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Authors: Agatha Christie

Poirot en Egipto (8 page)

BOOK: Poirot en Egipto
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—Pues eso, mademoiselle, es lo peor de todo.

Ella alzó la cabeza, rápida.

—No es usted estúpido —dijo—. Empiezo a creer que intenta usted ser amable.

—Vuelva a casa, mademoiselle. Es usted joven, inteligente... Tiene el mundo frente a usted.

Jacqueline movió la cabeza muy despacio.

—O no me comprende o no quiere comprenderme. Simon es
mi mundo.

—El amor no lo es todo, mademoiselle. Sólo cuando somos jóvenes lo creemos así.

—No lo comprende —le lanzó una mirada rápida—. Lo sabe todo, ¿verdad? ¿Ha hablado con Linnet...? Estuvo en el restaurante aquella noche. Simon y yo nos amábamos.

—Sé que usted le amaba.

Jacqueline cogió al vuelo lo que se ocultaba tras las palabras del detective. Repitió con énfasis:

—Nos amábamos. Y yo quería a Linnet... confiaba en ella... Era mi mejor amiga. Durante toda su vida, Linnet pudo comprar todo lo que le apetecía. Cuando vio a Simon, lo deseó y lo conquistó.

—Y él..., ¿se dejó comprar?

Jacqueline movió lentamente la cabeza.

—No, no es eso precisamente. Si hubiese sido así, yo no estaría aquí ahora... Usted intenta sugerirme que Simon no merece que me preocupe por él. Si hubiese aceptado casarse con Linnet por su dinero, tendría usted razón. Pero no se casó por su dinero.. Es más complicado que eso. Hay el embrujo, la atracción física, y el dinero ayuda mucho. Linnet tiene una
atmósfera
propia... Era la reina de un país inexistente, lujuriosa hasta las puntas de los dedos... Tenía el mundo a sus pies. Uno de los más ricos y más envidiados pares de Inglaterra quiso casarse con ella... Y ella se decidió por el oscuro y pobre Simon Doyle... ¿Extraña usted que esto trastornara el seso al desgraciado Simon? —hizo un gesto repentino—. Mire la luna, allí arriba. La ve perfectamente, ¿verdad? Existe en realidad. Pero si apareciese ahora el sol, la luna dejaría de brillar, y usted no lograría verla aunque lo intentase. Así ocurrió... Yo era la luna... Cuando el sol salió, Simon no pudo verme más.. Quedó encandilado. No podía ver más que el sol... Linnet.

Hizo una pausa y prosiguió:

—Así, pues, fue el embrujo, el brillo de Linnet lo que se le subió a la cabeza. Además, intervino también su confianza en sí misma, que difunde confianza a los demás. Simon era... débil tal vez, pero muy simple, muy inocente. Me habría amado a mí si Linnet no hubiese aparecido para subirle en su carro de oro. Y tengo la seguridad de que él no la hubiese amado jamás si ella no se hubiese propuesto que lo hiciera.

—Sí, eso es lo que usted piensa.


Lo sé.
Él me amaba a mí..., me amará siempre.

—¿Ahora también?

Una respuesta rápida pareció alzarse hasta sus labios, pero al llegar a ellos murió. Miró a Poirot y su rostro se tino de rojo subido, ardiente. Desvió la mirada, reclinó la cabeza y dijo con voz imperceptible:

—Sí, ya sé. Ahora me odia. Me odia... Pero que tenga cuidado.

Con un gesto rápido hurgó en un saquito de seda que tenía a su lado. Luego sacó la mano. En su palma apareció una pistolita con puño de nácar... Parecía de juguete.

—Es una cosita preciosa, ¿verdad? —dijo—. Parece demasiado pequeña para ser un arma mortal..., pero lo es. Una de esas balas tan minúsculas puede tronchar la vida de un hombre... o de una mujer. Yo tiro muy bien. Compré este juguetito cuando sucedió
aquello
. Tenía el propósito de matar a una o a otro, pero no llegué a decidirme por cuál de ellos. Los dos a la vez no me habrían proporcionado satisfacción alguna. Si hubiese creído poder asustar a Linnet… Pero ella posee gran valor físico. Es capaz de resistir a cualquier atentado violento. Y entonces... decidí esperar. Esto me seducía cada vez más. Después de todo, podía ejecutar mi primitiva idea a la primera ocasión... Sería preferible esperar y... pensarlo bien. Doquiera que fuesen, por lejos que estuviese el lugar por ellos elegido, me encontrarían; allí donde se considerasen solos para gozar plenamente su felicidad... me verían cuando menos lo esperasen. ¡Y esto hace efecto! Ella no puede hacer nada por evitarlo... Yo me comporto siempre con perfecta urbanidad, con cortesía exquisita... Ni una palabra de reproche, ni una súplica, ni una amenaza... Les estoy envenenando la existencia... Estoy destrozando poco a poco sus nervios.

Poirot asió a la muchacha por el brazo.

—¡Cállese...! ¡Cállese, le digo!

Jacqueline le miró.

—¡Y bien!

Su sonrisa era francamente provocativa.

—¡Señorita: le ruego encarecidamente, le suplico con toda humildad que no continúe en sus propósitos!

—¿Quiere decir que deje a Linnet tranquila?

—Algo más que eso. ¡No abra su corazón al mal!

Una expresión de asombro apareció en los ojos de la muchacha.

Poirot continuó gravemente:

—Porque si lo hace, el mal vendrá... Sí; con toda seguridad: vendrá. Entrará en su corazón, formará en él su morada y a los pocos instantes no habrá fuerza humana que lo desaloje...

—Usted no puede impedírmelo.

—No —asintió Poirot—, no puedo impedírselo.

—Aun en el caso de que intentase matarla, no podría evitarlo usted.

—No. desde luego; pero usted pagaría el precio...

Jacqueline Bellefort soltó una risita.

—No me asusta la muerte. ¿Para qué quiero vivir después de esto? Supongo que usted cree equivocado el matar a una persona que le ha herido de muerte, que le ha robado lo que más quería en este mundo.

—Sí, mademoiselle, creo que matar es un delito imperdonable.

Jacqueline rió de nuevo.

—Entonces no tiene usted más remedio que aprobar mi astuto sistema de venganza. Porque vea usted... mientras produzca su efecto, no usaré la pistola... Pero me da miedo... Hay veces que lo veo todo rojo... En esos momentos desearía con toda mi alma poder hacerla sufrir, enterrando un cuchillo en su corazón... o acercar mi diminuta pistola a su sien y entonces oprimir el gatillo lentamente, suavemente... ¡Oh!... —gritó de súbito.

La exclamación sobresaltó al detective.

—¿Qué es eso, mademoiselle?

Ella había vuelto la cabeza y escudriñaba en la oscuridad.

—Alguien está ahí. Ahora se ha marchado.

Hércules Poirot ojeó minuciosamente los alrededores. El lugar aparecía desierto.

—Aquí, yo diría que no hay nadie más que nosotros, mademoiselle.

Se levantó.

—De todas formas, ya le he dicho todo lo que tenía que decirle. ¡Buenas noches!

—Buenas noches, monsieur.

Él movió la cabeza tristemente y la siguió hacia el hotel.

Capítulo VI

A la mañana siguiente, Simon Doyle se acercó a Hércules Poirot cuando éste abandonaba el hotel para dirigirse a la ciudad.

—Buenos días, señor Poirot.

—Buenos días, señor Doyle.

—¿Va usted a la ciudad? ¿Me permite que vaya con usted?

—Ciertamente. Me encantará.

Los dos hombres, andando al mismo paso, atravesaron la verja y penetraron en la fresca sombra de los jardines. Entonces, Simon se quitó la pipa de la boca y habló:

—Tengo entendido que mi mujer celebró anoche una larga conferencia con usted.

—En efecto...

Simon Doyle arrugó el entrecejo. Pertenecía a esa especie de hombres de acción a quienes les resulta difícil traducir sus pensamientos en palabras y les cuesta ímprobos esfuerzos expresarse con claridad.

—Me complace una cosa —dijo—. Le ha hecho comprender que no podemos hacer nada en este asunto.

—No hay ningún medio legal para impedirlo —repuso Poirot.

—Exactamente. Linnet ha sido educada en la creencia de que cualquier dificultad puede referirse automáticamente a la policía.

Poirot inclinó la cabeza gravemente, pero no dijo nada.

—Habló usted con... Jacqueline, con la señorita Bellefort. ¿Verdad?

—Sí, hablé con ella.

—¿Consiguió hacerla entrar en razón?

—Me temo que no.

Simon estalló, iracundo:

—¿No se da ella cuenta de lo que está haciendo? ¿No ve que ninguna mujer decente se habría comportado así...? ¿Carece de amor propio?

Poirot se encogió de hombros.

—No tiene más idea que el sentimiento de su ofensa —replicó.

—Sí, pero maldita sea, las muchachas decentes no obran así. Admito que se me culpe a mí. La traté muy mal. Comprendería que me odiase y que no quisiese volver a verme. Pero esta persecución de que nos hace objeto es... indecente. ¡Qué espectáculo continuo el suyo! ¿Qué diablos espera conseguir con todo eso?

—Vengarse, tal vez.

—Absurdo. Realmente, comprendería mejor que ella hubiese intentado algo melodramático... como disparar sobre mí o algo por el estilo.

—Usted quiere decir que eso habría sido más propio de ella. Tiene razón.

—Eso es precisamente. Ella tiene la sangre ardiente y un temperamento ingobernable. No me hubiese sorprendido nada de ella en un momento de rabia. Pero este procedimiento como de espionaje... —movió la cabeza.

—Es más sutil. ¡Es inteligente!

Doyle le miró con fijeza.

—No lo comprende, señor. Está destrozando los nervios de Linnet.

—¿Y los de usted?

Simon se le quedó mirando sorprendido.

—¿Los míos? ¡Me gustaría romperle el cuello!

—¿No queda entonces nada en usted de aquel sentimiento de antaño?

—Mi querido señor Poirot, ¿cómo podría explicárselo? Es como la luna cuando sale el sol. Queda uno deslumbrado. Cuando yo vi a Linnet, Jacqueline dejó de existir.


Tiens! C’est dróle ça
—murmuró Poirot.

—¿Decía usted?

—Su símil me ha interesado. Eso es todo.

Simon dijo, ruborizándose de nuevo:

—Supongo que Jacqueline le habrá dicho que yo me casé con Linnet por su dinero. Pues bien, ¡eso es una mentira abominable! No me habría casado con nadie por su dinero. Lo que Jacqueline parece incapaz de comprender es lo insoportable que resulta para un hombre verse incesantemente rodeado de mimos, halagos, caricias empalagosas, como a mí me ocurría con ella.


Un qui aime et une que se laisse aimer
—murmuró Poirot.

—¿Eh...? ¿Qué dice usted? ¿Usted no comprende tampoco que aborrezca a una mujer que se interesa por un hombre más que él por ella? —su voz se hacía más ardiente a medida que hablaba—. Un hombre no quiere sentirse dominado en cuerpo y alma. ¡Esa condenada actitud de posesión! «¡Este hombre es mío, me pertenece!» ¡Eso no lo podía soportar, no hay ningún hombre que hubiese podido sufrirlo! Se habría fugado. Habría querido poseer a su mujer... no que ella le hubiese poseído a él.

Se interrumpió y, con dedos que temblaban ligeramente, encendió un cigarrillo.

—¿Y fueron esos sus sentimientos hacia la señorita Jacqueline?

—¿Eh? —Simon quedó mirando al detective y luego añadió—. Pues... sí. Así fue. Ella no se da cuenta de eso. Y yo tampoco se lo habría dicho. Pero ya me estaba cansando y entonces... encontré a Linnet... Ella me allanó el camino. Jamás había visto nada tan encantador. Fue inexplicable. Todo el mundo agasajándola y ella me eligió a mí, pobre diablo.

Su tono era pueril y expresaba un verdadero éxtasis.

—Sí, ya veo —dijo Poirot.

—¿Por qué no toma Jacqueline las cosas como un hombre? —preguntó Simon con resentimiento.

Una sonrisa leve entreabrió los labios de Poirot.

—Tal vez porque ella es una mujer.

—No, no; quiero decir que debiera haber aceptado su derrota como una verdadera deportista. Después de todo, hay que tragar las medicinas por amargas que sean. La falta es sólo mía, lo confieso. Pero así es. Si usted se da cuenta de que ya no le interesa una mujer sería idiota casarse con ella. Y ahora me estoy dando cuenta de que he escapado de una buena al ver la tenacidad y el carácter de Jacqueline.

—¿Usted conoce los proyectos de la señorita Bellefort?

—No... por lo menos... ¿Qué quiere usted decir?

—Usted no ignora que lleva siempre una pistola consigo.

Simon frunció el entrecejo; luego movió la cabeza negativamente.

—No creo que la use... por ahora. Lo habría hecho antes. Diríase que ya ha pasado el momento psicológico. Se limita a esperar... no sé qué... pero espera...

Poirot se encogió de hombros.

—Tal vez tenga razón —dijo con un marcado acento de duda.

—No temo que Jacqueline se comporte melodramáticamente disparando sobre uno de nosotros, pero este continuo espionaje y esta persecución enloquecerán a Linnet. Le diré el plan que hemos proyectado y tal vez pueda sugerirnos algunos cambios. Para empezar, le diré que he anunciado públicamente que pensamos permanecer aquí diez días. Pero mañana el vapor
Karnaki/> saldrá de Shellal con destino a Wadi Halfa. Nos proponemos sacar nuestros pasajes con nombres supuestos. Mañana iremos de excursión a Philas. La doncella de Linnet llevará el equipaje. Tomaremos el Karnaki/> en Shellal. Cuando Jacqueline se dé cuenta de que no volvemos, será ya demasiado tarde...

—Está bien ideado. Pero supongamos que ella espera aquí hasta que ustedes regresen.

—Tal vez no volvamos. Iremos a Kartum y luego, por vía aérea, a Kenya. Ella no podrá seguirnos por todo el Globo.

—Desde luego, ha de llegar un momento en que lo impidan razones financieras. Ella tiene poco dinero, según tengo entendido.

Simon le miró con admiración.

—¡Es usted endiabladamente inteligente, señor Poirot! Yo no había pensado en eso. En efecto, Jacqueline es pobre.

—Así, pues, no tardará en quedarse exhausta, sin recursos.

—Sí...

Simon parpadeó intranquilo. Aquel pensamiento parecía alarmarle. Poirot le vigilaba.

—No —observó—; no es una idea muy risueña.

Simon barbotó colérico:

—Pero yo no puedo evitarlo —añadió—: ¿Qué le parece mi plan?

—Creo que puede dar resultado. Pero es, indudablemente, una retirada.

Simon enrojeció:

—¿Quiere decir que... huimos? Sí, es verdad. Pero Linnet...

Poirot le miró fijamente. Hizo un gesto de asentimiento.

—Es posible que, como usted dice, sea lo mejor. Pero no olvide que mademoiselle Bellefort no es tonta.

Simon dijo sombríamente:

—Algún día nos plantaremos y le haremos frente. Su actitud no tiene nada de razonable.

—¡Razonable,
mon Dieu
! —exclamó Poirot.

—No hay ninguna razón para que las mujeres no se conduzcan como verdaderos seres racionales —dijo Simon, con aire estólido.

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