Authors: Agatha Christie
La causante de la escena indicó entonces con un movimiento de cabeza a Hércules Poirot. Simon miró en su dirección y advirtió su presencia.
Dijo torpemente:
—Hola, Jacqueline. No esperaba verte aquí.
Sus palabras carecían de convicción.
La muchacha sonrió, mostrando sus dientes blanquísimos.
—Es una sorpresa, ¿no es cierto? —preguntó.
Luego, con un ligero movimiento de cabeza, se separó de ellos y se adentró en la espesura.
Poirot emprendió delicadamente su marcha en dirección opuesta. Cuando se iba oyó a Linnet Ridgeway que decía:
—Simon, por Dios... ¿No podemos hacer nada?
Había terminado la comida. En la terraza del hotel de las Cataratas reinaba una suave penumbra. La mayoría de los huéspedes se sentaban ante las mesitas. Simon y Linnet Doyle hicieron su aparición. Entre ellos venía un hombre alto, de cabellos grises y rostro bien afeitado.
El grupo permaneció un momento en la puerta, dudando de la dirección que debían seguir.
Tim Allerton se levantó de la silla en que estaba sentado y se adelantó.
—Seguramente no se acuerda de mí —dijo humorísticamente a Linnet—. Soy primo de Juana Southwood.
—¡Claro que sí! ¡Qué estúpida soy! Usted es Tim Allerton. Éste es mi esposo —Percibíase cierto temblor en la voz... ¿Orgullo...? ¿Vergüenza...? ¿Quién podría decirlo...?—. Y éste es mi apoderado americano, el señor Pennington.
—Debería venir a ver a mi madre.
Pocos minutos después sentábanse juntos. Linnet, en un rincón. Tim y Pennington, a ambos lados de ella, queriendo acaparar su atención. La señora Allerton hablaba a Simon Doyle.
Las hojas de la puerta volvieron a abrirse. Súbita tensión apareció en los rasgos de la hermosa mujer que se sentaba en el rincón, entre los dos hombres. Luego su rostro adquirió una expresión normal cuando vio salir a un hombre de pequeña estatura que atravesó la terraza.
La señora Allerton dijo:
—No es usted la única celebridad de aquí, querida. Ese hombrecillo es Hércules Poirot, el detective...
Había dicho esto con un tono convencional, como si hubiese hablado de un jugador de bridge o algo por el estilo, pero Linnet se sobresaltó. En sus ojos apareció un brillo de curiosidad.
—¿Hércules Poirot? He oído ya hablar de él, en efecto.
Se hundió en el abismo de sus pensamientos. Los dos hombres a su lado permanecieron silenciosos.
Poirot se dirigió a la balaustrada, pero alguien solicitó su atención.
—¡Siéntese aquí, señor Poirot! Hace una noche encantadora.
—
Mais oui,
es verdaderamente maravillosa —contestó él, obedeciendo.
Sonrió cortésmente a la señora Otterbourne. ¡Qué cantidad de cintajos blancos y qué turbante más ridículo llevaba la buena señora! La señora Otterbourne continuó, con su voz de contralto:
—¡Qué colección de notabilidades tenemos ahora! Espero que no tardaremos en ver los nombres de todos en los periódicos. Célebres bellezas... Novelistas famosos...
Poirot adivinó, mejor que vio, a la huraña muchacha sentada al otro lado con los labios apretados en un gesto de cólera más pronunciado que de ordinario.
—¿Tiene usted ahora alguna novela en proyecto, señora? —preguntó.
La señora Otterbourne volvió a soltar su risita de suficiencia.
—Me estoy volviendo terriblemente perezosa. Pero he de decidirme. Mi público se impacienta y mi editor... pobre hombre... me suplica en cada correo. ¡Hasta cablegramas me dirige! Tiene mucho interés.
Otra vez tuvo él la sensación de un gesto de la muchacha en la oscuridad.
—No me importa anunciarle, señor Poirot, que estoy aquí en busca de ambiente y color local para mi nueva novela, que titularé: «Nieve en la superficie del desierto». Poderoso, sugestivo. Nieve en el desierto... fundida por el primer soplo ardoroso de la pasión.
Rosalía se levantó, murmurando algo entre dientes y se dirigió hacia las sombras del jardín.
—Hay que ser decidida —continuó la señora Otterbourne, agitando el turbante frenéticamente—. Platos fuertes... Éstos son mis libros. Las librerías los anatemizan... Pero no importa... Digo siempre la verdad. ¡El sexo...! ¡Oh, dígame, señor Poirot! ¿Por qué tiene todo el mundo tanto miedo al sexo? ¡El eje del universo! ¿Ha leído usted mis libros?
—¡Pobre de mí, señora...! Ya debe usted suponer que mi trabajo no me permite... hum... leer novelas.
La señora Otterbourne dijo con confianza:
—Tengo que regalarle un ejemplar de «Bajo la higuera». Espero que lo encontrará significativo. Es muy extenso, pero real...
—Me abruma usted con su amabilidad, señora. Lo leeré con placer.
La señora Otterbourne quedó silenciosa durante un par de minutos. Jugueteó pensativa con un gran collar de cuentas que llevaba rodeando su cuello. Miró rápidamente a su alrededor.
—Voy a traérselo ahora mismo.
—¡Oh, madame! ¡No se moleste, por favor! Luego, más tarde...
—No, no. No es molestia. —Se levantó—. Quiero mostrar a usted...
—¿Qué buscas, mamá?
Rosalía acababa de surgir a su lado.
—Nada, querida. Voy a traer un libro mío a monsieur Poirot.
—¿«La higuera...»? Yo lo traeré.
—Tú no sabes dónde está, querida. Yo iré.
—Sí, lo sé. No te muevas de aquí.
La muchacha cruzó la terraza y penetró en. el hotel.
—Permítame que la felicite, madame, por tener una hija tan amable y encantadora —dijo Hércules Poirot, inclinándose.
—¿Rosalía? Sí, sí, no es fea; pero es muy dura, monsieur. No simpatiza con los enfermos. Siempre cree que tiene razón. Se imagina que sabe más acerca de mi enfermedad que yo misma...
Poirot, indicando a un camarero que pasaba, preguntó:
—¿Tomará usted algo, madame? ¿Chartreuse, crema de menta?
La señora Otterbourne movió la cabeza vigorosamente.
—No, no. Soy prácticamente abstemia. Ya habrá tenido ocasión de observar que no bebo más que limonada. No puedo soportar el sabor de los licores espirituosos. Me perjudican.
—Entonces pediré para usted un refresco de limonada.
Dio la orden al camarero que esperaba: un refresco de limón y un benedictine.
Abrióse la puerta del hotel. Rosalía apareció y vino hacia ellos con un libro en la mano.
—¿Qué haces, mamá? —dijo. Su voz carecía de expresión... cosa notable.
—Monsieur Poirot ha pedido esta limonada para mí —explicó su madre.
—Y usted, señorita... ¿No quiere beber alguna cosa fresca?
—¡Nada! —Consciente de su sequedad, añadió inmediatamente—: Nada, gracias.
Poirot tomó la novela que le regalaba la señora Otterbourne. Llevaba aún la sobrecubierta original y representaba a una mujer con cabellos sueltos en el tradicional traje de Eva, con las uñas pintadas de rojo escarlata y extendida sobre una piel de tigre. Junto a ella se alzaba un árbol de hojas semejantes a las de la encina, del que colgaban manzanas de diversos colores.
Se titulaba «Bajo la higuera», por Salomé Otterbourne. En primera página aparecía un panegírico de la escritora, confeccionado por el editor. Hablaba entusiásticamente del soberbio atrevimiento y del realismo de un estudio sobre la vida amorosa de una mujer moderna. Osado, original, realista, eran los adjetivos empleados con más profusión.
Poirot se inclinó rendidamente y murmuró:
—Me honra usted, madame.
Al alzar la cabeza sus ojos se encontraron con los de la hija de la autora. Involuntariamente se estremeció. Contempló extrañado y dolorido la intensa pena que se reflejaba en ellos.
Poirot alzó entonces el vaso para ocultar sus sentimientos y dijo versallescamente:
—
A votre santé
, madame... mademoiselle.
La señora Otterbourne, bebiendo su limonada a pequeños sorbitos, murmuró:
—¡Qué refrescante! ¡Es deliciosa!
Cayó el silencio sobre ellos. Quedaron mirando las brillantes rocas negras que emergían en el Nilo. Había algo fantástico en ellas a la luz de la luna. Parecían tremendos monstruos prehistóricos con el cuerpo fuera del agua. Llegó una brisa suave, repentina, que murió casi tan súbitamente como llegara.
En el aire había una atmósfera de expectación.
Hércules Poirot posó una mirada sobre la terraza y sus ocupantes. ¿Se equivocaba, o experimentaba allí la misma sensación? Parecía el momento en que en el teatro se esperaba la salida a escena de la artista predilecta. En aquel instante precisamente la puerta giratoria empezó a dar vueltas con cierto aire de importancia. Todo el mundo cesó de hablar y dirigió su mirada hacia la entrada.
Una muchacha morena, esbelta, en traje de noche color burdeos, apareció. Se detuvo unos segundos y luego atravesó con decisión la terraza y se sentó ante una mesa vacía. No había nada de extraño, nada fuera de lugar en su continente y su conducta, y, sin embargo, tenía algo del estudiado efecto de una entrada en escena.
—¡Bien! —dijo la señora Otterbourne. Dio un movimiento de vaivén a su turbante—. Esa muchacha se cree que es alguien.
Poirot no respondió. Observaba. La muchacha había tomado asiento en un lugar desde donde podía observar de soslayo a Linnet Doyle. Entonces Poirot se dio cuenta de que Linnet, tras inclinarse un momento hacia delante y decir algo a sus acompañantes, se levantó y cambió de sitio. Ahora daba la espalda a la recién llegada.
Poirot movió afirmativamente la cabeza, respondiendo a sus propios pensamientos.
Cinco minutos después, la muchacha del traje de noche de color burdeos se levantó y se trasladó al otro extremo de la terraza. Sentóse allí, fumando y sonriendo en silencio... Era la personificación de la satisfacción en reposo. Pero en todo momento, como si fuese inconscientemente, su mirada estaba fija en la esposa de Simon Doyle.
Transcurrido un cuarto de hora, Linnet Doyle se levantó impetuosamente y penetró en el hotel. Su esposo la siguió.
Jacqueline de Bellefort sonrió y dio media vuelta a la silla en que estaba sentada. Encendió otro cigarrillo y quedó mirando al Nilo con fijeza. Continuaba sonriéndose a sí misma.
—Monsieur Poirot.
El aludido se alzó repentinamente. Permanecía en la terraza después de marcharse todos. Abismado en sus propios pensamientos, contemplaba, sin verlas, las grandes rocas negras del Nilo, cuando el sonido de su nombre le volvió a la realidad.
Era una voz de timbre exquisito, firme, encantadora, pero un poco arrogante.
Hércules Poirot se encontró ante los ojos autoritarios de Linnet Doyle. Llevaba una capa de rico terciopelo púrpura sobre su traje de raso blanco y parecía más encantadora, más esplendorosa de lo que Poirot hubiese imaginado nunca.
—¿Es usted monsieur Poirot?
No era una respuesta difícil.
—A sus órdenes, madame.
—¿Sabe usted quién soy yo?
—Sí, madame. He oído su nombre. Sé exactamente quién es usted.
Linnet hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. No era más que lo que ella había esperado. Continuó con sus maneras encantadoramente aristocráticas.
—¿Quiere tener la bondad de acompañarme al salón de juego, monsieur? Tengo verdadera ansiedad de hablarle a solas.
—Ciertamente, madame.
Emprendió la marcha hacia el hotel. Él la siguió. Fue conducido al desierto salón de juego y, ya dentro, Linnet le hizo un gesto para que cerrase la puerta. Entonces se desplomó en una silla y se sentó frente a él.
Linnet se dirigió al detective sin usar preámbulos de ninguna clase. Con gran fluidez dijo:
—He oído hablar de usted, monsieur. Sé que es usted un hombre inteligentísimo y tengo la necesidad apremiante de un hombre como usted en estos momentos. Tengo la seguridad de que usted me ayudará.
Poirot inclinó la cabeza.
—Me confunde con sus elogios y con su confianza, madame. Pero vea usted, estoy de vacaciones, lo cual quiere decir que no atenderé ningún caso profesional.
—Podríamos llegar a un acuerdo.
No lo dijo en tono ofensivo. Estas palabras expresaban solamente la callada confianza de una joven que jamás había encontrado nada que no pudiese
arreglar
a su entera satisfacción.
Linnet Doyle continuó:
—Estoy siendo objeto, monsieur Poirot, de una intolerable persecución. ¡Esta persecución estúpida tiene que cesar! Mi opinión era haber puesto en antecedentes a la policía para que ella se encargara del caso, pero, mi... mi marido cree que la policía será ineficaz en este asunto...
—Tal vez si usted me diese más detalles, madame...
—Oh, sí, lo haré. Pero la cosa es bien simple.
Ni una duda, ni un balbuceo. Linnet Doyle tenía un cerebro financiero. Solamente se detuvo un instante para exponer los hechos concisamente.
—Antes de que yo conociese a mi marido, él estaba prometido a la señorita Bellefort. Era también muy amiga mía. Mi marido rompió su proyectado enlace con ella. No congeniaban. Ella, lamento decirlo, lo tomó por lo trágico. Yo lo siento mucho, en verdad, pero estas cosas no pueden evitarse. La señorita Bellefort nos hizo objeto a mí y a mi marido de ciertas... amenazas a las cuales no hicimos el menor caso y que, justo es decir, no ha intentado llevar a cabo. Pero en vez de eso, ha adoptado la extraña idea de seguirnos por dondequiera que vamos.
Poirot enarcó las cejas.
—Es una venganza inaudita.
—Inaudita y ridícula. Pero, al mismo tiempo, es también fastidiosa.
Se mordió los labios.
Poirot sonrió en silencio.
—Sí —dijo tras una pausa—. Me lo imagino. ¿Usted está, según tengo entendido, en viaje de luna de miel?
—Sí, pero como le iba diciendo, se nos presentó por primera vez en Venecia, en casa de Danielli. Creía que se trataba de una mera coincidencia. Algo embarazoso, pero eso fue todo. Luego volvimos a encontrárnosla a bordo del mismo barco que nos condujo a Brindisi. Presumimos que iba a Palestina. La dejamos en el barco, según creíamos, pero cuando llegamos al hotel «Mena» estaba ya allí, esperándonos.
Poirot hizo un gesto de comprensión.
—¿Y ahora?
—Remontamos el Nilo en barco. Casi esperaba encontrarla a bordo. Al ver que no estaba allí, supuse que había cejado en su... chiquillada. Pero cuando desembarcamos aquí, ya estaba esperándonos.
—¿Teme usted entonces que continúe indefinidamente este estado de cosas?