Read Poirot en Egipto Online

Authors: Agatha Christie

Poirot en Egipto (2 page)

BOOK: Poirot en Egipto
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—¡Pero ahora tenía tanta prisa en hablarte! ¡Apostaría que piensa pedirte algo! Ya lo verás.

—Parecía excitada por algo —admitió Linnet—. Jacqueline ha sido siempre excesivamente impulsiva. Una vez le clavó un cortaplumas a alguien.

—¡Querida, eso es estupendo!

—Fue a un chico que martirizaba a un pobre perro. Jacqueline intentó convencerle para que dejase en paz al desgraciado animal. Él no le hizo caso. Entonces ella le empujó con todas sus fuerzas, pero él la aventajaba en vigor y no cedió. Entonces Jacqueline sacó un cortaplumas y se lo clavó hasta la empuñadura. Fue una escena horrorosa.

—Eso iba yo a decirte. ¡Parece peligrosa la chica!

La doncella de Linnet entró en la habitación. Murmurando unas palabras de excusa, tomó un vestido del armario y volvió a salir.

—¿Qué le pasa a María? —preguntó Juana—. Parece que ha estado llorando.

—Pobrecita. ¿No te dije que quería casarse con un individuo que tenía un empleo en Egipto? Ella no sabía gran cosa de él y yo pensé que sería conveniente cerciorarme de sus buenas intenciones. Pues bien, hice practicar averiguaciones y resulta que el
angelito
estaba ya casado y tenía tres hijos.

—¡Cuántos enemigos debes tener, Linnet!

—¿Enemigos? —Linnet parecía sorprendida.

Juana insistió con un movimiento de cabeza y cogió un cigarrillo.

—¡Enemigos querida! ¡Eres tan devastadoramente inteligente! Además eres excesivamente bondadosa y haces todas las buenas acciones que puedes.

Linnet rió de todo corazón.

—¡No tengo un solo enemigo en todo el mundo!


Lord Windleshaw estaba sentado bajo el cedro del jardín. Sus ojos acariciaban las graciosas proporciones de Wode Hall. No había nada que contrastase desagradablemente en sus líneas de antiguo estilo. Los edificios nuevos y los ensanches estaban fuera de la vista por alzarse al otro lado de la esquina. Constituía una visión apacible y bella bañada por la luz de un sol de otoño. Sin embargo, al contemplarlo, no le parecía ver Wode Hall. Lo que admiraba Carlos Windleshaw era una mansión magnífica de puro estilo isabelino, con un parque de gran extensión y un fondo muy sombrío... La residencia habitual de su familia, Charltonbury, y en primer plano se destacaba la figura de una muchacha de cabello brillante color de oro y una expresión ardiente y confiada... ¡Linnet sería la dueña de Charltonbury!

Estaba muy esperanzado... Su negativa no había sido definitiva... Fue tan sólo una petición de plazo... Bien, podía esperar algo más.

¡Cuan conveniente era todo para él! Indudablemente se casaba por dinero, pero no le era tan necesario que tuviese que posponer a todo aquello sus propios sentimientos. Además, amaba a Linnet. Habría deseado hacerla su esposa, aunque se hubiese tratado de una mendiga en vez de ser la mujer más rica de Inglaterra. Pero afortunadamente era la mujer más rica del Reino Unido... Su cerebro elaboraba sin cesar planes para lo futuro. Tal vez llegaría a poseer el condado de Rozdale, restauraría todo el ala derecha del edificio, no tendría necesidad de alquilar sus cotos de caza de Escocia...

Carlos Windleshaw soñaba al sol...

Eran las cuatro en punto cuando el desvencijado dos asientos se detuvo con un ruido de arena aplastada. Una muchacha saltó del coche, una criatura esbelta, elegante, con una gran cabellera oscura. Subió apresuradamente los escalones y llamó al timbre.

Pocos minutos más tarde fue conducida al suntuoso gabinete y un mayordomo de aspecto eclesiástico anunció con grave entonación:

—¡La señorita de Bellefort!

—¡Linnet!

—¡Jacqueline!

Windleshaw se apartó a un lado, observando con simpatía aquella figurita orgullosa que se lanzó con los brazos abiertos sobre Linnet.

—Lord Windleshaw... La señorita de Bellefort... Mi mejor amiga.

Una criatura monísima, pensó él... No guapa, en realidad, pero decididamente atractiva con aquella mata de pelo oscuro y rizado y aquellos ojos enormes. Murmuró unas cuantas naderías corteses y se marchó, para dejarlas solas. Jacqueline hizo sonar una castañeta... un gesto que según Linnet lo recordaba, le era característico.

—¡Windleshaw! ¡Windleshaw! Ése es el hombre con quien vas a casarte, según afirman los periódicos. ¿Es verdad?

Linnet murmuró:

—Tal vez.

—¡Ah, querida, cuánto me alegro! Parece excelente.

—¡Oh, no des ya las cosas por hechas! Todavía no me he decidido.

—Claro que no. La reina debe proceder siempre con gran cautela y escrupulosidad a la elección de consorte.

—¡No seas ridícula, Jacqueline!

—Pero si es verdad. Tú eres una reina, Linnet. Lo fuiste siempre.
Sa Majesté la reine Linnet.
Y yo soy la favorita de la reina. La dama de honor de su confianza.

—¡Cuántas tonterías dices! Dime, Jacqueline, ¿dónde has estado todo este tiempo? Desapareciste y no me has escrito ni una sola vez.

—Odio a muerte la escritura. ¿Dónde he estado? Ahogada casi. Sumergida hasta el cuello. He estado trabajando en empleos sumamente groseros, con mujeres más groseras aún.

—Oh, querida, querida...

—¿Que aceptase los favores de mi reina? Pues bien, con franqueza ése es el motivo que me ha hecho venir. No, no para pedirte dinero. ¡No he llegado a esa situación todavía! Pero he venido a solicitar de ti algo mucho más importante aún.

—Adelante.

—Si, en efecto, piensas casarte con ese Windleshaw, tal vez me comprenderás.

Linnet pareció sorprendida durante un minuto. Luego su rostro se aclaró.

—¿Quieres decir, Jacqueline, que...?

—Sí, querida; estoy algo comprometida con un hombre...

—Vaya, vaya. Ya me parecía que estabas en cierto modo demasiado alegre. Siempre lo has estado, desde luego, pero ahora bastante más que de ordinario.

—Esos son mis sentimientos. En efecto.

—Hablame de él.

—Se llama Simon Doyle. Es alto, ancho de hombros, increíblemente simplón y pueril y extraordinariamente adorable. Es pobre... no tiene ni un penique. Es lo que vosotros llamáis un provinciano empobrecido. Es el menor de sus hermanos, con las consecuencias de rigor. Su familia procede de Devonshire. Le gusta el campo y las cosas rústicas. Y estos cinco años últimos los ha pasado en la ciudad, en un despacho de drogas. Ahora han cerrado el establecimiento y me lo han dejado en la calle. ¡Me moriré, de eso estoy segura, si no me caso con él, Linnet...! ¡Me moriré! ¡Me moriré!

—¡No seas ridícula, Jacqueline!

—Me moriré de pesar, te lo aseguro. Estoy loca por él y él pinta en las paredes por mí. No podemos vivir el uno sin el otro.

—¡Ay, querida! ¡Buena la has cogido!

—No sé... Es terrible, ¿verdad? Cuando el amor se apodera de una, la entontece y la deja incapaz de pensar en otra cosa que no sea el objetivo amado.

Hizo una pausa. Los ojos oscuros se dilataron adquiriendo una expresión trágica. El cuerpo de la joven se estremeció ligeramente.

—A veces me asusto... Simon y yo fuimos hechos el uno para el otro. Jamás me interesará nadie más. Y tú
tienes
que ayudarme. Me he enterado que has comprado todo esto y la noticia me ha inspirado una gran idea. Verás, tú necesitarás un administrador... tal vez dos... Pues bien, quiero que des este empleo a Simon.

—¡Oh! —Linnet estaba alarmada.

Jacqueline continuó:

—Conoce todo esto como sus propios dedos. Fue educado en fincas rústicas y tiene una gran práctica. Además, posee grandes conocimientos en negocios. ¡Oh, Linnet, tú le darás ese empleo! ¿Verdad que se lo darás por cariño hacia mí? Si no se porta bien, si demuestra ser poco eficiente, lo echas. Pero sé que no. Desempeñará su cargo a las mil maravillas. Y viviremos en una casita y yo te veré todos los días. El jardín me parecerá entonces cien veces más hermoso.

Se levantó.

—Di que sí, Linnet. Di que sí. Preciosa Linnet. Linnet querida. Di que sí.

—Jacqueline...

—¿Sí?

Linnet estalló en carcajadas.

—¡Jacqueline ridícula! Tráeme al príncipe de tus sueños que yo le vea, y luego hablaremos.

Jacqueline se lanzó sobre su amiga, besándola con frenesí.

—Linnet querida... Eres una verdadera amiga. Ya sabía que lo eres, y que no permitirías que me muriese. Eres lo más encantador de este mundo. ¡Adiós!

—Pero, Jacqueline, tú te quedarás aquí.

—¿Yo? De ninguna manera. Regreso a Londres y mañana volveré con Simon y lo arreglaremos todo. Te encantará. Es una verdadera preciosidad.

—¿No puedes esperar hasta que tomemos el té?

—No, no puedo esperar, Linnet. Estoy demasiado excitada. He de regresar y decírselo a Simon. Sé que estoy loca, querida, pero no puedo evitarlo. El matrimonio me curará; yo así lo espero. Siempre se ha dicho que ejerce saludables efectos sobre temperamentos como el mío. Me equilibraré pronto.

Volvióse hacia la puerta, se detuvo un momento, luego retrocedió para besarla.

—Querida Linnet... ¡No hay nadie como tú!

El señor Gaston Blondin, propietario del restaurante de moda «Chez Ma Tante», no era un hombre a quien le gustara honrar con su presencia a todos los clientes. La riqueza, la belleza, la notoriedad y la aristocracia esperarían en vano ser distinguidas por aquel personaje o siquiera atraer su atención. Sólo en casos excepcionales condescendía el señor Blondin, graciosamente, a saludar a un huésped dándole la bienvenida, a acompañarle a una mesa privilegiada o a cambiar con él las frases de rigor en tales casos.

En esta noche particular, el señor Blondin había ejercido sus prerrogativas reales tres veces: una para una duquesa, otra para un par de la nobleza y la última para un hombrecillo de apariencia cómica con bigotes negros exuberantes y que cualquier observador casual habría creído que hacía muy poco favor a «Chez Ma Tante» con su presencia.

El señor Blondin, sin embargo, le colmaba materialmente de atenciones.

Aunque hacía sólo media hora que varios clientes se marcharon desesperados por no hallar ni una sola mesa vacía, ahora apareció una misteriosamente y para colmo de milagro situada en posición inmejorable. El señor Blondin condujo a este cliente hacia ella con toda la apariencia de
empressement
.

—Pero, naturalmente, para
usted
hay siempre una mesa, señor Poirot Lo que quisiera es que nos honrase más a menudo con su presencia.

Hércules Poirot sonrió recordando aquel incidente, ya pasado, en que un cadáver, un camarero, el propio señor Blondin y una señorita encantadora habían desempeñado un papel importante.

—Es usted muy amable, señor Blondin —dijo.

—¿Está usted solo, señor Poirot?

—Sí, estoy solo.

—¡Oh, bien! Jules confeccionará para usted una minuta que será un poema... positivamente, un poema. Las mujeres, sobre todo las hermosas, tienen una desventaja: distraen la mente impidiendo que se saboreen bien los manjares. Pero usted paladeará nuestra comida, señor Poirot, se lo prometo. En cuanto al vino... ¡para qué hablar!

Siguió una conversación de técnica gastronómica. El señor Blondin se inclinó un momento bajando el tono de su voz y dijo confidencialmente:

—¿Tiene usted algún asunto entre manos?

—¡Ay, no! Estoy de vacaciones —dijo tristemente—. Hice mis economías cuando podía y ahora poseo medios suficientes para llevar una vida reposada.

—Le envidio.

—No, no; sería poco juicioso envidiarme. Puedo asegurarle que no es todo tan agradable como parece —suspiró—. ¡Cuan verdadero es el adagio que dice que el hombre inventó el trabajo para no tener que pensar!

El señor Blondin levantó las manos.

—¡Hay muchas cosas, señor Poirot! Los viajes, por ejemplo

—Sí, en efecto, se puede viajar. Ya lo he hecho en muchas ocasiones y me ha sentado bastante bien. Este invierno pienso ir a Egipto. El clima, según dicen, es soberbio. ¡Así escaparé a la tediosa monotonía de las nieblas perpetuas de los tonos grisáceos, de la lluvia que cae incesantemente!

—¡Ah, Egipto! —suspiró el señor Blondin.

—Ahora se puede ir allí evitando el mar, excepto en el obligado paso del canal.

—¡Ah! ¿No le gusta el mar?

Hércules Poirot movió la cabeza y se estremeció imperceptiblemente.

—A mi tampoco —declaró el señor Blondin con simpatía—. ¡Es curioso el efecto que ejerce sobre el estómago!

—Pero sólo sobre ciertos estómagos. Hay personas a quienes el movimiento no les causa la menor impresión. Incluso les gusta

—Una incoherencia del Señor —corroboró el señor Blondin.

Movió tristemente la cabeza y tras expresar un impío pensamiento desapareció.

Camareros de pies ágiles y manos expertas servían las mesas. Mantequilla, Melba tostada y una cubetita de hielo demostraban que se ofrecía comida de calidad.

La orquesta negra rompió en un éxtasis de notas discordantes. Londres bailaba.

Hércules Poirot observaba, registrando sus impresiones en su cerebro como en un archivo.

¡Cuan aburridos y cansados eran los rostros que veía! Algunos de aquellos hombres se divertían, indudablemente... mientras que una resignación paciente era el sentimiento general exhibido por los rostros de sus acompañantes. Aquella mujer gorda vestida de escarlata parecía radiante de felicidad... Indudablemente, la grasa le proporcionaba un deleite, una satisfacción, que estaban vedados a los que poseían líneas más armónicas. ¡Todo, en esta vida, tiene sus compensaciones!

Una pequeña cantidad de jóvenes, algunos carentes de expresión, otros aburridos, los más definitivamente infelices. ¡Qué absurdo llamar a la juventud el tiempo de la felicidad! ¡La juventud es la edad de mayor vulnerabilidad!

Su mirada se humanizó cuando vino a detenerse sobre cierta pareja en particular. Un par de representantes de los dos sexos decididamente armoniosos. El hombre, alto y de anchos hombros. La mujer, esbelta y delicada. Eran dos cuerpos que se movían en un ritmo perfecto de felicidad por el lugar en que estaban, por la hora y porque salía la dicha a borbotones del interior de ambos.

El baile cesó bruscamente. Las manos palmotearon ruidosamente y los giros continuaron. A los pocos segundos la pareja feliz volvió a la mesa que ocupaban junto a la de Poirot.

La muchacha, roja de placer, reía. Cuando ella se sentó. Hércules pudo contemplar a placer su rostro, que tenía vuelto hacia su compañero.

BOOK: Poirot en Egipto
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