, más o menos.

—¿Y no ha salido durante este tiempo?

—¡Cómo! No, ciertamente que no.

—Verá usted, señor Pennington —dijo Race—. La señora Otterbourne ha sido asesinada con el revólver de usted.

Capítulo XXV

El señor Pennington se quedó estupefacto, muy impresionado. No podía llegar a creerlo.

—¡Cómo, señores! —dijo—, éste es un asunto muy serio. Muy serio, en verdad.

—Sumamente serio para usted, señor Pennington —aseguró fríamente Race.

—¿Para mí? —Pennington enarcó las cejas, sobresaltado—. Pero, señores, estaba sentado tranquilamente aquí cuando dispararon ese tiro.

—¿Tiene usted, quizás, un testigo para probar eso?

Pennington meneó la cabeza.

—No... no... no lo creo. Pero es claramente imposible que yo haya subido a la cubierta de arriba, que haya asesinado a esa pobre mujer, ¿y por qué había de matarla, yo después de todo?, y luego haya bajado sin que nadie me viera. Siempre hay mucha gente paseando por la cubierta a esta hora del día.

—¿Cómo explica que hayan usado su pistola?

—Temo que sea culpa mía. Poco después de embarcar hubo una conversación en el salón de noche, lo recuerdo, acerca de armas de fuego. Y mencioné que yo siempre llevaba un revólver cuando viajaba.

—¿Quién había allí?

—No lo recuerdo exactamente. La mayoría de los pasajeros, me parece. Mucha gente, de todos modos —meneó tristemente la cabeza—. Sí, ciertamente, es culpa mía.

Poirot dijo:

—Señor Pennington, desearía discutir ciertos aspectos del caso con usted. ¿Quiere venir a mi camarote dentro de media hora?

—Encantado.

Pennington no parecía verdaderamente estar encantado. Su voz no lo indicaba. Tampoco su rostro. Race y Poirot cambiaron una mirada y salieron bruscamente del saloncito.

—Es un viejo muy astuto —dijo Race—. Pero está asustado, ¿eh?

—Sí, no está muy contento nuestro señor Pennington —asintió Poirot.

Al llegar a la cubierta de paseo, la señora Allerton salió de su camarote y al ver a Poirot hizo una seña imperiosa.


Madame?

—¡Esa pobre criatura! Dígame, señor Poirot, ¿hay algún camarote doble, que lo pueda compartir con ella? Ella no debe volver al que compartía con su madre, y el mío es para una sola persona.

—Eso tiene arreglo, madame. Es usted muy buena.

—Es pura decencia. Además, la muchacha me es muy simpática. Siempre me ha gustado.

—¿Está muy... muy afectada?

—Terriblemente. Parece que simplemente adoraba a esa detestable mujer. Esto es lo más patético. Timoteo dice que cree que ella bebía. ¿Es verdad?

Poirot asintió con la cabeza.

—Oh, bien, pobre mujer. No hay que juzgarla, supongo, pero esa muchacha debe de haber llevado una vida terrible.

—Así es, madame. Es muy orgullosa y muy leal.

—Sí, eso me gusta: la lealtad, quiero decir. Está pasada de moda hoy día. Esa muchacha tiene un carácter extraño: orgullosa, reservada, terca y terriblemente cariñosa en el fondo.

—Veo que la he entregado a buenas manos, madame.

—Sí, no se preocupe. Me cuidaré de ella. Se inclinó a buscar mi compañía de una manera patética.

La señora Allerton volvió a su camarote. Poirot volvió al lugar de la tragedia. Cornelia estaba aún de pie en la cubierta, con los ojos dilatados. Dijo:

—No lo entiendo, señor Poirot. ¿Cómo escapó la persona que la mató sin que la viéramos?

—Sí, ¿cómo? —preguntó Jacqueline.

—¡Ah! —dijo Poirot—. No fue una desaparición tan misteriosa como usted piensa, mademoiselle. El asesino pudo marcharse por tres caminos distintos.

Jacqueline tenía una expresión intrigada.

—¿Tres? —preguntó.

—Pudo irse por la derecha o por la izquierda, pero no veo otro modo —murmuró Cornelia.

Jacqueline frunció el ceño también. Luego, el ceño se despejó. Dijo:

—El señor Poirot quiere decir, querida, que pudo descolgarse por la baranda y bajar rápidamente a la otra cubierta.

—¡Cielos! —estalló Cornelia—. No se me había ocurrido. No obstante, tendría que haberlo hecho muy ágilmente. Supongo que pudo hacerlo.

—Fácilmente —dijo Timoteo Allerton—. Recuerde que siempre hay un minuto de estupefacción después de una cosa como ésta: se oye un disparo y queda uno paralizado durante un segundo o dos.

Race salió del camarote de Bessner y dijo autoritariamente:

—¿Harían el favor de alejarse? Queremos sacar el cuerpo.

Todos se alejaron obedientemente. Poirot se fue con ellos. Cornelia, tras los primeros pasos, le dijo en tono triste y serio:

—Jamás olvidaré mientras viva este viaje... Tres muertes... Es como vivir una pesadilla.

Ferguson se encontraba cerca de ella y la oyó. Dijo en tono agresivo:

—Eso es porque usted está demasiado civilizada. Debería ver la muerte como lo hace el oriental. Es un mero incidente, que apenas se nota.

Cornelia dijo:

—Todo esto está muy bien; esas pobres criaturas no están civilizadas.

—No, y buena cosa es. La educación ha desvitalizado a las razas blancas. Mire a América: está embarcada en una orgía de cultura. Sencillamente repugnante.

—Creo que está diciendo tonterías —replicó Cornelia, enrojeciendo—. Yo asistía a las conferencias sobre Arte Griego y el Renacimiento y fui a algunas sobre Mujeres Famosas de la Historia Universal.

El señor Ferguson gimió:

—¡Arte Griego! ¡El Renacimiento! ¡Mujeres Famosas de la Historia! Me dan náuseas oyéndola. Es el futuro lo que tiene importancia, mujer, no lo pasado. Tres mujeres están muertas en este barco... bien, ¿qué importa? No constituyen ninguna pérdida. ¡Linnet Doyle y su dinero! La doncella francesa: un parásito. La señora Otterbourne: una mujer tonta e inútil... ¿Cree que a alguien realmente le importa que estén muertas o no? Yo no lo creo.

—¡Entonces usted se equivoca! —apostrofó Cornelia—. Y me da nauseas oírle hablar, como si nada tuviese importancia más que usted.

El señor Ferguson retrocedió un paso. Se mesó los cabellos con vehemencia.

—Renuncio —dijo—. Es usted increíble. No tiene usted ni la más leve chispa de despecho femenino —volvióse hacia Poirot—. ¿Sabe usted, señor, que el padre de Cornelia fue arruinado por el de Linnet Ridgeway? ¿Y acaso la muchacha rechina los dientes cuando ve a la heredera exhibiendo perlas y modas de París?

—Me resentí, sí, un instante. Papá murió de desaliento, porque no había triunfado.

—¡Se resintió un momento!

Cornelia se volvió contra él.

—Bien, ¿no acaba de decir que lo futuro es lo que tiene importancia, no lo pasado? Todo esto ocurrió en lo pasado, ¿no es verdad? Ha terminado.

—Me pilló ahí —dijo Ferguson—. Cornelia Robson, es usted la única mujer simpática que he conocido en mi vida. ¿Quiere casarse conmigo?

—Creo que está usted procediendo de una manera ridícula —dijo Cornelia, enrojeciendo—. Debería ser un poco más serio.

—¿Quiere decir que no hablo en serio al proponerlo o quiere decir que no tengo carácter serio?

—Las dos cosas, pero realmente me refiero al carácter. Usted se burla de todas las cosas serias. De la educación, de la cultura y... y... de la muerte.

Se interrumpió, enrojeció de nuevo y entró precipitadamente en su camarote.

Ferguson la siguió estupefacto con la mirada.

—¡Maldita sea la muchacha! Creo que lo dijo en serio... Ella quiere un hombre que
inspire confianza
. De confianza... ¡oh, dioses! —hizo una pausa y luego dijo, en tono de curiosidad—: ¿Qué le pasa, señor Poirot? Está usted muy absorto en sus pensamientos.

Poirot dio un respingo.

—Medito, eso es todo; medito.

—«Meditación sobre la Muerte. La Muerte, la guadaña diezmadora», por Hércules Poirot.

—Señor Ferguson —dijo Poirot—. es usted un joven muy impertinente.

—Tiene que dispensarme. Me gusta atacar a las instituciones establecidas.

—¿Y yo soy una institución establecida?

—Precisamente. ¿Qué opina usted de esa muchacha?

—Creo que es una joven de carácter sólido.

—Tiene usted razón. Tiene sangre. Parece sumisa, mansa, pero no lo es. Tiene valor. Ella es... maldición... quiero a esa muchacha. Quizá no haría mal en abordar a la vieja. Si pudiese ponerla en contra mía, tal vez influiría en Cornelia.

Giró en redondo y entró en el salón de observación.

La señorita Van Schuyler estaba sentada en su rincón de costumbre. Tenia un aspecto más arrogante que de ordinario. Estaba haciendo ganchillo.

Ferguson se aproximó a ella. Hércules Poirot, entrando disimuladamente, tomó asiento a distancia discreta y pareció quedar absorto en una revista.

—Buenas tardes, señorita Van Schuyler.

La señorita Van Schuyler alzó la vista un segundo, tornó a bajarla y murmuró glacialmente:

—¡Hum!, buenas tardes.

—Escuche, señorita Van Schuyler. Quiero hablarle a usted acerca de una cosa bastante importante. Es esto: deseo casarme con su sobrina.

—Debe usted de estar loco, joven.

—De ningún modo. Estoy resuelto a casarme con ella. ¡Le he pedido a ella que se case conmigo!

—¿Sí? Y supongo que ella le habrá mandado a paseo.

—Me rehusó.

—Naturalmente.

—De ningún modo es «naturalmente». Continuaré pidiéndoselo hasta que acceda.

—Puedo asegurarle, señor, que yo tomaré medidas para que mi joven sobrina no esté sometida a su persecución.

—¿Qué tiene usted en contra de mí?

Dijo la señorita Van Schuyler, en tono mordaz:

—Yo diría que eso es muy obvio, señor... hum... no conozco su nombre.

—Ferguson.

—Señor Ferguson —la señorita Van Schuyler pronunció el nombre con clara repugnancia—. Semejante idea está descartada.

—¿Quiere decir —dijo Ferguson— que yo no soy bastante bueno para ella?

La señorita Van Schuyler no respondió.

—Tengo dos piernas, dos brazos, buena salud y un cerebro bastante razonable. ¿Qué de mal me encuentra en eso?

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